«¡Compañía, firmes!», pensó Frank Frølich, acordándose de las remotas marchas del servicio militar. Una lluvia torrencial, el uniforme empapado, rígido y frío, las pocas ganas de mover un solo músculo. La única alternativa era esperar. Ponerse firmes y esperar a que el cielo o un oficial ordenara un cambio de situación. Ahora: Eva-Britt y él en un restaurante. Aunque habían terminado de cenar hacía rato, y aunque él tenía miles de cosas que hacer, su deber era permanecer tranquilamente sentado. Era un ritual que habían adoptado porque Eva-Britt no soportaba las prisas. Pero también era un ritual que a él le fastidiaba cada vez más. Tras su tranquila fachada exterior, ahora pugnaban por prevalecer dos sentimientos radicalmente opuestos: el estrés, porque se sentía inactivo, y la rabia, porque ella lo obligaba a comportarse de un modo artificialmente sosegado. Estiró las piernas, arrancó el envoltorio de su tercer mondadientes y miró a su alrededor. En la mesa de al lado había un hombre joven con el pelo rapado que escuchaba a una mujer igualmente joven, que gesticulaba con las dos manos al hablar. Frank Frølich se había enterado de que ella era camarera. Le estaba contando al que tenía enfrente historias de clientes inaguantables. Él, por su parte, reprimía un bostezo y se hurgaba también la boca con un palillo.
Frølich dejó vagar la mirada por el local y, finalmente, la centró en el rostro de Eva-Britt, que llevaba un largo rato hablando. Frank no tenía ni idea de sobre qué.
«¿Cómo habré llegado a esto?», pensó mientras apuraba pacientemente el vaso y contemplaba la cara de ella, que no paraba de hablar: ese labio inferior que en otro tiempo le daban ganas de morder hasta hacerlo trizas, esos ojos que alguna vez había comparado con dos islas del Mediterráneo, el irresistible atractivo de las pestañas caídas… «¿Cómo habremos llegado a esto?».
Hacía unos años hubiera sido completamente natural interrumpir esa verborrea con un beso. Hoy se pondría furiosa y se sentiría ofendida y avergonzada de él. Además, seguro que, al intentarlo, tiraba el vaso.
Pensó en su ombligo hundido en la piel, en la curva de su vientre cuando se estiraba por la mañana. Ahora tenía que evocar esas imágenes; ya no surgían por sí solas.
«¿Qué ha sido de la chispa?», pensó mientras contemplaba las largas piernas de ella bajo la mesa. Botas altas: el distintivo de Eva-Britt. El sujetador que sostenía su busto. Los zapatos que subrayaban el misterio erótico al que conducen las piernas de las mujeres y que los hombres buscan con los ojos.
Ya no sentía ninguna chispa. Y se imaginaba que ella tenía que percibir la misma sensación de vacío. «¿Por qué hacemos como si no pasara nada?», se preguntó.
Habían comido filetes de colmilleja. El camarero recogió los platos. Y por fin, mientras el hombre recogía la mesa, ella se calló. En ese instante, Frølich reconoció en los ojos de Eva-Britt algo que lo aterrorizó. En cuanto se alejó el camarero, empezó otra vez a rajar. Ahora se puso a despotricar de los moderadores de la televisión y de la estupidez de las nuevas series televisivas.
—¿O no tengo razón? —preguntó.
Frølich intuyó cierta agresividad en su mirada. Probablemente creía que lo había pillado sumido en sus propios pensamientos.
—Ya vimos el debate de ayer en la televisión —respondió él lentamente—. Hablaron del tema hasta desmenuzarlo.
