La persona más erudita que conocía el comisario Gunnarstranda era su cuñado. El problema era que, con el paso de los años, cada vez resultaba más difícil hablar con él. En primer lugar, a Gunnarstranda le costaba reunirse con él sin pensar en Edel. En segundo lugar, ninguno de los dos era capaz de mantener una conversación fluida con el otro, porque el malestar que les producía encontrarse era recíproco. Ahora, sin embargo, el policía tenía un buen pretexto. Poco después de la pausa del mediodía, levantó el auricular y marcó su número de teléfono.
Su cuñado le pidió un tiempo para reflexionar. Por alguna razón, parecía estar de buen humor; era casi como si se alegrara de oír su voz. Quedaron en verse después del trabajo.
A las tres y media, el comisario cogió la ropa de baño del armario que estaba junto a la puerta, salió de casa y tomó el tranvía que iba a los baños de Vestkant. En los baños públicos, Gunnarstranda siempre se ponía gorro; sin él, el pelo le quedaba flotando en el agua como si fuera una vela mojada detrás de un bote. Tove Granaas todavía no había hecho ningún comentario sobre su peinado, pero él sabía que tarde o temprano lo haría. El traje de baño lo había comprado hacía quince años en Fuerteventura. Las gafas de natación y la pinza para la nariz las renovaba todos los años.
Gunnarstranda se quedó mirando la superficie turquesa del agua, luego dobló un poco las rodillas y se tiró de cabeza. Deslizándose con las piernas estiradas, disfrutó de la sensación de que el agua estuviera tibia, hasta que su cabeza emergió de nuevo a la superficie con el gorro, la pinza y las gafas de natación. Luego nadó cincuenta largos a braza, concentrado en su propia respiración y en cada vuelta. Cuando lo hubo conseguido, miró la hora para ver el tiempo que había tardado, mientras hacía otro largo tranquilamente de espaldas. Aunque esta vez había tardado dos minutos menos que la última, seguía estando cuatro minutos por debajo de su propio récord. Por último, salió del agua, se duchó y se dirigió a la sauna. Cuando había sitio, siempre se ponía tumbado boca arriba en el banco de la parte alta. Y esta vez había sitio. El aire cálido y seco le ardía en el cuello. Para no quemarse con la madera, desplegó cuidadosamente su toalla. Pero antes saludó con la cabeza a los demás, se agachó para coger un cazo que había en un cubo, en el suelo, y se preparó una infusión. En la sauna había otros cuatro hombres. Un joven de aspecto vulnerable, de unos veinte años, miraba con unos ojos como platos los miembros viriles de los demás. Parecía especialmente interesado por un hombre musculoso de unos cuarenta años —Willy W.—, al que Gunnarstranda había detenido tres veces por lesiones corporales y chantaje. Willy saludó educadamente al comisario y siguió acariciándose distraídamente los músculos y limpiándose el sudor de la frente con una toalla. Los otros dos eran hombres mayores que normalmente iban con un grupo más amplio y solían discutir sobre sus camaradas muertos. Hoy hablaban de un hombre llamado Per, que, en su opinión, creía haber ganado él solo la guerra. También mencionaron a un tal Ronny, del que se burlaban cuando iban al colegio Lakkegata por haberse acostado con su hermana. Luego hablaron de Francis, que había trabajado durante toda su vida en el palacio de gobierno e incluso había reprendido en una ocasión al primer ministro. Gunnarstranda se tumbó en el banco, mientras escuchaba la conversación y esperaba a su cuñado.
Poco después de las siete de la tarde, acudió de nuevo a su oficina. Se había enterado de tres nombres entre los que podía elegir. El primero era un periodista de Trondheim, que había escrito algunos libros de divulgación científica sobre el tema. El segundo era un inteligente lego que sabía extraer nuevos y desconcertantes datos de temas de los que la mayoría suponían que ya habían sido discutidos hasta la saciedad. Pero según el cuñado de Gunnarstranda, el hombre tenía relación con los grupos neonazis. El comisario se decidió por el tercer nombre que llevaba apuntado en el bloc: un catedrático de historia jubilado.
