Falta de personal

Gunnarstranda atravesó Drammensveien en dirección al centro. No fue una buena decisión: se metió en un atasco. Aunque se desvió por Skøyen, el tráfico seguía siendo lento. Subiendo por Bygdøy Allé, permaneció detrás de un autobús que, cada vez que frenaba, echaba una buena dosis de gases de escape negros del motor diesel. Se iba haciendo de noche. Por la acera pasaba algún que otro transeúnte encogido de frío. A cierta distancia, el comisario fue capaz de distinguir unas cuantas siluetas oscuras que esperaban en la parada. Llegaba con veinte minutos de retraso, cuando dobló por Thomas Heftyes Gate y aparcó ante el escaparate de la tienda de antigüedades. Bajó y le hizo una seña a Frølich, que ya se acercaba a su coche.

Gunnarstranda miró a ver si había más policías de la brigada de investigación criminal.

—¡Maldita sea! —murmuró.

—¿Qué pasa? —preguntó Frølich, nervioso.

Gunnarstranda paseó la mirada por la calle a oscuras.

—¿Qué buscas?

—¿Y tú me lo preguntas? Ves exactamente igual que yo lo que pasa. No ha venido ninguno de los nuestros.

Frølich se movió, inquieto.

—Hum… —dijo—. Puede que tengas razón.

—No ha venido nadie —constató Gunnarstranda.

—Pero tiene que haber…

—Estás viendo que no hay nadie; así que cierra el pico —gruñó el comisario, buscando el móvil en el bolsillo de la chaqueta.

—¿A quién vas a llamar?

Gunnarstranda no respondió.

Había coches aparcados a ambos lados de la calle. Algunos jóvenes que se atrevían a asomarse por los bares del barrio se quedaban en el escalón, tiritando de frío. Gunnarstranda dejó sonar el teléfono un rato largo.

—¿Sí? —contestó finalmente Yttergjerde al otro lado de la línea.

—No hay nadie delante de la casa de Ingrid Jespersen —dijo escuetamente Gunnarstranda.

—Sabía que llamarías —dijo Yttergjerde.

—¿Por qué no hay nadie?

—Órdenes —dijo brevemente Yttergjerde.

—¿De quién?

—De muy arriba. Al parecer, hay nuevas prioridades.

—¿Qué tenéis que hacer?

—Ocuparnos del asesinato del taxista.

Gunnarstranda interrumpió la comunicación.

—Tú lo sabías —le dijo a Frølich.

—¿Yo?

Gunnarstranda lo observó en silencio.

—Claro que lo sabía, pero también sabe todo el mundo que te paseas por ahí con una foto de una tía de los tiempos de la guerra. Así no resulta fácil sostener que necesitamos a alguien que vigile a Ingrid Jespersen.

—¿Te lo ha preguntado alguien?

—No.

—Entonces, ¿cómo lo sabes?

—Me han dicho que podemos vigilarla nosotros mismos.

—¿Para qué necesitan a esa gente? —lo interrumpió Gunnarstranda mirando al infinito.

—Para los interrogatorios; a todos nuestros testigos les van a preguntar por las actividades de Richard Ekholt.

Gunnarstranda examinó minuciosamente la puerta de entrada de la tienda.

—Aquí el precinto está intacto —murmuró, y se adelantó a Frølich para entrar en el portal de la vivienda.

La puerta que conducía a la escalera no estaba cerrada. Se detuvieron ante la puerta que daba a la tienda. Habían arrancado el precinto de la policía de Oslo. También las cintas de plástico con las que se había obstruido la entrada.

—Por lo menos, el precinto no se ha estropeado —constató Frølich.

—¿Quién ha dado el aviso?

—Aslaug Holmgren, la señora mayor que vive arriba del todo. Había llamado a Karsten Jespersen para preguntarle si la tienda no iba a volver a abrir, ahora que la policía había quitado su… —Frølich dibujó unas comillas en el aire— su «obstrucción», ha dicho. Luego Karsten Jespersen me ha llamado a mí, he venido para acá y me he encontrado con esto.

—¿Tú qué crees?

—Creo que es la típica gamberrada de unos niñatos de clase alta —respondió Frølich.

—¿No crees que Karsten Jespersen haya abierto la tienda de su padre?

—Ni Ingrid ni Karsten Jespersen han estado ahí dentro; eso afirman los dos.

—¿Tú has entrado?

—Todavía no. —Frølich buscó varias llaves en el bolsillo—. Quería esperar a que llegaras.

Abrió la puerta.

La habitación estaba a oscuras. Entraron y Frølich encendió la luz. La tienda estaba exactamente igual que la última vez, sólo que no había ningún técnico ni nadie del aseguramiento de huellas. Gunnarstranda permaneció junto a la puerta y siguió con la mirada a Frølich, que abrió la puerta del despacho, echó un vistazo al interior y continuó su agitado paseo por la tienda. Miró debajo de las mesas, detrás de las sillas, se asomó al escaparate y, finalmente, se metió las manos en los bolsillos y se volvió hacia su jefe.

—No parece que nadie haya estado aquí dentro —concluyó, circunspecto—. Apuesto a que han sido unos cuantos chavales que se han permitido gastar una broma.

Gunnarstranda se quedó reflexionando.

—¿Cuándo han retirado de aquí a los nuestros?

—Supongo que ayer.

—¿No lo sabes?

—Estoy casi seguro de que fue ayer.

Gunnarstranda siguió pensando.

—Me queda mucho papeleo pendiente —dijo Frølich, a la espera.

Gunnarstranda asintió con la cabeza.

—Pues vete, si quieres —dijo—. Yo tengo que pensar un poco.

Una vez que se marchó Frølich, apagó la luz de la tienda y entró en el pequeño despacho. Desde la puerta examinó el escritorio, con su anticuada máquina de escribir negra, una radio pequeña y un hornillo sencillo que había sobre una vieja pila de mármol para lavar.

Detrás del escritorio había una antigua silla giratoria de madera. Se sentó. Junto a la máquina de escribir vio una bonita copa de vino con una serie de dibujos grabados. Gunnarstranda sacó un paquete de guantes de plástico de la cartera y se puso uno antes de coger la copa y hacerla girar entre los dedos. Los grabados mostraban animales: un zorro y una liebre. «La ilustración de un cuento», pensó; dejó la copa, se inclinó hacia adelante, apoyó los codos en el tablero de la mesa y reposó la cabeza entre las manos. Mientras meditaba con los ojos entornados, paseaba la mirada de una pared a otra: la vieja pila de lavar, la máquina de escribir, el teléfono, el tintero, el hornillo con su anticuado cable recubierto de tela… Siguió el cable con la mirada. Abajo del todo, en la pared, algo le llamó la atención. Debajo del enchufe vio algo que brillaba.

Gunnarstranda se levantó y rodeó el escritorio. Luego se arrodilló para ver mejor. Era un trozo de vidrio. Lo recogió y lo puso contra la luz. Era un fragmento de cristal en el que se reconocían con claridad unas líneas grabadas. Examinó la copa del escritorio y se agachó para comparar el grabado.

El resultado era inequívoco: alguien había estado allí; alguien que tenía llave y había abierto la puerta. Esa misma persona había roto una de las dos valiosas copas.