Ella se ofendió. «Porque mi respuesta ha sido demasiado brutal —pensó él—. Es brutal desinteresarme por completo y no aparentar siquiera que estoy interesado». Al mismo tiempo, sintió cómo le cabreaba que ella se sintiera ofendida porque a él esa conversación le parecía una pérdida de tiempo. Eva-Britt siempre estaba ofendida, nunca enfadada. De todos modos, tampoco se permitía mostrarse ofendida en grandes dosis. Prefería refugiarse en un estado sentimental construido por ella misma, en una especie de vacío donde ella no percibía la esencia de los cambios ambientales ni las fluctuaciones de los estados de ánimo: la zona desmilitarizada de Eva-Britt. Allí había que desarmarse y tratar de encontrar temas de conversación neutrales. Como era su costumbre, ella hinchó los mofletes.
—¡Madre mía, qué llena estoy! ¡Inflada! —dijo a modo de ilustración de sus mejillas hinchadas.
Frølich asintió, despacio.
—El pescado me ha dejado las papilas gustativas hechas polvo.
Él asintió de nuevo con la cabeza, y el camarero trajo café y copas. Cuando ella dio un sorbito del coñac, hizo girar la lengua en la boca.
—Mmm —se deleitó—. Mmm, creo que ahora mis papilas gustativas se van a volver completamente locas.
Frølich asintió.
—La última vez que estuvimos aquí pedimos de primero caracoles, ¿te acuerdas? Y raviolis con salvia y una mantequilla que era pura grasa, y después filet mignon.
Frølich asintió.
—¡Buf, esa vez sí que me llené! Me quedé así —dijo inflando más los mofletes.
Frølich repitió la palabra para sus adentros.
—¡Inflada!
Él asintió de nuevo. Luego miró por la ventana, porque sabía cómo se ofendería ella si miraba directamente el reloj. Al otro lado de la calle se veía brillar el reloj de una relojería: marcaba las nueve y diez.
Frølich logró sacar una hora de trabajo, aunque con la condición de ir después a casa de ella. Regresó hacia medianoche. Eva-Britt acababa de salir del baño. Como llevaba el camisón puesto, probablemente Julie ya estaría dormida. Estaba agotado; se dio una ducha de agua hirviendo. Cuando terminó, ella ya se había metido en la cama. Yacía desnuda y bien abrigada bajo el edredón. En cuanto él se acostó a su lado, ella le rodeó el miembro con las dos manos. Estuvieron mucho rato haciendo el amor de diversas maneras, pero sus fantasías giraban todo el rato en torno a Gøril. Luego se quedó dormido como un tronco, y siguió soñando con Gøril. Soñó que ella estaba sobre él, como aquella mañana de hacía cuatro semanas. En el sueño, ella se incorporaba, y entonces él veía la cara de Ingrid Jespersen. Dio un respingo y se despertó a altas horas de la noche: tenía una erección. Se quedó unos minutos tumbado mirando el dormitorio a oscuras, luego rodó con cuidado hacia Eva-Britt y la despertó para hacer el amor. A la mañana siguiente le llevó el desayuno a la cama. Eva-Britt sonrió cálidamente y le dijo con ternura que hacían bien en vivir cada uno por su lado, mientras pudieran mantener la relación en términos positivos.
Frølich llevó a Julie al colegio en coche y luego puso rumbo a la frontera sueca. Comenzaba un nuevo y deslumbrante día de invierno. Los campos cubiertos de nieve de Østfold reposaban intactos entre el bosque y las carreteras. El cielo era una hoja de papel azul. Los árboles estiraban sus pesadas ramas al aire y, de no ser por la helada, podrían haber recordado a caracteres chinos: estatuas con blancas armaduras de escarcha y cristales de hielo.
Después de perderse unas cuantas veces, por fin encontró el lago helado. En un sembrado en el que se había congregado una bandada de cornejas asomaban entre la nieve unos pocos arbustos de cañas amarillas. A juzgar por la actividad de las aves, el tema de su conversación parecía un tanto aburrido. La nieve lanzaba destellos y reflejaba la luz cegadora. Un tiempo maravilloso para esquiar, de no ser por el frío que hacía.
