Gunnarstranda llegó a casa a las cinco de la madrugada. Durmió hasta las ocho y media, se levantó, se vistió y, a las nueve menos cinco, empezó a raspar el hielo de las ventanas de su coche. Faltaban cinco minutos para la cita con el fiscal Fristad. Repasó una vez más el caso mentalmente. Fristad era académico y tenía una idea pueril de su propia autoridad. Por eso llegaba siempre un cuarto de hora tarde.
Gunnarstranda encendió un cigarrillo mientras se calentaba el motor y mientras el ventilador desempañaba el cristal del parabrisas. Intentó repasar todos los puntos relacionados con Ekholt, pero se dio cuenta de que no era capaz de pensar con claridad, así que puso la radio del coche y oyó que en todas las vías de acceso reinaba el caos porque había una manifestación de taxistas. Sacó el móvil y llamó al despacho de Fristad para decir que se retrasaría. Al poco rato, apagó el motor, cerró el coche con llave y fue andando hacia Advokat Dehlis Plass, para coger el primer autobús.
El fiscal Fristad, como siempre, permaneció sentado mientras señalaba con el brazo una silla azul que había junto a la mesa redonda. El comisario Gunnarstranda ordenó el montón de informes sobre la mesa, se puso las gafas rectangulares que había comprado a través de un catálogo de venta por correo y, sin más rodeos, empezó a relatar en voz baja:
—Al fallecido Reidar Folke Jespersen lo dejaron sentado en un sillón en el escaparate de su propia tienda de antigüedades. Fue asesinado en un despacho situado en la parte de atrás de la tienda. Allí desnudaron el cadáver, luego lo arrastraron por el suelo y lo colocaron en el escaparate. El asesino ató alrededor del cuello del cadáver un cordel de color rojo. El cuerpo fue descubierto el sábado, 14 de enero, a las siete horas treinta y seis minutos por una transeúnte, la repartidora de periódicos Helga Kvisvik. Es ama de casa y trabaja a tiempo parcial; sabemos que no tiene ninguna implicación en el crimen.
—¿No sufrió ningún shock? —Fristad mordió la patilla de sus gafas.
—No, no tenemos constancia —continuó fríamente Gunnarstranda—. En cuanto a las últimas acciones del fallecido, hemos conseguido sacar en claro lo siguiente: Reidar Folke Jespersen se levantó el viernes, 13 de enero, a la hora habitual. Salió de su casa a la hora habitual… aunque sin despedirse de su mujer, que en ese momento estaba en la ducha. Poco después, es decir, aproximadamente a las nueve de la mañana, fue a una cafetería de Jacob Aalls Gate, donde tomó café y agua mineral y leyó una serie de periódicos. El propietario del local, Glenn Moseng, ya lo había visto en otras ocasiones, pero no está seguro de cuándo. Folke Jespersen insistió en sentarse a la única mesa que había junto a la ventana, desde la que se veía la casa en la que vive Eyolf Strømsted, que es el amante de su mujer o, en todo caso, lo ha sido. El dueño del café no está seguro de a qué hora salió Folke Jespersen del café, pero sabemos que estuvo allí bastante tiempo… varias horas. Unos minutos después de las doce apareció en casa de su hermano Arvid, donde también estaba su otro hermano Emmanuel. Asimismo estaba presente el matrimonio Kirkenær, que hizo una oferta para comprar el negocio de los tres hermanos.
El fiscal Fristad se meció en la silla de detrás del escritorio y entrelazó los dedos.
—¿Y qué pasaba mientras tanto en la tienda?
—Karsten Jespersen, el hijo del fallecido, abrió la tienda a las diez. No estaba solo, sino acompañado de su hijo Erich, que ese día no tenía guardería. Un poco más tarde bajó Ingrid Jespersen con una jarra de café y dos tazas. No había clientes en la tienda. Ambos estuvieron charlando hasta aproximadamente las once y cuarto, mientras el niño jugaba y dibujaba.
Fristad asintió con los ojos cerrados.
—¿A ese tal Karsten lo pone cachondo la viuda? Porque son de la misma edad, ¿no?
—Están a gusto juntos. Comparten una serie de intereses.
—¿Se la cepilla?
Gunnarstranda alzó la vista.
Fristad sonrió como disculpándose.
—He leído en alguna parte de tu informe que la víctima era impotente… ¿Sé cepilla el hijo a la viuda?
Gunnarstranda replicó, inexpresivo:
—No se lo he preguntado.
—¿Tú crees que sí?
—¿Qué tal si nos centramos en mi exposición de los hechos?
Fristad asintió.
—Exacto… —murmuró con énfasis—. Exacto… la viuda deja al hijo para acostarse con ese tío de nombre tan disparatado…
—Strømsted…
—Exacto… Y el pobre cornudo, a sus ochenta años, se sienta a esperar que su señora vaya a ver a un hombre para echar su polvo semanal…
Gunnarstranda miró fijamente a Fristad.
—Sigue, sigue —dijo el fiscal.
—Reidar Folke Jespersen, por su parte, se presentó en casa de su hermano…
—Sí, exacto…
Gunnarstranda alzó la vista en silencio.
