La mujer de rojo

Gunnarstranda recorrió el centro, y se detuvo a contemplar cómo patinaban los niños al ritmo de una música disco en la superficie helada de la fuente de Spikersuppa. A la intensa luz blanca de los focos, aquello se asemejaba a los decorados de una película. El polvo de la nieve que levantaban los patines parecía azúcar glas. Dos muchachas rubias de unos veinte años hacían piruetas inestables sobre el hielo y reían por estar expuestas a la luz de los focos, como en el teatro.

Gunnarstranda recorrió Lille Grensen, dobló por Akersgata y atravesó el barrio gubernamental en dirección al café Justisen, donde se tomó su tiempo para saborear una taza de café, leer dos periódicos sensacionalistas y, de paso, enterarse de lo que decían otros clientes. Un vagabundo que sin duda se había vestido y arreglado en el ejército de salvación se sentó sin hacer ruido a la mesa que estaba junto a la ventana. La camarera le llevó cerveza y huevos fritos con patatas.

—¿Te has lavado las manos, Roger? —le preguntó en tono maternal.

—Estoy más limpio que un testigo de Jehová de Filadelfia —gimió Roger, abalanzándose ansiosamente sobre la comida y la caña.

Gunnarstranda se quedó pensando en esa frase cuando salió del local dando un portazo. A continuación, bajó por Storgata para coger allí un tranvía que lo llevara a casa de Gro Hege Wyller; ya era de noche entonces.

Cuando oyó el nombre de Gunnarstranda por el telefonillo, ella tardó un poco en abrirle. Finalmente, sonó un zumbido en la cerradura de la puerta del portal. Al subir por la escalera, Gunnarstranda tropezó sin querer con la barandilla y sonó un ruido metálico.

Ella no pareció sorprendida al verlo.

—Imaginaba que volvería —dijo cuando le abrió la puerta.

Gunnarstranda pasó por su lado y entró en un apartamento que parecía pertenecer a una mujer joven con escasos recursos económicos. El piso, en otro tiempo espacioso, había sido dividido en pequeños apartamentos. La parte que ocupaba Gro Hege Wyller podía haber sido antes el cuarto de la criada o una despensa. La habitación apenas tendría treinta metros cuadrados, pero el techo era muy alto. Debajo de una cama elevada había un sofá y una butaca cubierta con unos cuantos paños gruesos de color lila. Arriba se veían cojines y la punta de una sábana. Del radiador que había debajo de la ventana colgaban tres bragas y un calcetín negro, puestos a secar.

Ella se quedó junto a la puerta observándolo. Llevaba unos vaqueros muy ajustados y con un talle tan bajo que le dejaba peligrosamente al descubierto el ombligo, adornado con una perla engastada en plata.

El comisario Gunnarstranda se sentó sin rodeos en la butaca. Sobre la mesa había un televisor de diez pulgadas con la antena desplegada.

—¿Cuándo vio usted por última vez a Reidar Folke Jespersen? —preguntó a la ligera.

—La víspera de su muerte —respondió ella.

—¿El jueves o el viernes?

—El viernes, día 13 de enero.

Se miraron. Como ella le sostuvo la mirada, Gunnarstranda renunció a hacer un comentario sobre esta nueva declaración.

—¿Por qué razón se vieron?

—Por trabajo.

—¿Había trabajado antes para él?

—Sí.

—¿Un trabajo de oficina?

—No.

Gunnarstranda esperó.

—Me hacía algún encargo aproximadamente una vez al mes. Por regla general, quedábamos un día fijo —continuó ella, sentándose en el sofá que había debajo de la cama alta—. En Ensjø… en Bertrand Narvesens Vei.

Gro Hege Wyller dobló una pierna encima del sofá y se sentó sobre su pie.

—Estuvo tomando jerez —afirmó Gunnarstranda.

—Sí, tomé un jerez y escuché a Schubert.

—¿Y eso es un trabajo?

