Reflexiones

Emmanuel Folke Jespersen vivía en un callejón sin salida de Haslum. A lo largo de las cercas había algunos coches parados cubiertos de nieve. Las máquinas quitanieves habían despejado una línea sinuosa entre los coches. El comisario Gunnarstranda aparcó en un hueco, entre dos coches cubiertos por la nieve. Las casas rojas en hilera daban cabida a cuatro inquilinos. Cada uno tenía su propio trocito de jardín. Un gato blanquinegro reposaba tranquila y pintorescamente en el pequeño escalón que había delante de la puerta. La escalera había sido barrida con una escoba de sorgo azul que tenía unas rosas pintadas en el palo. El gato se levantó y se frotó en la pernera izquierda del pantalón de Gunnarstranda, cuando este subió por la pequeña escalera y llamó al timbre.

Una mujer joven y rolliza con el pelo rizado y gafas abrió la puerta.

—Al fin te encuentro —y rio, algo desorientada, cuando el gato se coló dentro—. ¿Es usted el hombre de la policía? —preguntó, sujetándole la puerta a Gunnarstranda, que asintió—. El abuelo lo espera en el cuarto de estar.

Gunnarstranda oyó una suave música de violín procedente del interior de la vivienda. Colgó el abrigo en el perchero que le indicó la joven.

—Tengo que irme en seguida —aseguró ella—. Sólo le había prometido ayudarlo un poco.

El policía la siguió por un pasillo estrecho. Pasaron junto a una escalera que conducía al primer piso y entraron en un pequeño cuarto de estar en el que había un piano y unos grandes sillones de piel de estilo inglés. La música de violines salía de un viejo tocadiscos estereofónico situado debajo de la ventana, a una distancia de un brazo de Emmanuel Folke Jespersen, que se levantó con gran esfuerzo de su sillón y le tendió la mano al policía.

De la cara redonda del anciano asomaban dos ojillos pícaros, bajo los que le colgaban las mejillas. Tenía el pelo blanco como la nieve y brillante como el oropel.

—Bueno, pues ya me voy —le dijo la joven a Emmanuel, después de haberles servido café a él y al comisario.

—Sí, anda, vete —dijo el dueño de la casa, dejando vagar la mirada por una mesa en la que había una jarra de florecitas, unas tazas y un plato con galletas. Jespersen sacó un purito fino del bolsillo superior de su camisa rosa—. ¿Le molesta que fume?

—En absoluto —contestó Gunnarstranda, que a su vez sacó su tabaco y lo dejó encima de la mesa. Cuando el sol bajo del invierno entró de repente por la ventana, parpadeó—. Aquí no estoy a gusto —dijo, y se sentó en la otra punta del sofá.

Emmanuel se volvió y dijo adiós con la mano cuando la joven cerró la puerta a su espalda.

—Mi nieta —explicó—. Kristin. Buena chica, muy servicial.

Encendió una cerilla y dio diversas caladas al purito hasta que prendió. De los altavoces salía un crescendo.

—Qué bonito —comentó Gunnarstranda.

—Una de esas nuevas estrellas —explicó Folke Jespersen, haciendo un aro de humo que ascendió trémulo hacia la luz del sol, donde se desvaneció. Luego cogió la funda del CD que estaba en la mesa que los separaba—. Su apariencia física tampoco es nada despreciable. Increíblemente guapas, estas jóvenes violinistas. Dentro de poco, importará más el sexo que la música.

Gunnarstranda cogió la funda. La foto mostraba una beldad de pelo oscuro que posaba con su violin en una calle nocturna. Las acusadas sombras resaltaban su maquillaje y su atuendo provocativo. La mujer miraba a Gunnarstranda con los labios húmedos y ligeramente entreabiertos.

—Hace unos años la hubiéramos considerado una modelo fotográfica de lo más profesional. —Señaló con la cabeza hacia los altavoces—. ¿De verdad es la misma que está tocando?

Emmanuel Folke Jespersen asintió, complacido, y dio varias vueltas al purito entre los dedos.

—Es cierto, pero ahí no queda todo: por lo visto, hace los conciertos en biquini. Imagínese. Así están hoy las cosas. Un talento natural del violin tiene que presentarse en biquini para obtener éxito.

Gunnarstranda asintió con la cabeza.