Fristad le hizo un gesto impaciente con la mano para que continuara.
—Por lo que sabemos, el matrimonio Kirkenær aseguró que continuarían la obra de toda la vida de Folke Jespersen. Aparte de eso, hicieron una oferta concreta sobre las participaciones en el negocio, el nombre de la tienda y las existencias. Creo que a eso se lo llama fondo de comercio…
—Sí, exacto, fondo de comercio…
—Pero eso no lo negociaron directamente. El matrimonio había hecho una especie de tasación de la tienda y allí expusieron sus propios planes antes de que los hermanos hablaran luego a solas. Entonces fue cuando Reidar se puso agresivo.
—¿Por qué se enfadó tanto?
—Creo que había mucho que barrer debajo de la alfombra. El hombre debería haberse jubilado hacía diez o doce años. Como era el hermano mayor, ejercía de jefe. Según su hermano Emmanuel, Reidar se tomó la iniciativa de vender el negocio como una confabulación contra él.
—Exacto… pero eso de su mujer y el amante, ¿puede haber desempeñado también algún papel?
—Sí, desde luego que es posible —admitió Gunnarstranda—. Según la declaración de los hermanos y de los interesados en la compra, Reidar Folke Jespersen ya había sido previamente informado del objetivo de la reunión. Pero es difícil juzgar qué le cabreó en concreto de las negociaciones. Sabemos, por ejemplo, que poco después de dejar a sus hermanos, llamó a su mujer a la casa del amante…
—Sí, eso he leído. Qué fuerte, ¿no? El marido desairado llama cuando los dos están dale que te pego… —Fristad soltó una risita con los labios húmedos.
—Pues sí; en cualquier caso, Folke Jespersen no inició ningún altercado ni insultó al amante de su mujer. Únicamente pidió hablar con su esposa para darle un ultimátum.
—¿Para que no volviera a follar?
—Exacto. Como muy tarde, a las 14.30 llamó luego a una actriz llamada Gro Hege Wyller para adelantar una cita con ella. Ese cambio de fechas es digno de mención. En realidad, iban a encontrarse el 23 de enero, pero él le pidió que se vieran ese mismo día, el viernes, 13.
—¿Una velada sentimental?
—Sí, Gro Hege Wyller se arregla y tiene que representar el papel de una mujer que posiblemente pertenezca al pasado de Folke Jespersen. La Wyller hace con Folke Jespersen un espectáculo privado… una especie de ritual con improvisación, jerez y Schubert.
—¿Sin sexo?
—No me he parado a pensar en eso.
Fristad sonrió burlonamente.
—¡Mira qué eres puritano, Gunnarstranda!
El comisario suspiró.
—Ingrid Jespersen ha confirmado que Reidar no era, como tú dices, sexualmente activo. Me da la impresión de que el anciano ya pasaba del tema.
—¿No había un frasquito de Viagra en el botiquín del abuelo? —Fristad volvió a esbozar una sonrisa húmeda.
El comisario de lo criminal respiró hondo.
—Lo siento —dijo Fristad.
—Ya he perdido el hilo —repuso Gunnarstranda, enojado.
—La foto —se apresuró a decir Fristad—. El modelo de Wyller. ¿Quién es la mujer de la foto?
—Se llamaba Amalie Bruun, pero su relación con Folke Jespersen no está clara.
—Pero probablemente estuviera enamorado de ella, ¿no?
—La relación no está clara. —Gunnarstranda se quitó las gafas con un gesto de cansancio.
—Bueno, pasemos al asesinato del taxista. Supongo que esa es la siguiente pista, ¿no? La increíble aventura nocturna de Frank Frølich en Bjervika…
Gunnarstranda miró distraído los papeles que tenía encima de la mesa.
—No —dijo—. Vayamos por partes. Antes de que la Wyller llegue a la oficina de la víctima, Folke Jespersen llama a su abogada y le pide que anule su testamento.
—¿Eso es relevante? —preguntó Fristad, interesado.
—Lo relevante es que Folke Jespersen se ocupara de repente, por alguna razón desconocida, de su propia muerte.
—Pero entonces los herederos…
Gunnarstranda alzó el brazo para frenar al otro.
—Un momento —dijo—. La doctora Grethe Lauritzen, la especialista en oncología del hospital Ulleval, dice que Folke Jespersen la llamó el día en cuestión. Ella le dio los resultados de una serie de pruebas, y así él se enteró de que tenía un tumor maligno, cosa que por otra parte han confirmado los forenses.
—Pero ¿qué consecuencias tiene la anulación del testamento?
—Apenas tiene consecuencias porque no hizo otro testamento nuevo. Según la abogada (y yo mismo he leído el testamento anulado), la última voluntad sólo afectaba a cuestiones de reparto, es decir, a qué cosas correspondían a cada uno después de que se hubiera repartido la herencia financiera. Sabemos que Karsten Jespersen está interesado en un armario concreto, pero me cuesta trabajo imaginar que matara a su padre por ese objeto.
—Qué raro —constató Fristad—. Es rarísimo —repitió con la mirada dirigida hacia la mesa.
