Frølich miró su reloj de pulsera: eran las tres y cuarto. Dirigió la vista hacia la puerta de entrada del almacén de Reidar Folke Jespersen, en Bertrand Narvesens Vei, luego apagó el motor, echó el freno de mano y bajó del coche. La puerta no estaba cerrada y había luz en el local.
—¡Hola! —gritó el policía una vez que la puerta se cerró a su espalda—. ¡Hola! —repitió, y recorrió el pasillo flanqueado por toda clase de objetos.
—Estoy aquí —respondió una voz conocida.
Gøril se hallaba de pie entre dos torres de sillas; en las manos sostenía un bloc enorme.
—¿Lo has conseguido? —preguntó Frølich.
—¿El qué? —Ella sonrió, extrañada.
—La visita.
—Ah, eso. —Asintió con la cabeza—. ¿Y tú?
—Yo también he hecho lo que quería, sí.
Se quedaron mirándose en silencio. A Gøril se le deslizó un rizo negro por la cara. Con dos dedos, se lo remetió detrás de la oreja.
—Pues sí, hombre, sí —dijo él, sintiéndose tonto.
—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿Qué estás buscando aquí?
—Tengo que revisar los archivos, si es que hay alguno.
—Hay dos anuarios llenos.
—¿Dónde?
Ella señaló la escalera, que subía oblicuamente por la pared y daba a una puerta situada a media altura.
—Ahí arriba, en el primer piso. —Lo miró compasivamente—. Ahí está la oficina. Y hay un montón de papeles; se podría hacer una tesis doctoral con ellos.
Frølich suspiró y miró la hora.
—La noche es joven —dijo, esforzándose por ser irónico.
Ella respondió a su sonrisa.
—La noche todavía no ha empezado —repuso.
Hacía frío en el almacén. El aliento de sus bocas quedaba suspendido en el aire en forma de nube, y Frølich notó que ella tenía rojos de frío los dedos que sostenían el bolígrafo.
—¿Y tú? —preguntó él tímidamente.
Ella le mostró el bloc.
—Estoy confeccionando una lista.
—Me refiero a tu espalda. ¿Qué tal tienes la espalda?
—Bien. ¿Sabes lo que me alivia? Un masaje en los pies. Ayer estuve una hora sentada en una silla mientras me los masajeaban. Qué delicia. Al final me quedé dormida.
—Aquí hace un frío terrible —señaló él.
Ella asintió y se echó el aliento en las manos.
—Arriba hace calor. ¿Qué es lo que buscas?
Frølich se encogió de hombros.
—Ni idea.
Ella le guiñó un ojo.
—¿No sabes en lo que estás metido?
Frølich giró hacia la escalera e intentó ser ingenioso:
—Nunca sé en lo que me meto.
—A veces, sí —protestó ella con los ojos entornados.
Se miraron. Él notó que le ardían las mejillas.
—Bueno —suspiró, volviéndose del todo hacia la escalera—. Pues iré a buscar eso.
Frølich se detuvo al llegar al peldaño de más arriba. Gøril cerró la puerta de un armario y anotó algo. Cuando alzó la vista, era como si hubiera intuido la mirada de él. Sus ojos se encontraron.
El policía abrió la puerta que daba a la oficina de Folke Jespersen. Dentro hacía un calor asfixiante. Se quedó de pie con la espalda vuelta hacia la puerta y se maldijo a sí mismo por ser tan gordo y tan torpe, y por no ser capaz ni de sostener una conversación coherente. Había pensado en llamarla varias veces, y ahora que tropezaba inesperadamente con ella, no sabía qué decirle.
Con paso lento, se dirigió al archivador de Folke Jespersen y abrió el cajón de más arriba. Una apretada fila de archivos colgantes llenos de papeles amarillentos pugnaba por hacerse sitio dentro del cajón. Con movimientos mecánicos, Frølich sacó un brazo lleno de carpetas, las llevó al escritorio, se sentó y se dispuso a hojear los documentos. Le costaba trabajo concentrarse. Pensaba en que Garil estaba abajo, en el almacén. Pensaba en su incapacidad para relacionarse con la gente. Al cabo de media hora, se quitó la chaqueta y el jersey. De un montón había hecho dos; iba por la mitad de un cajón. Miró hacia la puerta preguntándose si debería bajar y hablar con ella. «No —se dijo a sí mismo—. Vas a quedar en ridículo».
Al cabo de un rato oyó un portazo. Miró la hora: ya eran más de las cuatro. Ella había dado por concluida su jornada laboral. Suspiró profundamente y de nuevo se reprochó no haber sabido aprovechar la oportunidad.
Se levantó, atravesó la pequeña cocina y se quedó ante el rellano de la escalera. El gran almacén estaba a oscuras. Al débil resplandor que entraba por los ventanucos de la parte alta de la pared, sólo se adivinaba la silueta de los armarios, las sillas y demás cachivaches indefinibles. Por primera vez desde hacía tiempo, sintió envidia de los fumadores.