—Eso me recuerda… —empezó, pero se interrumpió al ver que Folke Jespersen agitaba el purito para que prestara atención al virtuosismo de la violinista. Gunnarstranda escuchó cortésmente hasta que de nuevo entró la orquesta, y luego continuó—: Cuando yo era un joven policía… ya no me acuerdo del año, pero en cualquier caso fue hace mucho tiempo… Bueno, pues en el norte de Noruega había una mujer de Oslo que abrió una peluquería en el sótano de nuestro bloque, pero no empezó a tener clientes hasta que se puso a cortar el pelo a la gente en traje de baño.

—¿Lo ve?… ¿Más café? —dijo Jespersen, levantando la jarra del termo.

Gunnarstranda asintió.

—Entonces empezaron a venir solteros, estudiantes y músicos ambulantes… Multitudes de hombres iban allí a cortarse el pelo, algunos incluso varias veces por semana. Lo cual no era nada extraño, pues la chica era muy guapa. Pero cuando un día se presentó hasta el cura, las mujeres de la localidad se sublevaron.

Emmanuel Folke Jespersen relinchó por lo bajo.

—¿Le cortó el pelo también a usted?

—No, a mí me mandaron allí porque se decía que la mujer prestaba otros servicios en el salón y que a veces ni siquiera llevaba el traje de baño. —Gunnarstranda le devolvió la funda—. De manera que eso de los trajes de baño no es nada nuevo en la cadena alimentaria —concluyó, estirando las piernas. Luego hizo un gesto de aprobación hacia las notas que salían de los altavoces—. Desde luego, la chica sabe tocar.

—Schubert —dijo Emmanuel Folke Jespersen—. Era también el compositor favorito de Reidar… Schubert.

—¿De verdad?

—Sí, ese lado no se lo mostraba a muchos. Era… ¿cómo le diría yo?… su lado débil, y se lo mostró a muy pocas personas.

—¿Y usted era una de ellas?

Folke Jespersen respondió encogiéndose de hombros y lanzando hacia el techo otro aro de humo menos logrado.

Gunnarstranda cogió su taza de café.

—El día en cuestión estuvieron hablando entre ustedes. Tengo entendido que los tres se reunieron en casa de su hermano Arvid, ¿no? —Dio un sorbo de café y volvió a dejar la taza.

—Sí, y fue muy triste separarnos de esa manera.

—¿De qué manera?

—Tuvimos una pequeña discusión, y Reidar estaba bastante irritado. Es una pena que no pudiéramos intercambiar impresiones antes de que muriera.

—¿Una discusión?

—Esa pareja, Iselin y Hermann, querían comprar la tienda… cosa que a mí me pareció muy bien. Quiero decir que todos nos vamos haciendo viejos, y nos hubiera venido de perlas recibir una cantidad considerable de dinero y olvidarnos del asunto.

—¿Estaban de acuerdo en el precio?

El anciano negó lentamente con la cabeza.

—Reidar, sencillamente, no quería vender la tienda.

—¿Por qué no?

—No tengo ni idea.

—¿Cambió de repente de opinión? ¿No participaba en las negociaciones?

—Estaba al corriente de todo. Y hasta ese día no se había opuesto tan radicalmente; sólo se mostraba inseguro. Por eso acordamos la reunión.

—Dice que no tiene ni idea de por qué dijo que no. ¿Puede ser que quisiera amparar a su hijo?

Su interlocutor ladeó la cabeza con gesto pensativo.

—Es posible… —murmuró—. Aunque, en realidad, es poco probable. En fin, que no tengo ni idea del porqué. Reidar era completamente imprevisible, ¿sabe usted? —Emmanuel volvió a negar con la cabeza—. Tendría que haber conocido a Reidar para comprender mi inseguridad al respecto.

Resopló con fuerza al incorporarse en el sillón y estirar el brazo para bajar la música.

Se miraron. Folke Jespersen se inclinó hacia adelante en su asiento.

—Reidar no se interesaba ni un pimiento por Karsten —afirmó—. Reidar… —Jespersen se adelantó aún más en el asiento, para hacer una confidencia.

El comisario lo imitó y se inclinó también hacia adelante.

—Reidar era de la vieja escuela —dijo Emmanuel—. ¿Lo entiende?

Gunnarstranda no respondió.

