Divide y vencerás

Frølich aparcó el coche y los dos policías permanecieron un rato sentados mirando hacia las ventanas del piso de Ingrid Folke Jespersen.

—La tercera por la izquierda —dijo Frølich—. Ahí está el agujero del cristal.

—No veo nada —repuso Gunnarstranda.

—Un único disparo. Un agujero redondo en el cristal. ¡Qué puntería tiene esa gente!

—¿Y qué hay de ella?

—Tuvieron que suturarle la mano. Cinco puntos.

Gunnarstranda señaló la casa con un movimiento de la cabeza.

—Ahí están.

Ingrid Folke Jespersen y Eyolf Strømsted salieron por la puerta y se dirigieron al Opel Omega de color marrón que estaba aparcado al otro lado de la calle. Mientras ella arrancaba el vehículo, Strømsted se sentó en el asiento del copiloto. Ingrid volvió a bajar con un rascador de hielo en la mano y, con el motor en marcha, empezó a quitar el hielo del parabrisas. Utilizaba la mano izquierda; la otra la tenía vendada.

Los dos policías se apearon.

—Hola… —dijo ella al verlos.

—¿Tiene cinco minutos? —le preguntó Frølich.

La mujer miró la hora.

—No tardaremos nada —añadió el policía.

La puerta del copiloto se abrió y Strømsted asomó su cabeza de pelo rizado.

—Quédese tranquilamente sentado —se apresuró a decir Gunnarstranda—. Sólo queremos hablar un momento con la señora.

—¿Aquí? —dijo ella.

Frølich señaló el coche patrulla.

Gunnarstranda le abrió la puerta de atrás y luego él subió por el otro lado para sentarse junto a ella. Frølich ocupó el asiento del conductor. La gente que pasaba por la acera cuchicheaba al verlos. Al otro lado de la calle estaba el Opel con el motor en marcha. Eyolf Strømsted tenía la vista al frente.

—Eso no ha estado muy bien que digamos —dijo ella.

—¿El qué?

—Meterme de esta manera en el coche policial. ¿Qué dirán los vecinos? —Señaló hacia dos mujeres de mediana edad que se habían parado en la acera y no le quitaban ojo al vehículo—. Espero que sepan lo que están haciendo.

—¿Tiene alguna razón para ponerlo en duda?

—No…

—Aún quedan unos cuantos puntos oscuros —dijo Gunnarstranda—. Se trata de la sucesión de los acontecimientos que tuvieron lugar la noche en que fue asesinado su marido.

—Yo no tengo nada que añadir —dijo ella con gesto displicente.

—No hemos conseguido que Hermann Kirkenær haga una declaración.

—¿Ah, no?

—Está en coma.

—Ya me he enterado.

—¿Le contó él algo acerca de los sucesos de aquella noche?

—Absolutamente nada. Si no les importa…

—Hemos hablado con su mujer, Iselin Varas —la interrumpió Gunnarstranda—. Dice que Kirkenær abandonó el hotel Continental entre la una y la una y media. Como muy tarde, regresó al hotel a las tres con un uniforme metido en una caja de cartón, lo que demuestra que la noche del crimen estuvo en la tienda y se llevó el uniforme.

Guardó silencio para que ella digiriera sus palabras.

—Eso es suficiente prueba, ¿no? —preguntó ella al cabo de un rato.

—Hay dos factores que no acaban de encajar —dijo Gunnarstranda, y se dirigió a Frølich—: ¿No puedes arrancar el motor para que haga un poco más de calor?

Frølich obedeció. Pisó el acelerador con fuerza.

La cabeza de pelo rizado del Opel del otro lado de la calle miraba inquieta hacia el coche de la policía.

—¿Qué factores? —preguntó Ingrid Jespersen, muy rígida.

—En fin, pues que Hermann Kirkenær llegara a casa con el uniforme metido en la caja.

—Ajá. ¿Y qué tiene eso de extraño?

—Verá, nuestra teoría se basaba en que Hermann Kirkenærr había matado a su marido y que, por tanto, su ropa estaba manchada de sangre. Como no podía salir así a la calle, partimos de la base de que se puso el uniforme, que previsoramente había enviado antes a la tienda, y guardó su propia ropa en la caja en la que había estado el uniforme. Pero eso no concuerda con que Kirkenær llegara a casa con la ropa limpia y un uniforme limpio metido en una caja.

—¿Por qué cree todo lo que le dice esa mujer? Lo natural es que quiera proteger a su marido.

—Claro, sólo que Iselin Varas no sabía nada acerca del estrecho vínculo de su marido con el difunto. Pero puede confiar en nosotros; hemos confiscado la caja, el uniforme y la ropa. Nadie sería más afortunado que nosotros si encontráramos restos de sangre de su marido en esos objetos. El siguiente problema es esa dichosa medalla.