—Dos mil coronas. Por una interpretación de una hora. —Hizo con la mano un gesto de indolencia y puso los ojos en blanco antes de añadir—: Como verá, necesitaba el dinero.

—¿Se prostituía?

Ella suspiró y negó lentamente con la cabeza para demostrarle lo tonta que le parecía la pregunta.

—No —dijo—. Nunca me he prostituido. Jamás se me ocurriría hacerlo.

—¿Striptease?

Ella sonrió con desdén y negó con la cabeza.

—¿Tan barata le parezco?

El comisario se encogió de hombros.

—Bien. ¿Qué hacía, entonces?

—Soy actriz, actúo en el teatro. —Sonrió al ver la cara que ponía el comisario—. Folke me pagaba para que actuara en un espectáculo creado y escenificado por él mismo. Folke no me ha tocado nunca. Jamás.

—¿Por qué lo llama Folke? —preguntó Gunnarstranda.

—Ni idea. Reidar no me gusta, suena raro.

—¿Y desde cuándo lleva haciendo eso?

—¿El qué?

—Esa historia del teatro.

—Desde hace año y medio.

—¿Qué clase de hombre era Folke Jespersen? —preguntó Gunnarstranda inesperadamente.

La mujer reflexionó.

—Un tío honrado y respetable —respondió finalmente—. Era mayor, impotente; de eso hablaba con frecuencia. A base de desempeñar siempre el mismo papel, llegamos a congeniar mucho. Pero él no se me quería acercar físicamente.

—¿Y usted?

—No lo sé —respondió ella inclinándose hacia adelante con las manos cruzadas, muy concentrada—. Pero yo diría que lo que sentíamos el uno por el otro… era una especie de amor —dijo mirando a un punto lejano—. Un amor melancólico cuyo ritual repetíamos regularmente en esa habitación diminuta, en esa pequeña oficina, durante una o dos horas… cada varias semanas.

Gunnarstranda esperó. Ella todavía no había terminado.

—Sabía… muchas cosas, tenía ingenio, era misterioso y… —Se quedó sumida en sus pensamientos.

—¿Y? —preguntó el comisario.

—Estaba fascinado conmigo. Eso era muy importante: yo lo fascinaba.

El silencio se instaló entre ambos.

—Era correcto —dijo ella después—. Vestía siempre con elegancia. Olía a café y a cigarrillos y… a un desodorante muy particular… —Por un momento, sus labios temblaron de emoción.

—¿Cómo es que se reunieron precisamente ese día?

—No sé.

—¿Por qué precisamente ese día? —repitió él despacio.

—No lo sé. En realidad, no estaba planeado.

—¿A qué se refiere? —A Gunnarstranda le falló la voz al inclinarse de repente hacia adelante.

—A que no pensábamos vernos ese día… Tranquilícese; está fuera de sus casillas.

—¿Quiere decir que no habían quedado previamente en verse?

—No. Me llamó por teléfono.

—¿Cuándo?

—Aproximadamente entre las dos y las dos y media. Me preguntó si podríamos adelantar la cita. En realidad teníamos previsto encontrarnos el día 23.

—¿Ocurría con frecuencia que la llamara para cambiar las fechas?

Ella negó con la cabeza.

—Jamás.

Gunnarstranda se reclinó de nuevo en el asiento. Le temblaban las manos.

—A lo largo de año y medio, ¿no adelantó nunca una cita, no cambió nunca una fecha?

—Nunca.

—¿Y ese día alegó algún motivo?

—No.

Gunnarstranda esperó.

—No se lo pregunté.

—¿Por qué no?

—Porque me alegré de que me pidiera que fuera.

Gunnarstranda la miró con escepticismo.

—Pero ¿qué clase de obra teatral representaban?

—Yo hacía el papel de mujer, y tenía dos réplicas.

—¿Y para las dos réplicas necesitaba una hora?

