A las ocho y media de la mañana siguiente, Frank Frølich llamó al timbre de la casa de Ingrid Jespersen. A través del telefonillo, ella le explicó que todavía no estaba levantada.
—Puedo esperar —dijo Frølich cortésmente.
—En realidad, ya me he levantado —aclaró entonces ella—. Pero todavía voy en bata.
Frølich flexionó un poco las rodillas para hablar por el telefonillo, que estaba más bajo que los botones.
—No importa, —dijo—. Ya espero.
—Pero con el frío que hace… Más vale que me espere dentro —le indicó la mujer.
—Es muy amable —respondió Frølich, que se sentía como Bean, con las rodillas dobladas y hablando con la pared.
—Le dejo la puerta de arriba abierta —dijo ella, y abrió finalmente la de abajo.
Lo hizo esperar diez minutos, durante los cuales Frølich se sentó en la cocina y comprobó que la señora Folke Jespersen, en lo relativo a muebles de cocina, tenía el mismo gusto que Eva-Britt. Las puertas de los armarios, muchas de ellas con cristal, eran de madera auténtica. Cuando la mujer salió del baño, olía intensamente a perfume. Aunque todavía tenía muchas ojeras, ese día parecía menos abatida.
—Es que duermo muy mal —explicó—. No hago más que acordarme de que ha muerto aquí abajo y de que a lo mejor yo estaba despierta mientras se desangraba… —Miró a su alrededor—. Pero no nos quedemos aquí sentados.
Lo condujo a un salón situado en una parte de la vivienda que Frølich no recordaba haber visto la última vez. La mujer recogió un vaso y una botella de vino vacía de la mesa redonda.
—No es que haya empezado a beber —aseguró—. Pero por la noche me pongo tan nerviosa, con este piso tan enorme…
Él asintió.
—Antes de acostarme miro en todos los armarios y debajo de todas las camas. Cierro con llave todas las habitaciones que la tienen. Me aterra que pueda haber alguien.
Frølich asintió otra vez con la cabeza.
—No me atrevo a tomar somníferos, porque tengo miedo de no estar despierta si…
Sonrió como pidiendo disculpas y se acarició el dorso de la mano con dos dedos.
—Si… ¿qué?
Ella se estremeció.
—Si viene alguien.
—¿Quién? —preguntó él.
—¿Mmm?
—¿Quién puede venir?
La mujer se quedó mirando absorta al frente.
Él esperó.
—Estoy pensando en irme a vivir a un hotel —dijo ella finalmente.
Frølich permaneció en silencio.
—Además, tengo tan mala conciencia por estar preocupada por mí misma, habiendo muerto Reidar… ¿Lo entiende?
Frølich asintió con la cabeza.
Ella se inclinó hacia adelante y lo miró fijamente a los ojos.
—Ni siquiera sé si lo atracaron o…
El policía respondió a su mirada y se armó de paciencia.
—No sé si corro peligro —dijo ella. Se estremeció y lo miró de reojo—. Porque fue un robo, ¿no?
Frølich siguió callado.
—¡Quiero saber si corro peligro! —estalló ella de repente.
—¿Tiene miedo de que la atraquen aquí, en casa?
—¿Debería tenerlo? —replicó ella—. ¿Puede usted decírmelo?
Frølich se aclaró la voz y pensó en cómo podría expresarse.
—No tenemos ninguna razón para suponer que las personas del entorno de su marido corran peligro —dijo finalmente—. No obstante, si se siente amenazada…
—¡Pero si no sé nada! —se le escapó a Ingrid—. ¡No me dicen nada!
—¿Se siente amenazada?
Ella miró al suelo en silencio.
Frølich permaneció observándola. El negro le sentaba bien. Además, su vestido tenía por delante una gasa transparente estampada. Debajo de él, la piel blanca resultaba increíblemente sexy. Su silueta era suave y graciosa. «Tiene la misma elegancia que los gatos», pensó, intentando disimular su interés por los encantos femeninos. De todos modos, estaba seguro de que ella no se había dado cuenta; se la veía absorta en sus pensamientos. De pronto, un escalofrío lo recorrió y cruzó los brazos por encima del pecho… como si de repente hubiera vuelto a ser consciente de la presencia de Frølich.
