Two-step

Esa noche, Frølich soñó con Line, pese a que hacía como mínimo quince años que no la veía. En el sueño estaban en la cabaña de vacaciones de ella; delante de la ventana trinaban los pájaros. Tumbado de lado en la cama, notaba cómo el sol le calentaba los pies. Un dulce aroma a verano se filtraba por la ventana entornada. Line se había dado la vuelta. Él contemplaba sus marcados músculos abdominales. El sol dibujaba la acusada sombra del travesaño de la ventana sobre la cama. Line tenía el pelo desparramado por los almohadones. El zarcillo de una hiedra recorría el suelo hasta rozar un ovillo de ropa interior. Y de repente, ya no estaba en la cabaña, sino en un bosquecillo otoñal. Corría un viento fresco. Se pusieron a contemplar el estanque. Al otro lado, las hojas de los abedules se habían tornado amarillas con un toque naranja, y se reflejaban tan nítidamente en las aguas negras, que esa imagen invertida parecía más clara que la realidad. Pero ahora ya no estaba con Line, sino con Eva-Britt. Ella lo miró con un rizo de pelo en la comisura de la boca y le lanzó un puñado de hojas secas de abedul. En lugar de caer al suelo, las hojas fueron atrapadas por una ráfaga de viento y lanzadas al aire en forma de remolino; luego se fueron volviendo cada vez más pequeñas, hasta que finalmente desaparecieron en el cielo como una lluvia de polvo fino. Él le dio la espalda y descubrió una estantería de libros. No era capaz de leer los títulos de los lomos porque la librería estaba demasiado lejos. A cambio, su mirada recayó sobre una moto, una Harley Davidson Fat Boy que era conducida por una mujer de pelo oscuro con los pechos desnudos. Tenía sus largas piernas embutidas en unos vaqueros ajustados. Era Gøril.

Frølich se despertó y comprobó que estaba en casa, en su cama. Ni Line, ni Eva-Britt. Tan sólo su propia ropa amontonada en el suelo. De la puerta del armario colgaba un viejo cartel de una Harley Davidson Fat Boy… sin Gøril.

Finalmente, sacó los pies de la cama y contempló su miserable aspecto en el espejo. «Menos mal que nadie me molesta por las mañanas», se dijo.

Al cabo de una hora, abrió la puerta de su casa y salió a la calle. Ya no hacía tanto frío, estaban en torno a cero grados; por la noche había nevado. Las máquinas quitanieves habían envuelto los coches aparcados en un manto de nieve a medio derretir. El ruido acompasado de las palas para quitar la nieve revelaba que más de un oficinista testarudo estaba empeñado en ir al trabajo en coche. Los motores sonaban amortiguados, como si el aire fuera de algodón; todos los ruidos tenían que abrirse paso a través de la gruesa capa de nieve caída. Frank deseó que fuera verano; deseó despertarse una mañana soleada con los pies calentados por los rayos del sol.

Entró en el bar del Continental y buscó sitio en un tresillo de piel que había al fondo del local. En general, los clientes eran señores alojados en los pisos de arriba que se habían quitado sus inevitables abrigos de Hugo Boss. Pero también apareció alguna que otra madre pintarrajeada llevando a remolque a sus hijas adolescentes de grandes pechos que con, una mirada de corza ensayada, buscaban a los hombres de aspecto más adinerado. Frank Frølich pidió café, que le llevaron en una jarrita. Al poco rato llegó desde el vestíbulo del hotel un hombre de aspecto atlético que llevaba un abrigo rojo. Una de las mujeres de detrás de la barra señaló a Frølich, que se levantó y le tendió al hombre la mano para saludarlo. Hermann Kirkenær tenía el pelo corto y rizado, y en su cabeza se veían ya algunos claros. Iba sin afeitar y llevaba un aro en la oreja izquierda. En cuanto se sentó, la mujer que había señalado al policía le sirvió una coca-cola.

Kirkenær le contó que su mujer y él vivían en Tønsberg, pero que cuando tenían varias citas en la ciudad, como ese día, se alojaban en el Continental.

—¿Piensan mudarse a Oslo?

—Sí —respondió Kirkenær, apartando la vista de Frølich.

Una mujer alta con el pelo largo y la mirada atenta esperaba de pie junto al policía.

—Iselin —dijo Kirkenær—, te presento a Frank Frølich.

La mujer tenía una mano delgada y cálida de dedos largos. Llevaba una chaqueta corta y una falda que le llegaba por encima de la rodilla.

Iselin Varas se sentó en el sofá junto a Kirkenær. Un horrible herpes en el labio inferior afeaba su ancha boca. Frølich bajó la vista cuando ella lo miró fijamente a los ojos.

—Frølich está investigando el caso de asesinato de Reidar Folke Jespersen —explicó su marido.

—Qué salvajada —exclamó ella, compasiva.