—Era teatro… improvisación. Yo tenía dos réplicas fijas. Dos cosas que tenía que decir siempre, independientemente de cómo se desarrollaran las conversaciones, porque eran conversaciones distintas, aunque con el mismo marco, con el mismo punto de partida, una pieza teatral que se repetía continuamente, pero que cada vez tenía un final diferente. Las dos réplicas eran dos puntos fijos dentro de una mayor representación natural. Pero las dos réplicas eran tan importantes que me veía obligada a demostrar mi talento interpretativo. —Asintió al ver que el comisario no decía nada—. Sí, tenía que demostrar mis dotes interpretativas… Creerá que hablo en broma. Pero la cosa iba muy en serio.

—¿Entonces era una tontería que su padre conociera a Folke Jespersen?

—No era una tontería. Era mentira.

—Bien. ¿Y qué clase de réplicas eran esas?

Ella se recostó.

—La escena era siempre la misma. Él dejaba la mesa puesta con un paño blanco y dos copas de jerez. En la repisa de la ventana tenía un radiocasete que sonaba fatal…

Gunnarstranda, impaciente, le hizo un gesto para que continuara.

—… Él está sentado ahí —señaló una silla que había junto a su escritorio, se levantó, atravesó la habitación y se situó de espaldas a la pared de la puerta—. Yo llamo a la puerta —dijo golpeando suavemente la puerta que tenía tras ella—. Entro… y empezamos cualquier conversación. Yo llevo un vestido rojo, que se lo puedo enseñar, y una peluca morena.

—¿Una peluca?

—Sí, una peluca. Una peluca negra que me llega hasta los hombros.

—¿Algo más?

—Un lunar pintado. —Señaló un punto de su mejilla izquierda—. Un lunar pintado aquí…

El comisario soltó un silbido.

—Un lunar en la mejilla —repitió.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Y la réplica? —preguntó él con impaciencia, y la siguió con la mirada cuando ella se desplomó de nuevo en el sofá.

La mujer cerró los ojos como si le costara gran esfuerzo hablar.

—Cuando lo esencial se ha reducido a recuerdos, entonces estos suelen ser fragmentos de la parte buena de los acontecimientos. Es lo bueno lo que sobrevive y lo que convierte la memoria en tu principal atributo… la facultad de recordar, no sólo para reencontrarte a ti mismo y a tu alma, sino también para aferrarte a ti mismo y a tu alma —dijo sonriendo con tristeza.

—¿Y eso tenía que decirlo cada vez?

Ella asintió.

—En algún momento a lo largo de esa hora, yo decía esas palabras. A menudo, las repartía: una frase ahora, otra más tarde, cuando encajaba. Era un juego. Él esperaba la continuación, me ponía obstáculos en el camino y desviaba la conversación por derroteros que dificultaban la conclusión. Era teatro-intenso, fatigoso… pero teatro.

El comisario abrió una página en blanco de su cuaderno de notas y se lo dio junto con un lápiz.

—Anótelo —le pidió.

Ella cogió el cuaderno y el lápiz y escribió. Era zurda, y sostenía el lápiz con cierta torpeza.

—¿Y qué más? —preguntó el comisario cuando ella hubo terminado.

La mujer se encogió de hombros.

—Yo me encargaba de muchas cosas: iniciaba la conversación al entrar, le contaba de qué humor estaba, cuál era mi estado de ánimo… A veces me quedaba un poco paralizada. Pero todo tenía lugar siempre dentro del mismo marco, el jerez, Schubert… —Se interrumpió.

—¿Schubert?

—Sí, siempre sonaba la octava sinfonía de Schubert… la inacabada.

—¿En torno a qué giró la conversación ese día?

—En torno al perdón.

—¿Sí? —dij o Gunnarstranda impaciente.

—Hablamos del perdón, charlamos acerca del perdón como fenómeno.

—¿Mencionaron algunos nombres?

—Ninguno.

—¿Hablaron de acontecimientos concretos?

—Por su parte, no, si se refiere a eso.

—¿Quería entonces que usted lo perdonara?

Ella asintió con la cabeza.