—Mi hermano hizo cosas en la guerra que ni a usted ni a mí nos gustaría saber. Reidar no era una persona bondadosa. Con Karsten ha sido demasiado duro. Usted mismo puede ver que el chico está hecho polvo: tiembla como un perrito cuando hay tormenta. Pero ya es un adulto y está bien casado; Karsten y Susanne tienen dinero suficiente. Ella no gana poco, ¿sabe?… como directora de departamento y eso. Pero en cuanto a Reidar, los intereses de Karsten siempre le han dado igual. Y a Karsten la tienda nunca le ha importado nada… a decir verdad. Todos estos años ha trabajado en la tienda porque tenía miedo de su padre. Lo que realmente quiere Karsten es hacer carrera como escritor.

Folke Jespersen se irguió y siguió dando caladas a su purito.

—¿Tiene éxito?

—¿Con qué?

—Como periodista.

—Bueno…, ha hecho unos cuantos reportajes sobre temas que conoce, ha escrito algunos artículos muy interesantes sobre la Sotheby’s de Londres, y cosas por el estilo. Recuerdo que una vez publicó un artículo sobre las joyas de la reina de Inglaterra. Tuvo que ser… creo que fue en el dominical del Aftenposten.

—¿En serio?

—Sí, pero de eso hace ya unos cuantos años; por lo general, traduce cómics. —Jespersen esbozó una sonrisa maliciosa con el purito en la comisura de la boca—. ¡Suelta el rifle, forastero!… ¡Paf!… ¡Pum!…

Al pronunciar la última palabra, Jespersen se puso rojo como un cangrejo y le entró un ataque de tos.

Gunnarstranda esperó cortésmente.

—A mí también me pasa —dijo, comprensivo, cuando el otro logró recuperar el aliento—. Es por fumar.

—¿Qué importancia tendrá eso? No tiene sentido dejarlo cuando se han cumplido los setenta. Pero yo no me trago el humo, lo cual no es ningún problema, siempre y cuando el purito sea lo suficientemente fuerte.

—Pues yo sigo tragándome el humo —admitió el comisario.

—Yo a veces también hago un poco de trampa.

—Pero volvamos a Karsten —lo interrumpió Gunnarstranda—. La venta de la tienda, ¿no supondría para él una especie de amenaza? Me refiero a que le arrebataran de repente algo a lo que se había aferrado durante años.

Jespersen le guiñó un ojo jovialmente, como para darle a entender que le había visto las intenciones. Luego negó otra vez despacio con la cabeza.

—No, realmente no lo creo. Más bien creo que se lo habría tomado como una especie de… liberación.

—¿Y usted? —quiso saber el comisario.

—¿Yo?

—Tiene que ser triste para usted que la venta se fuera al garete.

—No excesivamente —lo contradijo Jespersen.

—¿Qué quiere decir?

—No tan triste como para hacerle algo malo a mi hermano.

Gunnarstranda asintió para sus adentros y, durante el silencio que se instaló a continuación, miró a su alrededor. El piano estaba esmaltado en negro; era un viejo Brüchner. Sobre él colgaba un cuadro de un paisaje que mostraba una pradera con una única margarita en el centro. La otra pared la adornaba un cuadro de un velero: había tormenta, y la goleta, simbólicamente, iba media eslora por detrás de un barco de vapor que cabeceaba a toda máquina.

—¿Qué clase de relación tenía usted con su hermano?

—Una relación íntima, pero al mismo tiempo distante —refunfuñó Jespersen, haciendo girar el purito en el cenicero para desprender la ceniza—. Cada uno tenía su propia familia, pero nos manteníamos regularmente en contacto, íntima y al mismo tiempo distante, es quizá la definición más exacta.

—¿Se reunieron en casa de su hermano Arvid?

—Sí. Y también invitamos a la parte contraria. Entienden algo de antigüedades, ¿sabe?, así que pensamos que eran los compradores ideales. Y luego llegó Reidar… Nada más llegar, ya me olí que íbamos a acabar mal. Venía de un humor de perros.

—¿Se mostró sorprendido?

—¿A qué se refiere?

—A si lo pilló de sorpresa la situación, los dos compradores… ¿Sabía lo que le esperaba?

—Sí, todos estábamos de acuerdo con la venta, pero en realidad fue Arvid la… —Emmanuel Folke Jespersen buscó las palabras—… la fuerza motriz.