Vio que salía humo por la chimenea de una casa que, sin duda, era la granja de Jonny Stokmo. Frølich se desvió del camino, subió por la cuesta que llevaba a la casa blanca y pasó por un pequeño cobertizo antes de doblar hacia la granja. Al pie de la rampa del granero había un tractor de la marca Belarus con un quitanieves de reja enganchado a él. Debía de tener una grieta en alguna parte, porque debajo del motor había una mancha negra de aceite. Un tanque de diesel se hallaba colocado de pie junto a una camioneta Mazda con manchas de herrumbre en el guardabarros. Frølich se volvió hacia la casa y percibió un movimiento detrás de una ventana. Poco después se abrió la puerta de entrada y en la escalera apareció un hombre con una camisa de cuadros y un bigote que le caía hasta el mentón formando unos finos hilillos.
El cuarto de estar olía a una mezcla de sudor, resina, humo de tabaco y grasa rancia de fritura. Las paredes estaban desnudas, y el suelo, revestido de linóleo. Jonny Stokmo se agachó y abrió la tapa de una estufa para comprobar si hacía falta echar más leña, pero la volvió a cerrar. Como Stokmo también llevaba puestas las botas de invierno, Frølich no se quitó las suyas.
—Son unos ratas —respondió Stokmo a la pregunta del policía acerca de si conocía a la familia Folke Jespersen.
Stokmo se sentó en una mecedora que había delante del televisor. Frank Frølich se dirigió al tresillo, junto a una mesa repleta de periódicos y ceniceros llenos de colillas.
—Esos te quitan hasta la camisa —murmuró Stokmo—. Es posible que haya sentido aprecio por Reidar, pero de eso hace ya muchísimo tiempo. Era exactamente igual que ellos.
—¿Quiénes son ellos? —lo interrumpió Frølich, sacando su viejo y manoseado cuaderno de notas.
—Los dos sebosos y sinvergüenzas de sus hermanos. Han sido ellos, y el joven, Karsten, también es uno de ellos. Mi padre conocía muy bien a Reidar; yo no, y ahora se han cargado al pobre hombre. ¿Se ha parado a pensar en por qué se pelean? Por la tienda de la esquina. Maldita sea, si no es más que un quiosco de periódicos lleno de muebles viejos, ¿se ha parado a pensarlo? Esa tienda es una porquería; sólo tiene cosas que Reidar ha robado a la gente, o basura que otros han tirado. ¿Lo entiende? ¡Son ratas! —Jonny Stokmo hizo una mueca con su bigote de camionero—. A usted, como policía, quizá no debería contárselo. Pero voy a decirle sinceramente quién era Reidar: un maldito coleccionista de chatarra que se ha permitido el lujo de tener una mujer hermosa y una casa en la noble parte oeste de Oslo. Bueno no, Reidar Folke Jespersen era un hombre de negocios, un gran instigador de pelo y barba blancos que el día de la fiesta nacional se calaba una boina negra. Tendría que haber conocido al viejo; lo estoy viendo con su maletín, bajando la escalera que llevaba a su quiosco, que era todo su orgullo, ¡figúrese! Reidar era un anciano que se creía inmortal; así, dos veces por semana se machacaba pedaleando en una bicicleta estática. Yo lo he visto, maldita sea, yo soy el único que lo ha visto de verdad. ¿Quién, si no, cree que iba a los contenedores y a las casas demolidas a recoger viejos escritorios y rinconeras o estufas antiguas, para luego limpiarlos hasta que quedaran relucientes y pudieran salir a subasta o acabar en algún mercadillo?
—Pero siempre ha alimentado a su familia; al fin y al cabo, su hijo tenía unos ingresos…
—Karsten tiene casi cincuenta años. ¿Qué cree que hace en la tienda, en la que entran dos clientes al día? Se sienta en la parte de atrás a escribir historias pornográficas y las así llamadas «historias reales» para suplementos semanales. Karsten no vive de la tienda, sino de su mujer. Ella es apoderada de una empresa mastodóntica en Oppegard.