—¿Qué tenía que perdonarle?

—No quedó claro. Salvo que…

Gunnarstranda esperó en tensión. Pero ella guardó silencio y miró hacia otro lado. El comisario se aclaró la voz.

—¿Tiene usted idea de cuál era el sentido de esa representación… de ese espectáculo?

—Al principio hacía mis especulaciones. Pero con el tiempo… —Se interrumpió de nuevo.

Gunnarstranda la miró fijamente.

—Está bastante claro. Quería que yo hiciera el papel de otra, de una mujer con la que soñaba, pero que nunca logró tener. Yo no le daba mayor importancia.

—¿Por qué no?

Ella sonrió con tristeza.

—Soñaba con una mujer inalcanzable, pero a quien tenía era a mí. Un trozo de mi personalidad que sólo existía en esa breve hora y en esa habitación concreta. Al principio tenía que hacer el papel de otra. Yo creía que la regla del juego era ser el sueño oculto de una mujer a la que yo no conocía. Pero no era así, no…

Meneó resignada la cabeza, como si considerara una tontería lo que iba a decir a continuación.

—Cuéntemelo —le rogó Gunnarstranda.

—Una vez me puse enferma, y después nos vimos otras seis o siete veces. Fue hace unos seis meses; yo tenía gripe, casi cuarenta de fiebre, y me vi obligada a cancelar la cita. —Sonrió—. Entonces se puso muy furioso. Yo había buscado una sustituta, otra actriz increíblemente buena, pero Folke declinó el ofrecimiento. Quería que fuera yo. —Alzó la vista—. ¿Comprende? ¡Quería tenerme a mí! A nadie más que a mí. Aunque todas las veces llevara el mismo vestido y la misma peluca… ya no era ella, sino yo.

Gunnarstranda se levantó y recorrió la pequeña habitación arriba y abajo. Se detuvo junto a la ventana y miró los árboles de fuera, alineados a lo largo de la calle con sus pesadas ramas sin hojas.

—Pero el perdón seguro que tenía que ver con ella —oyó tras él la suave voz de la mujer.

El comisario se volvió.

—Yo tenía que perdonarlo en nombre de ella. Creo que él debió de hacerle algo grave y no pudo reparar el daño.

Gunnarstranda asintió, pensativo.

—Y la última vez que ocurrió fue la víspera del día en que fue asesinado… ¿Y cómo era la segunda réplica?

Se volvió, rodeó la silla e intentó atrapar la mirada de ella, que sin embargo apartó la vista.

—¿Cómo era la segunda réplica?

Ella se hizo esperar con la respuesta.

Gunnarstranda la volvió a mirar.

—¿Quién era la mujer en cuyo nombre usted tenía que perdonarlo?

Ella negó con la cabeza.

—Ni idea.

El comisario suspiró.

—¡Vamos, eso tiene que saberlo! Siendo actriz, tuvo que haberle preguntado qué papel debía representar.

—No tengo ni idea, de verdad que no sé quién es ella.

—Sin embargo, tuvo que tentarle la idea de preguntárselo: una mujer con el pelo largo y liso, un lunar y, probablemente, con los mismos rasgos y la misma figura que usted… ¿Quiere que le diga algo? —preguntó Gunnarstranda con picardía—. Tengo una foto de ella.

Gro Hege Wyller se estremeció. Le dirigió al comisario una mirada insegura, dubitativa; toda ella irradiaba una rigidez de la que hasta ese momento no había dado muestras.

—Usted se le parece —dijo Gunnarstranda imperturbable—. Ya me fijé en el funeral.

—No lo creo —murmuró ella, y añadió con voz más firme—: Me engaña.

Gunnarstranda volvió a sentarse. Cruzó las piernas y la dejó que siguiera murmurando con inseguridad.

—¿Por qué iba a mentirle? —preguntó después.

—¿Dónde tiene la foto?

El comisario se dio un golpecito en el bolsillo del pecho.

—Aquí.

