Un coche en la acera

Cuando Frølich entró en la oficina, Gunnarstranda estaba enfrascado en el Aftenposten.

—¿Dice algo de nosotros? —le preguntó.

Gunnarstranda negó con la cabeza.

—¿Y el testamento?

Gunnarstranda dejó el periódico a un lado.

—Una decepción. Sólo era una lista de determinadas posesiones: que Karsten Jespersen debía quedarse con cierto armario, y cosas por el estilo. Ninguna restricción, ningún reparto previo. Ningún heredero secreto. Nada. Tan sólo una lista de entre veinte y treinta objetos, y a quiénes van destinados, es decir, si a Ingrid o a Karsten.

—¿Qué consecuencias tiene la anulación del testamento?

—Significa que todo el patrimonio se echa en una enorme cazuela. Ingrid recibe la mitad de la sopa, más su parte de la herencia del viejo. A Karsten se le da dinero. Eso es todo. Que el testamento haya sido anulado únicamente da lugar a que Karsten e Ingrid tengan que pelearse por lo que recibe cada uno.

—Pero ¿por qué anuló esa birria de testamento pocas horas antes de ser asesinado?

Gunnarstranda respondió con un suspiro.

—Otro enigma más en nuestro expediente.

—¿Qué tipo de cosas aparecían en la lista?

—Armarios, figuritas chinas y cosas así. Lo tengo apuntado. ¿Y tú qué has hecho?

Frølich suspiró y se frotó los ojos.

—He entrevistado a cada uno de los inquilinos del edificio —dijo echando un vistazo a sus notas—. ¿Quieres oírlo?

—La versión abreviada.

—En la planta baja sólo hay tiendas. Y el primer piso está ocupado, como sabes, por Ingrid Jespersen. En el segundo, en uno de los pisos, vive un matrimonio, el señor y la señora Holmgren. Los dos, de entre cincuenta y sesenta años. Él trabaja en una distribuidora de herramientas; ella es su secretaria. El viernes en cuestión no oyeron nada. Estuvieron viendo la televisión y se acostaron hacia la una. En el piso de al lado vive la madre del hombre, Aslaug Holmgren. Tiene casi ochenta años, o sea, la misma edad que el asesinado. En su opinión, Reidar Folke Jespersen era un payaso vanidoso y engreído, pero sobre la noche en cuestión no tiene nada que contar. Oye muy mal, y los viernes suele acostarse después de la película policíaca. No le gusta que la NRK emita últimamente tan tarde las series policíacas. Aparte de eso, quiere que vuelvan a poner Derrick y opina que los de la policía podríamos aprender mucho de él. Lo último que me contó fue que ese día se acostó a las once y no oyó nada en absoluto.

El comisario se mordió pensativo el labio inferior.

—¿Y esos son todos los que viven en el edificio? —preguntó.

—También estuve en el bloque de enfrente —dijo Frølich—. Ahí he tenido más suerte, por así decirlo. He encontrado un coche sospechoso.

—¡Perfecto!

—He intentado averiguar desde dónde se veía la tienda. Como el asesinato se cometió de noche, son bastantes los pisos con perspectiva.

—¿Qué clase de gente vive allí?

—La habitual del distrito 3 de Oslo. Un tipógrafo que trabaja en el periódico Vart Land y que vive solo con su perro. Luego, una pareja joven, él fotógrafo del TV-Norge y ella empleada en el Dagbladet. He hablado con una redactora editorial y me ha dicho que les preguntaría a sus hijos. Tiene dos niños adolescentes que no estaban en casa. Me ha contado que vio un taxi aparcado delante de la tienda de antigüedades como mínimo durante una hora.

—¿Un taxi?

Frølich asintió.

—Es la única pista que tenemos hasta ahora: un taxi. Le he preguntado si tenía encendido o apagado el letrero. Apagado. Lo que se le hizo un poco raro es que el motor estuviera en marcha o, más exactamente, que el taxi estuviera tanto tiempo parado con el motor en marcha.

—¿Cuánto tiempo?

—No menos de una hora, según ella. El único problema es que era a primera hora de la noche, antes de las diez. La he puesto en un buen aprieto con eso de la hora. Al final ha resultado que ella había trabajado hasta tarde; después de una reunión había llegado a casa a las ocho, es decir, media hora después que Folke Jespersen. No estaba segura de si el coche ya estaba allí cuando llegó a casa. Pero después de ducharse, miró a través de la ventana y vio el taxi parado con el motor en marcha. Al cabo de, como mínimo, tres cuartos de hora, volvió a mirar por la ventana y aún seguía allí.

—¿Volvió a…?