Se sentó junto al escritorio y tomó la taza de café que reclamaba vehementemente su estómago. Abrió con el pie el cajón inferior del escritorio. Con el auricular al oído y el pie apoyado en el cajón, contempló su calcetín negro, en cuyo borde tenía remetida la pernera de unos largos calzones azules, mientras al otro lado de la línea sonaba el teléfono.
—¿Sí? —dijo una voz temblorosa de mujer.
—Mi nombre es Gunnarstranda —dijo el comisario—. Trabajo en la Jefatura de Policía de Oslo. Pregunto por el catedrático Engelschøn.
—Sí… ¡Roar! —llamó tras un breve silencio, y Gunnarstranda notó cómo dejaba el auricular encima de una mesa—. ¡Roar! Te llaman de la policía.
Se hizo un silencio. Gunnarstranda percibió unos pasos cargados sobre un parquet que crujía.
—Engelschøn —dijo una voz áspera.
Gunnarstranda se presentó.
—Encantado —respondió Engelschøn, a la espera.
—He oído que es usted el mayor especialista del país en lo que se refiere a la resistencia durante la época de la ocupación —señaló Gunnarstranda, mirando la vieja foto que tenía sobre el escritorio.
—De ningún modo —dijo Engelschøn—. De ningún modo.
—Estoy intentando localizar a una mujer —prosiguió el comisario.
—Eso es más fácil que lo resuelva la policía, no yo.
—Tiene que ver con la época de la ocupación —le explicó Gunnarstranda—. La mujer es noruega, pero durante la guerra debió de casarse con un señor bastante prominente. Su nombre de soltera es Amalie Bruun, con dos ues. Amalie Bruun.
La casa del catedrático Engelschøn era de esas por las que a los agentes de la propiedad inmobiliaria no les importa gastarse el dinero en un anuncio con foto. Estaba situada en Snarøya. El caballete del tejado, que sobresalía por encima de los árboles, tenía dos chimeneas y se apoyaba sobre una casa de madera alquitranada de los años treinta, con columnas y ventanas de travesaños a la entrada. A Gunnarstranda, la construcción le recordó a Frognerseteren y a las grandes granjas de Gudbrandsdal.
No obstante, la casa se diferenciaba de casi todas las de la comarca. Cerca de ella no había aparcado ningún coche pequeño italiano. Por el jardín no correteaban elegantes galgos, y encima de la puerta de entrada no colgaba ninguna advertencia amenazadora de una compañía de seguros antirrobo. No había ni el más mínimo vestigio de la vulgar cultura del advenedizo, que desfiguraba las pocas casas con carácter que se conservaban en la capital y alrededores. La entrada de coches estaba cubierta de nieve. Sólo habían despejado con la pala un estrecho sendero serpenteante. Este conducía desde la ancha escalera hasta un buzón roñoso sujeto con alambre a un poste viejísimo de la cerca. La escalera no tenía nieve. Apoyadas contra la pared, había una pala para quitar la nieve y una escoba de sorgo. Los tallos secos de una hiedra rodeaban las redondas columnas de madera y esperaban el verano para transformar la entrada en un vergel.
Una mujer mayor, encorvada y con un moño, le abrió la puerta y lo miró a través de los gruesos cristales de sus gafas.
Lo primero que le llamó la atención a Gunnarstranda fue el olor a jabón blando, a lavanda y a bacalao ligeramente salado; un olor que lo remontó a su infancia. Al momento le vinieron a la memoria las fuertes pantorrillas de su madre bajo el delantal, y la imaginó derritiendo manteca en la cocina para guisar algún pescado; también evocó el recuerdo del rincón más silencioso de la casa, entre la chimenea y la librería de su padre, donde había una mesa de comedor de roble pintada de negro. Mientras permanecía allí de pie, sorprendido por el reencuentro con un olor de su infancia, paseó la mirada por el interior de la casa.
Delante de un viejo televisor únicamente había dos sillones de brazos, uno de ellos ocupado por unas labores de punto. Sobre la mesa del salón vio unas gafas de montura ancha y negra. Al lado de las gafas había un cenicero con el sello de una marca de cigarrillos olvidada hacía tiempo: Abdullah. Una pipa curvilínea Bruyere se hallaba apoyada en el borde del cenicero por la parte mordisqueada de la boquilla. De las paredes colgaban fotos familiares en marcos ovalados que rodeaban un bordado con un motivo de la naturaleza noruega: dos alces bebiendo agua de un lago en medio del bosque. Un reloj de pared anunció con un sonido amortiguado que eran las ocho y media cuando apareció el catedrático Engelschøn.
