Capítulo XXI

Salimos de Nueva Avalón al día siguiente.

Sir Roger y yo partimos solos a bordo de un minúsculo barco de salvamento espacial, sin armas. Nosotros mismos éramos más fuertes. Yo, como de costumbre, vestía la sotana y el rosario, nada más. El barón llevaba un jubón y calzas de colono, pero también portaba espada, daga y espuelas de oro en el calzado. Su corpachón se sentaba en la silla del piloto como si se tratase de una silla de montar, pero sus ojos, levantados hacia el cielo, eran como el cielo de una tormenta invernal.

Les dijimos a los capitanes que íbamos a realizar un vuelo muy breve para ver algo especial traído por sir Owain. El campamento olió la mentira y accedió de mal grado. John el Rojo rompió dos bastones repujados de hierro antes de restaurar el orden. Cuando embarcamos, me pareció de golpe que nuestra empresa conducía a un estancamiento.

Los hombres se mantenían en calma, sentados ante sus tiendas. Era una tarde sin viento y las banderas colgaban inmóviles de los mástiles; percibí hasta qué punto se veían descoloridas y desgarradas.

Nuestro barco hendió el cielo azul y penetró en la oscuridad como cuando a Lucifer lo expulsaron del Paraíso. Vi brevemente un navío de combate que patrullaba en órbita y me habría reconfortado sentir aquellos cañones a mis espaldas para protegerme. Pero no podíamos llevar otra cosa que un esquife indefenso. Sir Owam había sido categórico en aquel punto cuando estuvimos hablando por segunda vez a través de la distancia.

—Si lo deseáis, Tourneville, os recibiremos para parlamentar. Pero habéis de venir solo, en un sencillo barco de salvamento y sin armas. O, bien… podréis traer al párroco con vos… Ya os diré en qué órbita debéis colocaros. Os encontraréis con mi nave en determinado punto. Si mis telescopios y detectores perciben el menor signo de perfidia por vuestra parte, iré como una flecha hacia Wersgorixan.

Aceleramos hacia el punto de encuentro en un silencio que se hacía cada vez más pesado. Me aventuré a decir en una ocasión:

—Si pudierais reconciliaros, la acción daría mucho valor a los nuestros. Estoy seguro de que serían realmente invencibles.

—¿Quiénes, Catalina y yo? —ladró sir Roger.

—Bueno… yo… quería decir sir Owain y vos… —me excusé. Pero la verdad estaba clara: yo había pensado en su dama. Owain, por sí mismo, no era nada. En las manos de sir Roger descansaba nuestro destino. Pero él no podía seguir separado por más tiempo de la que poseía su alma.

Ella, y los niños que tuvieron juntos… aquéllas eran las únicas razones por las que se dirigía a hablar humildemente con sir Owain.

Seguimos volando. El planeta se fue encogiendo a nuestras espaldas, hasta no ser más que una desdibujada moneda. Me sentí tan solo, tan aislado… más incluso que cuando abandonamos nuestra Tierra.

Pero, al fin, algunas de las numerosas estrellas se oscurecieron. Vi crecer la delgada forma negra de la nave espacial al tiempo que se ajustaban nuestras velocidades.

Habríamos podido lanzar una bomba y destruirla. Pero sir Owain sabía muy bien que no lo haríamos mientras Catalina, Robert y Matilda estuvieran a bordo. Una grapa magnética resonó al chocar con nuestro casco. Las naves se acercaron una a la otra hasta que se dieron un frío beso por medio de los paneles de entrada. Abrimos la portezuela y esperamos.

Branithar en persona fue el primero en aparecer. La victoria le inflamaba. Esbozó un movimiento de retroceso al ver la daga de misericordia de sir Roger.

—¡No deberíais traer ningún arma! —exclamó roncamente.

—¡Oh! Bien, bien. —El barón miró sus armas tristemente—. No había pensado… como las espuelas, son las insignias de mi rango… nada más.

—Dejadlas.

Sir Roger se desató el cinturón y le entregó las armas a Branithar, que se las pasó a otro cara azul. Nos registró.

—No hay más armas ocultas —decidió. Sentí que las mejillas me ardían por el insulto, pero sir Roger aparentó no darse cuenta—. Bien, seguidme.