—¿Qué medalla?

—La que Hermann Kirkenær fue a buscar a su casa la noche en que la policía le disparó.

—¿Buscaba una medalla?

—Sí.

—No entendí a qué se refería. De todos modos, en mi casa no encontró ninguna medalla.

—No, porque la tengo yo —dijo Gunnarstranda, y sacó del bolsillo de la chaqueta una bolsita de plástico con un broche broncíneo—. Con esto estuvo jugando Erich, el hijo de Karsten Jespersen, la mañana en que su marido fue hallado muerto.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque nosotros, Frølich, el señor Jespersen y yo, lo vimos. Él mismo nos mostró la medalla.

Se hizo el silencio en el coche.

—Frølich —dijo Gunnarstranda.

Su compañero se volvió lentamente desde el asiento del conductor.

—¿Te importaría cruzar la calle y tomarle declaración a nuestro amigo?

—En absoluto —dijo Frølich; bajó del coche y cerró la puerta.

Los dos contemplaron su figura robusta desde el asiento trasero. Vieron cómo dejaba pasar a dos coches antes de cruzar la calle, cómo le pedía a Eyolf Strømsted que bajara del asiento del copiloto y se sentara en el de atrás, y cómo él se sentaba a su lado.

—¡Pero bueno! —exclamó Ingrid Jespersen, indignada.

—Será emocionante leer lo que tenga que decir —dijo Gunnarstranda.

—Qué apretados estamos aquí —dijo Eyolf Strømsted, nervioso.

Se inclinó hacia adelante y miró el coche de la policía, a través de cuya ventana se reconocía el perfil de Ingrid Jespersen. La calefacción y el ventilador estaban al máximo. Por un óvalo desempañado del parabrisas ya se veía con claridad.

—¿Qué está haciendo aquí, en realidad? —preguntó Strømsted.

—Vamos a tomarle una nueva declaración —respondió Frølich lacónicamente.

—¿Y por qué?

—¿Su nombre completo?

—Eyolf Strømsted.

—¿Fecha de nacimiento?

—El 4 de abril del 68.

—¿Estado civil?

—¿Qué categorías tiene?

—Casado, soltero, en pareja de hecho.

—En pareja de hecho.

—¿Dirección?

—Jacob Aalls Gate, 11 B.

—¿Es cierto que vive con Sjur Flateby, nacido el 11 de septiembre del 58?

—Sí.

Eyolf Strømsted echó otro vistazo al coche de la policía, desde el que Ingrid Jespersen los miraba con la cara pálida.

—Sjur Flateby ha revisado su anterior declaración.

—¿Cómo dice?

Frølich rebuscó en los bolsillos, sacó unas cuantas hojas dobladas de tamaño A4 y se las pasó a Strømsted.

—Esta es la nueva declaración de su compañero. ¿Le importaría leerla?

Eyolf Strømsted cogió las hojas; parecía desconcertado.

—Abajo del todo, en la página dos —dijo Frølich, pasando páginas y enseñándole los renglones—. Aquí está lo que difiere de su anterior declaración: Sjur Flateby jura que la noche del viernes, 13 de enero, usted desapareció de la vivienda que comparten y no volvió hasta las cinco de la madrugada. —Frølich miró seriamente la encantadora cabeza de pelo rizado—. Antes —continuó mientras carraspeaba—, antes los dos habían asegurado que estuvieron hasta la una viendo tranquilamente la televisión, que luego se acostaron en la misma cama y que estuvieron despiertos hasta las cinco y media. ¿Qué tiene que decir ahora que se ha quedado sin coartada para la hora del crimen?

—Volvamos a la medalla que buscaba Hermann Kirkenær —dijo Gunnarstranda.

—¿Qué pasa con la medalla?

—Mírela bien.

Gunnarstranda le dio el broche a Ingrid Jespersen.

—Tiene adornos nazis —dijo ella, observando la medalla detenidamente.

—Adivine dónde la encontró el chico —le dijo el comisario.

Ella negó con la cabeza.

Gunnarstranda señaló el escaparate de la tienda de antigüedades.

—La encontró en la tienda. El viernes, día 13, Erich vino con su padre al trabajo. Eso seguramente ya lo sabe, puesto que ha declarado que Karsten Jespersen y usted estuvieron tomando café en la tienda hasta poco antes de las once. Mientras tanto, el niño estuvo pintando sentado en el suelo. Anoche me contó que metió la mano en una caja en la que había un uniforme y cogió esto a escondidas.

Ambos se quedaron mirándose.

—¿Y qué más? —preguntó finalmente la mujer.