—Hay dos grandes misterios relacionados con las últimas horas del hombre —declaró el policía—. La llamada a la Wyller y la llamada a la abogada.
—Pero si se había enterado de que iba a morir…
—Entonces podría haber hecho un testamento nuevo, después de haberse tomado la molestia de anular el antiguo. Pero no lo hizo.
Fristad se sacudió con el dorso de la mano la manga de su chaqueta.
—De acuerdo. Sigamos.
Gunnarstranda cogió aire.
—Tal y como se ha demostrado, la declaración de la Wyller es de suma importancia. Richard Ekholt vive en la misma casa que Gro Hege Wyller…
—Vivía —lo interrumpió Fristad.
—Ya sé que está muerto —repuso Gunnarstranda en voz peligrosamente baja—. ¿Quieres dejar de interrumpirme todo el rato?
Fristad alzó las manos en silencio.
—Bien. Ekholt era un conocido de la Wyller, y parece ser que se interesaba por ella… pero todavía no habían iniciado una relación. Ekholt llevó a Wyller hasta Ensjø. Allí, según la declaración de ella, la forzó sexualmente, pero sin consecuencias.
—¿Y tú te lo crees?
—No veo ninguna razón para que ella se inventara esa historia. Wyller huyó de Ekholt y cogió del buzón que había en la pared la llave del almacén; eso de la llave era algo convenido. A las 17.15 entró en la oficina de Folke Jespersen. Allí hizo su… trabajo… y al cabo de un poco más de una hora llamó a un taxi. Ese coche llegó a las 18.42; lo sabemos por el libro de ruta. Cuando subieron al taxi, Gro Hege Wyller vio a Ekholt, que aún seguía sentado en su coche, aparcado delante del edificio. Pero ella cogió el mismo taxi que Folke Jespersen.
—Exacto… —Fristad lo animó a proseguir con un gesto.
—Ekholt siguió al taxi en el que iban los dos. Gro Hege Wyller afirma que vio ti coche de él cuando el taxi la dejó en su casa. También dice que, desde allí, Ekholt siguió al taxi de Folke Jespersen.
Gunnarstranda se levantó y se acercó al recipiente de agua de manantial IMSDAL que había junto al espejo.
—Se me queda la boca seca —murmuró, llenando un vaso de plástico.
—¿Y todas las declaraciones coinciden en que Folke Jespersen se fue a casa en el taxi… y llegó a Thomas Heftyes Gate a las 19.15?
Gunnarstranda bebió otro trago de agua y, a continuación, se quedó mirando pensativo el vaso vacío.
—En eso coinciden todos.
—Y allí lo esperaba ese hombre de los bosques… Jonny Stokmo, ¿no?
—Sí.
—Lo conocemos desde hace tiempo, ¿verdad?
—Pues sí. Ha estado unas cuantas veces en chirona por encubrimiento y por venta de artículos de contrabando.
—¿Y qué cuenta pendiente tenían los dos?
Gunnarstranda volvió a sentarse.
—A Stokmo lo interrogó Frølich. Pero sólo dio respuestas vagas y evasivas acerca de las diferencias que había entre él y el asesinado. Lo único que ha reconocido Stokmo es que se trataba de dinero. Y sabemos que los dos hablaron entre sí antes de que Folke Jespersen entrara en su casa.
—¿Y has hablado con el hijo?
—Stokmo junior me ha contado media historia de la familia. La relación de Jespersen con Jonny Stokmo se remonta a Harry, el padre de Jonny, al que Reidar Folke Jespersen debió de estafarle mucho dinero. Durante la guerra, Harry Stokmo era traficante de fuga y… recibió los denominados regalos de los judíos —Gunnarstranda dibujó comillas en el aire—, a los que introducía en Suecia. Da toda la impresión de que Folke Jespersen consideraba que se trataba de un producto robado, porque después de la guerra Harry Stokmo no se atrevió a poner a la venta los artículos. Folke Jespersen hizo de encubridor, pero no le dio dinero a Stokmo por la mercancía. Parece ser que esto lo ha averiguado Jonny Stokmo hace poco… a través de alguna factura antigua y cosas por el estilo, y de ahí que le exigiera a Reidar Folke Jespersen algún tipo de indemnización por su difunto padre.
—¿Crees a Stokmo junior?
Gunnarstranda sonrió con un gesto de cansancio.
—¿Por qué no? Si algo se deduce de esta historia es que Jonny Stokmo tenía un móvil, lo que para nosotros sería una buena pista. ¿Por qué iba a atribuirle Karl Erich Stokmo a su padre un móvil? De todos modos, tenemos que volver a interrogar a Jonny. De lo contrario, la declaración del hijo no tendría más valor que un rumor.
—Exacto… Anótalo —dijo Fristad.
—¿El qué?
—Que revisemos esa historia.
Gunnarstranda lo miró fijamente.
—¿Vas a hacer tú mi trabajo?
Fristad carraspeó. Se hizo un silencio embarazoso.
—¿Y qué más? —dijo Fristad al cabo de unos segundos con una tos forzada.
Gunnarstranda respiró profundamente y se pasó la mano por el pelo.
—Folke Jespersen fue a continuación a la cena familiar que estaba planeada.
