Frølich estaba sentado ante el ordenador viendo un DVD de Heat: la larga secuencia en la que Val Kilmer y Robert de Niro escapan de la trampa policial, mientras Al Pacino, el poli, los persigue como una cabra tullida disparando con una metralleta. Cada vez que veía esa película, le sucedía lo mismo: no podía remediar que Al Pacino le disgustara porque, en comparación con De Niro y Kilmer, no era un tipo lo bastante duro. Aparte de eso, a Frølich le cabreaba que cada vez que veía la película se pusiera de parte de los malos. En realidad, debería estar escribiendo un informe sobre el interrogatorio de Sjur Flateby y de los demás testigos, pero le daba pereza. Y como en las siguientes horas no podía marcharse todavía a casa, había decidido entretenerse un rato con el reproductor de DVD del ordenador.
De repente, notó algo en el aire que le hizo levantar la cabeza: junto a la puerta estaba Gunnarstranda. Frølich puso «Pausa», retrocedió con la silla y se apartó de la mesa del ordenador.
—Luz al final del túnel, Frølich.
Su compañero no contestó.
—Ingrid Jespersen dice que Kirkenær buscaba algo.
—¿En su casa? ¿Qué?
—Tengo una sospecha —dijo Gunnarstranda en voz baja—. Pero nos puede llevar unas cuantas horas confirmarla —continuó—. Necesitamos un escáner y un buen programa de manipulación gráfica.
French se levantó.
—Esta foto —dijo Gunnarstranda, enseñándole a Frølich la fotografía que había sido sacada en una fiesta alemana, a finales de la guerra—. La primera vez que vi esta foto me pareció reconocer algo.
—¿Un rostro?
—Tal vez. Hay algo en esta fotografía que me dice que tengo que mirarla con más detenimiento.
Al cabo de dos horas, Frølich había escaneado la foto de la fiesta alemana en la «Brydevilla» durante la guerra, la había imprimido y había sacado varias copias. En la pantalla la había invertido, aclarado, oscurecido, le había aplicado más contraste y había ampliado algunas partes de la imagen.
—Veo que es la misma mujer —dijo Frølich, señalando a Amalie Bruun—. ¿Pero qué quieres que haga?
Gunnarstranda tardó en contestar. Estaba inclinado sobre el original de la foto, que mostraba a un Klaus Fromm uniformado y sentado en un sofá charlando distendidamente con una persona desconocida.
—Quiero que la amplíes más todavía.
—¿Para que salga más nítida la mujer?
—Todos. Quiero mirar más detenidamente a los hombres —le explicó Gunnarstranda mordiéndose el labio inferior—. Sobre todo, a este —añadió, señalando a Fromm.
Al cabo de otra hora habían acumulado un montón de papeles. Las copias impresas presentaban cierta similitud con las pinturas no figurativas y con el arte experimental; los tonos grises y negros alternaban con superficies blancas llenas de diminutos puntos negros.
—Me recuerda al «test de Rorschach» —dijo Frølich.
—Hum —murmuró Gunnarstranda, pensativo.
—Son esas manchas de tinta que los psiquiatras judiciales muestran a sus pacientes. Les enseñan una mancha de tinta de esas, y si el tío dice que se parece al órgano sexual de la reina Isabel, entonces es que tiene sus facultades mentales mermadas y se libra de la condena.
—Ajá —asintió Gunnarstranda, distraído.
—Se le llama «test de Rorschach» por un suizo, creo…
—Este —dijo Gunnarstranda, señalando otra vez a Klaus Fromm—. Quiero que amplíes más a este tío, y con el máximo contraste posible.
—¿A qué nos puede conducir eso? Sólo se ve una especie de neblina con manchas.
—Inténtalo, de todos modos.
—Lo aumentaré diez veces más —dijo Frølich, moviendo el ratón por encima de la imagen de Fromm.
—¡Alto! —exclamó Gunnarstranda—. Retrocede.
—¿Qué pasa?
—Retrocede lentamente.
Frølich obedeció. El contorno de los zapatos del hombre, las perneras del pantalón y las manos, que reposaban sobre su regazo, se veían como si fueran observados a través de un aparato de rayos X.
—¡Ahí está! —dijo Gunnarstranda.
Frølich no entendía nada. Lo que estaban mirando era un cuadrado gris con sombras oscuras.
—¿Puedes ampliarlo un poco más?
—Lo intentaré.
El reloj de arena de Windows permaneció un rato en la pantalla, hasta que apareció otra vez el cuadrado gris y negro de contornos indefinibles.
—¡Ya está! —susurró Gunnarstranda, emocionado. Le temblaban las manos; fue a encender un cigarrillo y casi se le cayó el mechero—. Mira —dijo señalando la pantalla con la cabeza.
—No veo nada.
—Sí, hombre.
—¿Qué tengo que mirar?
—La imagen. —Gunnarstranda señaló con un índice tembloroso uno de los puntos oscuros de la imagen—. Esto es lo que tienes que mirar, la medalla. ¿No recuerdas haberla visto en otra ocasión?
—No.
—Mira atentamente.
Frølich clavó la vista en la pantalla.
—Me rindo —dijo finalmente.
Gunnarstranda esbozó una sonrisa radiante.
—Tan cerca y, sin embargo, tan lejos —dijo con cierta arrogancia—. En cualquier caso, imprime todo lo que tenemos en la pantalla.
Su subordinado obedeció.
Gunnarstranda se levantó y permaneció esperando al lado de la impresora, que lentamente iba arrojando el papel.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Frølich.
Gunnarstranda puso cara de pícaro.
—¿No te pica la curiosidad?
Frølich asintió, dubitativo.
—Si te apetece y crees que tienes tiempo, puedes venir conmigo.
—¿Adónde?
—A buscar el tesoro del final del arco iris.