Hockey

—¡Qué bonito! —exclamó Eva-Britt, extasiada, mientras sonaban las primeras notas de Khmer, de Nils Moldværs.

Frølich se levantó y subió el volumen. Aunque la estufa del rincón estaba al máximo de su potencia, por el ventanal del cuarto de estar entraba un poco de frío, contra el que el radiador que había debajo no podía combatir. Frølich permaneció unos instantes junto a la ventana contemplando la iluminada Ringveien, que serpenteaba en medio del nocturno paisaje invernal. La intensa iluminación de las calles hacía que los coches parecieran descoloridos. Una lluvia de chispas descendía por la pendiente. Era la toma de corriente de un tranvía, que se deslizaba por el hielo. La Luna, que al anochecer parecía un enorme farolillo de papel de arroz colgado sobre la sierra de Østmarka, se asemejaba ahora a un cubo de pintura blanca vertido sobre una superficie de agua.

Frølich se volvió y observó a Eva-Britt. No le gustaba que hubiera venido. Cuando iba a visitarlo, siempre se quedaba sentada, esperando. Si quería algo, esperaba a que él se lo llevara. «Es tan extraño —pensó—. Llevamos años acostándonos juntos, y todavía se siente como una extraña en mi casa».

Ella estaba hojeando el catálogo de IKEA con la cabeza ladeada y un gesto de disgusto en los labios. Pasaba las páginas muy de prisa, como la gente que iba en el tranvía leyendo el VG. Frølich se sorprendió a sí mismo deseando que fuera otra mujer la que estuviera allí sentada.

Sus miradas se encontraron cuando sonó el teléfono.

—¿Lo coges? —preguntó ella desde el sillón.

—Dime una buena razón para que no lo cojas tú —replicó él con voz de cansancio.

Eva-Britt alzó la cabeza, dirigió la mirada al dormitorio y luego miró la hora. A continuación, dejó caer deliberadamente despacio el brazo con el reloj de pulsera. Poco después, dejó de sonar el teléfono.

—Hemos ganado —dijo, y siguió hojeando el catálogo.

Él vio cómo se acurrucaba en el sillón con las piernas encogidas, sabiendo perfectamente que era observada. En ese mismo momento empezó a sonar el móvil de ella. De nuevo, sus miradas se encontraron.

—¿Lo coges? —preguntó él.

Ella miró hacia la puerta, donde estaba su bolso con el móvil que sonaba, y arrugó la frente en un gesto de contrariedad.

—Si es para ti, no tengo ni idea de dónde estás —decidió ella.

Se levantó con agilidad y sacó su móvil del bolso, mientras él seguía sus movimientos.

—¿Sí? —dijo con la espalda encorvada y el teléfono al oído—. No, él… —Se volvió y dijo sólo con los labios—: Tu jefe…

Él permaneció sentado y sonriente.

—Ni idea —dijo ella, y se quedó escuchando.

A Frølich le entró la risa al oír los berridos de Gunnarstranda dando órdenes por el teléfono. Con la cara pálida, Eva-Britt hizo una mueca como si alguien la estuviera obligando a tomar aceite de hígado de bacalao. Peligrosamente rígida y agresiva, dio tres pasos hacia adelante y, sin decir una palabra, le lanzó el teléfono a Frølich.

Él lo pescó al vuelo.

—¿Qué hay? —dijo.

—Esta pista es un lío tremendo —dijo Gunnarstranda sin más preámbulos—. Tú hablaste con Arvid sobre la carrera de su hermano y le preguntaste por qué se hizo anticuario, ¿no?

—Sí —dijo Frølich—, pero…

—Y Arvid dijo algo relacionado con la producción de periódicos, ¿no?

—No, con la producción, no; Folke Jespersen recogía el papel que quedaba en las bobinas de la prensa de diferentes periódicos y…

—Exacto —lo interrumpió Gunnarstranda—. Y esas bobinas de papel luego se recomponían… ¿dónde?

—Ni idea.

—¿Y a quién las vendía?

—Tampoco tengo ni idea.

—¡Pero algo te diría ese imbécil! —A Gunnarstranda le fallaba la voz a causa de los nervios.

—Haz el favor de calmarte —le pidió su subordinado—. El papel de periódico era vendido a imprentas de África y Sudamérica. Pero ¿por qué estás tan furioso con esa historia?