—Su marido no llevaba llaves en los bolsillos cuando fue descubierto —dijo Gunnarstranda.

—¿Y bien?

—Nos parece extraño, porque esa noche tuvo que haber abierto necesariamente la tienda.

—Suena lógico —asintió ella.

—Sabemos que Hermann Kirkenær fue a la tienda el viernes, día 13, por la noche para encontrarse con su marido. Nuestra teoría era que su esposo dejó entrar a Kirkenær y que luego este lo mató. Creíamos que después le había quitado las llaves.

—¿Y no fue así?

—Sí, le quitó las llaves.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—El problema es que el robo de las llaves es completamente ilógico.

Ingrid Jespersen miró fijamente al comisario.

—¿Pretende afirmar… —empezó ella, agarrotada, y repitió—: Pretende afirmar que el hombre que irrumpió anoche en mi casa y me rajó la mano estaba en plenas facultades y era capaz de pensar con lógica? —Alzó la mano herida.

—Habíamos supuesto —dijo Gunnarstranda de manera imperturbable— que Kirkenær entró en su piso, probablemente dejando un rastro de nieve en el suelo, y perdió la medalla que iba prendida del uniforme. Sin embargo, dado que su nieto encontró la medalla antes de que su marido fuera asesinado, Kirkenær no pudo perder la medalla.

Ingrid Jespersen no apartaba la mirada de él.

—De ahí se deducen dos preguntas: si Kirkenær no había perdido nada en el piso, ¿por qué vino más tarde a su casa en busca de algo? ¿Y por qué le quitó las llaves a su marido, si no las usó?

»La primera pregunta sólo tiene una única respuesta lógica: Kirkenær sacó el uniforme de la tienda para borrar los rastros de su vínculo personal con su marido. De que faltaba la medalla no se dio cuenta hasta mucho más tarde. Cuando lo descubrió, supo que a través de esa medalla podríamos seguir la pista hasta la guerra y, por tanto, hasta él. Le resultaba práctico tener las llaves de su marido. Con ellas podía entrar sin problemas en la tienda y buscar la medalla. Pero la respuesta a la segunda pregunta sigue siendo problemática. ¿Por qué cogió las llaves si no podía saber si las iba a usar?

»¿Recuerda que quitaron el precinto de la puerta de la tienda? El precinto había desaparecido, pero la puerta no había sido forzada. Entré en la tienda y encontré los restos de una copa de vino rota. Sin embargo, después del asesinato, los nuestros habían registrado esa copa como intacta. Así pues, alguien tuvo que haber estado después en la tienda y haber tenido la mala suerte de romper la copa. Yo creo que Hermann Kirkenær ha buscado dos veces la medalla. Primero miró inútilmente por todo el local; con las prisas, rompió una copa que había sobre el escritorio. La noche siguiente regresó. Esta vez entró en su piso. Pero ¿por qué lo hizo, si no podía sospechar que la medalla estuviera en su casa? Podía estar en cualquier parte, incluso en el fondo de la dársena del puerto.

Guardó silencio. Ella miraba hacia afuera.

Ninguno de los dos dijo nada. Al otro lado de la calle, Frølich y Strømsted se encontraban en medio de una acalorada discusión. Strømsted gesticulaba como un loco.

—¿Cree usted que no buscaba la medalla?

—Creo que sí la buscaba, pero que en realidad quería otra cosa que para él era más importante todavía. Creo que tenía alguna razón muy especial para quitarle las llaves a su marido. La medalla era algo secundario.

Ella se aclaró la voz.

—Estaba loco —dijo—. Quería matarme.

—Precisamente —asintió Gunnarstranda a la ligera.

—¿Precisamente? ¿Qué quiere decir con eso?

—¿No lo ha captado todavía? La única explicación lógica de que Kirkenær le robara las llaves a su marido es que quería vengarse. Quería herir o matar a alguien muy cercano a su marido: quería herirla o matarla a usted. Y por eso tenía que procurarse acceso a su vivienda. Por eso robó las llaves.

—En ese caso, estamos de acuerdo —dijo ella, insegura, mirando de reojo hacia el Opel—. Ese hombre está loco.

—No —repuso Gunnarstranda, sonriendo.

—¿No?

—Él no quería matarla porque esté loco, sino porque le habían arrebatado la posibilidad de matar a su marido. Llevaba años planeando su asesinato… —Gunnarstranda fue interrumpido por la llamada de su móvil—. ¿Sí? —dijo brevemente.

—Strømsted se niega a hacer una declaración antes de haber hablado con su abogado —le informó Frølich—. ¿Qué hago ahora?

—Arréstalo —ordenó Gunnarstranda—. Yo pediré un coche.