—¿Ha estudiado danza? —preguntó él.
Daba la impresión de que ella no lo había oído.
—Creo que me mudaré —dijo con la mirada ausente—. Sí, en cualquier caso, me mudaré.
Frølich intentó por un momento ponerse en su lugar. Se preguntó si debía repetir que no había ninguna razón para creer que corriera peligro.
—¿Sabe usted si su marido tenía motivos para sentirse amenazado?
—No —dijo ella escuetamente.
—¿Desea que tomemos medidas especiales para protegerla?
Ella le clavó la mirada.
—Si eso la tranquiliza…
—¿Acaso me encuentra ridícula? —replicó.
—De ningún modo. Es un ofrecimiento. Podríamos buscar la manera de mejorar su situación.
—No —dijo ella—. No necesito protección.
Frølich la observó durante unos segundos, antes de repetir:
—¿De verdad que no es usted bailarina?
—Oh, de eso hace ya muchos años —respondió ella en tono de cansancio—. Pero sí, es cierto; en otro tiempo bailé en el ballet de la Ópera. Luego he impartido clases de danza durante unos cuantos años; tenía un pequeño local en Frognerveien, muy cerca de aquí. Ahora es un restaurante y un café-bar. Siempre voy a almorzar allí… bueno, de vez en cuando. Me resulta curioso estar ahí sentada pensando en cómo cambian las cosas con el paso del tiempo. Antes el local estuvo ocupado por una tienda de ultramarinos. Quizá se acuerde de una cadena llamada IRMA; ellos fueron los que me la tomaron en traspaso. Pero lo de la escuela de danza se acabó; ya no me hacía ilusión, y con la poca cabeza que tengo para las finanzas, forzosamente tenía que acabar así.
—¿Y nunca se ha metido en el negocio de las antigüedades?
—No, no. —Sonrió levemente—. Yo soy una ama de casa a la antigua: aburrida.
—No diga eso —dijo Frølich, y se pilló a sí mismo planeando una estrategia de ligue.
Su mirada fue a parar a la costura de una media y subió por la pierna. El vestido le ajustaba mucho por encima de sus blandas caderas. Frølich carraspeó e hizo grandes esfuerzos para preguntar:
—¿Por qué su marido se interesaba tanto por las antigüedades?
—Siempre ha tenido esa afición —dijo ella—. Tenía mucha sensibilidad para las formas, para la estética; eso fue lo que nos unió. Mi hermana trabajaba en los años setenta en el ayuntamiento, como secretaria de la sala de subastas de prendas empeñadas de Oslo, abajo, en la Brugata, ¿sabe?, donde las mujeres finas pueden empeñar su alianza cuando necesitan con urgencia un trago de aguardiente… —Levantó los brazos—. Quizá suene increíble, pero allí fue donde nos conocimos.
—¿A través de un embargo?
—No, a través de mi hermana. Reidar compraba cosas empeñadas que no habían sido recogidas. Como sabrá, cuando se empeña algo, hay que desempeñarlo y recogerlo dentro de un plazo determinado; de lo contrario, sale a subasta. Reidar compraba relojes y joyas antiguos, violines y qué sé yo la de cosas. Una vez nos invitó a mi hermana y a mí a una tertulia… bueno, en realidad, la invitó a ella, pero Ragnhild, mi hermana, estaba asustada: al fin y al cabo, Reidar era viudo, y mucho mayor. Así que yo fui de carabina, y como me interesa un poco el diseño y esas cosas… pues, en fin, lo uno llevó a lo otro.
Frølich aprovechó la oportunidad para inclinarse hacia adelante y sacar su bloc de notas. Ahora parecía que la viuda estaba dispuesta a contestar.
—Así que fueron las antigüedades lo que los unió.
—Yo siempre digo que fue la forma, o el diseño… La palabra antigüedades suena tan rancia… Además, ha de saber que, para Reidar, las antigüedades eran una cuestión de buen gusto.
Frølich asintió con la cabeza y mordió el capuchón del bolígrafo antes de decir:
—¿De manera que no se dedicaba al mercado de ocasión, como suele decirse?
