Helter Skelter

Después de la autopsia regresaron en silencio a Gronland, a la Jefatura Superior de Policía, y entraron en el despacho. Frølich se sentó frente al ordenador y redactó su informe. Gunnarstranda había anotado en un papel el misterioso mensaje que el muerto llevaba en el pecho. Se sirvió la última dosis de café que quedaba en la cafetera. Estaba frío. Gunnarstranda hizo una mueca, fue al lavabo que había junto a la puerta y vació la taza. Repitió la mueca ante el espejo.

—A veces me irritan estos dientes —dijo—. Se ve a la legua que son coronas. Y cuanto mayor se va haciendo uno, más se nota. Cuando tenga setenta años, seguramente parecerá una dentadura a la que alguien ha pegado un cuerpo.

Frølich se irguió en la silla.

—Déjame ver —dijo.

Gunnarstranda se volvió hacia él y se estiró las comisuras de los labios de tal manera que el otro se asustó.

—Pareces una dentadura con un cuerpo pegado a ella —constató Frølich, riendo—. Era un chiste —intentó explicarle a su compañero, mayor que él.

Gunnarstranda se apartó de él, regresó a su silla y leyó la nota con el código del grafitti.

—Podría ser el número de una calle —sugirió Frølich.

—¿Un número de una calle con la letra J delante?

—No tiene por qué ser una J. Quizá sea una U; en Inglaterra, por ejemplo, llaman a las autopistas A1, A2…

—Pero una A no es una U.

—No, pero seguro que hay calles que empiezan por U, del mismo modo que otras empiezan por A o por E: calle Europa, por ejemplo.

—Esto es una J —replicó Gunnarstranda—. Una J. No es una A ni una E. Aquí pone J 195. Si crees que es una calle, averigua si en el mundo existen calles que empiecen por J o por U. La única pega es que en Oslo no hay ninguna calle que empiece por esa letra, ni tampoco en toda Noruega, y, además, fuera de los límites de Oslo no tenemos poder policial.

—Podría ser un perfume —siguió intentándolo Frølich—. Hay un perfume llamado «4711».

Gunnarstranda alzó la nota y señaló los números con el dedo índice.

—¿Qué dice aquí? —preguntó con un tono de voz peligrosamente amable.

—Vale —admitió Frølich, resignado—. Pero tenemos que barajar unas cuantas ideas si queremos averiguar lo que significan esos números. A eso se le llama brainstorming: consiste en proponer cualquier cosa, y luego lo uno te lleva a lo otro.

—¿Ah, sí?

—Ese código puede significar cualquier cosa, ¿no? Puede ser una marca de fábrica, una abreviatura, un código…

—Exactamente.

—Pero semejante garabato puede ser también una pista falsa —opinó Frølich—. Un código para crear confusión.

Gunnarstranda meneó la cabeza, dubitativo.

—¿Qué clase de tipo apuñala a un anciano, lo deja desangrarse en el suelo y, luego, tiene la suficiente sangre fría como para quedarse en la habitación, ante el escaparate de la calle, desnudar completamente al cadáver, escribir mensajes en el cuerpo con el fin de crearnos confusión y colocar después al muerto en el escaparate? No —dijo Gunnarstranda—. Eso debe de haber sido planeado. —Observó a su colega unos segundos antes de continuar—: ¡Y el riesgo que eso conlleva! Si lo que quería era confundirnos, habría escogido otros métodos más sencillos.

—¿Como por ejemplo?

—Bueno, acuérdate de Charles Manson, que escribió con sangre en las paredes Helter Skelter, en la habitación de… de… de…

Frølich permaneció unos segundos fascinado por el seco castañeteo de los dedos de Gunnarstranda. Luego le echó un cable:

—Sharon Tate, la mujer de Roman Polanski.

—Eso es; pues algo parecido. —Gunnarstranda se levantó y recorrió la habitación arriba y abajo—. El criminal podría haber dibujado una calavera en uno de los antiguos escudos de armas de la tienda, o haberse meado en el cadáver, yo qué sé.

—La mujer —dijo Frølich en voz baja.

—¿Mmm?

—La mujer vive en la misma casa; podría haber subido tranquilamente la escalera, haberse duchado y haber lavado lo que llevara puesto. Y a nosotros nos ha montado el numerito de que no podía dormir…

—Es casi treinta años más joven que el viejo —dijo Gunnarstranda—. Apostaría a que tiene un amante.

—¿Un amante?

—Y luego está ese disparate de llamar a Karsten Jespersen en mitad de la noche. Si mató a su marido, entonces lo llamó por dos razones: para respaldar la historia del robo y para procurarse una coartada.

—¿Es esa la pista principal? —preguntó Frølich.

—Al menos, es una pista. Me gustaría saber quién debe de ser su amante.

—Si es que existe ese amante —objetó Frølich.

—Existe; puedes poner la mano en el fuego.

—¿Por qué estás tan seguro de ello?

—Eso se nota.

—¿Que se nota? ¡Tiene más de cincuenta años!