—He encontrado otro vínculo con Sudamérica, Frølich.

Al otro lado de la línea se oyó el ruido sordo de un mechero mientras Gunnarstranda encendía un cigarrillo.

—Volviendo a Arvid y a esa historia del periódico, ¿no mencionó por casualidad a un hombre llamado Fromm?

—No, estoy bastante seguro de que no.

—Bien. ¿Tienes algún plan para mañana?

Frølich miró a Eva-Britt, que estaba de pie ante el gran ventanal del cuarto de estar, dándole la espalda. El reloj de pared marcaba más de las doce de la noche.

—Haré lo que me pidas, ya lo sabes.

—Perfecto. Quiero que vayas a la oficina de Reidar Folke Jespersen en Bertrand Narvesens Vei. Si allí no encuentras nada, quiero que revises el archivo del despacho de Thomas Heftyes Gate.

—¿Qué buscamos?

—Una o más cartas o copias de cartas dirigidas a un tipo llamado Klaus Fromm. Klaus con ka y Fromm con dos emes.

—¿Hasta dónde me remonto?

—Hasta donde alcance el archivo.

—¿Nada más?

—No. Fíjate sobre todo en la época en la que comerciaba con papel de periódico, o sea, en los años cuarenta y cincuenta.

Frølich suspiró ruidosamente.

—¿Alguna otra cosa más?

—¿Crees que Reidar Folke Jespersen podría haber sido nazi?

Frølich interrumpió un largo bostezo.

—¿Estás loco? —exclamó.

—No —dijo Gunnarstranda—, pero ¿por qué te parece tan absurdo?

—Reidar Folke Jespersen tenía hasta 1943 una imprenta ilegal aquí, en Oslo; luego fue denunciado y tuvo que huir a Suecia. Desde Suecia fue a parar a un campo de entrenamiento en Escocia, donde adquirió una formación militar y se especializó en actos de sabotaje. De allí fue enviado de vuelta a Noruega con diversos encargos como sabotajes y…

—Liquidaciones —completó la frase Gunnarstranda en tono lacónico—. Bien, ya me he tranquilizado. Que duermas bien.

Frølich dejó el móvil de Eva-Britt encima de la mesa. Respiró profundamente, se levantó y se acercó al agradable calorcito que salía de la estufa, mientras observaba la espalda vuelta de ella y llevaba el compás de la música con la cabeza: un delirante solo de guitarra, fuertes golpes de batería y claros sonidos de un sintetizador invadían la habitación. De la cocina le llegó un nauseabundo olor a quemado del café, que llevaba exactamente dos horas en la placa calentadora.

Ella parecía a punto de volverse. El policía sentía curiosidad por saber qué expresión tenía en la cara y si se presentaba una noche de bronca y morros.

—Le has dado a ese tontaina mi número de teléfono —dijo ella, inflexible.

Frølich no contestó.

De los altavoces seguía saliendo una combinación de rock duro y jazz moderno, cuando volvió a sonar el teléfono de Frølich.

Él y Eva-Britt se miraron.

—No se rinde —señaló ella en tono sombrío.

Frølich lo sabía; era algo que estaba en el aire: esa noche habría bronca.

Se dirigió a grandes zancadas hacia el teléfono y descolgó.

—Soy Richard Ekholt —dijo una voz.

Frølich sólo había visto una foto de Richard Ekholt. Una vieja fotografía en la que salía vestido de jugador de hockey sobre hielo del equipo de Furuset, con un tricot, cañones de barba en la cara y el pelo corto y oscuro peinado al estilo Colón. Su voz encajaba con la imagen de la foto.

—Es tarde —dijo Frølich en tono pausado.

—Me han dicho que ha preguntado por mí.

—Preséntese mañana en comisaría; allí hablaremos.

—No cuelgue —dijo la voz enérgicamente.

—Le digo que nos llame mañana —insistió Frølich.

—Ciento noventa y cinco.

Frølich titubeó un momento. Luego oyó unas risas: se estaba riendo de él.

—Es como cuando se dice una contraseña, ¿a que sí? Qué bueno… —El desconocido soltó una risa sibilina y dijo con un gemido—: Ciento noventa y cinco. —La risa no cesaba; sonaba como el crujido de una mecedora. Un leve ronquido al otro lado de la línea delató que Ekholt estaba cogiendo aire antes de repetir—: Qué bueno… ciento noventa y cinco.