—Menos mal que Reidar no puede oírlo —dijo, cansada—. Mercado de ocasión: odiaba esa expresión. No, las cosas de las que nos rodeamos expresan quiénes somos —explicó ella con objetividad.
Frølich volvió a asentir.
—Ese es el problema que tenemos los noruegos —continuó ella, exaltándose de repente—. No sabemos regodearnos con la belleza. ¡Mire lo aburridas que son nuestras iglesias! Bueno, vale, ya sé que tiene que ver con la Reforma y el protestantismo. Se supone que el oro y el fasto desvían la atención del verdadero mensaje, ¿no es así? Pero yo creo que, si en este país hubiera catedrales, sin duda tendríamos una relación más sana con la religión. Lo que a uno le gusta, de lo que se rodea, dice tanto acerca de la propia persona… —añadió.
Frølich se aclaró la voz y meneó el bolígrafo para disimular su escaso interés por las catedrales y para abordar el asunto.
—La noche previa al asesinato, usted estuvo cenando aquí.
Ingrid Jespersen asintió sin decir palabra.
—También estaban Karsten y Susanne Jespersen con los nietos. ¿Y ustedes dos?
—Le parecerá que hablo demasiado —respondió ella—, pero para entender a mi marido hay que conocer su relación con la estética.
Frølich respiró profundamente.
—Igualmente importante es para nosotros saber qué pasó en los últimos días. ¿Puede contarme cómo transcurrió ese viernes?
—Reidar se levantó temprano —empezó ella, y el recuerdo la hizo callarse de nuevo.
—¿Cuándo? —preguntó Frølich para animarla a seguir hablando.
Ella se sobresaltó.
—Hacia las siete y media, creo. Se fue al trabajo antes de que yo me levantara. Después, no supe nada de él hasta las siete o siete y media de la noche… cuando llegó a casa, donde lo estábamos esperando para cenar.
—¿Y usted estuvo todo el día en casa?
—No, llegué hacia las dos o dos y media. Fui de compras a la ciudad.
—¿De compras?
Ella asintió con la cabeza y repitió:
—De compras.
Frølich la observó un rato, pero ella no hacía amago de especificar qué clase de recados había hecho. Él alzó la vista.
—¿Simplemente de compras? ¿No pensaba hacer nada especial?
Ella respondió a su mirada.
—Sí, claro, pero ¿a quién le interesa eso?
Él se encogió de hombros.
—Estuve, por ejemplo, en el Glasmagasinet.
Guardó silencio; parecía que no quería seguir hablando de eso.
—¿Y a qué hora se fue de compras? —preguntó él.
—Aproximadamente a las once y media.
—Y antes… ¿qué hizo hasta las once y media?
—Me duché, leí el periódico… y hacia las diez, quizá a las diez y diez, bajé a la tienda para estar con Karsten. Abre a las diez, y a menudo solemos tomar una taza de café juntos.
—¿Usted y Karsten Jespersen?
—Sí, cuando no hay mucha clientela. El viernes no vino nadie, de modo que tomamos café y estuvimos un rato charlando. —Afiló los labios, como reflexionando—. Unos tres cuartos de hora. Tenía consigo a Erich. Creo que la guardería estaba cerrada. Erich estuvo correteando por toda la tienda y pintando. Luego volví a subir, cogí la chaqueta y entre las once y las once y media salí…
Frank Frølich pensó si debería preguntarle de qué hablaron, pero lo dejó estar y, en su lugar, le preguntó:
—¿Encontró algo?
—¿A qué se refiere?
—¿Encontró lo que buscaba en la ciudad?
—Ah, sí.
Frølich esperó una continuación que no se produjo.
—Y en el transcurso del día, ¿supo algo de su marido? —preguntó.
—Me llamó.
—¿Aquí?
—¿Mmm?
—¿Llamó aquí?
—Naturalmente —respondió ella, confundida—. ¿Dónde, sino?
—En fin… —El policía la examinó—. Podría haber llamado mientras usted estaba de compras —sugirió—. Por el móvil.
—Llamó aquí.
—¿Cuándo? —indagó Frølich.