—¿Trabajaba Karsten para su padre sin percibir una retribución?
Stokmo negó con la cabeza.
—Ha de saber que todo lo que rodeaba a Reidar no era normal: el hombre tenía ochenta años, pero no era capaz de traspasar el quiosco a su hijo. ¡Imagínese!
—Pero ¿por qué? —preguntó Frølich.
—Podía ocurrir que apareciera una Frogner-Tussi que quisiera pagar mil pavos por un trozo de madera podrida, y entonces Reidar se metía el dinero directamente en el bolsillo, en negro, sin IVA. Ya se lo he dicho: ¡Reidar era un rata!
—¿Quiere decir que era codicioso?
—La palabra codicioso se queda corta —dijo Jonny Stokmo en tono sibilino—. Mire esta casa —añadió, señalando la habitación con su robusto brazote de obrero—. Como verá, no tiene nada de particular: es una pequeña granja. Pero todo lo que era valioso de esta casa se lo quitó Reidar a mi padre y lo vendió luego como antigüedad. Una vez me traje un viejo banco de carpintero de un taller de ebanistería de Gran; luego encontré un taburete a juego, y tenía pensado utilizarlos ahí fuera, en la cochera, pero antes de que pudiera traerme las cosas para casa, Reidar ya había vendido el banco como una mesa de comedor antigua por diez mil pavos… y yo no recibí ni un øre. He presenciado cómo Reidar vendía un viejo casco de motorista afirmando que era un cuenco de arroz del Congo. Así es como conozco yo a Reidar: enamorado del dinero y de sí mismo.
Frank Frølich observó a Stokmo con desprecio. Durante unos segundos, se hizo el silencio.
—La palabra codicioso se queda corta —repitió Stokmo.
—¿Y usted? —preguntó entonces el funcionario de la brigada de investigación criminal—. ¿Usted vivía del negocio?
—Sí.
—¿Y tenía que transportar objetos usados?
—Objetos usados y antigüedades. Como ya le he dicho, cosas de los contenedores y de las casas demolidas; Reidar llamaba a alguien, y si me necesitaba, tenía que coger la camioneta y salir zumbando.
—¿De manera que no era un trabajo fijo?
—No.
—Y ahora ya no trabajaba para él…
—No, desde hacía tres semanas.
—¿Porqué?
Jonny Stokmo tardó unos segundos en contestar.
—Eso es un asunto privado.
—Aquí no hay nada privado… No lo hay cuando una de las partes ha sido asesinada.
—Se trata de dinero… siempre se trata de dinero, en especial, en la familia Folke Jespersen.
—Tendrá que hablar más claro.
—No me pagó lo que me debía. Y me harté.
—¿Y se marchó inmediatamente?
—No es que me marchara, es que no fui cuando ese tiparraco me llamó.
—Pues corren rumores de que fue al revés, es decir, que Reidar le dio la patada a usted.
Jonny Stokmo torció la boca en una sonrisa sarcástica.
—¿Entiende ahora a qué me refiero? Son una panda de ratas.
—¿Entonces no lo echó Reidar?
Los ojos de Jonny Stokmo lanzaron un destello, y el hombre apretó los puños.
—¿Acaso oye mal?
Frølich lo observó tranquilamente, hasta que la expresión agresiva del rostro de Stokmo se suavizó.
—¿Trabajaba como empleado o sobre una base de honorarios?
Jonny Stokmo volvió a relajarse y lo mostró cruzándose de piernas.
—Reidar Folke Jespersen era capaz de distinguir una moneda de cincuenta øres desde la acera de enfrente —dijo—. ¿Cree usted que un hombre así paga voluntariamente gravámenes sociales? La respuesta es no. Nunca he estado empleado. Le pasaba facturas.