—… Ahí voy —lo interrumpió Frølich—. Más tarde, volvió a mirar antes de irse a la cama. Entonces vio también un taxi de la marca Mercedes en la calle. En su opinión, el taxi con el motor en marcha era también un Mercedes. Sin embargo, el coche que vio después, antes de acostarse, tenía el motor apagado.

—¿Color?

—Oscuro.

Los dos policías se miraron.

—En total han podido ser tres coches distintos, tres taxis —dijo Gunnarstranda—. Uno de cada dos taxis de Oslo es un Mercedes… como mínimo. Y ese es uno de los barrios más poblados de la ciudad.

—En una de las buhardillas viven dos hombres —continuó Frølich—. Uno trabaja en una emisora local de radio y se hace llamar Terje Teleterror; quizá hayas oído hablar de él. Llama a la gente por teléfono, es una especie de terrorista telefónico. Si la víctima trabaja en un hotel, llama y le dice que es el portero de noche y que se ha quedado encerrado en el trastero y está muerto de hambre, o llama a urgencias médicas diciendo que está tumbado encima de su mujer y no puede sacar la polla del coño. Es un tipo muy gracioso.

—Maldita la gracia —dijo Gunnarstranda impertérrito—. Maldita la gracia que tiene.

—En cualquier caso, es muy popular. Y vive con una especie de dragqueen, un tío que hace no sé qué cosas egipcias, y baila la danza del vientre. La verdad es que resulta raro que un hombre baile la danza del vientre.

—Bueno, ¿y vieron algo?

—Nada. Lo del taxi es lo único que he averiguado —concluyó Frølich.

—¿Qué impresión tenía esa gente de nuestro viejo?

—La de un hombre mayor anónimo. Sabían quién era, lo conocían de la tienda. Pero sólo Holmgren y su mujer sabían que estaba casado con Ingrid Jespersen. A ella la conocían varios… por lo bien que se conserva. —Frølich esbozó una sonrisita y los imitó—: «Oh, ¿se refiere a ella, la guapa, la que ya no es muy joven, pero se conserva tan bien?».

—Vale —murmuró Gunnarstranda.

—El hombre que vive solo con su perro me ha preguntado si sabía quién le robaba siempre el periódico. Parecía un completo maniático; había montado un objetivo gran angular para observar quién le robaba el periódico por las mañanas.

—¿Un buen observador?

—Eso he pensado yo también al principio, pero el problema es que dedica toda su atención a la puerta de su casa. No supo decirme absolutamente nada de los sucesos de la calle. Y la pareja joven, los que trabajan él en el TV-Norge y ella en el Dagbladet, habían salido a cenar cangrejos. Y no llegaron a casa hasta las cinco de la mañana.

—¿Y no vieron nada?

—Absolutamente nada. Un taxi los llevó a casa, pero ninguno de los dos se fijó en si al llegar había coches aparcados en la calle. He averiguado el número de identificación del taxi porque el fotógrafo tenía una factura. Interrogaré al conductor, que a lo mejor vio algo. Pero los otros dos estaban tan borrachos que cayeron redondos en la cama y no miraron al escaparate de enfrente ni nada parecido. De todos modos, me han dicho que el escaparate nunca está iluminado por la noche.

Gunnarstranda se pasó la mano por debajo de la nariz.

—Pues yo me he encontrado con algo que ha escrito el hijo, Karsten Jespersen —murmuró pasándose otra vez los dedos por la nariz.

—¿Dónde?

—He encontrado por casualidad un artículo en una revista vieja… Es increíble la de cosas que uno guarda —dijo Gunnarstranda—. Un número del Farmand.

—¿Farmand?

—En su época, fue el órgano de los intelectuales reaccionarios… Hace muchos años que desapareció la revista.

—¿Sobre qué escribía?

—Sobre el sistema penitenciario.

—¿En serio? ¿Y es bueno? ¿Sabe escribir?

Gunnarstranda sacó el cajón superior del escritorio y hurgó en su interior.

—Había un párrafo bastante interesante, sobre un tío que se volvió psicótico por estar mucho tiempo incomunicado en una celda. Pero lo demás eran… —Gunnarstranda se encogió de hombros, encontró por fin las pinzas en el cajón, se levantó y se acercó al espejo, junto a la puerta. Luego continuó—: Unas cuantas reflexiones banales sobre el trato que reciben los criminales, aunque curiosamente no hacía ninguna de las habituales críticas sobre las condiciones de los presos y los derechos humanos.

—Eso seguro que se lo ha exigido la redacción —dijo Frølich—. Si dices que la revista era reaccionaria…

Gunnarstranda, muy concentrado, se arrancó con las pinzas un pelo de la nariz y examinó minuciosamente su presa.

—Seguro —admitió—. En eso probablemente tengas razón.