Una vez que cortó la comunicación, se inclinó hacia adelante y cogió un aparato de radio que estaba metido entre los respaldos de los asientos.

—Su amigo, el que está ahí enfrente, acaba de confesar que la noche en que fue asesinado su marido estaba aquí con usted, en su casa —le dijo Gunnarstranda a Ingrid Jespersen—. Me da la impresión de que va a tener que darnos usted una tercera versión de los hechos de la noche del asesinato.

La mujer lo agarró del brazo.

—No me quite aún más cosas —susurró sin mover los labios.

Gunnarstranda se irguió y la miró directamente a los ojos.

—¿Por qué no se atreve a decir la verdad? —preguntó con suavidad—. Sabemos que Kirkenær estuvo aquí la noche anterior al sábado, día 14. Sabemos que se encontró el portal de la casa abierto. Sabemos que también se encontró abierta la puerta de la tienda que da a la escalera. Sabemos que Kirkenær tenía un solo motivo para venir aquí: quería matar a su marido. Pero no pudo hacerlo. No fue él.

—¿Por qué está usted tan seguro?

—¡Porque su marido ya estaba muerto! Hermann Kirkenærr se encontró a su marido muerto en el suelo; de ahí que sólo pudiera ultrajar el cadáver. Desnudó al muerto y lo arrastró hasta el escaparate. Hubo un testigo.

—¿Un testigo?

—Sí.

Ingrid Jespersen abrió la boca en silencio y luego volvió a cerrarla.

Gunnarstranda sonrió como un zorro que husmea un buen bocado a través de la puerta entreabierta de un establo.

—Si el uniforme que había en la tienda no se utilizó para ocultar los rastros de sangre, ¿cómo pudo entonces el criminal disimular las manchas de su ropa y de su cuerpo? —La miró fijamente a los ojos—. Yo conozco la respuesta —aseguró—. Y usted también.

El silencio que se instaló a continuación duró hasta que Gunnarstranda carraspeó.

—Acabo de pedirle a Frank Frølich que detenga a Eyolf Strømsted por asesinato. ¿Realmente quiere ser acusada de colaboración?

—Eran casi las tres —dijo ella con voz monótona—. Aterrada, llamé a casa de Susanne y Karsten. Después oí pasos en la escalera. Llamaron al timbre: era Eyolf.

Guardó silencio. Gunnarstranda se aclaró de nuevo la voz y miró hacia la fachada de la casa, de cuya contemplación ya estaba bastante harto a esas alturas.

—Tenía un aspecto horrible —continuó ella, apretando convulsivamente los dedos.

—¿Sangre?

—Sí.

—¿Y qué más?

—¡La sangre de Reidar!

—¿Y qué más?

—Se desnudó y se duchó. Metí su ropa en la lavadora. —Respiró hondo—. Como no quedó limpia del todo, al irse cogió unas cuantas prendas de Reidar.

—¿Qué ha hecho con la ropa que no quedó limpia?

—La he quemado en la chimenea.

Gunnarstranda miró una vez más al coche en el que estaba sentado Eyolf Strømsted en compañía de Frølich. La mirada que le lanzó Strømsted era de angustia, como la de un animal acosado.

—Creo que se ha dado cuenta de que usted ha desembuchado —dijo, volviéndose hacia ella.

—No quiero verlo —dijo ella.

—¿Por qué asesinó a su marido?

—Él me dijo que no había querido hacerlo.

—¿Qué hicieron mientras la ropa estaba en la lavadora?

—Nada.

—¿A qué hora se marchó él?

—Hacia las cinco.

—¿Pasaron dos horas durante las cuales no hicieron nada?

—Estuvimos hablando.

—¿De qué? ¿De lo que iban a contarle a la policía?

—Me dijo que bajara y «descubriera» a Reidar en cuanto amaneciera. Que, por lo demás, me atuviera a la verdad. Pero no me dio tiempo a descubrirlo. Antes de que amaneciera, ya había llegado la policía.

—El cadáver fue descubierto porque Kirkenær lo puso en el escaparate —dijo Gunnarstranda—. ¿Qué pensó usted cuando vio que su marido muerto estaba expuesto en el escaparate, y no tumbado en el suelo de la tienda como le había dicho Strømsted?

—Pensé que Eyolf me había mentido. Pensé que era él quien lo había colocado en el escaparate. Y Eyolf pensaba que lo había hecho yo. Creía que yo tenía mis propios planes y que lo había utilizado. Por eso le ha contado a su ayudante que Reidar lo llamó el viernes a su casa, cuando yo estaba con él. Quería castigarme, y yo quería castigarlo a él. Los dos nos equivocamos. Fue ese loco el que expuso a Reidar en el escaparate. Pero eso no podíamos saberlo.