Enfilamos por un corredor hasta el camarote principal. Sir Owain estaba sentado detrás de una mesa de madera con incrustaciones. Vestido con terciopelo negro, oscuro, las joyas brillaban en la mano que se apoyaba en un fusil colocado ante él. Lady Catalina llevaba un traje gris y una toca. Un olvidado mechón de cabellos le caía sobre la frente como el fuego que nace entre las cenizas.

Sir Roger se detuvo en el umbral.

—¿Dónde están los niños?

—En mi dormitorio, con las sirvientas. —Su mujer habló con voz átona, como una máquina—. Están bien.

—Sentaos, sire —le apremió sir Owain. Su mirada recorrió la sala. Branithar dejó cerca de él la daga y la espada y se colocó a la derecha. El otro wersgor, y un tercero que nos esperaba en la sala, se situó junto a la entrada y por detrás de nosotros, con los brazos cruzados. Les tomé por el médico y el navegante de que nos habían hablado; los dos cañoneros debían encontrarse en las torretas y el piloto en su puesto, por si algo iba mal.

Lady Catalina, como una imagen de cera, se encontraba de pie junto a la pared del fondo, a la izquierda de sir Owain.

—Espero que no me guardéis rencor —dijo el felón—. En la guerra y el amor, todo está permitido.

Catalina alzó una mano para protestar.

—En la guerra, tan sólo. —Apenas podía oírsela. Dejó caer la mano.

Sir Roger y yo nos mantuvimos en calma. El barón escupió en el suelo.

Owain se ruborizó.

—Escuchadme —exclamó—. Que no haya hipocresía sobre juramentos rotos. Vuestra posición es muy dudosa. Os habéis hecho con el derecho a nombrar nobles a siervos y campesinos, a disponer de los feudos, a tratar con reyes extranjeros. Si pudierais, os nombraríais rey a vos mismo. ¿Dónde están ahora vuestros compromisos y vuestros juramentos de fidelidad a vuestro soberano Eduardo?

—Hasta ahora, no le he hecho ningún mal —respondió sir Roger con una voz temblorosa a causa de la cólera—. Si alguna vez vuelvo a la Tierra, añadiré mis conquistas a sus dominios. Hasta entonces, habremos de arreglárnoslas como podamos y no tenemos más elección que establecer nuestros propios feudos.

—Hasta ahora, en efecto, no podíais actuar de otro modo —admitió sir Owain. Le volvió la sonrisa—. Pero debéis estarme agradecido, Roger. Os libraré de tal necesidad. ¡Podemos volver a la Tierra!

—¿Como ganado de los wersgorix?

—No lo creo. Pero, sentaos. Os traeré vino y pasteles.

—No, gracias. No compartiré mi pan con vos.

—En ese caso, moriréis de hambre —dijo sir Owain alegremente.

Roger se transformó en una estatua de piedra. Observé por primera vez que lady Catalina llevaba la funda de un arma colgada de la cintura, aunque estaba vacía. Owain debió quitársela con cualquier excusa. Era el único que estaba armado.

Se puso grave cuando leyó las expresiones de nuestros rostros.

—Mi señor —dijo—, cuando nos pedisteis parlamentar, no podíais esperar que rechazase tal oportunidad. Os quedaréis aquí.

Catalina le dirigió un gesto.

—¡No, Owain! —gritó—. Me dijisteis… dijisteis que podría dejar el navío libremente si…

Volvió hacia ella el fino perfil y dijo suavemente:

—Pensadlo, señora. ¿No era vuestro mayor deseo el poder salvarle? Llorasteis, temiendo que su orgullo no le permitiera ceder. Ahora, está prisionero. Vuestro deseo será cumplido. Portaré el peso de todo el deshonor, señora, por vos.

Ella temblaba de pies a cabeza.

—No tengo parte en todo esto, Roger —explicó—. No imaginé…

Su marido ni la miró. Su voz la interrumpió bruscamente.

—¿Cuál es vuestro plan, Montbelle?

—Esta nueva situación me ha dado nueva esperanza —respondió el otro caballero—. Reconozco que nunca he sido de los más optimistas en cuanto a los resultados de las negociaciones con los wersgorix. Ahora ya no son necesarias. Podemos volver directamente a casa. Las armas y los cofres de oro que hay en esta nave me permitirán conseguir más de lo que podría desear.

Branithar, el único no humano que comprendía el inglés, aulló:

—¿Y yo, y mis amigos?