—Por la tarde, hacia las tres. Normalmente llega a casa hacia las cuatro. Y habíamos invitado a Karsten y a Susanne. Pero poco antes de las tres llamó para decir que se iba a retrasar, que vendría hacia las siete.
—¿Dijo por qué?
—No.
—¿No se le hizo raro?
—¿A qué se refiere?
—Pues si era extraño que llegara tarde, y si era normal que no contara por qué se retrasaba.
—Bueno, yo sabía que era algo relacionado con el negocio; quería ver a una serie de personas, y posiblemente hablaría con sus hermanos, Arvid y Emmanuel. Arvid vive en Uranienborg, y Emmanuel, a las afueras, en Biærum. ¡Buf! —suspiró, pesarosa—. Me aterra hablar con Arvid y Emmanuel. Los dos han llamado ya, pero no tengo ganas de coger el teléfono.
—¿Recuerda exactamente a qué hora llegó su marido a casa?
—A las siete y cuarto. Miré el reloj porque a las siete menos diez vino Jonny Stokmo. Quizá no sepa quién es. Pues bien, Jonny trabaja con Reidar, pero no quiso entrar y esperarlo aquí. Los demás ya estábamos sentados a la mesa, y yo miraba de vez en cuando a la calle para ver si venía Reidar, y una de las veces vi que Jonny aún seguía ahí. La verdad es que me preocupé un poco porque hacía mucho frío, estábamos casi a veinte bajo cero.
—¿Los dos han trabajado juntos?
—Jonny es Jonny. —Ingrid Jespersen sonrió—. Jonny es… en fin. ¿No quería saber cómo empezó Reidar con las antigüedades? Creo que él y el padre de Jonny empezaron juntos, hace siglos. —Asintió al ver la mirada interrogativa de Frølich—. El padre de Jonny trabajó con Reidar, pero yo entonces todavía no conocía a Reidar. Nunca he conocido al padre de Jonny; murió antes de que nos casáramos.
Frank Frølich escribió algo en su cuaderno y luego miró a la viuda.
—¿Y qué quería Jonny?
—Ni idea. Lo invité a pasar, pero debió de parecerle que había demasiada gente… ya sabe, Karsten, Susanne y los pequeños. En cualquier caso, dijo que no tenía tiempo. Luego, sin embargo, se quedó esperando fuera, delante de la casa.
—¿Y qué pasó cuando llegó su marido?
—Supongo que hablarían.
Frølich asintió con la cabeza.
—¿Qué clase de relación tenía su marido con Jonny Stokmo? —preguntó finalmente.
—Bueno… —Ingrid Jespersen se quedó pensando, pero luego se encogió de hombros.
—Se lo pregunto porque he oído que Jonny Stokmo fue despedido —dijo el policía, mirándola directamente a los ojos, y luego añadió—: Por iniciativa de su marido.
Ingrid Jespersen frunció el entrecejo, con cara de no comprender.
—¿Lo puso de patitas en la calle? ¿Está seguro? No… —Meneó la cabeza a un lado y a otro—. Me cuesta trabajo imaginármelo. Además, ¿por qué iba a ocultarme Reidar que había tenido un problema con Jonny?
Frølich se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Bueno —continuó, mirando sus anotaciones—, así que su marido llegó a casa poco antes de las siete y media. ¿Qué pasó luego?
—Nos pusimos a cenar.
—¿Qué cenaron?
—Filete de reno.
—¿Qué ambiente reinaba?
—¿A qué se refiere con «ambiente»?
—A si estuvieron a gusto o si había un poco de tensión.
Ingrid Jespersen reflexionó unos segundos.
—Completamente normal —afirmó por último—. La mayor parte de la atención recayó, como es natural, en los nietos de Reidar. Fue la típica cena familiar.
—¿Alguien mencionó a Jonny Stokmo?
Ella lo pensó.
—No, creo que no. Bueno, le dije a Reidar que había venido, nada más. Pero eso fue antes de la cena.
—¿Se habló de otras cosas que tuvieran que ver con la tienda?
—Reidar y Karsten sostuvieron la típica conversación entre hombres después de cenar, los dos solos.
—¿Solos?