—¿La fuerza motriz?

—Sí, él era el más partidario de la venta.

—¿De manera que a su hermano Reidar lo dejaron al margen?

Jespersen negó con la cabeza.

—No, tampoco es eso. Pero Reidar y yo dejamos las negociaciones concretas en manos de Arvid.

—¿Entonces Reidar no puso ninguna objeción a la venta?

—No… eso es lo curioso. Yo creo que ese día tuvo que pasarle algo para que de repente se pusiera a la defensiva. Simple y llanamente, estaba de mal humor.

Gunnarstranda cogió el tabaco y empezó a liarse un cigarrillo.

—¿Simple y llanamente cabreado?

El viejo se encogió de hombros.

—Debía de haberle pasado algo. Desde el primer momento me di cuenta de que estaba furioso. Y ya entonces me arrepentí de cómo lo habíamos organizado… Me refiero a que los compradores llegaran antes que Reidar… de modo que él llegó el último, como si fuera un extraño, y yo creo que eso no le gustó nada. —Jespersen sonrió levemente—. Bueno, en realidad sé perfectamente que no le gustó nada llegar el último. —Meneó resignado la cabeza—. Nunca soportaba ser el último.

—¿Qué cree usted que lo puso de tan mal humor?

—Ni idea; quizá se peleó con Ingrid. De todos modos —Jespersen negó con la cabeza—, eso rara vez ocurría. No, no lo sé.

—¿Qué opinión le merecía esa relación? Quiero decir, ese matrimonio… Su hermano era muchísimo mayor que su mujer…

—¿Se refiere a si…?

—Sí, ¿ha vuelto locos a otros hombres?

Jespersen negó lentamente con la cabeza.

—¿La ha conocido? —preguntó.

—Naturalmente. Pero usted la conoce mejor que yo.

—Es de las que son fieles —afirmó Jespersen—. Siempre está alegre; le gustaba bailar, ¿sabe? Pero es fiel, muy fiel.

—¿No cree entonces que tuviera un lío?

El anciano sonrió, incómodo.

—No, eso… —Negó con la cabeza—. No —dijo con resolución.

—¿Pero no dice que su hermano Reidar estaba enfadado el día en cuestión?

—No dijo casi nada… bueno, mientras estaban presentes los compradores, pero en cuanto se fueron, se armó la marimorena.

—¿Qué sucedió?

—Rechazó la oferta sin discusión, se negó a discutir. Pero eso en realidad no nos extrañó; lo que nos extrañó fue todo lo demás, porque en cuanto empezamos a argumentar, se cabreó tanto que le dio una patada a la perrita de Arvid. —Emmanuel Jespersen esbozó una sonrisilla—. Nunca había visto una reacción así en Reidar. Quiero decir que resulta infantil ponerse a dar patadas o romper cosas; eso sólo lo hacen los enamorados cuando están celosos. —Meneó la cabeza—. Fue todo muy raro.

—Y cuando llegó, ¿ya se le notaban indicios de esa resistencia?

Jespersen negó con la cabeza.

—Eso fue precisamente lo más raro. Verá, a Arvid le afectó muchísimo el asunto de la perrita, con lo que fue imposible continuar la discusión; hubo que dar la reunión por concluida. Más tarde me estuve preguntando si Reidar lo habría hecho a propósito.

—¿A qué se refiere?

—A que lo hiciera para terminar la conversación. Verá, Arvid y yo nos mostramos obstinados. Teníamos previsto no darnos por vencidos. Y cuando vio que lo apremiábamos, dos contra uno, entonces fue cuando le propinó una patada al animal.

Gunnarstranda se pasó los dedos por los labios.

—Ya entiendo —murmuró mirando a su alrededor—. ¿Le gusta hacer crucigramas?

—Sí. —Folke Jespersen siguió la mirada de Gunnarstranda por la librería, donde había un montón de revistas de acertijos y obras de consulta—. Cómo se nota que es usted detective… —asintió, y señaló el revistero de debajo de la mesa—. Pues sí, todos mis nietos me traen revistas y periódicos. Los crucigramas y los jeroglíficos son mi pasión. ¿Por qué me lo pregunta?

Gunnarstranda meneó la cabeza.