El profesor lo condujo a un despacho en el que cada centímetro cuadrado de la pared estaba cubierto de libros. Un ordenador con pantalla protectora iluminaba el escritorio abarrotado de papeles. Engelschøn tenía el pelo desgreñado y gris y lo llevaba peinado más hacia arriba que hacia abajo. Su cara era pálida y estaba llena de surcos, y su pronunciada barbilla colgaba como una pala excavadora por debajo de su hosca boca. Sentado detrás del escritorio con las gafas en la nariz, se asemejaba a un perro sanguinario vigilando una carretada de huesos y sobras de matanza.
—Esa mujer que usted busca es bastante interesante —gruñó con la voz ronca, y carraspeó—. He encontrado varias fotos de ella. Bruun era su nombre de soltera, sí, Amalie Bruun. Me ha costado trabajo encontrar algo sobre ella, pero usted me ha puesto sobre la pista. Se casó en 1944 con Klaus Fromm, que efectivamente era alemán. Pero no era uno cualquiera. Era juez, y durante la guerra estuvo destinado aquí, en Noruega.
Gunnarstranda soltó un leve silbido.
—El carnet de afiliado al NSDAP y a las SS de Klaus Fromm se remonta al año 1934, cuando tenía veinticuatro años.
Gunnarstranda arrugó la frente mientras echaba la cuenta, y dijo:
—¿Está seguro?
Las gafas se deslizaron por la nariz de Engelschøn, que ahora tenía una mirada fría y despectiva.
—¿Quién dice usted que le ha hablado de mí?
Gunnarstranda hizo un gesto para aplacarlo.
—Lo que dice es un poco sorprendente, pero sobre eso podemos volver más tarde. Ese tío, Fromm, tenía veinticuatro años en 1934, así que ahora tendría noventa… en caso de que siguiera vivo.
—Pues sí, es posible. Eso no he podido averiguarlo. ¿Fuma usted?
Gunnarstranda asintió con la cabeza.
—¡Gracias a Dios! —dijo el catedrático mordiendo la boquilla de una pipa Ronson que había sacado de un cajón del escritorio. Mientras intentaba encender la pipa, siguió hablando por la comisura de la boca—: Klaus Fromm tenía una formación militar y jurídica y, a finales de los años treinta, fue juez del Tribunal del Pueblo, en Berlín. En mayo de 1940 vino a Oslo para ocupar un alto cargo en el denominado SS und Polizeigericht Nord, el Tribunal Policial de las SS en el Norte, un tribunal que en realidad estaba pensado para los alemanes, pero que también condenaba a los miembros de la resistencia noruega.
Engelschøn propagó el olor dulzón del tabaco de pipa por toda la habitación.
—Juez —murmuró Gunnarstranda, pensativo—. ¿A qué grado correspondía eso… en Alemania?
—Era Obersturmbannführer.
Gunnarstranda asintió, se encendió un pitillo liado por él e inhaló ávidamente el humo. La atmósfera que reinaba en la habitación era la más agradable que había disfrutado desde hacía tiempo.
—Obersturmbannführer equivale a teniente coronel —le explicó Engelschøn.
—Un alto cargo, en otras palabras.
—Desde luego.
—Sin embargo, el título de juez es, en cierto modo, civil. ¿Cómo de alto era su rango… en la práctica?
—¿Qué sabe usted de las SS? —le preguntó Engelschøn desde el escritorio.
—Soldados de élite… y recuerdo el asunto de la paranoia de Hitler: la «noche de los cuchillos largos».
Engelschøn hizo un gesto de asentimiento.
—Las SS fueron fundadas como reacción a las SA, que cada vez iban adquiriendo mayor importancia. Fue Röhm el que dirigió las enormes SA en su época de apogeo. Y cuanto más iban creciendo las SA, mayor era el peligro de que la autoridad de Hitler se pusiera en entredicho, como a él mismo le parecía. En 1933 había bajo el mando de Röhm trescientas mil camisas pardas. De ahí que Hitler ordenara matar a un gran número de oficiales de las SA… «la noche de los cuchillos largos», como usted acaba de decir. Después, las SA se vinieron abajo y las SS experimentaron un crecimiento enorme. El nombre Waffen-SS (las SS armadas) no se utilizó hasta marzo de 1940. Entonces se creó también la división policial en la que trabajaba Fromm, y entre otras también la Totenkopfdivision, que se encargaba de vigilar y administrar los campos de concentración.