—Sí, Susanne me ayudó a recoger la mesa y a poner el lavaplatos, mientras los niños correteaban y los dos hombres se tomaban un coñac. Supongo que hablarían de dinero o de política; al menos, es de lo que hablan normalmente.
—Así que reinaba un ambiente relativamente relajado, ¿no?
Ella asintió, pensativa.
—Una vez sonó el teléfono, quizá varias veces. Y después de esa conversación, Reidar parecía muy enfadado.
—¿Oyó de qué hablaban?
Ella negó lentamente con la cabeza.
—¿A qué hora fue eso?
—Hacia las diez y media, más o menos. Karsten y Susanne estaban a punto de marcharse a casa… sí, tuvo que ser hacia las diez y media. El pequeño se quedó dormido, y Erich estaba muy cansado; normalmente se acuesta a las nueve.
—¿Se marcharon a las diez y media?
Ingrid asintió.
—Quizá más bien hacia las once; no miré la hora, pero luego me senté un rato en el cuarto de estar y estuve viendo las noticias de última hora. A las once estaba viendo las noticias.
—¿Y su marido?
—Tal vez llamara por teléfono, ni idea.
—¿No tiene ni idea de lo que hizo?
—No.
—¿Bajó a la tienda?
—No, se quedó leyendo o haciendo algo parecido. Después de ver las noticias, me metí en el baño y aún lo oí trastear. Y luego me fui a la cama y cruzamos un par de palabras.
—¿Siempre se acostaba después que usted?
—No, en realidad, no; de eso fue de lo que hablamos. Le pregunté si no quería meterse en la cama.
Ingrid enmudeció.
Frølich esperó. Se notaba que ahora a ella le resultaba más difícil hablar. De repente, un pitido electrónico interrumpió el silencio. Era su móvil. Frølich sonrió como disculpándose a la mujer que tenía enfrente y rebuscó el teléfono. Ingrid Jespersen se secó con un dedo una lágrima que le asomaba por el ojo. El policía miró la pantallita. Era un mensaje corto de Eva-Britt: «¿Podrías comprar un poco de pescado al venir para casa?». Notó que la rabia se apoderaba de él. Lo que peor le sentó fue eso de «al venir para casa». Apagó el móvil y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Cuando alzó la vista, Ingrid Jespersen se había levantado.
—Perdone —dijo, y salió por la puerta.
Frank pudo oír cómo cortaba papel de un rollo de cocina. Luego la oyó sonarse. Al poco rato, ella regresó con un papel arrugado en la mano. Volvió a sentarse y esbozó una sonrisa forzada. Tenía los ojos húmedos y enrojecidos.
—Me dijo que iba a quedarse un rato a leer —dijo, luchando con las lágrimas. Una gota se abrió paso hasta la punta de su nariz. Se la limpió.
—¿Y usted se quedó dormida?
Ella asintió.
—Me había tomado un somnífero.
—¿Porqué?
—No podía tranquilizarme; así que me tomé la pastilla para poder dormir.
—Pero más avanzada la noche se despertó de nuevo, ¿no?
Ingrid Jespersen permaneció con la mirada ausente.
—¿Se despertó de nuevo? —repitió Frølich.
—A veces me parece como un sueño —dijo ella, limpiándose otra vez las gotas que le resbalaban por la nariz—. Ahora me parece como un sueño.
—¿Qué es lo que le parece como un sueño?
—Que me despertara.
—Esa noche llamó a Karsten Jespersen a las dos y media —replicó Frølich con paciencia.
—Creí que había alguien en la habitación.
Frølich enarcó las cejas.
—¿Sabe que el suelo estaba mojado?
—¿Mojado?
—Sí, había un charquito, como cuando alguien entra de la calle sin quitarse los zapatos, y entonces se desprende la nieve de las muescas de las suelas. Había restos de nieve con un dibujo en zigzag de una suela gorda.
Frank Frølich la contempló concentradamente. Se hizo el silencio. La mujer, que estaba sentada muy erguida frente a él, miraba fijamente un punto indeterminado del suelo. Lo más probable era que estuviera repasando mentalmente las imágenes. De repente, se sonó otra vez la nariz.