—Dice que los hermanos se peleaban por la tienda —continuó Frølich, pasando una página de su cuaderno de notas.
—Como ya le he dicho, se peleaban por esa tienducha, sí. Todos querían una porción de la tarta, y todos querían ganar dinero a costa de la chatarra. Pero a mí no me han abonado las facturas.
—¿Cómo querían ganar dinero con la tienda los hermanos de Reidar?
—La tienda entera les pertenece. Era una sociedad anónima, por lo que Ingrid queda fuera de concurso. Fue una jugada muy astuta, ¿entiende?, porque al cargarse a Reidar, al mismo tiempo se han librado de su mujer. Y ahora sólo quedan Karsten, Arvid y Emmanuel. Ya veremos si aparece un testamento; en ese caso, sabrá quién es el asesino.
Jonny Stokmo esbozó una sonrisa de conejo y se levantó. Luego se acercó arrastrando los pies al cajón de la leña, sacó dos troncos de abedul, regresó a la estufa arrastrando de nuevo los pies y se arrodilló delante. Frølich lo vio coger los leños con sus dos brazotes, atizar las brasas antes de echar el leño a la estufa, cerrar la puerta de la misma y comprobar el tiro.
El policía intentó seguir en silencio la ilación de pensamientos de Stokmo, pero en seguida renunció.
—Pero si la tienda, como usted dice, no tiene ningún valor, entonces esa teoría no se sostiene —objetó.
A Jonny Stokmo le brillaron los ojos.
—¿Qué teoría?
—La teoría de que los herederos se han cargado a Reidar Folke Jespersen para quedarse con la tienda.
Stokmo volvió a sentarse en la mecedora, sacó una bolsa de tabaco del bolsillo y lio un cigarrillo.
—Eso es lo trágico. La gente se pelea por nada. Cuando veo a los herederos de una granja de por aquí llegando a las manos… Hermanos que ya no se dirigen la palabra peleándose por solares pequeños que no valen absolutamente nada, ¿sabe? Dentro de unos años, cuando ingresemos en la Comunidad Europea, todas estas pequeñas granjas se cerrarán. Y, pese a todo, se las disputan hasta hacer correr la sangre. ¿Se acuerda de aquel caso de hace unos años, arriba, en Skedsmo, donde fue asesinada una familia entera, madre, padre e hija? Pues esto es exactamente igual. Reidar no tenía más que una mísera tienda de artículos de segunda mano, un agujero en la pared de menos de cincuenta metros cuadrados, y ni siquiera vendían lo suficiente como para saldar viejas deudas. Por eso discutieron, por eso lo asesinaron.
—¿Cuánto le debía?
—Eso es privado.
—Pero en su opinión tenía dinero suficiente como para pagarle.
—Sin comentarios.
—¿Mmm?
—Decía que sin comentarios.
Frølich se incorporó.
—Esto es un interrogatorio, Stokmo, no una conferencia de prensa.
El hombre no respondió.
Frølich asintió con la cabeza.
—¿Cree usted que Folke Jespersen tenía una gran fortuna?
—Ni idea.
—Debía de tener dinero en el banco —opinó Frølich.
Stokmo se encogió de hombros.
—Pero usted estuvo allí la tarde anterior a la que fue asesinado, ¿no?
Stokmo asintió.
—¿A qué fue allí?
—Quería hablar con Reidar.
—Pero ¿de qué?
—De las deudas.
—¿Y bien? ¿Habló con él?
—No.
Frølich anotó la respuesta y apartó la vista de sus apuntes. Luego guardó silencio.
Jonny Stokmo encendió finalmente el cigarrillo que había liado. Inhaló profundamente y se quedó callado. Luego se inclinó hacia adelante, cruzó las manos que sostenían el pitillo y contuvo el aliento mirando con gesto ausente.