—¿Y Stokmo?
—Esa noche fue a visitar a una prostituta llamada Carina. Ella está libre de sospecha. Stokmo dejó a esa mujer aproximadamente una hora antes de la medianoche. El propio Stokmo asegura que se dirigió a Torshov y que, hacia las 23.00 horas, se acostó en un cuarto trasero del taller de su hijo, sin hablar con nadie y sin que nadie lo viera. Y era viernes.
—En otras palabras: miente.
—Contentémonos con decir que Stokmo podría haber llegado a Thomas Heftyes Gate poco después de que Ingrid Jespersen se fue sola a la cama. Es decir, que ese tipo no tiene coartada para la hora del crimen.
De nuevo intercambiaron una mirada. Fristad soltó una carcajada.
—Ya entiendo a qué te refieres. Ese tal Stokmo es bastante interesante.
Gunnarstranda asintió con la cabeza.
—Y arriba, en casa de Folke Jespersen, ¿hubo alguna discusión durante la cena?
—No.
—¿Después de cenar tampoco? ¿Se pelearon Jespersen y su mujer?
—Según la declaración de la viuda, no. Asegura que se acostó como todos los días, pero sola. Se tomó un somnífero y se despertó en mitad de la noche sin saber por qué.
—Si ha matado a su marido, no ha sido especialmente creativa a la hora de buscarse una coartada.
—Examinemos el crimen como tal —lo interrumpió Gunnarstranda—. Es muy probable que el asesinado Reidar Folke Jespersen conociera al autor del crimen. O bien Jespersen se citó con él en la tienda, o bien estaba en la tienda por otros motivos cuando llegó el asesino. Pero lo más probable es que la víctima se hubiera citado con el asesino en la tienda.
Gunnarstranda alzó la vista. El fiscal Fristad tenía los ojos cerrados, como si estuviera meditando.
—Pudieron quedar por teléfono. Sabemos que Folke Jespersen, tanto a lo largo de la tarde como en el transcurso de la noche, hizo una serie de llamadas telefónicas. Pero no hemos podido comprobar con quién habló por teléfono. El único que admite haberlo llamado esa noche es su hermano, Emmanuel. Dice que lo llamó tarde, por la noche, pero que Reidar no quiso hablar con él.
Fristad asintió como para sus adentros; se le cayeron las gafas al pecho y se las volvió a colocar en la nariz.
—¿Nadie más?
—Según el hombre interesado en la compra, Kirkenær, Arvid le había prometido llamar a su hermano «para resolver una pequeña complicación».
—¿Y lo hizo?
—¿El qué? ¿Llamarlo o resolver la complicación? —preguntó Gunnarstranda en tono arisco—. No; según su propia declaración, Arvid intentó llamar a su hermano mayor, Reidar, pero nadie cogió el teléfono.
Ambos permanecieron sentados mirándose con gesto pensativo, hasta que Gunnarstranda continuó:
—Reidar Folke Jespersen fue apuñalado una sola vez con una bayoneta antigua que estaba a la venta en la tienda. La elección del arma hace suponer que el asesinato no fue cometido con premeditación. A no ser que el asesino conociera la bayoneta y tuviera planeado usarla para el crimen. En cualquier caso, hemos de suponer que la puñalada la dio una persona fuerte, porque la hoja de acero penetró profundamente en el cuerpo del hombre; puncionó un pulmón y afectó algunos vasos sanguíneos importantes. Los forenses sospechan que el asesino tuvo fuertemente agarradas a la víctima y la bayoneta hasta que se cercioró de que la víctima estaba muerta. No hubo, por tanto, forcejeo. Una vez que le clavó la bayoneta sosteniéndolo de pie, lo más probable es que lo tumbara con cuidado en el suelo. Porque el cuerpo del hombre no presenta indicios de que fuera arrojado violentamente al suelo. Hay otro punto esencial para la toma de las huellas: había poca sangre en el suelo, lo que significa que el autor del crimen tuvo que ponerse perdido de sangre.
Fristad asintió, y otra vez se le resbalaron las gafas por la nariz.
—Karsten Jespersen ha repasado la lista de los objetos registrados en la tienda y echa de menos un uniforme. Al parecer, el uniforme fue enviado de forma anónima a la tienda unos días antes del asesinato. El viernes en que fue asesinado Jespersen todavía estaba guardado en una caja de cartón. Si Karsten Jespersen dice la verdad (sólo sabemos de la existencia de ese uniforme por su declaración), entonces es posible que el asesino se pusiera el uniforme, metiera su propia ropa manchada de sangre en la caja y se marchara con ella. Si tenemos en cuenta la desaparición de ese uniforme, todo indica un asesinato premeditado; en ese caso, el asesino envió el uniforme para tener en la tienda ropa preparada para cambiarse.
—¿No te parece eso sumamente complicado?
—Los asesinatos con premeditación son siempre complicados.
Fristad asintió.
—Pero ¿no crees que un soldado llamaría mucho la atención por la calle?
—Fuera hacía mucho frío. El asesino podría haber ocultado fácilmente el uniforme debajo de un abrigo.