—Tenía muchísimo miedo —dijo—. En mi vida había pasado tanto miedo. Estaba completamente segura de que había alguien en la oscuridad, mirándome. No me atrevía ni siquiera a mover un músculo.
De nuevo, los envolvió el silencio.
Frank Frølich examinó su propio calzado de invierno. La nieve, que normalmente se quedaba adherida a los cordones, se había derretido, y en las puntas de los cordones se acumulaban unas gotas que no acababan de desprenderse ni de caer al suelo.
—¿Y había alguien? —preguntó como quien no quiere la cosa.
Ella negó con la cabeza.
—¿Por qué cree que estaba el suelo mojado?
—Reidar… —empezó a decir ella, pero inmediatamente se interrumpió y luchó contra las lágrimas.
—¿Estaba su marido mirando cómo dormía? —preguntó Frølich.
—Eso suena tan espantoso cuando usted lo dice… Pero no podía ser nadie más —dijo ella—. Había un silencio sepulcral.
—¿Y está segura de que en el suelo había nieve y agua? ¿No lo habrá soñado?
—Desde luego, cuando lo limpié no estaba soñando.
—¿Lo limpió? ¿Cuándo?
—Cuando me levanté.
—¿Y a qué hora fue eso?
—Tuvo que ser sobre las dos y media pasadas. —Se sonó con el papel—. Estaba tan cansada… Quizá mezclé las cosas por el somnífero. Pero estaba aterrorizada y no podía volver a dormirme; tenía que saber si había alguien en la habitación, así que encendí la luz…
—Ajá…
—Sí, llevaba ya un rato tumbada despierta, y con la luz encendida no me sentía tan mal.
—¿Qué luz encendió?
—La lámpara de la mesilla; se la puedo enseñar, venga.
Se levantó y Frølich la siguió. Aún desprendía un fuerte olor a perfume. Él no podía apartar la vista de sus blandas caderas, y de nuevo le sorprendieron sus graciosos andares.
—¿Dormían en la misma habitación? —preguntó, algo cohibido.
—En la misma cama; siempre lo hemos hecho.
Al llegar a la puerta del dormitorio, ella se detuvo bruscamente y tropezaron. Frølich notó el roce hasta lo más hondo del estómago; ella, en cambio, apenas parecía haberse dado cuenta.
Su proximidad hizo que Frølich empezara a sudar. Sonrió como disculpándose y avanzó un paso para abarcar el dormitorio con la vista. Al lado del sillón, junto a la ventana, había una frondosa planta verde en un macetero. A través de los visillos blancos se colaba una luz difusa. Las paredes estaban pintadas de verde, y un cuadro de colores intensos decoraba la cabecera de la cama. Frølich no era capaz de reconocer el motivo del cuadro, pero le gustaba. Se sintió como un voyeur al contemplar la pintura y una estantería alta y estrecha llena de libros de bolsillo y revistas, sobre todo porque inmediatamente se imaginó en qué postura leería ella, qué camisón llevaría, de qué tejido, de qué color…
—Ahí está —dijo ella, devolviéndolo a la realidad.
A cada lado de la cama de matrimonio había una mesilla de madera, y sobre las mesillas, una lámpara panzuda de pantalla ancha. Ella rodeó la cama y encendió una de las lámparas. Luego se quedó allí de pie, sin saber qué hacer.
—¿Y los rastros de nieve?
—Aquí —dijo ella, dio dos pasos al frente y señaló el suelo—. Aquí… y aquí.
Frølich se rascó la punta de la nariz con el bolígrafo.
—¿Ha limpiado después el suelo?
—Naturalmente —respondió ella mirándolo con gesto interrogativo.
—Sólo estoy pensando si deberíamos solicitar la toma de las huellas.
—Por Dios… no me precinte el dormitorio —susurró la mujer asustada.
—Dice que pasó miedo. Como ya le he dicho antes, no tenemos ninguna razón para creer que usted o los demás corran peligro. Suponemos que el asesino de su marido tenía un móvil personal. Pero si está inquieta, podríamos tomar medidas y…
—No —lo interrumpió ella—. Ni hablar. Yo quiero vivir aquí. Esta es mi casa.