Owain respondió fríamente:

—¿Por qué no nos acompañáis? Con la marcha de sir Roger de Tourneville, la causa inglesa se perderá y vosotros tendréis que entendéroslas con los miembros de vuestra raza. He estudiado vuestro modo de pensar y sé que la patria o las relaciones no significan nada para vosotros. De camino, podemos recoger algunas hembras de vuestra especie. Como mis leales vasallos, podréis conseguir cuantas tierras y poder queráis; vuestros descendientes compartirán con los míos el planeta. Es cierto que sacrificaréis una forma de vida social a la que estáis habituados, pero a cambio conseguiréis un grado de libertad que vuestro gobierno jamás os concederá.

Tenía las armas. Sin embargo, creo que Branithar se dejó seducir por los argumentos y que las palabras de asentimiento que pronunció lentamente eran sinceras.

—¿Y nosotros? —preguntó lady Catalina casi sin aliento.

—Vos y sir Roger tendréis vuestros dominios en Inglaterra —prometió sir Owain—. Añadiré un nuevo feudo en Winchester.

Quizá hablaba honestamente. O quizá especulaba con que, cuando fuese monarca de toda Europa, podría hacer lo que quisiera con ella y con su marido. Mi señora estaba demasiado alterada como para pensar en tal eventualidad. La vi como en sueños. Se volvió hacia sir Roger, llorando y riendo:

—¡Mi amor, podremos volver a casa!

La miró brevemente.

—¿Qué será de todos los que trajimos hasta aquí?

—No me puedo arriesgar a llevarlos con nosotros. —Sir Owain se encogió de hombros—. Después de todo, son de baja cuna.

Sir Roger hizo un gesto con la cabeza.

—¡Ah! ¡Ya veo!

Poniéndose en pie de un salto, golpeó con las espuelas en el vientre del wersgor que había a sus espaldas. Este, abierto de arriba a abajo, se derrumbó.

El barón cayó con él, rodando debajo de la mesa. Sir Owain lanzó un alarido y saltó. El fusil retumbó en el camarote. Falló. El barón había sido muy rápido. Se incorporó, agarró al otro sorprendido wersgor y lo atrajo hacia sí. El segundo disparo alcanzó aquel escudo viviente.

Sir Roger se irguió, con el cadáver por delante, y avanzó como un vendaval. Owain tuvo tiempo de disparar un último disparo, que quemó la carne muerta. Roger lanzó el cuerpo por encima de la mesa y alcanzó a su adversario en el rostro.

Sir Owain cayó bajo el peso del wersgor. Sir Roger intentó coger la espada. Branithar la alcanzó antes y sir Roger hubo de conformarse con la daga. Despidió un destello al salir de la vaina. Oí un ruido sordo al tiempo que taladraba la mano de Branithar, clavándola a la mesa. Sólo sobresalía la guarda.

—¡Esperadme aquí! —dijo sir Roger. Desenvainó la espada—. ¡Adelante! ¡Que Dios proteja la razón!

Sir Owain consiguió liberarse y se levantó, con el fusil en las manos. Me encontraba justo frente a él, pero al otro lado de la mesa. Apuntó al estómago del barón. Prometí a los santos muchos cirios y azoté con el rosario la muñeca del traidor. Aulló. El fusil se le cayó de las manos y se deslizó sobre la mesa. La espada de sir Roger silbó. Owain fue lo bastante rápido como para evitarla. El acero se hundió en la madera de la mesa. Sir Roger debió realizar algunos esfuerzos para soltarlo. El fusil se encontraba en el suelo y me lancé a por él. Lady Catalina hizo lo mismo, llegando a toda prisa desde el otro lado de la mesa. Nuestras frentes se golpearon. Cuando recobré la consciencia, estaba sentado y Roger perseguía a Owain fuera de la habitación.

Catalina lanzó un alarido.

Roger se detuvo como apresado en un lazo. La dama se levantó haciendo revolotear la falda.

—¡Los niños, mi señor! Están en mi dormitorio, junto a las armas de apoyo…

El barón juró y echó a correr. Ella le siguió. Me levanté como mejor pude, todavía un poco atontado, llevándome el olvidado fusil. Branithar me enseñó los dientes. Intentó mover el puñal que le clavaba a la mesa, pero no consiguió más que hacerse más sangre.

Consideré que le costaría bastante trabajo liberarse y dediqué mi atención a otras cosas.

