Plinio y don Lotario, sentados en la terraza del casino de San Fernando, se contaban las «pajaritadas» que desde las ramas de los árboles, en las dos horas que llevaban allí de sobrecena, les moteaban el uniforme gris, y al veterinario la chaqueta de mil rayas.
—Manuel, por mucho que madrugue uno para venir a este casino, cuando se llega a la terraza no queda rama sin ave. De modo, que te pongas donde te pongas, te conviertes en inodoro de los pájaros.
—«Inodoro de pájaros». Don Lotario, eso está bien. Si no fuese por sus cosas me moriría de aburrimiento.
—Es que la gente tiende mucho a la pesadez, a lo igual, al nicho de la vida. Nosotros, por lo menos, tenemos imaginación y buen humor y nos lo pasamos todo por el ombligo.
Dos jóvenes con pantalones vaqueros y las barbas como alquiladas se reían mucho en la puerta del casino. Luego se unieron a ellos dos chicas con suéter atado a la redondez de sus nalgas; cigarrillos, sonrisas americanas y empezaron a reírse juntos.
Uno debió de decir algo especial, y todos los jóvenes miraron de pronto hacia Plinio y don Lotario. Y enseguida, como puestos de acuerdo, se aproximaron unos pasos.
—Plinio y don Lotario —dijo el de las gafas—, ¿quieren venirse con nosotros a pasar un buen rato?
—Con Pepe el Tachuelas, el roncador.
—¿Pero ha vuelto?
—Sí, Manuel. Se le ha muerto la mujer, las nueras no quieren vivir con él, y en Madrid lo han echado de no sé cuántas pensiones por «sonoro». Al parecer se ha venido a su casa de la calle de la Azucena, vive solo y duerme en el piso alto para que se le oiga menos.
—Pero se le oye igual —dijo una de las chicas del culo abrigado—. Y está desfilando por allí el pueblo entero para oírle sus solos de garguero.
—¿Usted, Manuel, conoce al Tachuelas?
—Claro; si fue conmigo a la escuela.
—¿Y ya roncaba así?
—Desde que nació. La profesora en partos, doña Consuelo, ya se temía que hubiera nacido con algo malo en la garganta, pues ya hacía ruidos como de gargajillo.
—Pues véngansen ustedes a recordar tiempos mejores, que ahora de gargajillo, nada —dijo un barbas.
—¿Vamos, Manuel?
—Vamos, don Lotario, que más vale oír roncar que ser bacinilla de gorriones… Y lo que me extraña es que vosotros, tan mozos, sepáis quién es el Tachuelas.
—Nuestros padres lo han nombrado muchas veces y desde que llegó empezaron a oírse sus ronquidos por todo el barrio.
—Roncando así, Manuel —dijo el de las gafas—, se hace uno famoso enseguida.
Subieron por la calle de la Feria hasta la de la Azucena, y don Lotario, en broma, ya empezó a hacer oído.
—No se oye.
—No don Lotario, si es más allá. Pasada la calle de la Palma.
—Pues vamos hasta la Palma… Calle de la Azucena, calle de la Palma, son los nombres de calles del pueblo mejor traídos… Debió de ponerlos algún alcalde muy tierno. Y la próxima calle de la Paloma, que se llama ahora del pintor López Torres, tampoco desentona, Manuel, porque Antonio tiene la sonrisa, la barba y la bata blancas como palomas y como las azucenas de al lado.
—Ahora está usted romántico, don Lotario —le dijo Plinio en voz baja.
Al llegar a la calle de la Palma, los jóvenes empezaron a hacer oído con cabeceos caninos.
—Si estuviera roncando —dijo una de las del culo abrigado—, ya se oiría desde las Camas Blas, pues menudos bombardinazos suelta.
—A estas horas siempre está con su solo.
—Se habrá levantado a enjuagarse la garganta —dijo uno con boina—, que a cada hora de ronquidos, según dice él mismo, se le queda la boca más seca que un canalón en agosto.
—Mire, Manuel. Es la casa de las ventanillas altas.
—Ya, ya lo sé. La de los Tachuelas de toda la vida.
—¿Venís a oírlo? —preguntó alguien desde el balcón oscuro que tenían encima—. Pues habéis escogido bien, porque menuda noche lleva.
—¿Y ahora por qué está callado, Ramón? —preguntó don Lotario al del balcón.
—No sé. Estará poniéndose lengüeta nueva, digo yo… Mire que estamos acostumbrados, pero es que esta noche hasta deshollina las chimeneas cada vez que relincha.