—¿Y hasta entonces los de las SS no eran policías?
—Oh, sí, claro que lo eran —asintió Engelschøn. Después de rebuscar un poco por la mesa, se levantó, cogió una hoja en blanco de la impresora, que estaba sobre un taburete, debajo de la ventana, y dibujó un pequeño esquema—. Las SS fueron dirigidas por Himmler —explicó—. Himmler fue elegido ministro del Interior en 1936 y, con ese motivo, pasó a encarnar a la policía de las SS. La policía constaba de dos secciones, la Ordnungspolizei y la Sicherheitspolizei. Esta última, la policía de seguridad, a su vez se dividía en dos secciones: la sección criminal, Kripo, y la policía secreta del Estado, la Gestapo. Pero además de las secciones policiales había una tropa especial (la SS Verfügungstruppe), que estaba estrechamente vinculada a Hitler. Quizá haya oído hablar de la guardia personal de Hitler, la Stabwache, que pertenecía a esa tropa. Más tarde, la guardia personal de Hitler recibió el nombre de Leibstandarte SS Adolf Hitler. La diferencia entre la Leibstandarte y el resto de las SS estribaba en que los soldados de aquella le juraban su cargo directamente a Hitler, lo que debilitaba la influencia y el poder de Himmler dentro de las SS en beneficio del Führer.
—¿De modo que Hitler no confiaba en Himmler?
—Digamos que Hitler tenía claro que su propia autoridad podía ser socavada. No en vano fue víctima de varios atentados, como usted sin duda sabrá. En cualquier caso, procuraba que la Verfügungstruppe fuera la piedra angular de todas las divisiones de las Waffen-SS. Pero realmente la reestructuración de 1940 tenía como objetivo principal el rápido crecimiento de la organización. Las Waffen-SS llegaron a constar de un total de treinta y ocho divisiones. ¿Se lo imagina? En fin, eso de la organización siempre se les ha dado bien a los alemanes.
El catedrático Engelschøn volvió a sentarse.
—¿He respondido a su pregunta? —dijo, y él mismo se dio la respuesta—: No. Klaus Fromm tenía el grado de un Obersturmbannführer, pero no trabajaba en campaña.
—Una eminencia gris —sugirió Gunnarstranda, concentrado en que no se le cayera al suelo la ceniza de su cigarrillo, para entonces larguísima.
—Sí. En todo caso, un hombre con poder tanto militar como civil. —El catedrático empujó con la boquilla de la pipa un cenicero por entre el mar de papeles que los separaba. Después cogió la foto que el comisario había encontrado bajo la carpeta del escritorio de Reidar Folke Jespersen y la examinó mientras se golpeaba pensativo las sienes con la boquilla de la pipa—. Pero Amalie… —empezó— Amalie, con apellido de soltera Bruun, se crio aquí en Oslo. Hasta que se casó vivió en Armauer Hansens Gate, 19. Ella y Fromm se casaron el 12 de noviembre de 1944. La boda se celebró en la denominada «Brydevilla», en Kristinelundveien, 22, donde tenía su sede el tribunal de las SS durante la ocupación. Aquí —dijo el catedrático sacando de entre los papeles una hoja de tamaño A4—, una copia de la partida de matrimonio: «Klaus Dietrich Fromm, casado con Amalie Bruun».
—1944… Entonces él tenía treinta y cuatro años… ¿Qué edad tenía ella?
—Amalie nació el 3 de junio de 1921 en la clínica de la maternidad del Rikshospitalet… De modo que cuando se casó tenía veintitrés años.
—Once años más joven que Fromm.
