Figuras en medio de la helada

—Soy yo.

La voz del comisario de la brigada de investigación criminal Gunnarstranda sonó clara y precisa al teléfono, en medio del gélido aire de aquella mañana invernal. Su voz tenía ese tono ligeramente crispado que, con el tiempo, Frank Frølich había aprendido a aceptar.

—Ajá —respondió este, se pegó el móvil al oído y, cuando volvió a sentir el viento frío que soplaba por el puente, se ciñó la bufanda—. Frognerpark —explicó. Tenía los dedos helados. Agarró el móvil con mucha fuerza y lo enterró en la bufanda junto con su mano—. Nada más pasar el puente del lago —añadió, mientras recorría la última avenida hacia el gran pórtico de hierro forjado de Kirkeveien.

Entornó los ojos. A la luz del bajo sol de la mañana, los contrastes eran tan marcados que deslumbraban como el foco de un dentista. En el interior del parque, adonde nunca llegaban las esparcidoras de sal del ayuntamiento, la nieve seguía estando blanca, en lugar de gris y endurecida como en el resto de la ciudad.

—Naturalmente, a pie —continuó Frølich lacónicamente.

Sabía que su jefe estaría ahora dando vueltas, nervioso, con el cigarrillo en la mano, ya que Gunnarstranda no sabía de qué otro modo encauzar la energía que le recorría el cuerpo. Frølich sabía que a Gunnarstranda no le interesaría lo más mínimo que hubiera pasado la noche en casa de Eva-Britt —porque el día anterior había sido viernes y porque, después de una discusión acalorada, se había sentido obligado a dormir con ella—, ni que hubiera hecho una apuesta con Julie, la hija de Eva-Britt, para ver quién de los dos adelgazaba cinco kilos antes de las vacaciones de invierno, apuesta que ganaría él, por la sencilla razón de que estaba harto de las burlas de la cría. Por eso había decidido ir todos los días andando al trabajo, y cuanto más frío hiciera, mejor, pues estaba convencido de que el consumo de calorías aumentaba si se caminaba bajo un frío glacial. Tampoco le interesaría a su jefe la experiencia personal de Frølich en el parque de esculturas al sol de la mañana: le gustaba contemplar esas figuras rígidas que parecían haberse congelado en pleno movimiento de lanzar algo o de pelearse con alguien. Le daba la impresión de que estaba rodeado de un paisaje surrealista. En días fríos como ese, la metáfora del hielo adquiría un significado más amplio.

—Tenemos un cadáver —dijo Gunnarstranda.

—¿Dónde?

—Ve por el pórtico a la derecha y dirígete a Thomas Heftyes Gate. Allí nos verás.

Se interrumpió la comunicación. Hacía tanto frío que se le pegaban las aletas nasales. Frank Frølich se cubrió la mitad de la cara con su gruesa bufanda de lana. El aliento se le condensaba, formando pequeñas perlas heladas en la lana. Se sentía como el tronco de un árbol ambulante con su gordo jersey de lana, la chaqueta igualmente gorda y ropa interior de esquiar debajo de los pantalones. Llevaba unas botas de militar que chirriaban a cada paso que daba en la nieve pisoteada.

Cuando diez minutos después dobló hacia Thomas Heftyes Gate, no había una alma en la calle. Ni siquiera había curiosos. Eso podía deberse a varias razones: al frío, a lo tarde que salía el sol en enero o a que a los vecinos de la mejor parte oeste de la ciudad no les interesara demasiado que se hubieran reunido allí varios coches de policía a primera hora de la mañana de un sábado.

Frølich pasó al lado del nuevo Skoda Octavia de Gunnarstranda y se abrió camino a través del cordón policial, pero cuando vio el cadáver en el escaparate, se detuvo instintivamente. Era una tienda de antigüedades. El muerto estaba desnudo —un cuerpo blanco—, y sentado en un sillón entre un viejo mapamundi de madera y una caja de color azul claro con restos de rosas pintadas. Una mujer vestida con un mono blanco estaba pegando papel gris en el escaparate. A través de una franja en el cristal mate, Frølich reconoció el rostro del comisario Gunnarstranda, cuyas gafas lanzaron un destello al sol de la mañana cuando se saludaron.

La entrada a la tienda aún permanecía cerrada. Un letrero de fieltro azul con letras amarillentas de plástico indicaba el horario de apertura. Cerrado los sábados.

Frølich siguió a los técnicos de la brigada de investigación criminal por la escalera, donde estaba abierta una puerta trasera que daba a la tienda. El local ya no conservaba el calor. De tanto entrar y salir, el frío se había colado en el interior y todos los allí presentes echaban vaho por la boca. Unos policías uniformados y unos técnicos con trajes de nailon que imitaba la franela rastreaban el local. Gunnarstranda se puso en cuclillas en el estrecho escaparate para examinar el cadáver de la silla.

—La silla llevaba mucho tiempo donde está —le informó una mujer—. Género invendible. Alguien ha arrastrado al hombre desde allí —dijo señalando la parte trasera del local— y ha colocado aquí el cadáver.

—¿Uno o varios?

—Imposible saberlo.

—Pero ¿puede haberlo llevado a cabo una sola persona?

Sin pararse a pensar, la mujer se encogió de hombros.

—Ni idea.

Ella y Frølich se miraron. Hacía tres semanas que se habían visto por última vez. Entonces ella había pasado la noche en casa de Frank.

Ambos bajaron la vista al mismo tiempo.

—Pero debes de tener alguna idea —gruñó Gunnarstranda, furioso.

Ella se quedó mirando al frente con gesto de duda.

—Hola, Gøril —dijo Frølich.

Ella alzó la vista y de nuevo sus miradas se encontraron; Gunnarstranda se dio cuenta en seguida y meneó la cabeza, contrariado.

—Bueno —dijo Gøril, y añadió—: Tal vez fuera uno solo, tal vez varios; en realidad, es imposible pronunciarse tan pronto al respecto.

Gunnarstranda se puso de pie.

Un rizo temerario del abundante cabello de Gøril le asomaba por la capucha blanca y le daba un aire temperamental de lo más meridional.

Frølich apartó la mirada de ella y se concentró en el cadáver, el escaparate, la sangre coagulada en la pata de la silla y la mancha oscura de la moqueta. Intentó imaginar el susto que se habría llevado si hubiera pasado por allí al amanecer. De no ser por la sangre, el muerto podría haber sido perfectamente una figura de papel maché. Tenía la piel blanca, y algo que recordaba a la escarcha se había depositado en los pliegues y las arrugas de su cuerpo.