Frølich miró a Eva-Britt, que le dirigió una mirada venenosa.

La voz del teléfono susurró:

—Sé una cosa. Usted ha preguntado por mí, ¿no? Pues ahora me apetece… ahora puedo hablar.

De repente, Frølich se dio cuenta de que estaba harto de los caprichos de ella.

—¿Puede venir a mi casa? —le preguntó a Ekholt.

Eva-Britt echó la cabeza hacia atrás.

—No, es usted el que tiene que venir aquí —dijo la voz, que ahora era clara y firme.

«Qué liberación», pensó Frølich, y preguntó:

—¿Dónde está?

Ekholt soltó un silbido. El policía intentó averiguar qué otros ruidos oía, de dónde procedía el barullo. Como mínimo se oía otra voz más.

—¿Está usted en un bar? —preguntó.

—Escúcheme —dijo Ekholt—. Venga dentro de una hora, usted solo, a la ciudad.

Frank volvió a mirar a Eva-Britt, que meneaba la cabeza con unos movimientos pesados que no auguraban nada bueno.

—¡Es su única oportunidad! —Su voz ya no era la de un borracho o un desesperado, sino que había adoptado un tono frío y burocrático.

A Frølich le costaba trabajo adaptarse a tantos cambios de humor. Al otro lado de la línea se hizo el silencio: ni ruidos de fondo ni barullo ni nada.

—¿Y cómo sé yo que es usted quien dice ser?

—¿Tiene el número de mi móvil?

—Sí.

—Pues llámeme.

—Espere. —Frølich buscó el número en el bloc de notas que asomaba por el bolsillo de su chaqueta de piel, colgada del perchero—. Cuelgue —continuó—; ahora lo llamo.

—Un momento —dijo la voz, y Frølich oyó que tapaba el teléfono con una mano.

«Hay algo que no quiere que oiga», pensó, intentando comprender qué sucedía.

—Tengo que saber quién es usted —repitió—. Cuelgue.

—¿No pensarás marcharte ahora? —le preguntó Eva-Britt con una voz peligrosamente dulce, cuando colgó.

—Sólo tengo que llamar a este número…

—He tardado tres horas en encontrar una canguro —dijo ella—. Hace semanas que no tenemos un rato para nosotros solos… para los dos. Y me he quedado sin blanca para conseguirlo. No irás a marcharte ahora, ¿no?

Frølich marcó el número.

—Sí, soy Richard Ekholt —dijo la voz.

Frank Frølich observó a Eva-Britt, que lo esperaba con los brazos cruzados.

—¿Dónde nos vemos? —preguntó, imperturbable.

Frølich dejó la rotonda y cruzó Europaveien rodeando Bjørvika. Pasó por la antigua dirección de la aduana y recorrió Langkaia. A esa hora, la zona estaba desierta y silenciosa. Eran las dos y tres minutos cuando se acercó a la glorieta de Revierkaia. Al no ver a nadie, notó cómo se apoderaba de él cierto cansancio y cierta resignación. Una duda lo corroía: ¿y si lo habían engañado?

Sacó el móvil del bolsillo. Al principio iba a dejarlo en el asiento del copiloto, pero luego cambió de idea y se lo guardó de nuevo. Al mismo tiempo, frenó y dejó rodar el coche hasta que este se detuvo por sí mismo, junto a la valla que separaba la calle del último tramo del muelle.

Después de permanecer un cuarto de hora sentado en el coche, bajó del vehículo. Con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta, retrocedió a pie hacia la rotonda. Se sentía como si estuviera en una película. Una farola bañaba el lugar de la cita con una luz pálida que, al mismo tiempo, creaba un muro transparente recortado contra la oscuridad de la noche. La iluminación de la calle se reflejaba en los cristales de las casetas en las que se sacaban los billetes para los ferries que iban a Dinamarca. El agua de Bjørvika se había congelado: hielo negro con vetas onduladas de nieve blanca. El hielo reflejaba la difusa luz del casco de la ciudad, tras la fachada del puerto. Otra vez hacía frío; como mínimo había veinte grados bajo cero. Frølich se estremeció y sopló en el interior de la bufanda, mientras intentaba acordarse de a qué película le recordaba ese juego de luces en la oscuridad. La iluminación de los edificios de Festningskaia se reflejaba en los techos de los coches que estaban aparcados allí. Siguió andando de una farola a otra. El frío se le agarró a las piernas, los pies, las orejas y las manos. Se preguntó dónde habría metido los guantes. Probablemente se los hubiera dejado en el coche, en el asiento del copiloto. Giró la muñeca para mirar la hora. «Como mucho, esperaré cinco minutos más», pensó. Los únicos coches que se veían estaban un poco más allá, junto al semáforo de Festningskaia.

