Frente al cajero automático de Correos, en Egertorget, había una mujer. Frank Frølich se puso detrás de ella y se entretuvo observando al joven que tocaba la guitarra y cantaba ante la entrada del tranvía. A menudo se había preguntado cómo aguantarían las temperaturas bajo cero unos instrumentos tan sensibles, por no hablar de las puntas de los dedos del guitarrista. Este llevaba, unos mitones; se lo veía muerto de frío, dando vueltas alrededor de un cochecito de bebé con un altavoz encima, mientras cantaba para un público más bien escaso: dos drogadictos, que se agarraban convulsivamente a la barandilla, y el gorila del bar Tre Brødre.
La mujer del cajero automático terminó y se volvió bruscamente.
—¡Ay! —exclamó con un gesto de dolor.
Se llevó una mano a la espalda y dejó caer una bolsa de plástico. Frølich la cogió al vuelo.
La mujer en cuestión era Gøril, que se encogió y le dio la risa.
—¿Qué te pasa? —preguntó él.
—Mi espalda —dijo ella, buscando aire—. Tengo unos dolores terribles de espalda. Como estabas tan pegadito a mí, me he asustado.
—Vaya.
Permanecieron unos segundos mirándose el uno al otro. Ella llevaba una gruesa chaqueta de punto y unos vaqueros raídos. Con los dedos encogidos, metió las manos en las mangas de la chaqueta. Frølich notó el frío en ese mismo momento.
—Gracias por la lista —dijo.
Fue lo único que se le ocurrió.
—¿La lista? —preguntó ella sin comprender.
—Las cosas que has registrado en la tienda de antigüedades —explicó él sonriendo con timidez.
—No tiene importancia —respondió ella con una sonrisa.
Frank oyó que el músico callejero estaba cantando Streets of London. Tenía una voz agradable. Un hombre con las mejillas rojas, que llevaba un abrigo y un gorro de lana, se acercó y le preguntó ariscamente a Frølich si estaba en la cola del cajero automático.
El policía lo dejó pasar.
—Hace frío —le dijo a Gøril, y dejó la bolsa de plástico en el suelo. Como dentro de la bolsa había una botella que amenazaba con salirse, la apoyó en su pierna—. ¿Quieres que vayamos a algún sitio a sentarnos?
Ella giró lentamente la cabeza hacia un reloj que había encima del Mama Rosa.
A Frølich le hubiera gustado morderse la lengua, de modo que intentó disimular su osadía añadiendo:
—A lo mejor tienes prisa…
Ella dudó un momento.
—En realidad, quería hacer una visita al hospital.
No dijo a quién iba a visitar, y a él tampoco se le ocurrió preguntárselo.
—¿En otra ocasión, quizá?
—Muy bien —dijo ella tiritando ligeramente—. Otro día.
—¿Cuándo?
—¿Qué tal si tomamos una cerveza cualquier día, después del trabajo?
Él asintió. Ese vago «cualquier día» resultaba un poco desalentador, porque no implicaba ningún compromiso. Por otra parte, a él tampoco se le ocurrió proponerle algo más concreto.
Bajaron por Akersgata pasando por las redacciones del Aftenposten y del Dagbladet. Él llevaba la bolsa de ella. Caminaban despacio.
—Lo peor es cuando me da la tos —dijo ella—. Reír, en cambio, no me molesta… en la espalda, quiero decir.
Procuraron acelerar el paso y recorrer los últimos metros a la carrera para coger el autobús, que en ese momento giraba por Apotekergata.
—Ten cuidado —dijo él al verla cojear un poco.
Gøril se rio de sí misma.
Cuando la mujer subió al estribo del autobús, Frølich cayó en la cuenta de que no habían quedado en ningún sitio ni a ninguna hora concreta.
—¿Dónde? —le gritó.
La puerta se cerró con un ruido sordo. Cuando se miraron a través de la ventanilla del autobús, a ella le entró la risa.
Por gestos, le respondió señalándose a sí misma y haciendo como que se llevaba un teléfono al oído.
—¿Yo? —gritó Frølich—. ¿Que te llame yo?
Pero su pregunta quedó en el aire, porque el autobús ya se había ido.