—Es un hombre muy mayor —murmuró Frølich al tiempo que señalaba la cara del muerto, que parecía una máscara.

—Setenta y nueve años, según su documento nacional de identidad —dijo Gøril, esta vez empleando un tono completamente formal.

—¿Un corte? —preguntó Frølich señalando una estría roja en el cuello del cadáver.

—Yo también lo he pensado al principio —dijo Gunnarstranda—. Pero es un hilo.

Frank lo reconoció al instante: un trozo de hilo de coser muy tirante rodeaba el cuello del muerto.

—¿Y los grafitti de la frente? —preguntó Frølich.

—Cruces —dijo Gøril—. Y están dibujadas con tinta. —Se dio la vuelta y señaló un pequeño cilindro que había en el suelo—. Probablemente hechas con esto, un rotulador.

Gunnarstranda asintió con la cabeza, se volvió de nuevo hacia el muerto y señaló su pecho ensangrentado. Alguien había dibujado con tinta azul números y letras entre las dos tetillas velludas.

—Eso más vale que lo examinemos durante la autopsia —constató Gunnarstranda.

La mirada de Frølich recayó en el mapamundi, donde África aparecía desfigurada. Grandes partes del continente africano no estaban registradas.

Gunnarstranda se adentró en el local abriéndose paso entre las mesas y las sillas, y Frølich lo siguió.

—Antigüedades —murmuró; luego señaló una silla tapizada de rojo y le dijo a Gøril—: ¿Puedo tocarla?

Ella alzó la vista.

—Lo pasé bien contigo —musitó, y se metió por una puerta que daba a un pequeño despacho.

Frølich se quedó sin saber qué decir.

Gunnarstranda bostezó sonoramente.

—Todavía tengo sueño —murmuró—. Yttergjerde —llamó a un policía uniformado que estaba apoyado en el marco de una puerta, más al fondo. Yttergjerde fue arrastrando los pies hacia ellos—. Cuéntale a Frølich lo que pensamos del asunto robo con fractura.

Yttergjerde meneó la cabeza.

—No ha saltado ninguna alarma, no hay cristales rotos ni tampoco el menor desperfecto en la madera de las puertas. Aparte de eso, parece que no han robado nada. —Señaló con la cabeza el mostrador que había junto a la puerta que daba a la calle—. La cartera está en el bolsillo de la chaqueta, y la caja, intacta.

Frank Frølich se acercó a la caja. Era un modelo antiguo con dibujos a los lados y un montón de botones y pulsadores en la parte frontal.

Yttergjerde, un hombre de brazos larguísimos y manos gigantescas, estiró su grueso y largo dedo índice y continuó:

—Dos puertas. La de entrada, al lado del escaparate, allí al fondo, es a prueba de bombas; estaba cerrada con una verja corrediza de hierro. —Yttergjerde señaló la otra puerta—. Esa da a la escalera. Cuando hemos llegado, estaba abierta.

Gunnarstranda sacó del bolsillo del abrigo un cigarrillo liado por él mismo. Frølich se dio cuenta de que el pitillo ya había sido usado otra vez y estaba a punto de terminarse.

Yttergjerde se acercó a ellos.

—Se me olvidaba una cosa —murmuró—. Una mujer que reparte periódicos es la que ha descubierto el cadáver. Pregunta si puede marcharse.

Yttergjerde señaló a una mujer con la cara triste y el pelo revuelto. El flequillo le colgaba por encima de los cristales redondos de las gafas. Llevaba las manos enterradas en los bolsillos del anorak.

—Tómale el nombre y las señas —dijo Gunnarstranda escuetamente.

—El viejo… el muerto…, Reidar Folke Jespersen, era el propietario de la tienda —susurró Yttergjerde—. Él y su mujer —señaló al techo— viven en el piso de arriba.

Gunnarstranda asintió, pensativo.

—¿Y el cura?

—Ha venido hace media hora y aún sigue arriba —dijo Yttergjerde—. La mujer… —continuó— estaba blanca del susto. Ha tenido que tumbarse; pero eso ha sido antes de que viniera el sacerdote.

Yttergjerde se ocupó de la mujer que había encontrado al muerto.

Frølich bostezó y emprendió la búsqueda de Gøril. Finalmente, la vio salir del pequeño despacho que había al fondo de la tienda.

—¿Sí? —dijo ella.

—Yo también lo pasé bien —dijo Frølich, sintiéndose un poco tonto.

Ella lo miró de reojo.

—¿Estás interesado en la escena del crimen? —le preguntó con una sonrisilla.

—Sí, claro.

—Pues aguza el oído —le indicó ella, todavía sonriente.

Luego hizo una mueca al oír la voz furiosa de Gunnarstranda procedente del pequeño despacho:

—¡Frølich!

—¿Sí?

—Mira esto —murmuró el comisario, enojado, y señaló hacia el suelo, delante del escritorio.

La alfombra había absorbido gran cantidad de sangre. Junto a la mancha, había una bayoneta con restos rojos en la hoja.

Frølich intercambió una mirada con Gøril y luego examinó la bayoneta. Poco después fue interrumpido por un policía rigurosamente uniformado que hacía guardia junto a la puerta y que le hizo una seña a Gunnarstranda.

—Un tal Karsten Jespersen —murmuró el policía—. Insiste en entrar.

El hombre con el que se cruzaron en la escalera de fuera estaba pálido y tenía un temblor en la barbilla; un tic que ponía en evidencia una enfermedad nerviosa. Parecía como si intentara espantar pequeños mosquitos con el mentón.

Gunnarstranda se presentó con la cabeza echada hacia atrás, como calibrando al hombre que tenía enfrente.

—Comisario de la policía de investigación criminal. Brigada de homicidios.

Karsten Jespersen llevaba un traje de pana debajo del abrigo de invierno. Era alto y flaco, tenía el pelo ralo y una boca pequeña y estrecha. Su barbilla huidiza casi desaparecía entre el acordeón de arrugas, cada vez que el cuerpo cedía a las periódicas convulsiones de la barbilla.

—Bueno —dijo finalmente el comisario, mirando a su alrededor en la estrecha escalera—. ¿Podemos sentarnos en alguna parte? —preguntó.

Jespersen, algo restablecido, le indicó la puerta del despacho de la tienda.

—Ahí dentro tenemos un despacho.

El comisario Gunnarstranda meneó la cabeza con gesto triste.

—Por desgracia, de momento está prohibido el paso… al lugar del crimen.

Jespersen se quedó mirándolo sin saber qué hacer.