—Sí… Eso antes era bastante corriente…
—Pero en el cato en el que estoy trabajando —dijo Gunnarstranda, intentando hacer un aro de humo sin conseguirlo— hay otro hombre, y tengo motivos para suponer… —empezó, pero miró unos segundos al techo antes de proseguir—: Tengo motivos para suponer que ese hombre mantuvo durante un tiempo una relación con Amalie Bruun, o al menos estaba enamorado de ella… y también tenía veintitrés años en 1944…
—¿Ah, sí?
—De manera que ese hombre tenía la misma edad que ella. Un conocido miembro de la resistencia.
El catedrático lo miró, indignado.
—¿Quién? —ladró.
—Reidar Folke Jespersen.
Engelschøn asintió con la cabeza.
—Pertenecía a los muchachos de Linge, ¿verdad?… No —se apresuró a decir, quitándose la pipa de la boca y mirando pensativo al techo—. Reidar Folke Jespersen… no, no colaboró con Linge, sino que era, ¡eso es!, Folke Jespersen era un saboteador. Incluso uno de los más duros y tristemente célebres. Pero eso quizá ya lo sabe.
Gunnarstranda negó con la cabeza.
—Créame: Reidar Folke Jespersen era un hombre con mucha… con muchísima sangre en las manos.
—Ha sido asesinado recientemente, hace unos días. Estoy trabajando en el caso.
—Sí, he oído hablar del asesinato, pero al principio no lo asocié con… —Al catedrático Engelschøn se le formó de repente un surco de duda en la frente—. ¿Y dice que Folke Jespersen se movía en el círculo de Amalie Bruun? Eso sería…
Gunnarstranda esperó pacientemente a que el profesor encontrara la palabra adecuada.
—Sensacional —dijo por fin el catedrático.
Gunnarstranda levantó los brazos.
—Es posible que Folke Jespersen y ella fueran sólo amigos de la infancia. Al fin y al cabo, Oslo no era una ciudad grande. Pero olvídelo. Me interesa más Amalie.
—Hum. —El catedrático se encogió de hombros y empezó a rebuscar entre el montón de carpetas que tenía delante—. Tengo por aquí una foto del matrimonio —murmuró removiendo papeles. Por fin sacó una fotografía bastante grande—. He aquí una foto que quizá encuentre interesante; fue sacada con motivo de una reunión de distinguido ambiente alemán.
La foto mostraba una sala o un cuarto de estar bastante amplio. Hombres uniformados con mujeres en traje largo. Unos estaban sentados en sillas, otros en sofás y, al fondo, dos personas se apoyaban en la repisa de una chimenea.
—Mucho oropel —dijo Gunnarstranda.
—Sí, claro, hay muchas personalidades de relieve. —El catedrático se levantó y, con la espalda encorvada, rodeó la mesa, se inclinó hacia adelante y señaló la foto con su grueso y tembloroso dedo índice amarillo por la nicotina—. Este de aquí es el general Wilhelm Rediess, el jefe de la policía de Noruega, y este otro el mandamás de las SS, Otto Baum, que venía de visita desde Berlín… por algún motivo importante, supongo. Al final, Baum fue comandante en jefe de la XVI División Acorazada. Fue uno de los oficiales más condecorados de la guerra. Fíjese cuántos galardones tiene… En la foto no se ve muy bien, pero tenía tanto la Cruz de Caballero como la Cruz de Hierro de primera categoría… ¿se lo imagina? Y este de aquí, bueno, a este ya lo conoce…
Gunnarstranda asintió.
—¿Es Terboven?
—En efecto, y está sentado al lado de su amiga… Amalie Bruun.
Gunnarstranda se ajustó las gafas. Aunque la mujer de la foto sólo tenía vuelta parcialmente la cara hacia el fotógrafo, la reconoció por el lunar en la mejilla y por su amplia frente. A juzgar por lo guapa que era, supuso que sería el centro de la reunión y que la cortejarían todos aquellos caballeros de relieve. Gunnarstranda vislumbró cierta propensión al vicio en la mirada que le dirigía al fotógrafo. Tenía la barbilla más afilada y resuelta de lo que había imaginado. No se trataba de una mujer recatada, sino más bien segura de sí misma, y acostumbrada a llamar la atención en las reuniones.
El profesor desplazó su tembloroso dedo índice hacia la derecha.
—Mire a este que va peinado con la raya a un lado, el de labios gruesos…
—¿Y bien?