—En cualquier caso, el uniforme sería una explicación lógica de por qué ningún testigo vio a un hombre con manchas de sangre en la ropa —constató Fristad como para sí mismo—. ¿Puede Karsten demostrar la existencia del uniforme? ¿Tiene algún resguardo de correos?
Gunnarstranda alzó la vista.
—¿Sería admitido por el tribunal?
Fristad se encogió de hombros.
Gunnarstranda siguió hablando:
—A continuación, el asesino desnudó al cadáver.
—¿Y la bayoneta?
Gunnarstranda asintió con la cabeza.
—Como ya he dicho, estaba a la venta en la tienda… como arma complementaria de un fusil del ejército inglés de las guerras napoleónicas. Los hemos examinado, pero ni el fusil ni la bayoneta tienen huellas dactilares. En el momento del asesinato, la tienda estaba a oscuras, como cualquier otra noche. Por otra parte, hemos encontrado un rotulador… uno corriente y moliente, como los que venden en cualquier papelería. Suponemos que el asesino lo llevaba consigo para escribirle a la víctima ese extraño mensaje en el pecho. Ese mensaje asimismo apunta a que el asesinato estaba planeado: si un criminal lleva un rotulador para garabatear algo en el cadáver, eso indica premeditación. De todos modos, en el rotulador tampoco había huellas dactilares.
—¿Y ese mensaje es el famoso J de Jonas, 195?
—J de san Juan. 19,5.
—Pero también tenemos el número del taxi.
—Vayamos por orden.
—Vale. ¿Hora del crimen?
—Entre las once y media de la noche y las tres de la madrugada.
—¿Y el cadáver no tenía llaves en el bolsillo?
—No, ninguna llave. Cigarrillos sí, y un mechero y calderilla, pero llaves no.
—Y supongo que ningún testigo conoce esa circunstancia, ¿no?
—Sólo tú, Frølich y yo sabemos que faltan las llaves.
—He leído que la viuda declaró que, al despertarse, había nieve en el suelo del dormitorio.
—Sí… Suponiendo que diga la verdad, pudo ocurrir que el asesino le cogiera las llaves al cadáver, subiera la escalera, abriera la casa de Folke Jespersen, entrara en el dormitorio y desapareciera de nuevo.
—¿O bien?
—Yo más bien opino que la nieve del suelo la había dejado Reidar después de darse un paseo por la noche, antes de ser asesinado.
—¿Por qué crees eso?
—Porque el criminal no podía seguir teniendo nieve en los zapatos después de haberse puesto el uniforme y de haberse tomado la molestia de arrastrar el cadáver hasta el escaparate. Aparte de eso, el asesinado llevaba unas suelas bastante gruesas.
—Pero si el asesino cogió las llaves, ¿por qué lo hizo, si luego no las utilizó?
—O bien las llaves en realidad no han desaparecido y están en alguna parte del piso, o bien el asesino se proponía alguna otra cosa cuando las robó.
—¿Tú no crees que el asesino estuviera en el piso?
—Si un extraño entró en la habitación de Ingrid Jespersen, fue sólo para ver si estaba dormida y desaparecer de nuevo… o para coger algo de lo que ella no sabía nada y que, por tanto, no ha echado de menos porque probablemente perteneciera a su marido. Dicho brevemente: desde un punto de vista lógico, la nieve del suelo podría ser de Folke Jespersen, que entró un momento en la habitación para ver a su mujer.
Fristad soltó una tosecilla y fue a preguntar algo, pero Gunnarstranda lo interrumpió:
—Esa es una posibilidad. La segunda es que Ingrid Jespersen se haya inventado toda la historia de la nieve en el suelo.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—¿Quién sabe? Quizá para respaldar ante nosotros la teoría de que el asesino le quitó las llaves al cadáver.
Cruzaron una mirada.
—Por otra parte —argumentó Fristad—, si la viuda se ha inventado la historia de la nieve en el suelo… —Dejó la frase en el aire.
Gunnarstranda hizo un gesto de asentimiento.
—Entonces es muy probable que se inventara la historia del robo porque fue ella la que mató a su marido —concluyó el fiscal.
—Esa conclusión es aceptable, pero el argumento como tal me parece poco relevante —comentó el comisario—. Yo tiendo a pensar que la nieve del suelo procedía del marido.
El fiscal y el comisario se miraron otra vez a través de la mesa.
—Gunnarstranda, ¿qué te dice tu instinto? ¿Se cargó la viuda a su marido?
—¿Con qué móvil? —quiso saber Gunnarstranda.
—Dinero, sexo, afecto. Una mujer joven se casa con un hombre mucho mayor. Este rechaza y desprecia la oferta de venta de los Kirkenær y de sus hermanos; por si fuera poco, le prohíbe a la mujer que siga acostándose con su amante. Esos dos factores desencadenan una pelea. ¡La viuda tiene móviles en cantidad!
—¿Y la oportunidad? —preguntó Gunnarstranda.
—Ella es la única que tuvo en todo momento la oportunidad de matar a su marido.
—¿Sola o con alguien?
—Con su amante; él lo apuñala mientras ella lo sujeta.
—El amante tiene una coartada.
—Mierda —susurró Fristad con la voz ronca—. ¿Qué clase de coartada?