—¿He entendido bien? ¿Su padre vivía en esta casa?

Karsten Jespersen miró meditabundo la escalera.

—Pueden acompañarme —dijo finalmente, y se adelantó.

Las fuertes pisadas de los tres hombres al subir la escalera retumbaban en las paredes. Una vez arriba, Jespersen se detuvo delante de la puerta del piso y hurgó en los bolsillos en busca de las llaves.

—Un momento —murmuró—. Es que… —Por fin encontró el manojo de llaves, lo sacó y buscó la de la vivienda—. Ingrid, la mujer de mi padre… he hablado hace poco con ella por teléfono y…

Frølich asintió haciéndose cargo de la situación, y Karsten Jespersen desapareció en el piso tras cerrar la puerta con cuidado. El rellano de la escalera medía aproximadamente tres metros de ancho. Al parecer, antes había habido allí otra vivienda, pero la segunda puerta ya no se utilizaba. No tenía picaporte y estaba pintada del mismo color que las paredes. En la hornacina de delante había una planta que no debía de sentirse especialmente bien en su tiesto de terracota de color teja.

—Todo el piso para ellos solos —murmuró Frølich.

—La viuda debe de estar destrozada —dijo Gunnarstranda en voz baja.

Al poco, Karsten Jespersen volvió a aparecer en la puerta.

—Pasen ustedes —susurró, como si tuviera miedo de ser oído—. Hay una mujer del centro médico. Y sí, también está el sacerdote. Pero podemos hablar sin que nadie nos moleste en mi antigua habitación. —Les sostuvo la puerta para que pasaran y carraspeó con timidez—. Si no les importa quitarse los zapatos…

Gunnarstranda bajó las cremalleras de sus viejos chanclos y se los quitó. Debajo llevaba unos zapatos de piel impolutos. Miró cómo Frølich se arrodillaba respirando con dificultad por la cantidad de ropa que llevaba encima. Mientras se desataba los cordones de sus gastadas botas militares, varios mechones de pelo le caían por la frente. Se las quitó haciendo un gran esfuerzo y debajo aparecieron dos calcetines de lana de distinto color. Jespersen abrió la puerta; al fondo del piso se oía a alguien que hablaba en voz baja.

Gunnarstranda miró a su alrededor. Presidía el pasillo un espejo de marco dorado que iba desde el suelo hasta el techo. El cristal tenía algunas manchas, y la pintura estaba desconchada. En el espejo podían verse las tres fotos enmarcadas que adornaban la pared de enfrente. Gunnarstranda se dio la vuelta y las miró con detenimiento. Eran las fotos de unos hombres jóvenes y vigorosos con pantalones de ante; llevaban unos descarados rizos en la frente y una ametralladora airosamente colgada del hombro.

—El Slottplassen… la liberación —le dijo Gunnarstranda al hombre que estaba en la puerta—. ¿Sale alguien de su familia?

Karsten Jespersen asintió.

—Mi padre —dijo señalando a uno de los jóvenes atletas en postura de «no os mováis», con el palacio al fondo.

Gunnarstranda observó la foto con más detenimiento.

—Sí, claro —dijo quitándose las gafas para distinguir mejor las caras—. Ahora lo veo yo también.

—Si me hacen el favor… —Karsten les abrió la puerta.

Pasaron por un cuarto de estar decorado con sólidos muebles de madera hasta llegar a una puerta corredera que Jespersen les abrió. Luego entraron en otra habitación en cuyo centro destacaba una enorme mesa para comer. De la pared colgaba un gran cuadro con motivos románticos nacionales: un fiordo, la luz del sol cayendo sobre las montañas y sobre un patio, en el que unas muchachas ataviadas con trajes regionales llevaban unos cubos colgados de unas varas que sostenían con los hombros.

El hombre del traje de pana los condujo hacia la siguiente puerta corredera, que abrió, dubitativo. Se volvió hacia ellos y dijo tras un carraspeo:

—Bueno, aquí es donde me crie.

Gunnarstranda siguió a Jespersen hacia la habitación. Medía como máximo dos por tres metros y recordaba a una mezcla de habitación juvenil y piso de soltero. Debajo de la ventana, en una de las paredes cortas, había un escritorio. El segundo mueble era un sofá cama sobre el que colgaban unas cuantas fotos familiares. Karsten Jespersen tomó asiento en la silla giratoria del escritorio.

—Siéntense, por favor —dijo señalando el bajo sofá.

Al seguirlos, Frølich tuvo que agacharse para no darse con la cabeza en el marco de la puerta. La chaqueta de Frølich, probablemente de la talla XXL, le sentaba como un traje de primera comunión a un tonel de vino. Su rostro, oculto tras una barba desaliñada, irradiaba, como siempre, una inexpresiva tranquilidad. Debajo de la chaqueta llevaba un jersey de rayas. Se dejó caer en el sofá, y al cruzar las piernas, dio con los pies en la pared de enfrente.

Gunnarstranda desvió la mirada de Frølich a Karsten Jespersen.

—Pregúnteme lo que quiera —dijo Jespersen en voz baja, casi en un susurro.

El comisario dio media vuelta, saltó con gesto ostensible por encima de las piernas de Frølich y retrocedió hacia el comedor.

—¿Cuánto tiempo hace que su familia vive aquí? —preguntó desde allí.

—Desde que tengo memoria —respondió Jespersen, que se levantó diligentemente y fue hacia la puerta—. Desde los años cincuenta. —Miró nervioso al comisario—. ¿No quiere venir aquí? —dijo.

—No —contestó brevemente Gunnarstranda, y se quedó de pie mirando pensativo el enorme cuadro. El marco era imponente: dorado y con entalladuras. Sacó una de las sillas de debajo de la mesa de comer—. Me sentaré aquí. Puede responderme desde allí, si lo desea.

Jespersen se quedó junto a la puerta abierta. Su rostro había adquirido una expresión triste; la barbilla le temblaba.

—¿Cuál es su profesión? —preguntó el comisario.

—Llevo la tienda de aquí abajo.

—¿Y su padre?

—Él se ocupa… se ocupaba de la parte administrativa.

—¿Y eso qué significa?

—La contabilidad, los presupuestos… Tenemos un almacén…

—Continúe —pidió Gunnarstranda pacientemente, al ver que el otro balbuceaba.

—Pues tenemos la tienda aquí, y en Ensjø… el almacén y la oficina.

—Me gustaría echar un vistazo al almacén.

—Por supuesto. Está en Bertrand Narvesens Vei.

Gunnarstranda asintió despacio.

—Me haría falta la llave… —pensó en voz alta.

