Móviles

Frølich recorrió el pasillo arrastrando los pies y se cruzó con Gunnarstranda, que acababa de apagar la luz y se disponía a cerrar la puerta. El comisario regresó con él al despacho. El corrosivo olor del tabaco se había agarrado a la habitación como el olor a moho en los vagones ferroviarios del Østfold. Frølich se sentó y puso las piernas encima del escritorio, antes de empezar a hojear la declaración revisada de Ingrid Jespersen. Gunnarstranda se acercó a la ventana con una colilla en la mano.

—Por cierto, han formulado una queja contra nosotros —dijo.

—¿Contra nosotros?

—Bueno, en realidad, contra mí —aclaró Gunnarstranda—. Alguien afirma que fumo en las zonas de no fumadores. —Se acercó el cenicero de pie que había detrás de su silla y miró en su interior—. ¿Te has quejado tú?

Frølich se volvió.

—¿Yo? No.

—La queja es anónima.

—¿Qué importa quién haya sido? Podrías fumar fuera, como todo el mundo.

—Fumo fuera.

—Y fumas aquí.

—¿Estás seguro de que la queja no es tuya?

—Sí.

—Hum.

Gunnarstranda se sentó, dejó el cigarrillo en el plato del cenicero auxiliar y observó a Frølich, que seguía estudiando el informe.

—¿Por qué iba a estrangular Ingrid Jespersen a su marido? —empezó Frølich—. Vale, la había pillado poniéndole los cuernos. Su marido la llama, la pilla in fraganti y la amenaza. ¿Con qué iba a amenazarla? ¿Con el divorcio? Pero si ella tenía cincuenta y cuatro años y él ochenta…

—Setenta y nueve —lo corrigió Gunnarstranda.

—Está bien. No entiendo qué podía temer ella si hubiera salido a la luz el adulterio. ¿Con qué podía amenazarla él? O, dicho de otra manera: ¿qué habría perdido ella con el divorcio? ¿El derecho a la herencia?

Gunnarstranda lo miró distraídamente.

—Sí —dijo con brevedad—. Habría perdido el derecho a heredar. Pero ese no es el caso. Pese al divorcio, se lo habrían repartido todo al cincuenta por ciento.

Frølich apartó los papeles a un lado.

—Imagínate el ambiente —soltó de repente—. La cena debió de ser una reunión bastante violenta: el hijo de Jespersen y su familia sentados a la mesa, mientras ellos dos no paraban de lanzarse indirectas. Pero luego, cuando Karsten desapareció con su mujer y sus hijos, ¡Ingrid Jespersen debió de haber hablado del asunto con su marido!

—¿Por qué?

Frølich resopló con gesto de resignación.

—¡Porque sí! Porque iban a acostarse, iban a estar en la intimidad…

—Eso no lo sabemos.

—No estoy pensando en el sexo. Pero irse a dormir juntos por la noche tiene algo de íntimo. Compartían la cama. Él, Jespersen, la había pillado in fraganti con otro hombre. Strømsted es joven y viril, un tipo del que ella podía esperar una satisfacción sexual. Pensaba que Reidar tenía casi ochenta años y era impotente. Que su mujer tuviera un amante era para el marido peor que una bofetada. ¡Lo más natural sería que esa noche hablaran de su infidelidad!

—No necesariamente.

—¿No crees que hablaron entre ellos? —preguntó Frølich, confuso.

—No creo que tuvieran que hablar forzosamente de la infidelidad de ella —dijo Gunnarstranda.

—¿Por qué no?

—No siempre apetece hablar de todo.

—Pero en este caso se trataba de un adulterio.

—Ya sé que se trataba de un adulterio. Pero tal vez Folke Jespersen y tú no tuvierais el mismo código moral.

—¿Código?

Gunnarstranda hizo un gesto de rechazo.

—¡Vete a tomar…! Continúa. ¿Adónde quieres ir a parar?

—Yo sugiero que se pelearon. Probablemente ella se pusiera agresiva al ver que él se negaba a hablar, o al ver que se empecinaba en que no volviera a ver a ese tipo. Como ella le había sido infiel, esa noche él se negó a acostarse en la misma cama que ella. Posiblemente bajara a la tienda para dormir allí. Ella no se conformó con su reacción de ofendido, así que lo siguió a la tienda, donde continuaron la pelea… hasta que finalmente ella cogió una bayoneta de la pared y se la clavó.