—Por nada. Es que tengo un jeroglífico que, por más que intento resolverlo, no lo saco.

—Dispare —dijo, animado, el anciano.

Gunnarstranda lo miró directamente a los ojos.

—Son cuatro signos. El primero es una J, como de Jens. Luego viene el número uno. Luego el nueve y, finalmente, el cinco: J195.

Emmanuel Folke Jespersen negó lentamente con la cabeza.

—Hum —suspiró—. Tendré que pensarlo.

—Piénselo —dijo Gunnarstranda, y continuó—: ¿Volvió a llamar más tarde a Reidar?

—Eh… ¿no hay ninguna otra referencia? ¿Sólo cuatro signos… la letra J y los números uno, nueve y cinco?

Gunnarstranda asintió con la cabeza.

—J195: eso es todo. —Repitió la pregunta—: ¿Lo llamó?

—Lo intenté. Lo llamé.

—¿Cuándo fue eso?

—Hacia las seis de la tarde lo intenté unas cuantas veces. Primero a su casa, pero Ingrid me dijo que volvería más tarde. La había avisado. Luego llamé a Ensjø, pero no respondió nadie.

—¿Recuerda a qué hora fue eso?

—Hacia las seis y media. No lo recuerdo con exactitud.

Gunnarstranda se encendió otro cigarrillo liado por él.

—¿Y cuándo lo intentó de nuevo?

—Por la noche, a las diez y media. Entonces Reidar me dijo que no quería discutir sobre el asunto. Como tenía a Karsten y a su familia de visita, fue bastante parco en palabras.

—¿Intentó hablar otra vez con él más tarde?

Folke Jespersen miró tristemente al funcionario de la brigada de investigación criminal y negó con la cabeza.

—No, no lo hice.

—¿Cuándo se fue a la cama?

El anciano reflexionó.

—A la una, tal vez a la una y media.

—¿Y estaba solo?

El otro asintió.

—¿Cómo se enteró del asesinato?

—Llamé al día siguiente. Se puso al teléfono el cura; un cura que estaba en casa de Ingrid.

Gunnarstranda inhaló el humo y se concentró unos segundos en las ascuas del cigarrillo.

—Lo siento, pero tengo que plantearle la pregunta —se disculpó, y por unos segundos su mirada se cruzó con la del otro.

Emmanuel Folke Jespersen se mostró comprensivo. En ese momento, no era más que un pobre anciano con los mofletes caídos, la tripa gorda, los ojos tristes y un purito apagado en la mano.

Tras su visita a Emmanuel Folke Jespersen, Gunnarstranda dio un rodeo por Røa. Condujo a través de Griniveien, pero antes de llegar a Sørkedalsveien dobló por Røahagan, una de las típicas calles con villas de la parte oeste de Oslo, donde las grandes fincas de casas antiguas se habían ido fragmentando con el paso de los años, para que una clase media cada vez más numerosa y consciente de su estatus pudiera construir sus cursis palacetes en los antiguos y sombreados huertos de manzanos. La casa de Karsten y Susanne Jespersen era un bloque pintado de rojo de estilo Bauhaus que había sido reformado hasta volverse irreconocible. El comisario se detuvo un momento en la entrada de coches. Muchos años atrás, él y un colega habían creado un código común. Solían poner abreviaturas a los testigos cuando los mencionaban delante de otros testigos. Así, una mujer podía ser una «M» y a un hombre podían llamarlo, por ejemplo, «BT»; empleaban estos códigos para que los testigos no entendieran los mensajes, pero también porque esas categorías eran importantes para hacerse una idea de conjunto. «M» significaba mentirosa y «BT» era un buen tío. Se inventaron muchas abreviaturas de esa clase y las usaban con frecuencia.

Gunnarstranda y Frølich nunca habían trabajado de ese modo. La razón de ello, creía Gunnarstranda, era que, desde el punto de vista profesional, interpretaban las señales de una manera bastante parecida. Pero a veces Frølich y él estaban a varios kilómetros de distancia. Ahora, por ejemplo, intentó interpretar algo que supiera que iba a escapar a la atención de su colega más joven… consciente o inconscientemente.