Karsten Jespersen se sobresaltó.

—¿Ahora?

—¿Tiene alguna objeción al respecto de que examinemos el almacén?

—Desde luego que no.

Karsten Jespersen abandonó el marco de la puerta y atravesó la habitación con los hombros encogidos. Se sentó en una de las sillas del comedor enfrente del comisario, de espaldas al cuadro. Después de rebuscar en los bolsillos, sacó un manojo de llaves y extrajo una llave de seguridad.

—No tiene más que abrir la puerta…

Gunnarstranda cogió la llave y se la guardó en el bolsillo.

—Así que vende antigüedades, artículos de segunda mano, ¿no?

Jespersen suspiró profundamente, se masajeó las sienes con las dos manos y permaneció cabizbajo mirando fijamente el tablero de la mesa.

—Es tan horrible… —se lamentó finalmente—. Tengo la sensación de estar como flotando. Debería haber comprobado si han robado algo ahí abajo.

—Eso podrá hacerlo cuando hayamos terminado.

Jespersen lo miró, desconcertado. Le temblaba la cabeza cuando bajó la vista e intentó quitar con el dedo una mancha que había descubierto en el tablero de la mesa.

—Lo único que sé es que está muerto —murmuró.

—Ha sido asesinado —precisó Gunnarstranda—. Nuestro trabajo consiste en reconstruir los hechos —añadió, circunspecto, y carraspeó—. Naturalmente, usted y su familia recibirán toda clase de información. —Estiró la espalda y se cruzó de piernas.

Haciendo una serie de maniobras, Frølich había conseguido levantarse al fin y acercarse a los otros dos. Se sentó con cuidado junto al escritorio, se desprendió de su enorme chaquetón y puso su cuaderno de notas encima de la mesa.

Gunnarstranda meneó la cabeza.

—Sé lo penoso que es para los allegados que a la noticia del fallecimiento se añadan las pesquisas policiales —declaró—. Pero confío en que usted y su familia comprendan el papel que desempeñamos en todo el asunto.

Karsten asintió con gesto ausente.

Gunnarstranda carraspeó de nuevo.

—¿Cómo les va el negocio?

—¿A qué se refiere?

—¿Qué clase de antigüedades venden?

—Sobre todo cosas exclusivas.

—¿Y eso qué significa?

—No tienen por qué ser forzosamente cosas que pertenezcan a un estilo o diseño determinado; lo importante es el objeto en sí mismo, que esté en buen estado y que sea curioso. Lo mismo da una máquina de escribir Remington de los años veinte que una mesita de té bien conservada de la época victoriana. Lo que nos interesa es el objeto en sí…

Gunnarstranda asintió.

—¿Y libros?

—No.

—Al pasar por una estantería, he visto libros de Thackeray.

Karsten Jespersen se permitió gesticular.

—¿Los ha visto? Qué observador —dijo asintiendo—. Los libros de la casa pertenecen a Ingrid, que es muy aficionada a la lectura. Pero nosotros, en general, no trabajamos con libros… no merece la pena. Esto no es una librería de viejo.

—¿De dónde sacan sus artículos?

—De compras al por mayor, de subastas… importaciones… en fin… Nos movemos dentro de una gama de precios alta.

—¿Qué entra dentro de esos precios?

—En realidad, de todo. Ofrecemos tanto artículos de Inglaterra y Alemania como de Gudbrandsdalen.

—¿Y qué hay de las exportaciones?

—No hacemos.

—¿Qué edad tenía su padre?

—Setenta y nueve años. Iba a cumplir ochenta en marzo.

—¿Estaba en buena forma?

—Trabajaba todos los días, como si tuviera cincuenta años.

—En plena forma, el tío.

Karsten Jespersen compuso una mueca sardónica.

—Ya lo creo.

—¿Tenía pensado retirarse?

—No.

La respuesta fue tajante; Jespersen no hizo ninguna aclaración. Los dos policías intercambiaron una mirada.

—¿Un negocio familiar?

—Se lo puede llamar así, sí.

—¿Supone una pérdida para el negocio que haya muerto su padre?

—Naturalmente.

—¿Quién elegía la mercancía para la tienda?, ¿usted o él?

—Yo.

—¿Usted solo?

Jespersen asintió y añadió:

—Él también participaba, claro, pero dejaba la decisión en mis manos. Por lo general, tengo buena relación con los clientes. Así teníamos repartido el trabajo.

—¿Qué clase de hombre era su padre?

Karsten Jespersen levantó las cejas con gesto interrogativo.

—¿Era un hombre simpático? —añadió Gunnarstranda, gesticulando—. ¿Era un hombre resuelto? ¿Tenía enemigos?

—Desde luego que no.

—¿No tenía enemigos?

—Así, de golpe y porrazo, no se me ocurre ninguno.

—¿Alguien que tuviera un problema con su padre?

—Muchos. Hasta yo tenía un problema con mi padre… en cierto sentido.

—¿Qué problema?

—Por culpa de su carácter. Era una especie de patriarca, ¿sabe?, de los que siempre quieren tener la última palabra.

—¿También en privado?

—En la vida privada y en la profesional.

—¿Qué posición asumirá usted ahora? ¿Se convertirá en el jefe?

—Supongo. Aunque la tienda es una sociedad anónima, desde el punto de vista administrativo, el reparto de la herencia no desempeña ningún papel. —Carraspeó—. Además, yo soy el único que entiende de las cosas de la tienda… el único que entiende —repitió con un murmullo, y se sumió en sus pensamientos.

—¿Qué le parecía a usted que su padre no quisiera jubilarse?

—¿Se está preguntando si no tenía la suficiente confianza en mí? —Jespersen torció el gesto.

Gunnarstranda no respondió.

—Quizá tenga razón —continuó el otro, y añadió—: En parte, seguro que tiene que ver con mi persona. No sólo estoy vinculado al negocio, sino que además tengo un pequeño trabajo complementario del que ocuparme… —Carraspeó, avergonzado—. De vez en cuando, intento escribir un poco, como freelance, y eso requiere tiempo.

—¿Freelance?

—Escribo pequeños artículos para semanarios… A veces trato de escribir también algún cuento. Eso requiere tiempo y concentración.

—¿Escribe usted utilizando su propio nombre?

—Sí.

—De modo que estaba contento de que su padre siguiera en forma y no se retirara.

Karsten Jespersen suspiró.

—¿Cómo lo diría? Sin duda prestaba un servicio valioso, pero también podría haberse dedicado a otra cosa. —Dudó un instante—. Las personas mayores deberían descansar, disfrutar de la vida. Pero mi padre no. Creo que él se sentía feliz de seguir en plena forma, como usted lo ha llamado.