Frølich ilustró sus palabras haciendo el gesto de clavar con la mano.

—¿Dormir en la tienda? ¿Por qué no se tumbó en uno de los muchos sofás que hay en la casa?

—Vale, no fue a la tienda para acostarse, sino para ver esas mercancías de las que nos ha hablado su hijo, o para comprobar que la puerta estaba bien cerrada. Eso no cambia las cosas. El caso es que al final ella lo apuñaló.

—¿Y luego?

—¿Mmm?

—¿Qué pasó luego? —preguntó Gunnarstranda con suavidad.

—Bueno, pues… le quitó la ropa, le hizo esos garabatos en el pecho y en la frente y llevó el cadáver al escaparate. Todo eso ya lo sabemos…

—Sí, pero continúa. ¿Luego qué pasó?

—Subió otra vez a casa… y se puso de los nervios. Fingió tener una especie de colapso y pensó en qué podría inventar para salir del paso. —Frølich gesticuló con los brazos—. Al final, llamó a Karsten para contarle esa disparatada historia del robo.

—¿Y después? —Gunnarstranda hizo un gesto a su colega para que prosiguiera.

—Podría haber llamado a su amante —dijo Frølich con aire triunfal—. Si de verdad hubiera pasado miedo, tendría que haber llamado a su amante. Pero no hizo eso, sino que llamó al hijo de Folke Jespersen. ¿Por qué iba a hacer eso, salvo para tener una coartada?

—Ya, ¿pero luego?

—Luego las cosas se torcieron porque se encontró con que la mujer de Karsten, Susanne, no la atendió cuando llamó a las dos y media de la madrugada. Así que se quedó mordiéndose las uñas hasta la mañana siguiente. Por suerte, apareció esa repartidora de periódicos, con lo cual no tuvo que descubrir ella el cadáver. Y tampoco tuvo que avisar a la policía.

—Tu teoría tiene puntos débiles.

—Vale, pero en cualquier caso es una teoría. Además, cuando le pregunté si había oído ruidos esa noche, se puso muy pálida. Estoy seguro de que ahí hay gato encerrado. Garantizado.

—Es posible —concedió Gunnarstranda, pensativo; después de mirarse el uno al otro, añadió—: Pero, en cualquier caso, ¿por qué iba a dejar el cadáver expuesto en el escaparate?

Frølich reflexionó.

—Esa pregunta hay que planteársela a todos los sospechosos —opinó—. Como argumento en contra de mi teoría, no es relevante.

—¿Que no es relevante? Que la mujer exponga a su marido muerto en el escaparate no es lógico. Si quería hacer pasar el crimen por la consecuencia de un robo, lo lógico habría sido dejar el cadáver vestido… en el suelo de la tienda. Habría sido más razonable estropear el marco de la puerta o romper un cristal… mucho más lógico que desnudar el cadáver y arrastrarlo hasta el escaparate.

Ambos permanecieron un rato mirando las musarañas.

—A lo mejor es verdad que la amenazó con el divorcio, de modo que hubiera perdido el derecho a la herencia —opinó finalmente Frølich—. Eso también explicaría por qué anuló el testamento original. Y por qué no hizo otro testamento nuevo con su abogada. —Frølich se levantó, exaltado—. ¡Es de cajón! ¡Utilizó el divorcio y el derecho a la herencia para chantajear a su mujer!

Gunnarstranda negó con la cabeza.

—Ese asunto de la herencia ya lo hemos liquidado.

—Veamos… —Frølich pensó en voz alta—: En principio, la mujer se casa con el viejo cabrón por el dinero. Las mujeres que se casan con viejos lo hacen por dinero; eso dice todo el mundo. En su caso, ha aguantado casi veinticinco años esperando únicamente hacerse rica; pero cuando la pillan con su amante, de repente el sueño del paraíso corre peligro. Por eso mata a Reidar, antes de que pueda legar el dinero a otros.

—Dos argumentos en contra —dijo Gunnarstranda—. En primer lugar, hay una probabilidad muy alta de que no se trate de mucho dinero. Los dos vivían en un piso caro de Frogner… y sin duda tenían una situación acomodada. Pero nada hace suponer que Reidar fuera un hombre extraordinariamente rico. En segundo lugar, no considero a Ingrid Jespersen una mujer que se case con un hombre sólo por la herencia. Aparte de eso, no estoy muy seguro de si su infidelidad le importaba demasiado al viejo.