Aparte del ruido de los coches que entraban y salían del túnel, allí no se oía nada más. Con la cabeza encogida, sopló hacia la farola. Dentro del vaho y a contraluz, se dibujó un arco iris redondo. Volvió a soplar. Otro arco iris. Un juego de la infancia. Poco a poco, el frío iba penetrándole hasta las uñas de los dedos de los pies. Empezó a dar saltitos y a golpearse el cuerpo con los brazos. Ya habían pasado diez minutos desde la hora acordada. Con los dedos rígidos por el frío, sacó el móvil del bolsillo interior y marcó el número de Richard Ekholt. Aunque estaba tiritando, aguzó el oído al oír sonar un teléfono. Instintivamente, se agachó, se alejó de la luz de la farola e interrumpió la comunicación. Ahora, el silencio era igual de amenazador que los timbres del teléfono que acababa de oír.

Echó un vistazo a su alrededor. No se veía una alma. Una cosa estaba clara: si alguien hubiera querido darle una paliza, lo habría hecho hacía rato. Miró su teléfono e intentó acordarse de los timbres que acababan de sonar en mitad de la noche. Venían de lejos, pero ¿cómo de lejos? Alzó despacio el pulgar y lo posó sobre la tecla de rellamada. Pulsó la tecla y se detuvo a escuchar. Al poco rato volvieron a oírse los timbres a lo lejos. Frølich se puso en movimiento siguiendo el sonido. Apresuró el paso, se detuvo de nuevo, contuvo la respiración y se quedó escuchando. Aunque el sonido estaba ahora más próximo, seguía sin verse una alma. Atravesó la rotonda desierta. La voz de un contestador interrumpió la llamada de su propio teléfono informándole con un tono metálico de que en ese momento el abonado no podía atenderlo. Lanzó una rápida mirada a su móvil y pulsó la misma tecla otra vez. En la pantallita apareció el número al que llamaba. De nuevo se oyeron los timbres. Su mirada recayó en los coches aparcados en batería. Los timbres procedían de uno de ellos. El teléfono tenía que estar en el coche que ahora tenía más cerca. Colgó. El silencio le recordó que estaba solo y que acababa de cometer un error. Se imaginó escenas de películas norteamericanas en las que los coches explotaban en cuanto se daba el contacto. Ahuyentó sus fantasías para concentrarse en un hombre desconocido que dejaba el móvil en el asiento del copiloto, salía del coche y se dirigía hacia él. Pero ¿dónde se había metido ahora ese hombre? Por un momento, le cruzó por la mente la idea de llamar a Gunnarstranda. Pero cambió de idea y fue hacia el coche. Ya no sentía el frío; estaba sudando.

Era un Mercedes oscuro con portaesquís. «Un taxi —pensó Frank— al que le han desmontado el letrero de taxi». Se volvió hacia la izquierda y, trazando una amplia curva, rodeó el vehículo, que ya no parecía anónimo y abandonado, sino imponente y peligroso. Se mantuvo a una distancia de unos cinco metros de él. Cuando se acercó hasta el vehículo, vio que la ventanilla lateral estaba rota. Lo que en un principio había creído que era hielo, era la propia ventanilla: un lienzo blanco de cristal astillado. El parabrisas también estaba hecho pedazos. Lo que le habían parecido trozos de hielo en el capó eran en realidad añicos de cristal. Siguió andando unos metros hasta que pudo ver mejor el capó. Encima había algo, pero estaba demasiado oscuro como para distinguir qué era. Se puso en cuclillas para ver mejor. Entonces reconoció lo que era: un pie. Alguien estaba sentado en el asiento del conductor, alguien que había dado una patada al parabrisas y todavía no había retirado el pie. Frølich se incorporó y llamó a la comisaría.