—Desde luego —asintió Frølich—. Sólo quería complacerla…
—No —dijo ella negando con la cabeza.
—¿Qué pensó cuando se despertó y vio que su marido no estaba a su lado?
—Pensé que el que había entrado en la habitación tenía que ser Reidar, que a lo mejor se había dado un paseo por la noche y quería coger algo del dormitorio, papeles o… —Rodeó la cama a paso lento—. Mire, esto también estaba mojado.
Volvieron al tresillo del salón.
—¿Y luego? —preguntó Frølich—. ¿Qué pasó después?
—Me levanté, fui al cuarto de estar y luego recorrí toda la casa buscando a Reidar. Pero no estaba por ninguna parte.
—¿Qué pensó entonces?
—No sé lo que pensé; tenía un miedo horrible. Así que llamé a Karsten —añadió.
—¿Por qué lo hizo?
—Quería pedirle que viniera. Tenía miedo de que le hubiera pasado algo a mi marido.
Frølich guardó silencio.
—No se oía ningún ruido en toda la casa.
El policía asintió con la cabeza. Se miró el pie y puso el tacón sobre la misma mancha húmeda que había dejado antes, al tiempo que observaba cómo se formaba otra gota redonda en la punta del cordón empapado.
—Así que lo llamó por teléfono, ¿no?
—Sí, lo dejé sonar mucho rato hasta que por fin lo cogió Susanne… —Ingrid Jespersen hizo una mueca—. Debió de pensar que estaba loca…
—¿Qué le dijo usted?
—Pregunté por Karsten.
—¿Y qué le respondió ella?
—Que no estaba en casa.
—¿Cómo interpretó usted esa respuesta?
—Me enfadé conmigo misma. Debería haberlo pensado dos veces antes de llamar. Ni siquiera pensé que era tan tarde cuando llamé. Entiéndalo, Susanne es muy suya. A veces me parece que está celosa. Creo… —Se detuvo.
—¿Sí? —Frølich ladeó la cabeza con gesto de paciencia.
—Sé que puede resultar extraño, pero creo que Susanne tiene miedo de que Karsten y yo…
—De modo que usted interpretó que la mujer no quiso despertar a su marido por miedo a sus posibles intenciones.
—Ya sé que suena disparatado.
—¿Tiene motivos para estar celosa?
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que si tiene motivos para estar celosa —repitió Frølich en el mismo tono.
—Desde luego que no. Susanne es una mujer caprichosa; no sé expresarlo de otra manera.
Frølich notó que ya no sudaba. No obstante, tenía que esforzarse por mirar a Ingrid Jespersen a los ojos, en lugar de observar disimuladamente sus redondos pechos o sus caderas. A decir verdad, entendía bien a la tal Susanne.
—¿Qué más pasó? —preguntó.
—Le dije que estaba preocupada por Reidar y le pedí que le dijera a Karsten que me llamara al llegar a casa.
—¿Y luego?
—Me volví a acostar.
—Pero recorrió la casa.
—Claro, quería saber dónde estaba Reidar…
—¿Vio en alguna otra parte rastros de nieve?
—En el descansillo, fuera.
—¿Pero no en el piso?
—No.
—¿Así que la persona en cuestión entró directamente desde el descansillo al dormitorio?
—Pensé que Reidar había entrado a verme o a coger algo del armario.
—Cuando vio que estaba sola en la casa, ¿no se le ocurrió pensar que él podría estar abajo, en la tienda?
—Sí, claro. No podía dormirme, y me vinieron a la cabeza cientos de ideas; traté de imaginarme lo que podría significar la nieve del suelo… Estuve desvelada hasta que empecé a oír el ruido del tráfico de la mañana.
—¿Por qué no bajó a echar un vistazo?
—Sencillamente, no me atreví. Tenía tanto miedo… Cuando la policía llamó al timbre, pensé que era Reidar.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo; se cruzó de brazos.
—¿Oyó algo extraño?
—¿A qué se refiere?
Frølich observó sin decir una palabra a Ingrid, que carraspeó con la mirada velada.
—¿Oyó algo en el transcurso de la noche? —repitió el policía—. Ruidos, alguien en la escalera…
—¿En la escalera?
