—¿Dónde? —preguntó él.
Ingrid Folke Jespersen estaba incorporada en la cama. Vagamente, reconocía los contornos de una figura oscura sentada en el sillón situado junto a la ventana. Una cabeza y un tronco destacaban en la oscuridad de la noche. Era un hombre. Ingrid se ciñó el edredón al cuerpo. Quiso decir algo, pero no le salían las palabras.
—¿Dónde está?
Lo único que fue capaz de hacer Ingrid fue negar con la cabeza.
—¿Dónde está? —repitió el hombre, se levantó y recorrió la habitación a paso lento.
«Me va a atacar», pensó ella.
El hombre encendió la lámpara del techo y la luz la cegó. Entornó los ojos y pudo percibir que el individuo llevaba puesto un pasamontañas con unos agujeros para los ojos y la boca; parecía un atracador de bancos. En la mano derecha sostenía una enorme navaja cuya hoja lanzaba destellos.
—¿Dónde la has escondido? —dijeron los labios por debajo del pasamontañas de lana, mientras el hombre se apoyaba perezosamente en la pared.
—¿Quién es usted? —acertó a preguntar ella.
Bajo el pasamontañas, los labios sonrieron.
—¿Dónde la has metido?
Ella permaneció sentada en la cama, apretando el edredón contra su cuerpo.
El hombre dio dos pasos al frente. La mano que sostenía la navaja colgaba junto a su pierna. Lentamente, se acercó a la cama. Olía mucho a desodorante.
Ella vio cómo brillaba la hoja de la navaja, echó la cabeza hacia atrás y se dio con la nuca contra la cabecera de la cama. La navaja le hizo un rasguño en el cuello, y la mujer notó que le quemaba la herida. Echó todo lo que pudo la cabeza hacia atrás, y se clavó en la nuca el canto de la cabecera. Tenía la punta de la navaja pegada al cuello.
—Tenga cuidado —susurró.
—Por supuesto —dijo el hombre.
Ella intentaba no mirar sus labios rojos, sino a los ojos. «Esto lo pone cachondo», pensó, sin atreverse a mover un músculo.
—Sólo quiero saber dónde está —dijo él.
Luego agarró el edredón y tiró de él, mientras ella lo sujetaba.
—Suéltalo, suéltalo —susurró él.
Lo soltó.
El hombre tiró el edredón al suelo de un manotazo. A Ingrid el camisón se le había subido hasta la cintura. Cerró los ojos, avergonzada. El individuo le deslizó la punta de la navaja por el cuello.
—Vaya, vaya —dijo él pasándole la navaja por los pechos—. Erase una vez un ratón que buscaba su rincón… —susurró, apretándole la punta de la navaja contra la tripa—. Aquí no está —murmuró.
—Por favor —susurró ella.
Le pasó la navaja por las caderas.
—Aquí tampoco…
Le hizo un rasguño con la punta de la navaja en el vientre. De repente, se volvió de espaldas.
Ella echó mano del edredón.
—Estate quieta —le ordenó él.
Ingrid tenía dolor de tripa. Quería marcharse.
Él se acercó a la ventana.
Dijo algo con la espalda todavía vuelta.
Ella intentó recuperar la voz.
El hombre dijo otra vez algo.
—¿Qué quiere usted…?
—¿Dónde está? —preguntó él dándose la vuelta.
Ella sólo veía sus ojos brillantes. Intentó estirarse el camisón para taparse los muslos.
—¡Responde!
—No entiendo a qué se refiere.
Él la miró en silencio, mientras ella procuraba no clavar la vista en los agujeros de la máscara. Tenía unas pestañas grises y tiesas. De repente se acercó a la cama y la agarró por la muñeca. La hoja de la navaja fulguraba a la luz de la lámpara del techo. En el momento en que le retorció la muñeca, sintió una punzada en la palma de la mano.
—¿Esto lo entiendes? —preguntó él, furioso.
La sangre le corría por los dedos y por la muñeca.
—Sí —susurró ella mirando fijamente la palma de su mano, que se iba llenando de sangre caliente.
Paralizada por lo que veía, se quedó observando cómo fluía la sangre hasta que reaccionó y se envolvió la mano con un extremo del edredón.
—No hagas gilipolleces —gritó él, tirándole de una pierna hasta sacarla de la cama.
Luego le soltó el tobillo, y ella cayó al suelo. Él la levantó agarrándola por el pelo. Se quedó de rodillas, pero volvió a caerse. Hizo un esfuerzo por seguirlo. Cuando entraron en el cuarto de baño, sólo notó la calefacción de suelo radiante.
—Esparadrapo —susurró él, aterrado—. ¿Dónde tienes las tiritas?
—Ahí —dijo ella señalando el botiquín que había junto al espejo.
—Pero antes tenemos que limpiar la herida —susurró él, metiéndole primero la cabeza en la cabina de la ducha.
Ingrid se dio con la frente contra los azulejos. Al segundo siguiente, le cayó por el cuerpo un chorro de agua helada. Se pegó a un rincón de la cabina y gritó. Durante un instante vio cómo la sangre se mezclaba con el agua y se iba por el desagüe. El dolor de la palma de la mano le subía por el brazo, mientras el agua fría le abrasaba la espalda. No podía respirar con regularidad. El hombre cerró por fin el grifo. Ingrid no podía levantarse. Tensó todos los músculos y se limitó a esperar el agua hirviendo que le quemaría el cuerpo. Pero no fue así. Al cabo de un rato que le pareció una eternidad, abrió los ojos y vio que el hombre le daba la espalda y rebuscaba en el botiquín. Se hincó de rodillas.
Tenía el fino camisón empapado y pegado a la tripa, los muslos y el pecho. Intentó sostenerse. En la mampara de cristal de la cabina, la muñeca de Ingrid dejó unas manchas rojas de sangre. Sollozó quitándose con la mano sana los mocos de la cara.
—Te he dicho que no hagas gilipolleces —dijo él, volviéndose—. ¡Madre mía, qué buena estás! —susurró, relamiéndose sus rojos labios. Cogió una toalla y se la pasó—. Toma, sécate la cara.
Ella obedeció.
Al cabo de unos instantes, le puso una gasa en la mano y la fijó con una tirita. Como ella miraba al suelo, él la cogió por la barbilla y la obligó a levantar la cabeza. Ingrid cerró los ojos.
—¡Mírame! —le ordenó.
Al ver los ojos de color azul claro, casi grises, del hombre, se estremeció. Anteriormente había visto esos ojos en alguna parte.
El hombre se echó a reír. Ingrid, ya sin fuerzas, se limitó a mirarlo.
Él cerró abrúptamente la boca y luego insistió:
—¿Dónde está?
Ella no pudo contenerse y rompió a llorar. En ese momento sonó el teléfono.