La parte de la herencia

—¿Se puede saber qué has echado en la taza? ¿Alquitrán? —dijo Frølich, intentando fregar bien las tazas antes de verter en ellas café recién hecho.

La taza de porcelana de Gunnarstranda, robada hacía tiempo en una cantina, tenía por dentro un color marrón oscuro producido por la acidez del café. La de Frølich era una pieza artística de cerámica verde que le había regalado por Navidades Gøril, la encargada de registrar todos los objetos de la escena del crimen. Frølich se paró a pensar en Gøril y en la noche que habían pasado juntos después de Nochebuena, hacía casi cuatro semanas. Pocas veces le había sido infiel a Eva-Britt. Pero cada vez que ocurría, luego se quedaba muy preocupado y arrepentido, y sentía un pánico atroz a contraer alguna enfermedad de transmisión sexual o a que se produjera un embarazo no deseado. Sin embargo, después de la noche que había pasado con Gøril, no lo asaltaron esas preocupaciones. Mientras el agua del grifo corría por la taza sucia de Gunnarstranda, sin que esta terminara de limpiarse, pensó en llamar a Gøril y pedirle la lista de los objetos de la tienda de Reidar Folke Jespersen. Contempló su imagen reflejada en el espejo.

—Pero ¿por qué? —se preguntó—. ¿Por qué quieres hacer eso?

—¿Mmm? —dijo Gunnarstranda desde su silla, mientras hojeaba la edición vespertina del Aftenposten.

—¿Qué? —preguntó Frølich.

—Yo no he dicho nada; has sido tú —respondió Gunnarstranda con la nariz metida en el periódico.

Frølich se incorporó y de pronto supo por qué tenía ganas de verla. La mujer no había hecho ni una sola alusión al episodio que había tenido lugar entre ambos. Recordó cómo le chispeaban los ojos cuando se encontraron en la tienda de antigüedades de Reidar. Sirvió café en las dos tazas.

—He dicho que el teléfono de Jonny Stokmo está muerto —le dijo a Gunnarstranda, colocándole delante la taza de café llena—. Stokmo se ha ido, es como si se lo hubiera tragado la tierra.

—Buena razón para seguirle la pista.

—Podemos intentar dar con él a través de su hijo… ese chatarrero de Torshov —dijo Frølich, haciendo una mueca al darle un sorbo a su café solo—. ¿Tú o yo? —preguntó.

—Yo —dijo Gunnarstranda, y alzó la vista—. ¿Qué opinas de los hermanos? ¿Tienen un móvil? —Dobló el periódico.

Frølich, que seguía pensando en Gøril y en las cosquillas que le había hecho su pelo en la nariz aquella noche de hacía cuatro semanas, intentó alejar de sí ese recuerdo y concentrarse en Gunnarstranda, que meneaba la cabeza.

—¿Qué pasa? —preguntó el comisario de la brigada de investigación criminal.

—Reidar e Ingrid no habían acordado la separación de bienes —razonó Frølich con sensatez—. Nadie ha formulado una protesta. El tribunal de familias de Brannoysund no ha registrado ningún contrato matrimonial, y el testamento fue anulado. Si Ingrid Folke Jespersen se queda ahora con todas las propiedades del viejo… —Y dejó la frase sin terminar.

—No puede. Karsten Jespersen tiene derecho a heredar —dijo Gunnarstranda—. No es hijo de ella. Tiene derecho legítimo.

—Pero si suponemos por un momento que Ingrid Jespersen dispone libremente de todo el negocio del anciano —dijo Frølich—, entonces, tal y como ella me ha confesado, querrá librarse de la tienda. Es decir, ahora que su marido está muerto, la venta podría estar en el bote.

—¿Quieres decir que ese podría ser el móvil de los dos hermanos?

—Quiero decir que sería una tontería pasar por alto ese móvil. El hombre que impedía la venta del negocio ya no se interpone en el camino de nadie. Los dos hermanos poseen cada uno un tercio. Aparte de eso, todos afirman que Karsten Jespersen no está en absoluto interesado en la tienda. Y, sin embargo, no sabemos quién se hará cargo del negocio. Sin duda, habrá una discusión entre Karsten y la viuda… pero parece ser que los dos se entienden muy bien. Desde un punto de vista puramente de derecho sucesorio, Karsten tiene derecho a un tanto por ciento de la mitad paterna de toda la propiedad. Dado que Ingrid Jespersen y su marido no tenían separación de bienes, ella se beneficiará de la muerte de Reidar más que el hijo de este.

—Y de la difunta madre de Karsten tampoco sabemos nada —dijo Gunnarstranda.

—¿Qué?

—Karsten también tiene derecho a la herencia de ella. No sabemos si esa herencia ya ha sido aclarada. Cuando veo todo lo que no sabemos, este reparto de la herencia me parece tan complicado, que dudo…

Gunnarstranda se interrumpió.