—Ruidos —dijo Frølich, impaciente—. Pasos, portazos, cualquier cosa.
—No creo.
—¿No cree?
El policía la miró directamente a los ojos. Tenía el iris tan verde que recordaba a una piedra preciosa colocada en una vitrina sobre terciopelo blanco.
—No —dijo ella con decisión—. Nada.
—¿Mmm?
—Estoy segura de que no oí nada.
—Sin embargo, ha tenido que pensarlo.
—¿No me cree? —dijo, enfadada.
—Por Dios. Lo único que pasa es que tenemos que averiguar todos los detalles, y puede ocurrir que usted considere insignificantes algunas cosas que para nosotros podrían ser de suma importancia. Y cuando le he preguntado…
—No oí ningún ruido —lo interrumpió ella violentamente.
—De acuerdo.
Se quedaron mirándose el uno al otro.
Frølich anotó: «La testigo reacciona eludiendo la pregunta de si oyó ruidos».
—De modo que es muy probable que el asesino matara a su marido antes de que usted se despertara, ¿no?
Ingrid volvió a temblar ligeramente.
—¿Cómo voy a saberlo? —exclamó.
—Si no oyó ningún ruido…
—¡Estaba medio en coma, aturdida por los efectos del somnífero! Podrían haber pasado un montón de cosas sin que yo me diera cuenta.
—Vale —asintió él—. Aún tengo otra pregunta que hacerle —murmuró con el bolígrafo entre los dientes—. Dice que sólo podía ser su marido el que estaba en el dormitorio. ¿Acaso estaban todas las puertas cerradas cuando se despertó?
Ingrid Jespersen se levantó de un salto.
—Como ya le he dicho, ahora todo me parece una pesadilla; simplemente no lo sé. Es posible que la puerta del dormitorio estuviera abierta, pero…
Dio unos cuantos pasos de acá para allá y volvió a sentarse. Frank Frølich disfrutó de la visión con los ojos entornados.
—Pero cuando se levantó con tanto miedo, ¿no examinó la puerta de la calle?
—Creo que sí, no estoy segura.
—¿Estaba cerrada?
—No lo sé. Sí, claro que estaba cerrada. Tengo tal lío…
—Así pues, en caso de que hubiera habido alguien en la casa, hacía rato que había vuelto a marcharse, ¿no?
Ella lo miró con recelo.
—¿Qué quiere decir?
—Puesto que usted no oyó nada, la persona que dejó el rastro de nieve en el suelo tuvo que haberse marchado antes de que usted se despertara, ¿no?
Ella volvió a mirarlo con ojos turbios.
—Naturalmente; es que no había entendido lo que quería decir.
Frølich la observó de nuevo. «¿Estará mintiendo?», pensó. En cualquier caso, había algo que la atormentaba. La conversación no acababa de transcurrir con fluidez.
—¿Echa algo de menos? —le preguntó—. ¿Han robado algo?
—No. Esa es otra de las razones por las que creo que era Reidar el que me miraba en el dormitorio.
—¿Gozaba su marido de buena salud? —preguntó el policía.
Ella respiró profundamente.
—Muchos quisieran tener su salud…
—¿De manera que no tenía ninguna clase de molestias?
—¿A qué se refiere?
—¿No se quejaba de dolor de espalda o de riñones o algo parecido?
—No.
Frølich asintió para sus adentros.
—¿Le dice algo el número ciento noventa y cinco?
Había guardado la pregunta para el final; no sabía bien cómo planteársela. Aunque ahora se sentía satisfecho con la formulación, la pregunta no provocó ninguna reacción especial. Ella se encogió de hombros y negó con la cabeza.
—¿Nada?
—Nada.
—¿No tiene algo que ver con su marido… ciento noventa y cinco?
—Lo siento —dijo ella—. No tengo ni idea.
—Ahí dentro… —Frølich señaló el dormitorio—, ¿limpió usted misma el suelo del dormitorio?
—Sí…
Frølich reflexionó.
—Podríamos examinarlo…
Ingrid Jespersen suspiró con pesar.
—Ya veremos —murmuró él, y se levantó—. A lo mejor no es necesario.