Habitación 306

Era de noche. El frío retenía en casa incluso a los noctámbulos más recalcitrantes.

—A mí también se me hizo raro —dijo Frølich reprimiendo un bostezo, cuando Gunnarstranda se desvió de Parkveien y dobló hacia Drammensveien, en dirección al centro—. Eso de que vivieran así.

—¿Te citaste con ellos en el Continental?

Frølich asintió con la cabeza.

—Iban a mirar casas. Viven fuera.

—¿Y no te dieron ninguna dirección?

—Sí, en Tønsberg, pero yo no sabía…

Para no quedarse encima de las vías del tranvía, el comisario Gunnarstranda estacionó el vehículo sobre la acera, junto al Teatro Nacional.

—No, claro —murmuró, mirando las ventanas a oscuras del hotel Continental.

Luego abrió la puerta del coche y se bajó. Durante un momento respiró el aire frío de la noche. A su espalda oyó el ruido sordo de la puerta del copiloto que se cerraba. Tenían frío en las orejas, y el aliento de ambos se helaba en forma de nube. Un coche patrulla atravesó Karl Johanns Gate y recorrió despacio Universittsgata. En contra de las normas, encendió el piloto azul al detenerse ante el semáforo en rojo de Stortingsgate. Giró hacia la izquierda y desapareció por la curva del edificio del Parlamento.

Gunnarstranda miró la entrada del hotel Continental, que irradiaba una cálida y acogedora luz en medio de la oscuridad.

—¿Listo? —preguntó Frølich.

Gunnarstranda asintió.

—Yo ya estoy.

—¿Vamos?

Cruzaron la calle. Frølich se quedó esperando en recepción, mientras su superior cogía el ascensor y subía al tercer piso. A los tres minutos llegó al estrecho pasillo.

En la habitación no se oía ningún ruido. Alzó el brazo para mirar la hora. Al cabo de otros tres minutos, llamó a la puerta con los nudillos. Al mismo tiempo, oyó cómo dentro sonaba el teléfono.

Tardaron un rato en contestar a la llamada de Frølich. Luego se abrió una rendija de la puerta. La mujer que abrió llevaba puestos los pantalones de un chándal y una camiseta ajada.

—Hermann no está —declaró, parpadeando con ojos de sueño ante la estridente luz del pasillo.

—No importa —dijo Gunnarstranda respirando hondo—. He venido a hablar con usted.

—¿Conmigo? —preguntó ella con una mirada de incredulidad y llevándose al pecho una mano bronceada por el sol.

Gunnarstranda respiró otra vez profundamente.

—Tenemos que hablar acerca de su marido —suspiró—. Sobre su marido, su pasado y, especialmente, sobre su relación con los taxistas.