—¡Pues bien que llamó por teléfono! —objetó Frølich—. Y le exigió a su mujer que terminara con Strømsted.

—Eso es cierto, pero no debemos olvidar que la diferencia de edad entre Jespersen y su mujer no era nada nuevo para él. ¿Te acuerdas de lo que te dije? La primera vez que vi a Ingrid Jespersen, di por supuesto que tenía un amante. ¿Por qué iba a verlo su marido de otra manera? Para mí que él también daba por supuesto que de vez en cuando iba con otros hombres.

Frølich reflexionó sobre las palabras de Gunnarstranda, pero también halló un argumento en contra.

—Si Folke Jespersen hubiera aceptado que su mujer se acostara con otros hombres, no la habría llamado precisamente ese día.

—No sabemos exactamente por qué llamó. A lo mejor quería asustarla, demostrarle que estaba enterado de su relación —dijo Gunnarstranda en tono sombrío—, pedirle que se comportara. También puede ser…

—Es posible —lo interrumpió Frølich—. Pero entonces es significativo que llamara primero a su mujer mientras ella lo estaba engañando y, al cabo de unas horas, a su abogada para anular el testamento, lo que, se mire como se mire, de un modo u otro la favorece. Lo extraño es que poco después fuera asesinado. Aparte de eso, te olvidas de Strømsted, que también podría estar metido en esto.

—También puede ser —continuó imperturbable Gunnarstranda— que ocurriera algo que provocara la llamada de Jespersen a Strømsted.

—¿Como qué?

El timbre del teléfono los interrumpió. Gunnarstranda respondió, guardó silencio unos segundos y luego dijo:

—Estupendo, Yttergjerde, sigue en ello… ¡Arde Troya! —dijo después de colgar—. Era Yttergjerde. Ingrid Jespersen tiene otra cita con Eyolf Strømsted. De nuevo, en el coche.

—¿Cotejando las declaraciones? —preguntó Frølich.

—Parece ser que estaban discutiendo.

Los dos policías intercambiaron una mirada.

—En cualquier caso, hemos descubierto su relación. Sería rarísimo que no hablaran del asunto.

Frølich se rascó la barba.

—No me extraña que ella esté furiosa —opinó—. Strømsted me ha confesado su relación, mientras que ella me la negó.

—Me pregunto si firmará su nueva declaración —dijo Gunnarstranda, pensativo—. El tal Strømsted mantiene una relación con un hombre desde hace años. Al mismo tiempo, se tira a Ingrid Jespersen un día a la semana. ¿Por qué? —El propio comisario halló la respuesta—: Presumiblemente, para satisfacer sus inclinaciones bisexuales. Si realmente estuviera loco por Ingrid, no creo que viviera con otra persona.

—¿Crees que el hecho de que Strømsted tenga una pareja lo excluye como criminal? —preguntó Frølich, y continuó—: Sabemos tan poco sobre los sentimientos que había entre ellos dos… A lo mejor sólo se la tiraba para pillar unas cuantas coronas de la herencia…

Gunnarstranda seguía con el entrecejo fruncido en una expresión de duda.

—Al día siguiente del asesinato, recorrieron el largo camino que lleva hasta el Tøyenpark —dijo Frølich en tono tranquilo—. Los dos viven en el mejor barrio oeste de Oslo. ¿Por qué iban a irse tan lejos, salvo para apartarse de nosotros y ponerse de acuerdo en las declaraciones? —Volvió a gesticular Con los brazos—. Y ahora han vuelto a la carga.

—Quizá tengas razón… el Tøyenpark está bastante lejos…

Frølich se levantó otra vez.

—Aunque el amigo de Strømsted les hubiera impedido ir a casa de él, podrían haber ido a la de ella. Pero ¿por qué no lo hicieron? Está clarísimo: porque había un vigilante delante de la casa. Y acuérdate de la noche del asesinato: Ingrid tenía todas las puertas controladas. Si actuó en colaboración con Strømsted, entonces ella es el caballo de Troya, que se hallaba de incógnito en el lugar de los hechos.

Gunnarstranda suspiró.

—Si ella es el caballo de Troya y deja entrar al criminal, ¿por qué nos cuenta luego la historia de la nieve en el suelo? Si hubiera dejado pasar al asesino, no habría dicho nada de las manchas de nieve. Porque esas manchas significan que había alguien en el piso.