Gunnarstranda asintió lentamente con la cabeza.

—A nadie se le habría ocurrido pedirle que se retirara. El trabajo le sentaba bien.

—¿Puede mencionar nombres de personas que tuvieran dificultades con su padre?

—Sería más fácil decirle quién no tenía dificultades con él. Mi padre era muy arrogante y… testarudo —concluyó Jespersen después de buscar la palabra adecuada.

—De modo que su padre era una persona difícil. ¿Pendenciero, tal vez?

—Digamos que era muy resuelto. Fuerte. Perdone, pero se me hace raro hablar así de él.

—¿Vivía en esta casa en compañía de su madre?

Karsten Jespersen asintió y luego hizo una mueca de desagrado.

—Ella no es mi madre; es la mujer de mi padre.

—¿Y su madre? ¿Vive todavía?

—No. Murió cuando yo era pequeño —dijo, y cuando los policías guardaron silencio añadió—: Mi padre se casó con Ingrid hace más de veinte años, y ella sólo tiene siete más que yo. Como comprenderá, me resulta extraño que hable de Ingrid como si fuera mi madre.

—¿Tiene hermanos?

Jespersen negó con la cabeza.

—De manera que es usted el único heredero.

—Naturalmente, Ingrid también heredará una parte, y quizá aparezca alguien más en el testamento.

—Pero ¿usted no sabe nada?

—¿De qué?

—De si su padre hizo testamento.

—No lo creo; al menos yo no he oído nada acerca de ello. Pero le puedo dar el número de teléfono de su abogada, que estará al tanto.

—¿Su padre era un hombre rico?

—¿A qué se refiere con eso de rico?

—A si tenía mucho dinero.

A Karsten Jespersen le tembló ligeramente la cabeza.

—Supongo que no. Cobraba una pensión que no era demasiado alta. Su porcentaje de las ventas lo repartía con mis dos tíos Arvid y Emmanuel. Los tres hermanos eran los propietarios… y luego seguro que tiene algún dinero en la cuenta corriente; además está la casa…

—¿Hay en la casa muchos objetos de valor?

—Pues sí. —Jespersen esbozó una sonrisa torcida, propia de un comerciante de trueque—. Hay alguna que otra joya…

—De modo que la fortuna o la herencia consiste en diversas menudencias procedentes del piso y de la tienda, ¿no es así?

—La verdad es que no he pensado nunca en eso…

—Pero tendrá una idea aproximada de la fortuna de su padre, ¿no?

—Sí… supongo que el valor principal reside en la casa y en las menudencias, como usted las llama; un poco de arte y… varias cuentas bancarias.

El funcionario de la brigada de investigación criminal cambió de tema.

—Hemos oído que Ingrid Jespersen, nada más confirmar la identidad del asesinado, lo llamó a usted.

—Sí, he venido tan pronto como he podido.

Gunnarstranda hizo un lento gesto de asentimiento.

—También nos ha llamado esta noche. —Jespersen sonrió como disculpándose—. En realidad, Ingrid quería hablar conmigo. Se había despertado al ver que papá no estaba en la cama. Entonces ha sentido miedo por si habían robado en la tienda. Pero Susanne, mi mujer, la ha tranquilizado y ha vuelto a acostarse.

Gunnarstranda lo observó y repitió lo que el hombre acababa de decir:

—Ingrid Jespersen se ha despertado esta noche sola, lo ha llamado a usted, pero ha cogido el teléfono su mujer, que la ha mandado para la cama. ¿Qué hora debía de ser cuando llamó?

—Las dos y media.

—Ya hablaremos luego con la señora Jespersen, pero ¿por qué los llamó en mitad de la noche?

—Últimamente ha habido muchos robos en el barrio. En cierto modo… —Jespersen suspiró—… en cierto modo, incluso nos esperábamos algo así.

Gunnarstranda se aclaró la voz.

—¿Algo como qué?

—Un robo.

Los dos funcionarios de la brigada de investigación criminal se miraron.

Karsten Jespersen carraspeó, inseguro.

Gunnarstranda esperó un rato antes de preguntar:

—¿Han tomado en la tienda las precauciones necesarias para evitar un robo?

—Teníamos la verja corrediza obligatoria en las ventanas que dan a la calle y, naturalmente, también una alarma. Además, últimamente, papá hacía de vez en cuando una inspección.

—Esta noche no ha saltado ninguna alarma.

—Ajá —dijo Karsten Jespersen con tono inseguro.

—¿Dónde cree usted que estaba su padre cuando su mujer se despertó por la noche?

—Está clarísimo, ¿no? Ahí abajo. —Jespersen tamborileó con el dedo índice sobre la mesa—. Ahí abajo, en la tienda.

—¿En mitad de la noche?

—Evidentemente.

—Pero ¿no es extraño que estuviera trasteando ahí abajo en plena noche? Al fin y al cabo, su padre tenía casi ochenta años.

—Mi padre era una persona fuera de lo común.

Gunnarstranda asintió y se quedó pensativo. Finalmente, miró hacia Karsten Jespersen, que inspeccionaba la habitación con gesto ausente.

—¿Dónde estaba usted? —preguntó el comisario, como quien no quiere la cosa.

—¿Mmm?

—¿Dónde estaba usted cuando llamó Ingrid por la noche?

Jespersen no cambió de expresión.

—Todo esto se me hace un tanto extraño —dijo en voz baja—. Mi padre está muerto en la habitación de abajo. No resulta fácil deslindar unos sentimientos de otros: la tristeza, la pérdida… —Guardó silencio y respiró profundamente; luego suspiró con fuerza y continuó—: Ingrid, la mujer de mi padre, está ahora con un sacerdote. Yo estoy aquí sentado con la policía, en la misma mesa en la que anoche cenamos tan a gusto, y ahora debo intentar no sólo recuperar la imagen de mi padre en mi fuero interno, sino también transmitírsela a ustedes. —Cruzó las manos sobre la mesa—. Y noto en el ambiente una sensación… en fin, quizá no sea precisamente de hostilidad, pero sí de corrección burocrática. Poco a poco me voy percatando de que, durante todo el rato que he estado intentando saber qué siento realmente, y dentro del caos que noto en mi interior, me espantaba la idea de que me hiciera esa pregunta: «¿Dónde estaba usted?». ¿Que dónde estaba? De pronto, la respuesta a esta pregunta ha adquirido una importancia, un contenido cuyo alcance nunca he podido llegar a imaginar.