—¡Enséñemela!

Gunnarstranda dudó un momento.

—¿No puedo verla?

—¿Por qué quiere verla?

—Déjeme ver esa foto —repitió ella, apremiándolo.

Gunnarstranda sonrió sarcásticamente.

—¿Quiere saber si dominaba el papel, si consiguió imitarla?

—No —dijo ella con gravedad.

—Claro que no. —Gunnarstranda sonrió fríamente—. Sin embargo, usted interpretaba dos réplicas que sin duda tenían que ver con esa mujer.

—Si le digo cuál es la otra réplica, ¿me dejará ver la foto? —lo interrumpió ella.

—De acuerdo.

—Te quiero.

—¿Cómo dice?

—Eso es lo segundo; tenía que decir «te quiero».

Sentada con los ojos cerrados, parecía estar en otro mundo. Había algo en su perfil y en el brillo de su piel que dejaba al comisario sin habla, hechizado, mientras ella abría poco a poco los ojos. Intercambiaron una mirada.

—¿Y la foto? —preguntó ella.

Gunnarstranda metió la mano en el bolsillo interior y sacó la fotografía que había encontrado en la oficina de Folke Jespersen. Ocultándola en la mano, carraspeó y dijo:

—¿Está segura de que quiere verla?

De nuevo se miraron. Los azules ojos de la mujer revelaron por unos segundos una vulnerabilidad que emocionó al comisario. Notó cómo aquello le dolía, se dio cuenta en el mismo instante en que ella apartó la vista y susurró:

—No… mejor no.

Él no se inmutó.

—Bueno —dijo ella, confusa—, ¿quiere alguna otra cosa?

—Ese día —empezó el comisario pasándose dos dedos por los labios—, ¿notó algo diferente?

—Cada vez era diferente, pero quizá ese día parecía algo… triste —opinó ella finalmente.

—¿A qué se refiere con… triste?

—Se puso a llorar. No mucho, sólo un poco. Ya le había pasado más veces, pero no sé, parecía más triste de lo normal, más callado, un poco despistado.

Gunnarstranda vio que la mujer estaba como ausente. Cuando por fin alzó la vista, parecía que salía de las profundidades del mar. Pestañeó antes de dirigir de nuevo la mirada al comisario.

—¿Qué pasó después? —preguntó este en voz baja, guardándose otra vez la fotografía en el bolsillo interior de la chaqueta.

—Siempre cogíamos un taxi juntos.

Gunnarstranda esperó.

—Desde allí —dijo ella—. Desde Ensjø.

—¿Hacia dónde?

—Hacia aquí.

—¿Los dos?

—Yo me bajé aquí y él continuó en el taxi… hacia su casa, supongo.

—¿Quién llamó al taxi?

—Él.

—Y cuando salieron de la casa de Bertrand Narvesens Vei, ¿no notó nada?

Ella lo miró rápidamente por encima del hombro.

—¿Qué quiere decir?

—No quiero decir nada, sólo pregunto… y su reacción me dice que sí notó algo.

Ella no respondió.

Gunnarstranda apartó la mesa ligeramente hacia un lado y se puso en cuclillas delante de la mujer, que estaba sentada en el sofá.

—No tiene nada que perder —le dijo en voz baja—. Y tampoco tiene nada que ganar, pero si ha dicho A también debería decir B… esas son las reglas del juego. Créame, yo conozco las reglas; llevo jugando a este juego más de la mitad de mi vida. No me mienta. ¿Conocía a la persona que la llevó en taxi a Ensjø?

—¿Porqué?

—¡No pregunte por qué! —bufó Gunnarstranda, irritado—. Responda a mi pregunta: ¿conocía a la persona en cuestión?

—Yo ya había ido en ese taxi.

—¡Responda de una puñetera vez a mi pregunta!

—Se llama Richard. Vive en esta casa… y es taxista —añadió, enfadada—. No miento.

Gunnarstranda suspiró, aliviado, y volvió a sentarse.