Gunnarstranda partía de la base de que la gente se ponía una coraza y sacaba de ello el máximo provecho posible. Al mismo tiempo, se daba cuenta de que esa teoría tenía sus puntos débiles; de ahí que procurara por todos los medios corregir sus propias conclusiones a través de otros ángulos de visión. Ahora, delante de la casa de Karsten Jespersen, su problema era que no se sentía capaz de interpretar ni una sola señal. Sabía que con los precios actuales una casa unifamiliar como esa en la parte oeste de la ciudad era prohibitiva para muchos. Por otra parte, no tenía ni idea de cómo habían conseguido esa casa Karsten y Susanne Jespersen. Bien podía haber sido, por ejemplo, la casa paterna de ella. Aparte de eso, la situación geográfica de la vivienda, por el momento, era completamente irrelevante. Examinó la fachada del edificio. La escalera que daba a la puerta de entrada tenía malos cimientos y, tras muchos años de heladas, estaba torcida y llena de grietas que, a su vez, cedían ante la fuerza explosiva del hielo y la nieve. No obstante, los deteriorados muros no presentaban síntomas de ruina. Como la casa era de las más antiguas de la calle, carecía de los artísticos símbolos de estatus que engalanaban las casas más nuevas: encofrado de madera, tejado cubierto de hierba o tejas esmaltadas holandesas. Como tampoco había ningún coche en la entrada, la casa de Karsten Jespersen parecía igual de gris e impenetrable que su dueño. Gunnarstranda se preguntó si eso sería precisamente lo destacable. ¿Era el anonimato de Karsten Jespersen tan llamativo como para tener que prestarle más atención?

Cuando por fin llamó al timbre, tardaron bastante en abrirle la puerta.

—Pasaba por aquí para ver si estaba en casa —dijo Gunnarstranda amablemente—. Como le hemos cerrado la tienda…

Desde el pasillo se dirigieron directamente al despacho de Karsten Jespersen. «Muy apropiado», pensó Gunnarstranda con ironía. Pero el caso es que la habitación parecía muy acogedora. A lo largo de las paredes había estanterías llenas de libros. Junto a la ventana vio un viejo escritorio pintado de marrón y, sobre él, una máquina de escribir negra antigua de la marca Royal, que contrastaba con las dos enormes columnas de altavoces de la pared de enfrente. Gunnarstranda se acercó al imponente equipo de música con la esperanza de poder deducir de ahí algo acerca de los sentimientos más profundos de aquel hombre. El amplificador, plano pero muy ancho, reposaba sobre una placa de piedra tallada, probablemente de mármol. Las columnas de los altavoces eran triangulares, y llegaban hasta el techo. Ante ellas había dos modernas butacas de diseño con el respaldo reclinable.

—He venido para preguntarle de qué habló con su padre la noche anterior a su muerte —explicó Gunnarstranda en voz baja, después de sentarse en uno de los sillones.

Karsten Jespersen tomó asiento junto al escritorio.

—¿Hablé yo esa noche con mi padre? —replicó, dubitativo.

—Cuando fue a cenar a su casa.

—Ah, sí… Hombre, lo que se dice hablar, hablar… Fue la típica charla cotidiana. Hablamos de la cena, y de que los niños tenían que comérselo todo… de ese tipo de cosas.

—¿Y después? Usted y su padre se tomaron un coñac solos, ¿no?

—Es cierto, y hablamos sobre todo de la tienda. Le pregunté por algunos precios y discutimos sobre ello.

—¿Qué precios?

Karsten Jespersen abrió un cajón del escritorio y apoyó un pie encima.

—El precio de una mesa, de un uniforme antiguo y de dos vasos de Nøstetangen. Era mercancía nueva… todo está abajo, en el despacho.

—¿En qué despacho?

—En el mío, en el de la tienda.

—¿Y de eso fue de lo único que hablaron?

—No es poco. Fijar los precios de las antigüedades no sé hace en dos minutos. Yo le propuse tomar el coñac abajo, en la tienda, para que él mismo pudiera echarles un vistazo a las cosas, pero no quiso. Normal, era viernes por la noche… Dijo que las vería al día siguiente, el sábado.

—¿Podría haber sido esa la razón por la que bajó a la tienda cuando ustedes se marcharon? ¿Podría haber ido a la tienda para examinar la mercancía?

—Es posible —dijo Karsten Jespersen—. No lo sé.

—¿Por qué cree usted que bajó?