Guardó silencio. Los dos policías intercambiaron una mirada. Jespersen se mordió pensativo el labio inferior, sin hacer amago de continuar.

Fue Gunnarstranda el que rompió el silencio. Carraspeó y alzó la vista hacia los demás.

—¿Dónde estaba usted? —repitió mirando a Jespersen directamente a los ojos.

—Estaba en casa. No era la primera vez que recibíamos una llamada semejante. Susanne sabía que Ingrid iba a seguir insistiendo para sacarme de la cama. Es bastante miedosa y, aparte de eso, estaba enfermizamente preocupada por mi padre.

—¿Oyó el teléfono?

—No. Estaba dormido.

—Entonces, ¿no hablaron a continuación de la llamada de Ingrid?

—No; bueno, hemos hablado de eso esta mañana.

—Pero su mujer… ¿no estaba preocupada por el miedo de Ingrid la noche pasada? ¿Le pareció una simple exageración?

—No, claro que no, pero Ingrid… Ingrid es… a veces es un poco histérica.

Gunnarstranda asintió.

—¿Sabe usted si su padre había recibido últimamente amenazas de alguien en concreto?

—No, es decir…

—¿Sí?

Jespersen puso las dos manos sobre la mesa.

—Hay un asunto que es un poco delicado —comenzó. Gunnarstranda asintió cortésmente—. Teníamos a un hombre en Ensjø que se encargaba del almacén. Un hombre que llevaba con nosotros desde donde alcanza mi memoria. Jonny.

—Jonny… ¿qué más?

—Se llama Jonny Stokmo. Hace pocas semanas ocurrió algo; no sé exactamente qué. En cualquier caso, eso dio lugar a que mi padre lo despidiera inmediatamente.

—¿Lo pusieron de patitas en la calle?

—Jonny tuvo que irse precipitadamente, después de haber trabajado para nosotros durante años.

—Pues ahí tenemos un problema bastante reciente.

—No sé qué decirle. Ninguno de los dos ha hablado de eso. Pero supongo que tuvo que ser algo muy serio y muy privado; de lo contrario, me habría enterado de lo que había pasado.

—¿Le ha hecho Stokmo algún comentario al respecto?

—No. —Jespersen tardó un momento en continuar—. Precisamente por eso supuse que la pelea era un asunto personal entre ambos.

—¿Sabe usted si Stokmo amenazó a su padre?

—No. Sólo sé que Jonny estuvo ayer aquí, junto al portal.

—¿Cuándo?

—Aproximadamente media hora antes de que mi padre llegara a las siete a casa.

Gunnarstranda asintió lentamente con la cabeza.

—¿A las diecinueve horas? —preguntó Frank Frølich con el lápiz levantado.

—Algo más tarde; más o menos a las siete y cuarto.

—¿De qué vive Stokmo ahora? —quiso saber Gunnarstranda.

—No lo sé… Tiene un hijo que regenta una especie de taller en Torshov; a lo mejor trabaja allí.

De nuevo guardaron silencio. Frølich se aclaró la voz y hojeó en su cuaderno de notas.

—Dice usted… —murmuró— dice usted que ayer hubo invitados aquí. ¿Quiénes eran?

—No fue ninguna fiesta. Simplemente nos habían invitado a cenar a mi mujer, a los niños y a mí.

—¿Cuánto tiempo estuvieron aquí?

—Pues no empezamos hasta después de las siete. Mi padre llegó tarde, no antes de las siete y cuarto. Hacia las once nos marchamos a casa.

—¿Dónde había estado su padre hasta las siete?

—En Ensjø, en la oficina.

—¿Está seguro? —Sí, rara vez estaba en otra parte.

—¿Trabajaba con frecuencia hasta tan tarde?

—Siempre estaba trabajando.

—¿De manera que no era raro que trabajara hasta tan tarde? —preguntó otra vez Gunnarstranda.

—No era ni raro ni normal. A veces llegaba tarde. Pero de esas cosas seguro que Ingrid sabe más que yo.

Gunnarstranda permaneció un rato en silencio y finalmente preguntó:

—¿Venden en su negocio muchas armas?

—Algunas. Y ese es el principal motivo para que tengamos la verja corredera. Las armas antiguas son objetos de coleccionista muy demandados.

—¿Qué clase de armas tienen?

—Un mosquete, una alabarda, un fusil de avancarga, diversas armas blancas…

—¿Una bayoneta?

—Dos, ¿porqué?

Fueron interrumpidos por un portazo seguido de un trotecito: un niño pequeño llegó corriendo. Debía de tener tres o cuatro años y llevaba un pantalón con peto azul. Su jersey tenía manchas en el pecho. Cuando vio a los hombres sentados a la mesa, se quedó repentinamente parado, pero al cabo de unos segundos de vacilación se dirigió hacia Karsten Jespersen y se lo quedó mirando con perplejidad. El niño tenía el pelo rubio y rizado, una cara redonda e ingenua y la nariz respingona. Se metió dos dedos de la mano izquierda en la boca y se pegó avergonzado a la rodilla de su padre.

—El abuelo se ha muerto —le dijo a Gunnarstranda.

—Me da la impresión de que Susanne también ha venido —dijo Jespersen disculpándose, y se dirigió al chico—: ¿Dónde está mamá?

El niño no le hizo ni caso. Levantó el puño derecho y dijo mirando a Gunnarstranda:

—Yo… Erich.

—¡Erich! —dijo Jespersen, y le guiñó un ojo al comisario.

—Erich —repitió el niño, señalando de nuevo con el puño hacia Gunnarstranda.

—Enséñame eso —dijo el padre—. ¿Tienes dinero dentro? —La sonrisa de Karsten Jespersen era forzada cuando le tendió al niño su mano abierta—. ¿Se lo das a papá?

—El abuelo está muerto —repitió el muchacho mirando a su padre con unos ojos grandes y redondos—. Muerto del todo.

—Sí —asintió Jespersen, y les guiñó un ojo a los dos policías—. ¿Le das el dinero a papá?

El chico negó con la cabeza.

—¿Le dejas a papá que vea lo que tienes?

—No —dijo el niño.

—Creo que ya hemos terminado por hoy —dijo Gunnarstranda dirigiéndose a Frølich.

—¿Le das el dinero a papá?

—¡No! —gritó el niño con una voz que cortó el aire como una sierra circular.

Karsten Jespersen estaba empezando a cabrearse peligrosamente.

—¿Le das el dinero a papá? —dijo cogiendo la mano del muchacho.

—¡No! —chilló el niño—. ¡Papá es tonto!