—Es Fromm, su marido, que a lo mejor acababa de pronunciar unas cuantas sentencias de muerte…
—Se parece al escritor Sigurd Hoel —dijo Gunnarstranda, y agregó—: Con esas gafas redondas…
El profesor Engelschøn frunció unos segundos el ceño.
—No sé… —murmuró con desprecio, y luego mostró a un hombre y a una mujer que aparecían a la derecha de la foto—. Este de aquí, el que está sentado al lado de la rubia, es Müller, el jefe de la propaganda alemana aquí, en Noruega, y este otro, el que se entromete en el coqueteo, es Carlo Otte en persona, el hombre que se encargaba aquí de la administración financiera de los alemanes.
—Auténticos VIP.
—Exacto; todos ellos son peces gordos —dijo el profesor con una sonrisita—. Como verá, no me ha resultado muy complicado encontrar material sobre su amiga Amalie Bruun. Estaba bien relacionada, por así decirlo.
Rodeó el escritorio y volvió a sentarse en su sitio.
—¿Y no tiene idea de por qué motivo se celebró esa reunión?
—No; podría tratarse de una delegación con motivo de la visita de Otto Baum desde Berlín… Todo apunta a ello.
—Pero ¿cómo fue a parar a ese ambiente una chica de veintitrés años?
—No estoy seguro de cuándo es la fotografía, pero sospecho que fue sacada a finales del 43 o a principios del 44. —Engelschøn se rio por lo bajo dando caladas a su pipa—. Una de las razones que me inducen a pensar eso es que conozco la lista de las condecoraciones de Baum. Y en esta foto faltan varias órdenes que recibió en 1944, de manera que… —Engelschøn giró la cabeza— la foto debió de hacerse como mínimo seis meses antes de que se casara con Fromm, a quien probablemente acompañaba en esta reunión. Pero cómo… —Engelschøn se mordió los labios—. Pero por qué las personas se conocen y se casan… eso es como lo de las flores y las abejas. Porque no sé si sabrá que trabajaron juntos…
—¿Trabajaron juntos?
—Ella estaba empleada de secretaria en la administración alemana, y no es nada nuevo que a los compañeros de trabajo los unen las cadenas de Himeneo…
Gunnarstranda observó la foto: alemanes con charreteras y cara de seguridad en sí mismos. Examinó a Fromm. Había algo que lo desconcertaba en aquel hombre. Volvió a mirarlo más de cerca. Era la misma sensación que cuando uno intenta acordarse de un nombre que ha olvidado. Había algo en ese personaje que atraía su mirada. Pero no caía en la cuenta de lo que podía ser. Era una sensación desagradable. Por eso se concentró en Amalie Bruun e intentó imaginarla cuando ya hubiera terminado la parte formal de la velada y la orquesta hubiera empezado a tocar para el baile.
—¿Era ella una nazi declarada? —preguntó.
—La verdad es que no tengo ni idea. Pero nada indica que fuera miembro del partido nacionalsocialista, si se refiere a eso.
Gunnarstranda siguió examinando la foto. Su mirada volvía una y otra vez a Fromm.
—Antes de trabajar para los alemanes, ella había trabajado en el Aftenposten.
—¿En el Aftenposten? —exclamó el policía.
—Sí, ¿por qué?
A Gunnarstranda le temblaron los labios.
—¿Cuándo trabajó allí?
Engelschøn se encogió de hombros.
—Hasta el año 40 o 41. Trabajaba en lo que había estudiado… con muy buenas notas, por cierto. La dama se tituló en correspondencia mercantil alemana… y poco después empezó a trabajar de oficinista en el Ministerio de Justicia, pero luego lo dejó y fue contratada por la administración alemana. Pero es imposible saber por qué; yo apostaría a que sus conocimientos de alemán desempeñaron un papel importante. —Miró otra vez la foto—. Desde luego, tiene un aspecto muy presentable, lo cual también influiría.
—¿Trabajó como periodista en el Aftenposten?
—No, no. Tenía una formación administrativa. Por aquel entonces, las periodistas eran una rareza. Supongo que estaría colocada en las oficinas.
Gunnarstranda le devolvió la foto y pensó en silencio en la siguiente pregunta:
—¿Qué pasó con toda esta gente después de la guerra?