—¿Le pidió a ese taxista que la llevara al almacén de Jespersen en Bertrand Narvesens Vei, o apareció ese conductor casualmente cuando necesitaba un taxi?

—Le pregunté si podía llevarme… Estaba aquí cuando me telefoneó Reidar.

—¿Estaba aquí mismo… en su casa?

—Sí.

—¿Usted y ese taxista solos?

—Sí.

—¿Y por qué no me lo ha dicho antes?

—No lo sé.

—¿Son ustedes pareja?

—No.

El comisario la examinó con un gesto escéptico.

Ella rehuyó su mirada.

—Richard… ¿cómo se apellida?

—Ekholt. Se llama Richard Ekholt. Sólo trabaja en el taxi a última hora de la tarde y por la noche. Una vez me llevó en el taxi y me dio su tarjeta. Desde entonces la he usado unas cuantas veces, cuando resulta difícil conseguir un coche, a altas horas de la noche, por ejemplo; entonces viene bien tener a alguien a quien llamar. Pues sí, lo he hecho unas cuantas veces. Y ahora se supone que está enamorado de mí.

—¿Volvió a ver a Ekholt ese día, o por la noche?

Ella guardó silencio.

Gunnarstranda se frotó nervioso los labios.

—Le aseguro que es importante para la investigación.

—Ocurrió algo que me hizo no querer volver a verlo.

—¿Qué fue?

—Me gustaría no hablar de eso.

Gunnarstranda la observó.

—¿Le hizo daño? —preguntó con precaución.

—No directamente.

Gunnarstranda esperó.

—No está bien de la cabeza. En el camino de ida se cabreó, y cuando llegamos se puso impertinente y quería meterme mano. Tuve que huir; el suelo estaba resbaladizo y hacía un frío de mil demonios. —Miró fijamente a Gunnarstranda, como calibrando la situación—. Tuve que salir zumbando. Estaba completamente enloquecido. Creo que se sentía celoso porque intuía que iba a encontrarme con un hombre.

—¿Y adónde huyó?

—Me metí dentro, en el almacén de Folke. La llave estaba como siempre en el buzón. Por suerte logré cerrar la puerta antes de que él…

—¿No le hizo daño?

—No, me puse furiosa.

—¿Le mencionó el incidente a Reidar Folke Jespersen?

—Sí… fue una parte del espectáculo. El perdón —dijo inexpresivamente, y su mirada se perdió en el vacío, mientras el comisario la observaba en silencio—. Luego me asusté muchísimo. Compréndalo, nunca hubiera creído que fuera a esperarme, pero cuando salí del almacén, aún seguía allí —dijo finalmente—. Cuando Folke y yo nos dirigimos hacia el taxi, el coche de Richard seguía en el mismo sitio. Lo vi dentro, y estoy segura de que nos siguió hasta aquí.

—¿Cómo puede estar tan segura?

—Cuando estaba abriendo el portal… porque yo me bajé aquí y Folke continuó en el taxi… me puse a buscar la llave que llevaba suelta en un bolsillo, y mientras la buscaba, Richard pasó con el coche y siguió al taxi de Folke.

—¿Está segura de que lo siguió?

—Sí.

—¿Lo denunció?

—¿Denunciarlo?

—Sí, por haberla molestado en el coche.

—Por una cosa así no se denuncia a nadie. Fue un incidente que lo desenmascaró.

Gunnarstranda metió la mano en el bolsillo interior, sacó un bolígrafo y preguntó:

—¿Tiene un trozo de papel?

Ella miró a su alrededor.

—Da igual —murmuró él cogiendo el periódico de la mesa. En el borde anotó el código que había aparecido escrito en el pecho del cadáver, y se lo enseñó—. ¿Le dice esto algo?

—¿Está seguro de que esa es la letra? —preguntó ella.

Él se estremeció.

—¿Porqué?

—Creo que el número de licencia del taxi de Richard es 195 —dijo ella—. Pero delante tiene una A, no una J.