—La primera reacción de Iselin es siempre sincera —dijo Kirkenær con una ironía mal disimulada, antes de volverse hacia su mujer y añadir en un tono entre sarcástico y arrogante—: Ese es un rasgo muy elogiable de tu carácter, pero lo que en realidad quiere saber la policía es si antes de la reunión en casa de Arvid el viernes, 13 de enero, habíamos tenido contacto con Reidar Folke Jespersen.

Iselin Varas se pasó cuidadosamente un protector labial por el herpes.

—Habíamos mantenido una conversación muy breve con él —dijo—. Tú ya conocías a Reidar, ¿no? Yo no lo había visto nunca hasta ese día.

—Al final resultó que entramos en contacto con Arvid, su hermano —explicó Kirkenær—. Habíamos escrito a muchos… me refiero a muchos negocios. Al principio nos dirigimos a Reidar. Pero fue Arvid el que se puso en contacto con nosotros, el que reaccionó ante la carta, por así decirlo.

«Si la carta iba dirigida a Reidar, los hermanos debieron de hablar entre sí», dedujo Frølich en silencio, y se reclinó en el respaldo mientras la camarera se acercaba a la mesa con una botella de agua y le servía a Iselin Varas. Esta siguió con la mirada cómo burbujeaba el agua en el vaso y dijo:

—Oficialmente, el propietario era Reidar Folke Jespersen.

Cuando se fue la camarera, la mujer de Kirkenær alzó su vaso para brindar con Frølich, que levantó cortésmente su taza de café.

—En realidad, los tres estaban de acuerdo. Arvid incluso llegó a decir que Reidar estaba muy satisfecho con nuestros informes —dijo ella, dejando el vaso sobre la mesa.

Luego se recogió el pelo con las dos manos y se hizo rápidamente una cola de caballo.

—Y todavía no han dicho que no —continuó Kirkenær—. Así que a lo mejor…

—Hermann —lo interrumpió ella maternalmente.

—¿Qué?

—El hombre está muerto, Hermann —señaló ella, dirigiéndole una mirada reprobatoria, antes de aplicarse otra vez el protector labial en el herpes.

Al hombre no le gustó que su mujer lo interrumpiera.

Iselin siguió hablando sin inmutarse:

—Dejaremos que sean ellos quienes vuelvan a entablar contacto con nosotros. Que Reidar Folke Jespersen tuviera algo en contra de la venta es nuevo para nosotros. Creíamos que los tres estaban de acuerdo, pero en la situación actual…

—Sólo faltaba la firma del contrato —la interrumpió Kirkenær con una mirada furiosa.

—Así que, cuando se reunieron con los hermanos, ¿no notaron ninguna discrepancia entre ellos? —quiso saber Frølich.

Ambos negaron con la cabeza.

—Estoy completamente segura —dijo ella haciendo rodar la barra de labios entre los dedos—. Y mientras estábamos allí, él no dijo nada. —Sonrió y le dirigió una mirada de complicidad a su marido, como si los uniera una extraña experiencia en común—. Arvid fue el único que habló.

—El viejo Arvid está enamorado de Iselin —dijo jovialmente Kirkenær, y con una entonación especial, para que también ella captara su comentario, añadió—: Estoy casado con una mujer que se siente a gusto en compañía de señores mayores.

—No hay nada de malo en que una mujer se sienta atractiva —dijo ella tocándose con cuidado el herpes con el dedo índice.

—Siempre y cuando no se insinúe… —replicó él.

Frølich se sintió incómodo, e hizo como que observaba las pinturas de las paredes. De repente se acordó de Eva-Britt y de cómo a veces se enfadaba con ella. Sólo de pensar en los límites que podía alcanzar esa mala leche en presencia de otros le brotó sudor de la frente.

—Hermann puede llegar a ser simpatiquísimo, según me han contado —dijo ella, esforzándose por no perder el control.

Y a continuación se hizo un violento silencio. Iselin Varas se concentró en su vaso de agua mineral.

—Así que ustedes van a comerciar con antigüedades —dijo Frølich para romper el hielo.

Hermann Kirkenær no respondió.

Ella alzó la vista y asintió lentamente con la cabeza.

—¿Y por qué precisamente esa tienda?

Iselin Varas carraspeó.

—Tiene que ver con el ramo.

—Muchos negocios son poco serios —añadió Kirkenær.

—Entonces resulta difícil empezar desde cero —dijo ella, que parecía nerviosa por su herpes: ya era la tercera vez que desenroscaba el tapón del protector labial—. Por eso estamos buscando un negocio establecido en el mejor barrio de la ciudad. Al fin y al cabo, uno compra también el renombre.

—¿Han tanteado otras tiendas?

Kirkenær asintió con la cabeza.

—¿Y qué renombre compran de los hermanos Jespersen?

Los dos se miraron.