—Desde luego, es posible que quisiera ver esas cosas que acababan de llegar…

—Sin embargo, no quiso bajar con usted cuando se lo propuso.

—Exacto; de modo que habría sido un poco raro que hubiera bajado más tarde por eso. Pero quién sabe, él era siempre tan imprevisible…

—Pero ¿qué pensó usted cuando se enteró de que había aparecido muerto en la tienda? ¿Qué pensó que estaría haciendo allí?

—Pensé que habría bajado para ver si todo estaba en orden, si la puerta estaba cerrada. O sólo a coger algo… A decir verdad, no le di demasiadas vueltas.

—Pero si quisiéramos averiguar por qué bajó, ¿qué alternativas cree que hay?

—Tal vez quisiera comprobar si todo estaba bien cerrado. No creo que tuviera demasiado interés en inspeccionar la mercancía de la que le había hablado. Al fin y al cabo, me había dicho que lo haría al día siguiente.

—¿Cree usted que podría haberse citado con el criminal? —preguntó Gunnarstranda.

Karsten Jespersen lo miró fijamente.

—¿Tan raro le suena? —quiso saber el policía.

—No, pero eso significaría que no fue un robo.

—No hay indicios de que alguien entrara a robar en la tienda, pero todavía no sabemos si fue sustraído algo.

—Si me dejara entrar, yo podría decirle en seguida si han robado algo o no.

Gunnarstranda estiró las piernas y reclinó el respaldo de la butaca. Se estaba muy a gusto, allí sentado.

—Eso no es posible… al menos por ahora. Antes tenemos que inspeccionar todo el local. Le enviaremos una lista de los objetos que hayamos registrado en la tienda y entonces podrá comprobar si…

—Pero ¿por qué…?

Gunnarstranda lo interrumpió:

—Porque la tienda es el escenario del crimen, y eso no admite discusión.

Karsten Jespersen guardó silencio.

—¿Utiliza máquina de escribir? —preguntó el comisario, señalando la máquina negra que había sobre el escritorio—. ¿No usa ordenador?

Jespersen negó con la cabeza.

—Máquina de escribir y pluma estilográfica. Es más artístico. No puedo imaginarme escribiendo de otra manera.

—Pero es antigua. —El comisario señaló la máquina de escribir con la cabeza—. No tiene tecla correctora.

—Hemingway también escribía así —repuso el otro.

Gunnarstranda meditó la respuesta y tomó nota de este nuevo toque de color en la fachada gris de aquel hombre.

—¿De qué otra cosa habló con su padre? —preguntó luego.

—¿Otra cosa? —Karsten Jespersen se encogió de hombros—. Si quiere que le sea sincero, no me acuerdo.

—¿Mencionó él la reunión con sus dos hermanos?

—Sí, la mencionó; es cierto.

—¿Qué dijo?

—Casi nada. Dijo que había estado en casa de Arvid y había impedido la venta del negocio.

—¿Y se le había olvidado eso?

Jespersen hizo una mueca. La barbilla le dio unos leves respingos.

—No —dijo—, no se me había olvidado, pero… en fin…

Gunnarstranda esperó en silencio.

Jespersen apoyó pensativo la cabeza en la mano y procuró encontrar palabras con las que expresar lo que tanto lo afligía.

—Ojalá hubiera conocido a mi padre con vida —empezó, mirando al techo—. Entiéndalo, yo estaba enterado de esas… de esas… —hizo un movimiento desesperado con la mano mientras buscaba las palabras— esas negociaciones para la venta. Arvid me lo había contado. Él y Emmanuel tenían miedo de que yo me opusiera, porque al fin y al cabo soy el que lleva la tienda…

Gunnarstranda siguió esperando en silencio.

—Pero yo no tenía nada en contra. Podría abrir si quisiera una tienda en casa, en la sala de estar. ¡Para algo tengo contactos…!

Se quedó reflexionando un momento.

—¿Así que no tenía nada en contra de la venta?

—Absolutamente nada. Pero cuando mi padre se pone así… Verá, era ya muy tarde cuando nos sentamos a tomar un coñac, y después de que yo le hablé de esos vasos tallados y del uniforme completo, con sus medallas y sus galardones, él se limitó a mirarme de reojo y a decir, como echándome un jarro de agua fría por la cabeza: «He torpedeado la venta del negocio. ¿Quieres llamar a Arvid para consolarlo?». Tendría gracia si no…

—¿Fueron esas sus palabras?