A las ocho y diez había revisado todos los papeles de seis de los ocho cajones. Hasta el momento, la búsqueda había sido infructuosa. Estaba agotado y tenía necesidad de respirar aire puro. Abrió una rendija de la ventana.
Desde la ventana abierta oyó que la puerta del almacén se cerraba de golpe. Se levantó, atravesó la oficina y se detuvo en el rellano de la escalera.
Era Gøril, que subía la escalera con un paquete de seis cervezas Frydenlund bajo el brazo. Alzó la vista y le tendió las botellas.
—Espero que esta noche no tengas ninguna cita importante.
Se repartieron las restantes carpetas y comenzaron a hablar de música de los setenta. Por turnos, iban sugiriendo bandas y canciones que el otro tenía que clasificar y fechar. Si uno de ellos no sabía la respuesta, no valía ayudarlo. Gøril estaba arrodillada en el suelo hojeando papeles y bebiendo cerveza.
—Edgar Broughton Band —dijo ella en el momento en que él encontró el papel que buscaba.
—¿Cómo dices que se llaman esos tíos?
Ella alzó la vista, convencida de que el otro no tenía ni idea.
—Edgar Broughton Band —repitió.
Frølich examinó el documento que había encontrado.
—Una vez fui a un concierto de Edgar Broughton en el Chateau Neuf; en el setenta y dos o el setenta y tres. Estaba en octavo.
—Pruebas —reclamó ella.
—Inside out —dijo él—. LP del setenta y dos. —Agitó el papel en el aire—. Hemos terminado —anunció.
Cuando él le preguntó si quería ir a su casa a escuchar sus discos, ella —gracias a Dios— estaba de espaldas. Mientras contemplaba la Luna desde la ventana, dejó la respuesta en el aire. Al cerrar la puerta tras de sí, Frølich no cogió el coche, sino que se dirigieron a pie hacia la estación de tranvías charlando de todo un poco.
Fue ella la que se dio cuenta de que se habían equivocado de andén.
—¿Cómo que nos hemos equivocado? —preguntó Frølich.
—Si queremos ir a la ciudad, tenemos que cruzar al de enfrente.
—Si queremos ir a mi casa, tenemos que coger el tranvía que viene por ahí —dijo él, señalando el tranvía que llegaba atronando por el túnel.
Cuando se apearon, echaron a andar muy serios, en silencio. Pero al quedarse solos en el ascensor, él probó sus labios. Ella le rodeó el cuello con las manos. Así permanecieron unos instantes, soñando, y no se soltaron hasta que el ascensor volvió a bajar.
Mientras se amaban, escucharon Heartattack & Wine, de Tom Waits. A continuación, él se durmió, pero volvió a despertarse cuando Gøril los cubrió a ambos con el edredón. Allí se quedaron desnudos, mirando al cielo, completamente despejado, a través del ventanal del dormitorio de Frølich. Una especie de papel secante rojo cubría casi por completo la Luna.
—Qué locura —dijo él.
—Eclipse de Luna —señaló ella con una voz apenas audible.
—¿De verdad? —Él la atrajo hacia sí y apoyó la barbilla en sus hombros redondeados.
—Qué barba tan suave. Nunca hubiera imaginado que tu barba fuera tan suave.
—Nunca había visto un eclipse lunar —susurró él.
—Probablemente no vuelvas a verlo con tanta claridad —dijo ella—. Esta noche, las condiciones atmosféricas son óptimas. Dentro de poco, el eclipse será total.
Entrelazaron los dedos de sus manos.
—En realldadt ahora tendría que estar en Tryvannet para verlo a través del telescopio —dijo ella—. Había quedado con un montón de amigos de la facultad.
—¿Te reúnes con amigos de la universidad para ver eclipses?
—Tenemos astronomía como asignatura optativa.
—Si quieres cogemos un taxi.
—Desde aquí lo veo divinamente.
Se echaron a reír estrechamente abrazados: la espalda de ella contra su pecho, los muslos de ella contra sus muslos. Ella movía delicadamente los pies, como un gato cuando ronronea, pensó él oliéndole el pelo con la mirada perdida en el cielo. Tras el papel secante de color rojo pálido, todavía se veía un pedazo diminuto de amarillo.
A Frølich le daba la impresión de que también él tenía que hablar en susurros.
—Es la sombra de la Tierra, ¿no? ¿Por qué es roja y no negra?
—La refracción de la luz en la atmósfera; el rojo es el color que menos se refracta.
—Qué bonito.
—Ahora en Tryvannet habrá un montón de gente, y además también se puede ver por televisión. El país entero sale a la calle para mirar al cielo. A todos nosotros, pequeñas criaturas de este mundo, nos embelesa lo que ocurre por encima de nuestras cabezas.
—No me extraña —dijo él—. La sombra de la Tierra, luego el Sol que ilumina la Tierra, mientras la sombra tapa la Luna… Es algo que impone.
—Es Dios, que se mueve —susurró ella, apretando la mejilla contra su mano.