—Responde tú —dijo ella.

Él se encogió de hombros.

—Venden cosas muy bonitas.

—Buen gusto —agregó ella—. Tienen muy buen gusto.

Frølich alzó la taza de café. Como estaba vacía, volvió a dejarla sobre la mesa.

—¿Por qué correr el riesgo? —quiso saber French.

Los dos lo miraron sin comprender.

—¿A qué se dedicaban antes? —preguntó el policía.

—Yo era profesora de lenguas y de historia del arte —dijo ella—. Ahora te toca a ti —indicó, sonriéndole a su marido.

—Adivínelo —le dijo este a Frølich, que se limitó a encogerse de hombros—. A la industria automovilística —añadió.

—Digamos más bien que era vendedor de coches —lo corrigió ella con una ligera ironía en la voz—. Hermann está convencido de que la venta como tal es un arte, no lo que se vende. Ese punto de vista le permite no tener que llamarse a sí mismo vendedor de coches.

—Ella es, por así decirlo, del gremio —añadió él—. Como historiadora del arte…

—¿Qué clase de coches? —preguntó Frølich.

—Coches caros. Mercedes, BMW, los más caros y los más grandes.

—Vale —asintió Frølich, que para entonces ya estaba un poco asqueado de los otros dos—. Me gustaría saber una cosa: ¿a qué se debió la reunión en casa de Arvid?

Los dos intercambiaron una mirada.

—Contesta tú —dijo Kirkenær.

—Queríamos dejar el contrato apalabrado —respondió la mujer—. Habíamos quedado en que los tres nos conocieran y escucharan nuestras ideas, para así convencerse.

—¿De manera que en la reunión no hablaron del precio?

—No —dijo Kirkenær—. El precio ya había sido estipulado.

—Eso significa que Reidar ya estaba informado de los planes de venta y que conocía su oferta.

Ambos asintieron.

—La reunión no pilló por sorpresa a ninguno de ellos —aseguró Kirkenær—. No recuerdo haber notado una actitud negativa en ninguno de los tres.

—¿No pusieron ninguna condición nueva que llevara a Reidar Folke Jespersen a cambiar de parecer?

—No, ninguna —dijo Hermann Kirkenær.

—¿Es posible que los dos hermanos le ocultaran algo a Reidar?

Los dos se miraron. Iselin Varas levantó lentamente los hombros. Kirkenær respondió:

—Es posible, pero a mí… —lanzó una mirada a la mujer, que asintió— a nosotros no nos dio la impresión de que algo le resultara desconocido en esa reunión, ni de que estuviera sorprendido por nada.

—Si pensaba reventar el contrato, tendría que haberlo pensado antes de presentarse allí —añadió Iselin.

—¿Entraron después en contacto con alguno de los hermanos?

—Hablamos con Arvid —dijo ella, que seguía tocándose el herpes con el dedo índice.

—¿Cuándo?

—Lo llamamos esa misma tarde; nos dijo que dejáramos reposar el asunto un par de días y que luego todo se arreglaría.

—¿De modo que no les dijo que Reidar Folke Jespersen quería evitar a toda costa la venta?

—No.

—¿Recuerda sus palabras exactas?

Iselin Varas se aclaró la voz.

—Dijo literalmente: «Creo que deberíamos dejar reposar el asunto uno o dos días; luego todo saldrá según lo acordado».

—¿Cómo reaccionaron ustedes?

Ella se encogió de hombros.

—Yo me quedé un poco… ¿cómo le diría?… Un poco mosqueada. Así que le pregunté si pasaba algo. Entonces Arvid me dijo que había surgido una pequeña complicación, pero que ese mismo día la resolvería.

Frølich se la quedó mirando.

—¿Una complicación que resolvería ese mismo día?

—Eso dijo.

—¿Y cuándo fue eso?

—El mismo día de la reunión, hacia las cuatro de la tarde.

—¿Y desde entonces? ¿Han hablado entre sí desde entonces?

—Nos llamó al día siguiente, antes de que supiéramos nada del asesinato. A media mañana. Nos contó que su hermano Reidar estaba muerto y que tenían que resolver una serie de trámites jurídicos antes de llevar a término la venta. Y preguntó si nos importaba esperar hasta entonces.

Los dos miraron a Frølich.

—¿Y pueden? —preguntó este.

—¿Que si podemos qué? —dijo Kirkenær, desorientado.

—¿Pueden esperar hasta entonces?

Ambos intercambiaron una mirada y sonrieron.

—Eso estamos haciendo —dijo ella—. Esperar.

—¿Y cuánto tiempo piensan esperar?

Se miraron largo rato el uno al otro, hasta que finalmente Iselin se dirigió a Frølich con cara de resignación:

—Sobre eso mismo estamos discutiendo ahora —dijo—. Pero no creo que tarden mucho en llamarnos.