—Sí. De manera que sabía que Arvid ya había hablado previamente conmigo de esas cosas. En realidad, eso fue lo que quiso darme a entender. Por eso estaba cabreado conmigo. Debía de parecerle que había actuado a sus espaldas o algo así.

—¿Y qué le respondió usted?

—No dije mucho. En realidad, debería haberme informado él sobre esas negociaciones para la venta, no Arvid. Mi padre había estado todo el rato al corriente de ese plan, y hasta entonces no protestó. Así que, ciñéndome a la verdad, le dije que me daba igual si se vendía el negocio o no. Si Arvid, Emmanuel y él querían venderlo, yo ya me las arreglaría. Y al final le conté que Arvid me había preguntado si estaba en contra de la venta, y que yo le había contestado exactamente lo mismo que a él. Además, le dije que me resultaba extraño que tuviera que informarme Arvid. Y luego ya no hablamos más del asunto.

—¿Terminaron la conversación?

—No, no, seguimos hablando de otras cosas, pero no de Emmanuel, de Arvid ni de la compra.

Gunnarstranda asintió con la cabeza.

—¿Y esa noche estaba distinto de otras veces?

—No. Estaba como siempre, un poco de mal humor. —Karsten sonrió levemente—. Normalmente solía estar un poco cabreado.

—¿A qué se debía eso?

—¿Mmm?

—¿Acaso estaba enfermo? Quiero decir que quizá estuviera con frecuencia de mal humor porque no se encontraba bien.

Jespersen sonrió.

—Mi padre no estaba enfermo.

Gunnarstranda asintió con la cabeza.

—Sí lo estaba —dijo—. Su padre tenía tumores en los riñones. El informe del forense dice que eran malignos. Sin embargo, hay una probabilidad muy alta de que él no lo supiera. —Gunnarstranda carraspeó—. La pregunta es, pues, si habló con usted de una posible enfermedad.

—Jamás. —Karsten Jespersen se quedó mirando al vacío—. ¿Cáncer? —repitió.

Gunnarstranda se aclaró de nuevo la voz.

—Bien, volvamos a la noche anterior a su asesinato. ¿Habló por teléfono en su presencia?

—Puede que llamara alguno que otro, pero él no telefoneó a nadie.

—¿Sabe con quién habló?

—No, ni idea; estaba ocupado con otras cosas, a los niños les iba entrando el sueño… ¿De verdad que tenía cáncer?

Gunnarstranda sacó la vieja fotografía que había encontrado bajo la carpeta del escritorio de Reidar Folke Jespersen.

—¿Sabe quién es? —preguntó.

Karsten Jespersen cogió la foto, la contempló y se encogió de hombros.

—Ni idea.

—¿No ha visto nunca a esta mujer?

—Nunca.

—La encontré entre los documentos de su padre y pensé que debía de ser su madre.

—¿Mi madre? —Jespersen meneó la cabeza, riendo—. No. Mi madre era rubia… completamente distinta de esa mujer.

Luego se levantó y cogió un retrato que colgaba de la pared, entre los dos altavoces. A continuación cogió una foto enmarcada, también de la pared. Durante un rato, sostuvo el retrato en una mano y la foto en la otra.

—Véalo usted mismo —dijo, pasándole los dos retratos al comisario.

Era una mujer de pelo claro y corto. Gunnarstranda creyó reconocer en ella la barbilla de Karsten Jespersen y también sus ojos. La foto había sido sacada en Bygdøy. La mujer estaba sentada en la terraza de un café con un pañuelo al cuello; parecía pensativa. Al fondo destacaba el edificio del museo Fram. Gunnarstranda lamentó no haber mostrado antes la foto antigua durante las pesquisas.

—Pensé que sería su madre —dijo, meditabundo—. De pronto caí en la cuenta de que no había visto ninguna foto suya… de su madre.

Karsten Jespersen carraspeó.

—No me extraña que no haya visto ninguna foto de ella. No creo que Ingrid hubiera tolerado una foto de mi madre colgada de la pared. Ingrid es muy maja, pero no hasta ese punto. Hay muchas fotos de mi madre en su casa, pero están pegadas en álbumes.

Y a continuación volvió a colgar la foto en su sitio.