—¡El dinero! —repitió el padre con brusquedad.

Sujetó la mano del niño y fue separándole a la fuerza un dedo tras otro. El chico oponía resistencia. Tenía los dedos blancos y estaba llorando. Algo se le escapó de la mano: una especie de broche o un alfiler de sombrero cayó al suelo.

—¡Vaya! —dijo Jespersen, que de nuevo era la sonrisa personificada—. ¡No era dinero! ¡No era dinero!

Karsten Jespersen recogió el broche y se lo puso a Erich delante de la cara. Era de color oscuro y tenía un motivo adornado con arabescos. El niño había dejado de llorar y ahora se frotaba los ojos.

Los dos policías de la brigada de investigación criminal intercambiaron una mirada.

—Mío —dijo el chico alargando la mano hacia la joya.

El padre retiró la mano a la velocidad del rayo y soltó una carcajada, mientras la barbilla le daba respingos nerviosos.

El niño volvió a soltar un grito estridente.

—Bueno, toma —gruñó el padre enfadado, y le tendió el broche.

El niño sollozó un poco y se lo guardó.

—¿Nos vamos? —preguntó Jespersen levantándose de un salto.

De camino hacia la calle, Gunnarstranda se detuvo frente a un armario grande con vitrinas. Tras el cristal se alineaban los lomos azules de unos libros encuadernados en piel. Karsten Jespersen lo esperó cortésmente. El niño salió corriendo por la siguiente puerta.

Frølich, en cambio, se detuvo a contemplar unas figuritas blancas que había en una vitrina de cristal. Primero pensó que eran unos bibelots normales, pero cuando reconoció lo que representaban las figuritas, se estremeció. Era pornografía dura china: hombres y mujeres detalladamente esculpidos mientras practicaban sexo duro. Pero eso no era todo; una mujer copulaba tan a gusto con una cebra, mientras otra era penetrada por una tortuga. Una de las figuras representaba a dos hombres de amplia sonrisa, abrazados y masturbándose el uno al otro. Las figuras no dejaban lugar a la fantasía, sino que estaban trabajadas con tanto detalle como Frølich no había visto jamás.

—Mucho ojo —murmuró.

Karsten Jespersen lo observó despectivamente.

—Objetos chinos de coleccionista —suspiró, y añadió—: Marfil; bueno, esa es de rinoceronte.

—¿Son antiguas?

—Naturalmente. —Jespersen se acercó a la vitrina y señaló a la mujer con la tortuga—. Esta tiene mil años de antigüedad.

Frank Frølich se lo quedó mirando. Jespersen tenía los brazos cruzados a la altura del pecho y una expresión de impaciencia en su espasmódico rostro.

—¿Qué simbolizan estas cosas? —preguntó el funcionario de la brigada de investigación criminal.

—¿Cómo dice?

—¿Cuál es el simbolismo? —repitió Frølich.

Jespersen alzó los brazos.

—Es arte. No significa nada.

—Pero estos motivos —insistió Frølich, señalando a la mujer con la tortuga— tienen que simbolizar algo.

—No significan nada —dijo el otro de mal humor—. O te gustan o no te gustan.

Frølich examinó otra vez las figuritas. No había ninguna duda: le gustaban. La sexualidad aparecía reproducida de manera humorística; además, resaltaba la estética del cuerpo humano, independientemente de la fantasía con la que se había representado el coito. La figura de la que Karsten Jespersen había dicho que era de rinoceronte mostraba un atlético sexo en grupo. Una serie de personas, a cada cual más feliz, aparecían entrelazadas en un juego sexual que, desde el punto de vista fisiológico, parecía irrealizable. «Esto significa —pensó Frølich— que sé muy poco acerca de China».

—¿Son suyas? —le preguntó a Jespersen.

—No. Pertenecen a la casa.

—¿Son valiosas?

—Naturalmente.

—¿Cuánto?

Frølich se irguió cuando de repente se abrió una puerta y entró una mujer de edad mediana.

—Al fin te encuentro —le dijo a Jespersen—. Tienes que ocuparte de los niños; yo no puedo…

Se interrumpió al notar la presencia de los dos policías.

Gunnarstranda le tendió la mano.

—Comisario de investigación criminal. Brigada de homicidios.

La mujer le estrechó la mano. No resultaba difícil darse cuenta de que en otro tiempo había sido muy guapa. A Frølich le pareció que aún seguía siéndolo, pese a los pliegues y las arruguitas apenas visibles de su cara. Era delgada, y Frølich se preguntó durante unos segundos qué era lo que la hacía tan atractiva: si el rostro de perfil delicado, enmarcado por un peinado gracioso, o su tipazo y sus piernas de fábula. Decidió que era esto último: su figura, la espalda grácil como la de una escolar, y el vestido ajustado por donde tenía que serlo.

Jespersen iba a decir algo, pero Gunnarstranda se le adelantó:

—¿Ingrid Folke Jespersen?

Ella asintió.

—Mi más sincero pésame.

Ella volvió a asentir y se quedó mirando tranquilamente a los ojos de aquel hombre de su misma edad. Frølich notó que él no le soltaba la mano. Luego se acercó a ella y le tendió asimismo la mano.

—Frank Frølich —se presentó.

—Ya nos íbamos —dijo Gunnarstranda para tranquilizarla.

Pero Ingrid no lo oyó. Los dos policías siguieron la mirada de ella, que con los ojos empañados clavó la vista en Karsten Jespersen.

—Karsten —susurró a media voz con una expresión de tristeza y desesperación.

Se quedó mirando fijamente al hijo de su marido, que le devolvía inmóvil la mirada, pugnando por dominar sus sentimientos. Ella, en cambio, dio rienda suelta a los suyos. Karsten Jespersen pasó a ocupar el centro de la atención; tanto la mujer como los dos policías parecían esperar a que dijera algunas palabras de consuelo.

—Envidia tus libros de Thackeray —balbuceó, señalando a Gunnarstranda.

Tres cabezas se volvieron hacia el comisario, que observó un rato largo a la viuda y a su hijastro y, finalmente, se encargó de romper el silencio:

—Pues sí —dijo Gunnarstranda—. Pero no he encontrado Barry Lyndon.

—Siempre me ha parecido que la película era mejor que el libro —respondió la mujer de manera automática.

De nuevo se hizo un violento silencio en la habitación. Nadie decía nada. Todos estaban pendientes de ella.

—En efecto, tiene razón —dijo por fin ella—. Falta Barry Lyndon. A Reidar le daba mucha rabia. Era un perfeccionista, ¿sabe usted?, y no podía entender que yo tuviera unas obras completas que en realidad estaban incompletas.