El wersgor a quien había desventrado mi señor vivía todavía, pero no lo haría por mucho tiempo. Dudé un momento. ¿Cuál era mi deber? ¿Junto a mi señor y su dama o atendiendo a un pagano moribundo? Me incliné sobre el rostro azul deformado por el dolor.

—Padre —dijo casi sin aliento. No sé a qué, o a Quién, invocaba de aquel modo, pero cumplí con los pocos ritos que permitían las circunstancias y le sostuve hasta que lanzó el último suspiro. Recé para que, por lo menos, alcanzase el Limbo.

Sir Roger volvió, limpiando la espada. Sonreía de oreja a oreja, como pocas veces he visto sonreír a un hombre.

—¡Caramba con el lobato! —exclamó—. ¡Qué fácil es identificar la sangre normanda!

—¿Qué ha pasado? —pregunté levantándome, con la sotana empapada de sangre.

—Owain no se dirigió finalmente al cofre con las armas —me dijo sir Roger—. Fue hacia la torreta de navegación. Pero los otros miembros de la tripulación, los cañoneros, habían oído el ruido de la lucha. Creyendo que llegaba su ocasión, se precipitaron para equiparse. Vi pasar a uno ante la puerta de la salita. El otro le seguía, armado con un largo atornillador. Caí sobre él con la espada, pero combatió bien y necesité un momento para vencerle. Entre tanto, Catalina siguió al primero; combatió con él con las manos desnudas hasta que él le asestó un golpe que la hizo caer. Sus malditas sirvientas no hicieron otra cosa que ocultarse como cobardes y aullar como perras… lo que cabía esperar. ¡Pero, vaya! Escuchad, hermano Parvus. Mi hijo Robert abrió el cofre de las armas, tomó un fusil y atravesó al wersgor de lado a lado, tan bien como podría haberlo hecho John el Rojo. ¡Oh, vaya con el diablillo!

La baronesa entró en la estancia. Su ropa se veía rota y sus hermosas mejillas mostraban vanas magulladuras. Con un tono tan impersonal como el de un sargento que informa sobre la guardia, dijo:

—He calmado a los niños.

—Pobre Matilda —murmuró su mando—. ¿Ha pasado mucho miedo?

Lady Catalina parecía indignada.

—¡Los dos querían combatir!

—Esperadme aquí —dijo el barón—. Me ocuparé de Owain y del piloto.

Ella se incorporó con el aliento cortado.

—¿Tendré que esperar a salvo cuando mi esposo se lanza en brazos del peligro?

Sir Roger se detuvo en seco y la miró.

—Pero… pensaba que… —empezó, automáticamente indefenso.

—¿Que os había traicionado simplemente para volver a la Tierra? Sí, es verdad. —Se quedó con la vista clavada en el suelo—. Creo que vos me lo perdonaréis antes de que yo misma lo haga. —Sin embargo, hice lo que creí mejor… también para vos… yo no sabía lo que me hacía. No tendríais que haberme dejado sola tanto tiempo, señor. Os eché mucho de menos.

Sir Roger asintió lentamente con la cabeza.

—Soy yo quien debe suplicar vuestro perdón —dijo—. Ojalá Dios me dé vida suficiente como para hacerme digno de vos.

La tomó por los hombros.

—Pero, quedaos aquí. Vigilad a este rostro azul. Si mato a Owain y al piloto…

—¡Hacedlo! —exclamó la dama llevada por la furia.

—Preferiría evitarlo —dijo el barón con el dulzor que siempre empleaba con ella—. Al miraros, señora, lo entiendo todo. Pero si hay que llegar a lo peor, Branithar puede devolvernos a la Tierra. Vigiladle.

Ella me tomó el fusil de las manos y se sentó. El cautivo clavado a la mesa nos miraba, tenso y desafiante.

—Venid, hermano Parvus, quizá necesite vuestra habilidad con las palabras.

Llevaba la espada y se había pasado por el cinturón uno de los cortos fusiles del cofre de las armas. Avanzamos por un pasillo, subimos una rampa y llegamos ante la entrada de la torreta de navegación. La puerta estaba cerrada por dentro.

Sir Roger llamó con el pomo de la daga.

—¡Los de dentro, rendios!

—¿O qué? —La voz de sir Owain llegó a nosotros débilmente a través de los paneles.