—Vive con un hombre, Sjur Flateby, que afirma que Strømsted no salió de la cama en toda la noche.
—Si me lo preguntas, te diré que esa coartada no se sostiene. La declaración de un compañero es como la de un cónyuge: carece por completo de valor.
—Comparto tu opinión, pero prefiero que el compañero nos confiese su mentira en una declaración, antes de que lo dejes como un trapo en la sala de audiencia.
—¿Sabe ese tío que Strømsted se folla a la viuda?
El comisario se encogió de hombros.
—Posiblemente intuya algo… ahora que lo hemos interrogado por las actividades de Strømsted la noche del asesinato.
—Cuéntale a ese hombre que su compañero le ha sido infiel, y ya veremos cuánto le dura a Strømsted su coartada. Aparte de eso, la viuda también podría haberlo hecho ella sola.
—Es posible. Pero no debemos olvidar a los demás. Jonny Stokmo tampoco tiene coartada.
—Pero ¿cuál sería su móvil? —quiso saber Fristad—. En realidad, no ha desaparecido dinero, sólo ese dichoso uniforme, y sólo sabemos de su existencia por la palabra de Karsten Jespersen. Si Stokmo fue el autor del crimen…
Gunnarstranda asintió.
—El problema de Stokmo es que no gana nada con la muerte de Folke Jespersen. Ni obtiene dinero ni su padre recupera la reputación. Si Stokmo ha matado a Folke Jespersen, ha tenido que ser en un arrebato de ira, o bien es que tenía otro motivo aparte de esa historia del honor perdido de su padre, el traficante de fuga. Problema número dos: el «escenario» de Stokmo no encaja con la teoría de que el asesinato estuviera planeado. Si Stokmo hubiera planeado el crimen, ¿por qué no planeó también su objetivo de rehabilitar al padre?
—Entiendo —dijo Fristad.
—Aparte de eso, tenemos a los dos hermanos —dijo Gunnarstranda—, que tienen motivos a montones.
—Pero ¿tienen una posibilidad? Quiero decir que he leído en alguna parte que están enfermos, con sobrepeso, y que apenas se sostienen en pie.
—Los dos tienen enormes posibilidades —objetó Gunnarstranda—. Son viejos y de pelo blanco, como la víctima. Junto con su hermano, son los propietarios del negocio. Pueden moverse por la tienda sin que a nadie les llame la atención. Tienen las llaves de la tienda. Pudieron entrar y esperar a que bajara Reidar. Tampoco tienen una coartada a prueba de bomba: los dos afirman que estaban durmiendo solos.
—¿Son capaces de hacer una cosa así?
—¿Qué cosa?
—Matar a su hermano.
—Ahora te has pasado a hacer valoraciones morales, Fristad. La regla es que nos atengamos a los hechos, los móviles y las posibilidades.
—Vale, pues sigue.
—Según los interesados en la compra, Kirkenær y Varas, Arvid les había dicho antes de que fuera asesinado Jespersen que… —Gunnarstranda volvió a dibujar unas comillas en el aire— que tenía que resolver una complicación que había surgido.
Fristad sonrió.
—Suena a conspiración.
—Desde luego.
—Bien. Podrían haberlo hecho los hermanos —concluyó Fristad.
—La viuda llamó a Karsten cuando se despertó por la noche. Pero Susanne Jespersen aseguró que su marido no estaba en casa.
—¿Significa eso que el hijo estaba un piso más abajo y que mató a su padre? —preguntó Fristad con la frente arrugada.
—La abreviatura y el grafitti del cadáver sólo tienen sentido si el hijo es el asesino.
Fristad meneó la cabeza.
—Si tienes razón en que la abreviatura alude al Evangelio de san Juan… sí…, entonces quizá podamos llegar a esa conclusión. Pero olvidas que en la calle había un taxi al ralentí.
Gunnarstranda suspiró.
—No lo olvido. El problema es que no sabemos si el coche que fue observado era siempre el mismo. Un testigo vio en ese lugar un taxi aparcado… pero eso fue, como mínimo, cuatro horas antes del asesinato.
—Pero el taxi tiene el número de licencia 195.
—Eso no lo ha afirmado el testigo.
—¿Qué intentas decir, Gunnarstranda?
El comisario carraspeó.
—Sabemos que Richard Ekholt conducía el taxi número A 195. Pero el testigo que vio ese ominoso taxi en Thomas Heftyes Gate lo único que vio fue un taxi, no necesariamente el coche de Ekholt. Y no sabemos si Richard Ekholt había aparcado en Thomas Heftyes Gate…
—Pero sabemos que Ekholt siguió con su taxi a Folke Jespersen la noche del asesinato.