Frølich se preguntó cuánto tiempo aguantaría el hombre callado. Stokmo se reclinó y, sumido en sus propios pensamientos, empezó a balancearse hacia adelante y hacia atrás. El crujido de la mecedora en el suelo de linóleo y el crepitar de los leños de abedul, acompañado del zumbido de la estufa, eran los únicos ruidos que se oían en la habitación. De repente, Stokmo se puso en pie, como si se hubiera despertado de un sueño.
—¿Alguna cosa más? —preguntó.
—Quiero saber qué pasó cuando se encontró esa tarde con Folke Jespersen —dijo Frank Frølich.
—Llegó en un taxi, y yo le pregunté por mi dinero. Me dijo que me fuera al infierno y entró en casa, con su mujer.
—¿Había estado esperándolo fuera?
—Primero subí, pero no estaba, y su mujer me dijo que no tardaría en llegar.
—¿Qué hizo usted cuando él se metió en casa?
—Me marché.
—¿Adónde?
—A casa de una conocida.
—¿Quién?
—Se llama Carina. Vive en Thereses Gate.
—¿Cuánto tiempo estuvo en su casa?
—Ni idea. Unas horas. Luego fui a casa de mi hijo. Duermo allí cuando estoy en la ciudad. Pasé la noche en su casa y al día siguiente me vine para acá.
—¿A qué hora llegó a casa de su hijo?
—Yo diría que sobre las once.
—¿Había intentado antes establecer contacto con Folke Jespersen?
—Depende de a qué se refiera.
Frølich enarcó las cejas.
—Lo había intentado por la mañana.
—¿A qué hora exactamente?
—Estuve a las ocho allí… en Ensjø, donde tienen un almacén y una oficina.
Stokmo guardó silencio.
—¿Lo esperó el viernes a las ocho en Ensjø?
—Ya se lo he dicho.
—¿Tampoco lo atendió allí?
—No estaba. Lo esperé hasta las once. Estuve tres horas sentado en el coche. Pero, maldita sea, no apareció.
—¿Está seguro?
—¿Cree que le estoy mintiendo? No fue; por eso volví a intentarlo por la tarde en Thomas Heftyes Gate.
—¿Qué hizo entretanto?
—Fui a ver a Karl Erik, mi hijo. Estuve ayudándolo en el taller hasta las cinco, más o menos. Luego comimos juntos y después fui a casa de Reidar.
—¿Estaba su hijo en casa cuando fue allí por la noche, después de haber estado en Thomas Heftyes Gate?
—Supongo.
—¿Cómo que lo supone? ¿No habló con él?
—No. Oí la voz de una mujer en su casa, que está encima del taller. Parto de la base de que usted ya estuvo allí, en Torshov, puesto que ha encontrado mi casa sin preguntar por el camino. Cuando está esa mujer, suelo dormir en un cuarto que hay detrás del despacho. Así que me acosté y me quedé frito hasta la mañana siguiente.
—Veamos. Se encontró con Folke Jespersen aproximadamente a las diecinueve quince. Luego fue a ver a esa tal Carina… ¿cómo se apellida?
—Pues… —murmuró Stokmo, pensando en voz alta—. ¿Smidt? ¿Smestad? Algo que empieza por S, ni idea.
—¿Tiene su número de teléfono?
—Sí, y también su dirección.
—Bien, así que fue a casa de Carina y estuvo allí hasta las once menos cuarto, más o menos.
—Es posible.
—¿Y cuándo llegó al taller de Torshov? ¿A las once?
—Aproximadamente.
—¿Y luego se fue en seguida a la cama?
—Antes me fumé un cigarrillo y leí un poco el periódico…
—¿A qué hora se acostó?
Jonny Stokmo se encogió de hombros.
—No miré el reloj.
—¿Pero no habló con nadie?
—No.
—¿No volvió esa noche a casa de Folke Jespersen?
—¡No, ya se lo he dicho!
Frølich lo examinó, pero no sabía muy bien qué pensar.