—Pero ¿y si se despertó aterrada y llamó a Karsten, y luego recibió la visita sorpresa del criminal?

—Entonces ya no es un caballo de Troya —objetó el comisario.

—No, pero si hubiera sido así, se explicaría que luego inventara la historia de la nieve en el suelo como una maniobra de distracción. Su versión indica que había alguien en el piso antes de que se despertara, mientras que en realidad llegó un invitado al que ella había telefoneado con anterioridad.

—Sí, eso es posible…

—Strømsted podría haberse cargado al viejo incluso sin que ella lo supiera. —Frølich se iba animando—. Strømsted mata a Jespersen. Luego coge las llaves, sube al primer piso, abre la puerta, se encuentra con ella y le cuenta lo que ha hecho…

—Dos objeciones —lo interrumpió Gunnarstranda.

Frølich respiró hondo.

—En primer lugar, Strømsted te contó en seguida lo de la llamada de Jespersen, que interrumpió sus escarceos amorosos con Ingrid Jespersen. No tenía por qué habértelo contado. En otras palabras, te ha servido un móvil en bandeja de plata. De ahí se podría deducir que no tiene nada que ocultar. En segundo lugar… —Gunnarstranda se interrumpió.

Su compañero lo observó.

—… seguimos teniendo el problema del escaparate y de los garabatos en el cuerpo del muerto —dijo Gunnarstranda.

—Esa parte de la historia seguirá siendo un problema, sea quien sea el que se haya cargado al viejo. —Frølich despachó la objeción, irritado.

—Desde luego —admitió Gunnarstranda—, pero en realidad estoy convencido de que a alguien debió de parecerle muy lógico dejar el cadáver de esa manera. Aparte de eso, da la impresión de que la relación que hay entre Ingrid Jespersen y el profesor de baile, Strømsted, no es muy equilibrada. Él comparte su vida con otro hombre en una relación homosexual. —Gunnarstranda dibujó unas comillas en el aire—. Está claro que la Jespersen no sabía nada de eso. Tendrías que haberla visto cómo se marchó del restaurante. Su salida hubiera merecido un Oscar. Por si fuera poco, luego en la calle se cayó de narices ante mis ojos.

—No me la imagino cayéndose de narices.

—Puede que me equivoque, pero no sé si creerme que no estuviera enterada de las inclinaciones de Strømsted. Nunca he conocido a ninguna mujer que no haya notado que un hombre es marica. Imagínatelo: Ingrid Jespersen lleva follando desde hace años una vez a la semana en la casa que su amante comparte con otro hombre. Resulta muy improbable que no se haya enterado de que Strømsted es maricón.

—Es bi, no maricón.

—Yttergjerde asegura que menea el culo como los que hacen marcha atlética en las olimpiadas.

Frølich alzó las dos cejas.

—¡No me digas! —murmuró en voz baja—. Yo no veo ninguna diferencia entre los homos y los heteros. Y menos en los andares. Nunca hubiera sospechado que Strømsted fuera bi.

—¡Tú no eres una mujer!

—¿Y tú sí?

—Bueeeno, vale…

Frølich sonrió.

—Ella ha tenido que notarlo. Pero pasemos a otra cosa. —Gunnarstranda cortó el hilo—. Es posible que Ingrid Jespersen esté metida en el asesinato, pero de momento me parece que tiene poco sentido seguir sólo esa pista.

—¿Entonces?

—Entonces, como siempre, tenemos que averiguar quién fue —dijo Gunnarstranda, cansado. Hojeó los documentos que tenía en la mano—. Tenemos que hablar con el novio de él para ver si puede proporcionarle una coartada a Strømsted. Pero antes tenemos que esperar a que la viuda firme esta declaración… si es que aparece para firmarla. —Se volvió y cogió otra hoja—. Este es el informe de la inspección de la oficina de Bertrand Narvesens Vei. En las dos copas de jerez que encontré hay huellas dactilares. De una bebió Reidar Folke Jespersen. La otra la tuvo en la mano otra persona.

—¿Quién crees tú?

Gunnarstranda esbozó una sonrisita.

—La persona en cuestión no aparece en nuestros archivos. Tengo la sensación de que recibió la visita de una dama. Y, desde luego, no era su mujer.