—Muy buena pregunta… Les pasó lo mismo que a tantos otros alemanes. Por lo que sé, unos fueron arrestados, otros volvieron a casa, algunos de ellos se hicieron abogados… en Alemania. Müller, el jefe de la propaganda, se hizo empresario. En cuanto a Fromm, no tengo ni idea de qué fue de él. Pero todos los jueces que habían trabajado en la «Brydevilla» fueron detenidos y llevados ante el tribunal aquí, en Noruega. Pero, claro, el tribunal supremo decidió que las SS y el Polizeigericht Nord debían ser considerados como un tribunal de guerra, exactamente igual que los tribunales de la Wehrmacht; de este modo, los jueces no podían ser condenados, puesto que sólo habían cumplido con su deber, por así decirlo. Por otra parte…
El profesor se rascó la cabeza.
—¿Sí?
—Hubo una cosa que sí se intentó atribuirles a esos jueces. Usted probablemente sea demasiado joven como para acordarse de la guerra, pero yo no lo soy. En febrero de 1945, es decir, tan sólo tres meses antes de la capitulación alemana, fueron fusilados rehenes noruegos como represalia…
—¿Y por qué?
—En realidad, fusilaron a bastantes rehenes, pero esta vez los miembros de la resistencia habían liquidado a un nazi noruego, el general de división Marthinsen en persona, jefe de la policía de seguridad del nacionalsocialismo. Y a raíz de eso fueron fusilados numerosos rehenes noruegos…
Engelschøn, pensativo, clavó la vista en el suelo y murmuró:
—Uno de ellos, por cierto, era el hermano de un compañero mío de clase. Yo iba al colegio Ila, y ese fue el peor día que pasé en la escuela durante la guerra. Todos sabían, todos los alumnos y todos los profesores sabían que habían sacado de casa al hermano de Jonas y lo habían fusilado. Pero a Jonas no se le escapó ni una palabra. Permaneció sentado en silencio mirando las musarañas. Ninguno de nosotros dijo nada… —Engelschøn se sacudió como si quisiera liberarse del mal recuerdo—. Pues sí —suspiró—. El final de la historia fue que esos juicios sumarísimos supuestamente no habían violado el derecho internacional público.
—¿Fueron absueltos todos los jueces?
—Sí, pero esa cuestión juridico-internacional no se resolvió hasta 1948. Es posible que Fromm estuviera hasta entonces bajo arresto. —El profesor se dirigió hacia su desordenado sitio de trabajo, se sentó al lado del ordenador y tecleó algo—. Esto va a ser más difícil de averiguar… cuánto tiempo estuvo el hombre arrestado —dijo, y giró con la silla.
—¿Y Amalie?
—Ni idea.
—¿Ha desaparecido?
—Pues… lo dudo. Si hubiera desaparecido, habría habido una investigación policial, y eso estaría registrado en las fuentes que yo utilizo.
—¿No tiene nada más acerca de ella?
—No.
—¿Y los procesos de alta traición? ¡Ella había trabajado para los alemanes!
—Después de la guerra fueron castigados los miembros del nacionalsocialismo, no los que habían trabajado para los alemanes.
—En su opinión, ¿qué pasó entonces?
Engelschøn se encogió de hombros.
—Algunas esposas de alemanes fueron deportadas a Alemania. O tal vez se quedara en Hovedoya… en el campo de concentración para mujeres.
—¿En la cárcel?
—Desde una perspectiva formal, los campos de concentración para mujeres no eran cárceles, sino instituciones para las denominadas Deutschenliebchen, las queridas de los alemanes, creadas para la seguridad de las mujeres. Pero el caso de Fromm tuvo que ser juzgado con arreglo a criterios del derecho internacional público, lo que complica un poco el asunto. O bien fue deportada a Alemania o se quedó aquí. He de confesar que no puedo decir nada seguro al respecto.
—Pero Fromm, su marido… ¿no tiene idea de qué fue de él?
—Fue absuelto. —Engelschøn meneó la cabeza—. ¿Qué habrá sido de él? Tal vez se pueda averiguar, pero…
—Inténtelo —pidió Gunnarstranda, y cogió la foto de grupo de la reunión en la villa alemana. Otra vez miró sin querer a Fromm—. ¿Podría prestarme esta foto?