—¿Vio a la mañana siguiente a su hijo?
—¡Santo cielo! Era sábado, y estaba con esa mujer.
—En otras palabras…
—En otras palabras, no tengo ninguna coartada, como lo llaman ustedes —gruñó Stokmo, enfadado.
—¿Por qué está tan agresivo? —quiso saber Frølich.
—No estoy agresivo, sino harto de que se ande con tantos rodeos. Yo ya no tenía nada que hacer con Reidar porque estaba hasta aquí de toda su familia. —Se llevó la mano al cuello, y continuó—: ¡Pero quería mi dinero, e hice la locura de ir allí para recogerlo!
Dio un puñetazo a la mesa. Frølich se lo quedó mirando. La siniestra mirada de aquel hombre sólo indicaba ira. Intentó imaginárselo siendo repudiado por un anciano de ochenta años, pero luego interrumpió el hilo de sus pensamientos y le preguntó:
—Me ha dicho que había una relación entre Reidar y su padre, ¿no?
—Eran viejos colegas.
—¿De manera que la relación entre usted y Folke Jespersen surgió a través de su padre?
—Sí. ¿Ha terminado ya? Tengo que partir leña… y también tengo que cagar.
Frølich reflexionó.
—No estoy seguro de si tengo todo lo que necesito. Por lo que hay una probabilidad muy elevada de que tengamos que volver a hablar.
—Entonces prefiero que sea ahora.
—¿A cuánto ascendían las deudas que tenía Folke Jespersen con usted?
Jonny sonrió haciendo un gesto de rechazo.
El policía se levantó, se acercó a la ventana y contempló la pradera parcialmente nevada que descendía hasta el lago helado. Tras lo alto de la loma de enfrente se podía distinguir vagamente el caballete de un granero. Una manada de corzos se había congregado al pie de unos cuantos árboles. Estaban comiendo de una bala de heno que alguien había dejado en la nieve. Era un paisaje invernal idílico y armonioso.
—Esto es precioso —le dijo al hombre de la mecedora—. Si yo pudiera vivir aquí, creo que no estaría siempre de tan mal humor.
Stokmo no contestó.
—¿Con qué asocia el número ciento noventa y cinco? —preguntó desde la ventana.
—Con lo mismo que el número uno, o siete o cincuenta y dos… con nada.
Frank Frølich lo miró.
—Bien —dijo brevemente—. Sé que tiene antecedentes penales.
Llevaba tiempo esperando sacar esa baza porque sabía que surtiría efecto. Los hombros de Jonny Stokmo se desplomaron; el hombre miró de reojo a Frølich como si fuera un animal acosado.
Ambos se observaron fijamente: Frank Frølich, apoyado tranquilamente en la pared, y Jonny Stokmo, agarrotado en su silla.
—No tiene buena pinta, eso de que se esconda aquí; al fin y al cabo, usted fue una de las últimas personas que vieron a Folke Jespersen con vida.
—Eso fue…
—¡Cierre el pico! —dijo fríamente Frølich—. Ha confesado que tenía cuentas pendientes con él, y fue uno de los últimos en verlo vivo. No tiene ninguna coartada para la hora del crimen, y en términos generales su historia es muy poco consistente.
Jonny Stokmo clavó la vista en el suelo.
—Le he dado una oportunidad, y no pienso volver por aquí. ¿Tiene algo que añadir a su declaración?
El hombre negó lentamente con la cabeza.
—Entonces le ordeno que se mantenga disponible a cualquier hora —dijo Frølich en tono pausado—. Si llamo una sola vez y no contesta nadie, enviaré a dos hombres para que lo cojan y lo metan un par de días en prisión preventiva, ¿entendido?
Stokmo asintió con la cabeza.
Frølich miró el reloj.
—Hasta entonces —dijo brevemente—, procure encontrar a alguien que confirme su versión de los sucesos del viernes día 13 y de la noche del viernes al sábado.