—Exacto. —Gunnarstranda sonrió al fiscal porque sabía lo poco que le gustaba contar sólo con indicios—. El hecho de que Ekholt siguiera en su coche a la víctima es un indicio de que era el coche de Ekholt el que estaba aparcado una hora después en Thomas Heftyes Gate. El que Ekholt intentara ligar con Gro Hege Wyller y posiblemente estuviera esa noche celoso de Folke Jespersen puede ser el indicio de un móvil. Así pues, que Ekholt siguiera a Jespersen puede ser un indicio de que Ekholt está implicado en el crimen; en especial, el número de licencia de Ekholt sería un indicio de alguna relación con los números garabateados en el pecho del asesinado, puesto que las cifras son idénticas. El mayor indicio de que Ekholt esté implicado en el crimen estriba en el hecho de que anoche Ekholt llamó a Frank Frølich y utilizó el número ciento noventa y cinco como una especie de contraseña, para que Frølich lo tomara en serio. Pero lamentablemente ahora Ekholt está muerto. Para averiguar si estuvo implicado en el asesinato, tenemos que buscar nuevos testigos que lo aclaren. Tenemos un montón de indicios, pero…
Gunnarstranda alzó los brazos y, en un gesto de generosidad, dejó que Fristad pronunciara las últimas palabras:
—Pero no tenemos ni una maldita prueba —concluyó Fristad con semblante hosco.
—Te gustaría que ese taxista estuviera metido en el asunto, ¿no? —preguntó el comisario, y se encendió un cigarrillo que había aparecido entre sus labios como por arte de magia.
—Por favor, aquí dentro no se fuma —dijo Fristad.
Gunnarstranda dio una calada, abrió la caja de cerillas y la sostuvo sobre la mano abierta.
—Sí, y sigo creyendo que ese taxista está implicado. Si no apagas el cigarrillo, recibirás una amonestación por escrito.
Gunnarstranda volvió a inhalar y echó un poco de ceniza en la caja de cerillas.
—Supongamos que existe una conexión —dijo—. Imaginemos un móvil: Ekholt se figura que Gro Hege Wyller es su novia, y le da un patatús cuando sospecha que ella puede tener algo con el viejo. Ekholt se siente rechazado y humillado, y sigue al viejo para cantarle las cuarenta. ¿Es eso más o menos lo que imaginamos? —Dio otra calada—. Si nuestra suposición es acertada, si Ekholt acechó al viejo cuando este estaba solo en la tienda, ¿por qué iba a sentar al hombre en el escaparate y escribirle su número de licencia en el pecho?
—Sigo sin tener ni puta idea —dijo Fristad encogiéndose de hombros—. ¡Eres tú quien debería saberlo! Me estás poniendo nervioso con tu descaro de atufar mi despacho con el humo de tu tabaco. ¿Sabes que tengo una secretaria que puede coger dos semanas de baja por ser alérgica?
—Cálmate —dijo el comisario, metió el cigarrillo fumado a medias en la caja de cerillas y la cerró—. Si queremos averiguar si Ekholt pudo matar a Folke Jespersen, no debemos olvidar nuestras cartas de triunfo. En primer lugar, que el asesinato fue planeado y, en segundo lugar, que Folke Jespersen tuvo que haber dejado pasar voluntariamente al asesino y que, por tanto, seguramente lo conociera. Dudo de que Folke Jespersen conociera al taxista Ekholt.
—Pero si Ekholt llamó con los nudillos desde fuera del cristal, Folke Jespersen podría haberlo dejado entrar —objetó Fristad—. Ekholt era taxista, seguro que iba de uniforme, y podría haber hecho como que quería preguntar por un cliente o…
—Tú eres el que mejor sabes lo que vas a utilizar en tu alegato —replicó Gunnarstranda alzando los brazos—. Y de los motivos del hijo todavía no hemos hablado. Lo que me gustaría discutir con él son los signos escritos con rotulador…
En ese momento fueron interrumpidos porque Frank Frølich abrió la puerta.
Frølich llegaba histérico porque se había cruzado con una carrera de baquetas entre periodistas de los tabloides. Entrar en el despacho del fiscal le supuso el mismo alivio que cuando uno se refugia debajo de un árbol de copa ancha en pleno chaparrón. Allí, se encontró con Fristad y Gunnarstranda, que estaban pensativos y callados en sus azules sillas giratorias.
—Aquí huele a humo —comentó Frølich, olfateando.
—¿Lo ves? —dijo Fristad en tono de reproche, meneando enfadado la cabeza en dirección a Gunnarstranda—. ¿Lo ves? Verás la que se va a armar.
—Maldita sea —suspiró Frølich—. Todos los periódicos están que trinan con el asesinato del taxista.
Gunnarstranda hizo girar su silla hacia Frølich.
—En la radio han dicho que los taxistas de la ciudad han perdido los nervios —murmuró—. Es la vieja cantinela: una situación insostenible y falta de seguridad para los taxistas. Esta mañana había cientos de taxis tocando el claxon en Storting. Todos los oficinistas de la ciudad han llegado tarde al trabajo… también aquí, y en el Ministerio de Justicia. El atasco llegaba hasta Gardermoen. Ese asesinato podría guardar relación con nuestro caso —añadió—. Aunque no necesariamente.
—El teléfono móvil debajo de los pedales —dijo Fristad—, la llamada a Frølich y la contraseña «ciento noventa y cinco»…
Gunnarstranda se encogió de hombros.
—La licencia del taxi o el pasaje de la Biblia. Tú eliges.
Fristad detuvo el giro de su silla giratoria y pateó nervioso el suelo.