—¿De qué dudas? —preguntó Frølich pacientemente.

Gunnarstranda negó con la cabeza.

—No sé. En cualquier caso, no creo que la cuestión de la herencia por sí sola sea un móvil convincente.

—Tal vez deberíamos solicitar la lista de los objetos de la tienda —dijo Frølich pensativo.

—¿Por qué?

El policía dirigió una mirada de ensoñación al vacío.

—No, por nada, pero podría ocuparme de eso en su momento.

—No me puedo imaginar que los dos viejos se hayan cargado a su hermano porque este retrasaba la venta del negocio —continuó Gunnarstranda, dubitativo.

—¿Retrasaba?

—Sí. Pese a todo, los dos eran mayoría. Reidar Folke Jespersen habría quedado en minoría.

—Pero ahora te olvidas de la relación que tenían entre sí —objetó Frølich—. Esos tres hermanos se conocen increíblemente bien. El muerto era un auténtico Goliat, que siempre lo decidía todo y aterrorizaba a los otros hasta que hacían lo que les ordenaba. De repente les cayó del cielo una oferta. A partir de entonces, los dos hermanos husmearon la posibilidad de una magnífica jubilación… y esa jubilación era la que quería echarles por tierra Reidar. Los otros dos estaban acostumbrados a ceder ante él. ¿Acaso no es llamativo que haya sido asesinado el mayor?

—En estas circunstancias, todo es llamativo —respondió Gunnarstranda.

—Y entre medio tenemos al hijo, Karsten, que estaba hasta las narices de trabajar a las órdenes de su padre a cambio de una propinilla…

—¡De eso no sabemos nada!

—Pero Karsten Jespersen se ha criado a la sombra de un tirano. Ten en cuenta que durante toda su vida no se le consintió tener miedo, y estoy seguro de que de pequeño tenía miedo hasta de las sombras de detrás de la puerta…

Gunnarstranda se había reclinado en el asiento, a la espera de una continuación que no llegó.

—¿Sí? —preguntó.

—En fin, tú mismo has podido ver que el tal Karsten está hecho una ruina.

—¿Y qué más?

—Los dos hermanos saben que sólo había uno que impidiera la venta. Ni Karsten ni Ingrid Jespersen se opondrían a la venta. Para los dos hermanos…

—En una reunión de la junta directiva únicamente habrían tenido que alzar la mano —dijo Gunnarstranda—. Estaban en mayoría.

—Sin embargo, sabemos que Reidar dejó entrar al asesino en la tienda —siguió argumentando Frølich.

—Pero podría haber dejado entrar a otros muchos; no tuvieron por qué haber sido forzosamente los hermanos. —Gunnarstranda observó a su corpulento colega—. Te olvidas de otra cosa. Me has contado lo de ese perro de Arvid Jespersen, Sølvi. ¿Esa historia no te induce a pensar que el hombre es demasiado blando?

—¿Por qué? El asunto del perro únicamente reforzaría el móvil de Arvid. Al fin y al cabo, su hermano intentó matar al animal.

—No me refiero a eso, sino a que era una birria de perro, ¿no?

Frølich levantó las dos cejas.

Gunnarstranda alzó los brazos y buscó las palabras apropiadas.

—Ya sabes lo que quiero decir… Esa clase de perros que parecen ratas con pelo sólo los tienen las putas viejas y los maricones, ¿no?

Frølich miró desconcertado a su jefe.

—Mi abuela tenía uno igual —acertó a balbucear.

—Vaaaale —asintió Gunnarstranda en tono apaciguador, apretó los labios y arrugó elocuentemente la cara—. Seguro que Arvid es un hombre completamente normal. Pero creo que si nos aferramos a la historia de la herencia de los Jespersen, nos metemos en un callejón sin salida. Lo único que tiene de particular es que el hombre, al parecer sin la menor presión emotiva, anuló su testamento poco antes de ser liquidado —se aclaró la voz y permaneció un rato pensativo—. En cualquier caso, es demasiado pronto para prestar tanta atención sólo a los hermanos. El que yo he visto, Emmanuel, tal vez sea capaz de garabatear un acertijo en el cadáver, pero desde luego no parece un gran luchador. Apenas podía levantarse del sillón para coger un cenicero. —Clavó de nuevo la mirada en Frølich—. ¿Miedo de las sombras de detrás de la puerta? —preguntó, extrañado.

—A todos los niños les da miedo la oscuridad.

—¿Qué clase de sombras hay detrás de la puerta?

—Sombras, cosas que dan miedo.

—Pero ¿detrás de la puerta? ¿Se pueden ver sombras a través de una puerta cerrada?

Frølich lo miró.

—Bueno, dejémoslo en debajo de la cama… ¿eso te gusta más?

Gunnarstranda alzó resignado los brazos.

—Vale, está bien. —Carraspeó y se levantó—. Bueno, sigamos con lo nuestro —murmuró al tiempo que cogía la chaqueta.