—¿Dispone de unos minutos? —le preguntó el comisario.

—No era muy aficionado a la lectura —añadió ella, pensativa.

Ahora ya no pesaba el silencio ni se percibía la tensión que había entre ella y el hijastro por las cosas no dichas.

—No tengo ganas de hablar —susurró Ingrid Jespersen—. Estoy agotada. Esta noche apenas he dormido.

—Podemos volver mañana —respondió Gunnarstranda—. Pero antes le haré sólo un par de preguntas: ¿llegó a acostarse anoche su marido?

Ella negó con la cabeza.

—Me desperté porque no estaba… creo. Es que había tomado una pastilla para dormir.

—¿Cuándo se acostó usted?

—Entre las once y las once y media.

—Y llamó por teléfono a…

Gunnarstranda señaló a Jespersen.

—Sí —dijo ella—. Anoche, cuando me desperté. Pero Karsten no estaba en casa.

Ingrid y Karsten Jespersen se quedaron mirándose.

—Estaba dormido —explicó Karsten.

—Lo sabía —dijo ella con los ojos húmedos y los labios temblorosos; quiso añadir algo, pero se contuvo.

De nuevo fue Gunnarstranda el que rompió el silencio:

—¿Por qué lo llamó?

—Porque sentía pánico. Reidar no estaba en casa.

El funcionario de la brigada de homicidios clavó la vista en ella.

—¿Oyó usted ruidos procedentes de la tienda?

—No lo sé.

Gunnarstranda dejó su respuesta en el aire. Cruzó las manos a la espalda, pero no la ayudó. Ella permaneció profundamente sumida en sus pensamientos.

—¿No creyó haber oído algo? —preguntó finalmente el comisario.

—No lo sé —repitió ella, y empezó a limpiarse las uñas con gesto ausente. Tenía unas manos estrechas; en dos de los dedos llevaba unos gruesos anillos. El esmalte de las uñas era del color del hierro oxidado, con algunas manchas—. Tenía pánico —repitió con voz ausente—. No tengo ni idea de lo que me pasaba.

—¿Por qué tenía pánico?

—Porque no encontraba a Reidar por ninguna parte.

De repente empezaron a temblarle otra vez los labios, y unas lágrimas afloraron en sus oscuros ojos. Rápidamente, se las enjugó.

Karsten Jespersen se adelantó un paso y carraspeó con decisión. Pero Gunnarstranda lo contuvo levantando la mano.

—Después de llamar a Karsten Jespersen, ¿se metió otra vez en la cama?

—No —dijo ella en seguida.

Algo le pasaba. Era como si la pregunta del comisario por su difunto marido la hubiera sacado de sus casillas. La fachada aparentemente tranquila que presentaba su rostro al entrar en la habitación se había vuelto transparente, como la superficie lisa de un lago en calma. Ahora se apreciaba la vulnerabilidad que se ocultaba tras ella.

—Me quedé tumbada despierta, hasta que empezó a oírse tráfico en la calle —explicó—. Anoche… pronto, muy pronto, cuando todavía estaba oscuro…

Se interrumpió. Entre ella y su hijastro, la tensión parecía cortar el aire. Frølich no sabía cómo debía interpretar esas señales.

—¿Y luego? —indagó Gunnarstranda.

Ingrid Jespersen se volvió hacia él.

—Entonces decidí que todo había sido una pesadilla y que los ruidos sólo habían sido imaginaciones mías, y luego…

Cerró los ojos.

—¿Sí?

Ella señaló al suelo.

—Me acababa de dormir de nuevo cuando la policía llamó al timbre.

—Fue descubierto por una transeúnte —dijo Gunnarstranda—. He oído que ha estado en la tienda con nuestro compañero Yttergjerde y que ha identificado a su marido.

—Sí.

Todas las miradas estaban ahora pendientes de ella, que seguía limpiándose las uñas con gesto ausente.

—La puerta que da a la tienda no estaba cerrada con llave —dijo Gunnarstranda.

Ella asintió.

—¿Quién tenía llaves de la tienda?

—Mi padre y yo —intervino Karsten Jespersen.

—Yo también tenía llaves —dijo ella con voz de cansancio.

Gunnarstranda se volvió hacia el hijo.

—¿Quién más?

El hombre reflexionó.

—Tal vez Arvid y Emmanuel —intervino Ingrid Jespersen.

Karsten se quedó pensando.

—Es posible —dijo finalmente—. Sí, seguro que los dos tenían llaves.

—¿Y quiénes son? —preguntó Gunnarstranda.

—Los hermanos de Reidar —respondió ella.

—¿Solía su marido dejar la puerta abierta cuando se quedaba por la noche en la tienda?

—Ni idea.

—Cuando llegó la policía, la tienda estaba a oscuras —dijo Gunnarstranda—. ¿Dejaba su marido la luz apagada cuando iba a la tienda después de la hora de cierre?

—Si encendía alguna luz, sólo era la del despacho —señaló Karsten Jespersen.

Ingrid Jespersen se sentó en un sillón que había junto a la librería y se estiró enérgicamente el borde de la falda, que se le había subido hasta por encima de las rodillas.

—Lo curioso es que inmediatamente supe lo que había pasado. Cuando llama la policía…

Frølich no le quitaba ojo a Jespersen, que miraba con gesto agarrotado a Ingrid.

—Sé que soy infantil —continuó ella—, pero ha sido tan horrible…

Se limpió rápidamente las lágrimas de los ojos con la mano y sollozó.

Karsten Jespersen tenía la cara colorada… de ira, como constató Frølich cuando el hombre, con la barbilla temblorosa, le preguntó a Gunnarstranda en tono impertinente:

—¿Ha terminado ya?

—Casi —contestó escuetamente el bajito funcionario de la brigada de investigación criminal.

—He visto que estaba muerto —dijo ella—. No sé lo que me ha pasado por la cabeza; sólo quería irme.

Gunnarstranda le dirigió una mirada afectuosa.

—Gracias —dijo brevemente—. Tengo que rogarle que guarde silencio acerca de lo que ha visto en la tienda —concluyó en tono pausado—. El deber de guardar silencio también le afecta a usted —dijo, dirigiéndose a Jespersen—. Lo siento, pero esas son las reglas —añadió con aire profesional—. Por desgracia, tenemos que… —Dudó un instante—. Haremos lo que podamos para no resultar molestos —dijo finalmente—. A cambio, confiamos en que ustedes sean tolerantes con nosotros.