—¿Significa eso que crees que la gente mayor de cincuenta años no tiene vida sexual?

Frølich se sintió en terreno resbaladizo:

—Tampoco quería decir eso…

—No, claro —replicó Gunnarstranda en tono desabrido.

—Quería decir que esas cosas…

Frølich se interrumpió y miró de reojo a su jefe, que le replicó con una mirada inexpresiva:

—¿Qué cosas?

—¡Santo cielo! —exclamó Frølich, nervioso—. ¡Eso es algo que tiene que ver con las hormonas! La infidelidad y las horas extras en camas ajenas son cosas de treintañeros, ¿o no?

—¿Horas extras en camas ajenas? —preguntó Gunnarstranda con el ceño fruncido—. ¿Debo deducir que esa es la razón por la que no cambias de estado civil?

—Olvídalo.

—No; la cuestión es que yo, nada más ver a esa mujer, he pensado que tenía un amante, y sin embargo tú no lo has pensado. ¿Porqué?

—Ni idea… —Frølich se paró a pensar—. Parecía un poco… no sé… parecía culta.

—¿Culta?

—Sí —asintió Frølich—. Culta y simpática.

—Ahora en serio, Frølich, ¿crees que un hombre de ochenta años…?

—¿Significa eso que crees que la gente mayor de setenta años no tiene vida sexual? —preguntó Frølich, cabreado.

—Apuesto cien coronas —dijo Gunnarstranda como respuesta al arrogante comentario de su interlocutor—. No —continuó—. No vamos a apostar. Yo personalmente te daré cien coronas si no descubrimos a algún amigo del alma de esa señora antes de que se cierre el caso.

—Un amigo del alma no es lo mismo que un amante.

—Un amante. Cien coronas. No se hable más.

Más tarde, cuando Frølich se hubo marchado, Gunnarstranda se quedó sentado junto a su escritorio, mirando el teléfono. La última vez que había visto a Tove Granaas, lo había invitado a cenar ella. El comisario de la brigada de investigación criminal no quería reconocer cuántos años habían pasado desde la última ocasión que había salido a cenar con una mujer. Pero eran muchos.

Tove lo había llevado a un restaurante japonés situado en Lapsetorvet. Gunnarstranda nunca había comido sushi, y así se lo confesó a ella de inmediato. Aunque tampoco quería dar la impresión de ser un tío tosco, ignorante o lleno de prejuicios. De ahí que la dejara a ella que pidiera para los dos. La comida había transcurrido, en cierto modo, sin percances. Él se había echado demasiada salsa de soja en el arroz y había tenido dificultades para hincarle el diente a alguno de los trozos de pescado crudo. Pero en cuanto al sentido del gusto, había sido una experiencia casi religiosa. El aguardiente templado de arroz sabía como un orujo dulce destilado por ellos mismos, y se subía en seguida a la cabeza. Comieron al lado de un grupo de japoneses que pidieron el menú más llamativo de la carta. Preparados en la misma mesa, les habían ido sirviendo los platos más variados, unos a la plancha y otros flambeados. De repente, había aparecido el cocinero, se había acercado a los japoneses y se había puesto a partir como loco los ingredientes con unos cuchillos. Pero con el tiempo, también los japoneses se habían emborrachado con el aguardiente de arroz. Uno de ellos incluso le había dado a Gunnarstranda un pequeño cursillo de cómo comer con palillos. Más tarde, Gunnarstranda pensó que, después de todo, la velada podía calificarse de agradable. Pese a que había salido del restaurante haciendo eses y pese a que no recordaba de qué había hablado; ni siquiera se acordaba de dónde ni de cómo se había despedido de Tove. Sin embargo, extrañamente, había conseguido organizar una repetición de la cita.

Pero ahora, agobiado por las pesquisas del caso de asesinato, cayó en la cuenta de que la noche planeada con Tove se había ido al garete.

Miró el reloj. Tove Granaas era enfermera de la UCI. A esa hora, la última de la tarde, supuso que ya estaría en casa. Sólo de pensar en llamarla ya se puso nervioso. Le temblaba la mano cuando descolgó el auricular.

—Dígame —contestó ella amablemente.

—Hola —dijo él sonriéndose a sí mismo, nervioso, en el cristal de la ventana—. ¿Sabes quién soy?

—Claro que sí. ¿Qué tal estás?

—Bien, gracias, ¿y tú?

—Bien, muy bien —dijo ella.

—Han asesinado a un hombre —se apresuró a decir él.

—Entonces, las anchoas tendrán que esperar un poco, ¿no?

—¿Anchoas?

—Esas fueron tus palabras. Dijiste que el sushi era como las anchoas, y el aguardiente de arroz como un latigazo.

—¿Eso dije?

—Fue muy divertido. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Gunnarstranda carraspeó.

—Pues todavía no lo he pensado bien —admitió él.

Tove dijo entonces en un tono por el que se adivinaba una sonrisa maliciosa:

—Un café. Para tomar una taza de café, seguro que sacas tiempo.