—Demoleré las máquinas —dijo sir Roger, decidido— y me iré en mi navío dejándoos a la deriva. Pero, escuchadme, no estoy ya encolerizado. Todo ha terminado y podremos volver a Inglaterra cuando todas estas estrellas dejen de representar un peligro para Inglaterra. Antaño fuimos amigos, Owain. Dadme de nuevo vuestra mano. Os juro que no os haré nada.

Un pesado silencio.

Luego, el hombre de detrás de la puerta dijo:

—Bien. Nunca antes habéis roto un juramento. Entrad, Roger.

Oí cómo se corrían los cerrojos. El barón apoyó la mano en la puerta. No sé lo que me hizo decir:

—Esperad, sire. —Le aparté bruscamente con una falta de modales inusitada, para pasar yo primero.

—¿Qué ocurre? —Parpadeó, turbado por la alegría.

Abrí la puerta y crucé el umbral. Dos barras de hierro cayeron sobre mi cabeza.

He de contar el resto de estas aventuras según lo que me dijeron, pues tardé una semana en recuperarme. Me derrumbé cubierto de sangre y Roger me creyó muerto.

En el mismo momento en que vieron que no era el barón, Owain y el piloto le atacaron.

Iban armados con las viguetas arrancadas del muro, tan largas y pesadas como espadas.

La hoja de sir Roger saltó. El pilotó arrojó su maza. La hoja del barón la desvió entre un surtidor de chispas. Sir Roger aulló, haciendo temblar los muros:

—Asesinos de inocentes… —Su segundo golpe hizo saltar la barra de una mano abotargada. El tercero cercenó la cabeza azul de los hombros del wersgor haciéndola rebotar por la rampa.

Catalina escuchó el estrépito. Se acercó a la puerta del salón para ver lo que pasaba, como si el terror pudiera agudizar su vista hasta hacerla atravesar las paredes. Branithar apretó los dientes. Tomó la daga de misericordia con la mano libre. Los músculos de sus hombros parecieron a punto de estallar. Pocos hombres habrían podido arrancar aquella daga, pero Branithar lo consiguió.

Lady Catalina escuchó el ruido y se volvió bruscamente.

Branithar daba vueltas a la mesa. Su mano derecha colgaba desgarrada, chorreando sangre, pero el cuchillo brillaba en su mano izquierda. Ella alzó el fusil.

—¡Atrás! —gritó.

—Dejad eso —le ordenó despectivamente—. No lo emplearéis. No habéis visto casi las estrellas de la Tierra y lo que habéis visto no lo podéis comprender. Si los instrumentos y las brújulas se desajustan, sólo yo podré devolveros a la Tierra.

Miró al enemigo de su esposo directamente a los ojos y disparó. Le vio muerto a sus pies y se precipitó hacia la torreta.

Sir Owain Montbelle se había vuelto a refugiar en aquel cuarto, pero no podía resistir la ciega furia del asalto de sir Roger. El barón sacó el fusil. Owain tomó un grueso libro y lo mantuvo ante el pecho.

—¡Atención! —dijo, jadeante—. Es el diario de a bordo. Todas las notas sobre la posición de la Tierra se encuentran en él… y no hay otras.

—¡Mentís! Están en la mente de Branithar. —Sin embargo, sir Roger volvió a guardarse el fusil y avanzó hacia el villano—. Me apena manchar el claro acero con vuestra sangre, pero habéis matado al hermano Parvus y vais a morir.

Owain se tensó. La vigueta no era un arma muy manejable. Pero alzó el brazo y se arrojó contra el barón. Golpeado en la frente, sir Roger titubeó hacia atrás. Owain saltó, arrancó el fusil de la cintura del barón, y evitó una suave estocada. Montbelle se apartó, aullando de triunfo. Roger se lanzó hacia él, vacilando. Owain apuntó.

Catalina apareció en el umbral. Su fusil lanzó un chorro de llamas. El libro de a bordo se desvaneció en humo y cenizas. Owam chilló de angustia. Fríamente, ella volvió a disparar y el traidor cayó.

Mi señora se arrojó en brazos de sir Roger y se echó a llorar. La reconfortó. Me pregunto cuál daría más valor al otro.

Poco más tarde, sir Roger dijo tristemente:

—Me temo que hemos guardado muy mal nuestros intereses. Hemos perdido el camino de vuelta para siempre.

—Eso no tiene importancia —murmuró mi señora—. Donde quiera que vayáis, será Inglaterra.