—Pero llamó y dijo el número. El taxista con el número de licencia…
—Está bien —lo interrumpió Gunnarstranda, impaciente—. Pero no debes olvidar que Frølich se pasó todo el día buscando al taxista que llevaba el coche número 195. Pudo decir el número sólo para darse a conocer. —Se volvió hacia Frølich—. ¿Dijo el hombre algo de los grafitti en el cadáver?
—No —explicó Frølich—. Sólo dijo el número 195.
—¿Nada más?
—No, salvo que…
—¿Salvo qué?
—Lo que te he dicho. Que sabía algo. De todos modos, creo que no estaba solo cuando me llamó.
Los otros dos miraron fijamente a Frølich, que sonrió como pidiendo disculpas.
—Es posible que estuviera en un bar o en un restaurante. Se oían ruidos de fondo. Y alguna vez me pareció que cubría el auricular con la mano.
—Es posible que Ekholt estuviera hablando con alguien cuando llamó —le explicó Gunnarstranda al fiscal, que hizo una mueca elocuente.
Frølich se encogió de hombros.
—No lo sé seguro. Pero algo así me pareció.
—¿Y con quién? —preguntó Fristad—. ¿Acaso con Gro Hege Wyller?
Frølich negó con la cabeza.
—De ser alguien, era un hombre.
—¿Eso es relevante? —preguntó Fristad.
—Puesto que una hora más tarde fue encontrado muerto, sí es relevante —contestó Gunnarstranda.
—Pero ¿cómo se explica que Ekholt fuera asesinado después de haber hablado con Frølich? —bramó Fristad.
—Ni idea —dijo Gunnarstranda.
—¡Este asesinato tiene que estar relacionado con el de la tienda de antigüedades!
—¿Necesariamente?
—¡El hombre dijo que sabía algo!
—Todo el mundo sabe algo. Tú y yo también.
—¡Pero sería de tontos no pensar que los dos asesinatos guardan relación entre sí!
Gunnarstranda se encogió de hombros.
—Ajá.
—Eso tienes que verlo tú también —continuó Fristad, un poco más moderado.
—No necesariamente.
—¿No necesariamente? El hombre conduce el taxi número 195. La cifra aparece escrita en el pecho del cadáver y, por si fuera poco, llama a la policía y se parte de risa al mencionar el número.
—Más vale que intentes describir lo que ha pasado —sugirió Gunnarstranda, aburrido.
—¿Lo que ha pasado? Pues que a Ekholt lo dejaron entrar en la tienda, agarró la bayoneta y se la clavó al hombre porque pensaba que el viejo putero se follaba a su amiga.
Gunnarstranda y Frølich miraban atentamente a Fristad, que se había levantado y no hacía más que abrir y cerrar rápidamente las manos.
—¿Y bien? —dijo Gunnarstranda, impaciente.
—En fin, luego desnudó al viejo, le escribió el número en el pecho y lo sentó en un sillón en el escaparate.
—¿Porqué?
—¿Que por qué? ¡Yo qué sé por qué!
—¿Y luego?
—Y luego, ¿qué?
—Las llaves.
—Ah, sí —dijo Fristad, más calmado—. Cogió las llaves, subió al primer piso y…
Frølich sonrió con malicia.
Fristad se sentó con cara de aturdido.
—Una historia un tanto estrafalaria —dijo Frølich—. A mí me parece más lógico que fuera alguien que quisiera exhibir el cadáver. Y de ser así, creo que el número hace referencia a un pasaje de la Biblia.
—¿Pero por qué fue asesinado Ekholt? —preguntó Fristad, abatido.
—Podría haber sido atracado y asesinado por un cliente —dijo Gunnarstranda en voz baja.
—Eso no te lo crees ni tú.
—Todos los taxistas de la ciudad lo creen.
—Pero nosotros creemos que su muerte está relacionada con el otro asesinato, ¿no?
—Si existe alguna relación entre el asesinato de Folke Jespersen y el de Ekholt —dijo el comisario levantándose y recogiendo sus papeles—, es porque Ekholt sabía algo del primer asesinato. Pero no tenemos ninguna prueba de que exista tal relación. Aparte de eso, ni Frølich ni yo nos explicamos el asesinato de Ekholt.
Frølich carraspeó y añadió:
—Yo apuesto a que Richard Ekholt fue asesinado porque había sido testigo del primer crimen.
—Tenemos todas las de perder si apostamos… —dijo Gunnarstranda, sonriendo.
Fristad alzó la vista.
—¿Ves como tú también crees que existe una relación?
—Yo no he dicho eso. Pero ese asesinato ha de ser esclarecido con independencia de todo lo demás. Así lo reclama todo un colectivo de la ciudad.
Fristad miró malhumorado a Gunnarstranda, que estaba guardando sus papeles.
—¿Entonces tú qué sugieres?
—Seguiré trabajando —dijo Gunnarstranda, distendido—. Voy ganando terreno en la vida y milagros de Folke Jespersen.
—¿Hasta dónde has llegado?
—Calculo que dentro de unas horas habré terminado con 1944 —dijo Gunnarstranda, que se quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo del pecho.