—Venga, Manuel, vamos a sentarnos en este poyete tan altico, no sea que el silencio se alargue.
Se sentaron, sacaron cigarrillos y, después de hablar un poco en voz baja, los cinco jóvenes empezaron a simular un concierto de ronquidos cachondos.
Así estaban las cosas, cuando de pronto, sin amago de introito, cargó el Tachuelas con una aspiración tan bronca como si estuviera metiéndose una reja hecha ascua por semejante boca.
—Leñe. Tiemblan hasta las persianas.
—Sí; es lo nunca visto ni oído.
Tampoco la espiración fue tibia. Después de segundos de silencio, durante el que todos con aguardaron suspense terremotero, llegó con un ruido de viento belicoso que hacía vibrar las orejas y los pelos… Acabada la vuelta del aire, entre pulmones, muelas y, tal vez, intestinos y compañones canosos, pasaron otros segundos de silencio, hasta que volvió a la carga, ahora con son de tránsito negro, de avión en túnel o de leones en cisterna.
—Aunque soy veterinario, Manuel, nunca había oído algo así.
—Es que es usted muy joven.
Empezaron a abrirse ventanas y balcones, y las gentes subían y bajaban, desde las calles del Monte y de la Feria.
El mastín que traía un feriante rubio, al oír el ronquido más fuerte de la noche, con ojos de mucho susto se arrimó a una portada verde.
—Ésta es su noche más soná —volvió el del balcón oscuro—. Debe de ser la calina del agosto que le secó la cuerda del violín.
Pero como cansados, siempre que el Tachuelas se tomaba algún respiro, y nunca mejor dicho, mucha gente cerraba las vidrieras. Cuando al fin marcharon las justicias y su compañía de barbas y culos abrigados, todavía quedaron morosos sentados en los bordillos de las aceras, comparando aquellos ronquidos con batallas de la guerra civil.
Aquella mañana dominguera, y aprovechando que don Lotario veraneaba en Alicante con su «reseca» familia, como él decía, Plinio vestido de paisano, decidido a cambiar de sitio y de rutinas, se fue a desayunar al Mesón del Vino, que está en el Paseo de Antonio Huertas. Para no tener que hablar con nadie, se sentó en la mesa más rinconera y pidió café y tortas de Alcázar a un camarerillo que pareció no conocerlo. Estaba todo tan quieto y suave, cosa rara en estos tiempos, que se sintió como dormido con los ojos abiertos, y no reaccionó hasta que entraron tres hombres y dos mujeres y vinieron derechos a él… Y recordó que media hora antes, al poco de llegar al Mesón del Vino, un hombrecillo con las gafas muy gordas y los zaragüelles culerones, después de mirarlo muy fijamente, marchó rápido sin tomar nada.
—Manuel, perdone que le molestemos —dijo la más corpulenta y mostrenca, llamada la Fidoncha—, estando de domingo como parece que está, pero no podemos callarlo más tiempo… Fuimos al Ayuntamiento…
—¿Y quién os ha dicho que estaba aquí, que no vengo nunca?
—Antonio el churrero, el de las gafas gordas.
—Ya.
Se veía que los hombres, ya bien mayores, venían un poco a rastras de las dos, sobre todo la que hablaba con ademanes de empujarle a uno.
La otra, en delgado, sin medias y con las canillas muy finas, decía que sí a todo cuanto hablaba la mayor.
—Bueno, ¿y qué pasa?
—Asómbrese usted, Manuel —dijo la Fidoncha, alzando mucho el labio de arriba—, que hace tres noches que no sentimos roncar al Tachuelas. ¿Qué me dice usted?
—¿Será posible? —dijo Manuel, de verdad alarmado.
—Posible total, Manuel —dijo la de las canillas finas—. Roncar ni respirar.
—Habrá cambiado de alcoba.
—Ése, aunque duerma en la cueva, deja oír sus rebuznos en todo el distrito.
—Eso es verdad —confirmó Plinio, cabeceando—. ¿Y hace su vida diaria?
—Ahí puede estar el misterio, jefe —dijo la anchurona, con los brazos muy fuertemente apretados sobre las tetas—. Desde hace unos días nadie lo ha visto entrar, salir, asomarse o sentarse en la puerta como hacía a las anochecidas.
—A ver si le ha ocurrido algo a ese pobre hombre.
—Por eso le buscábamos a usted con tanta ansiedad, Manuel, porque para el barrio sería mucha paz que el pobre dejara de roncar hasta el final del mundo, pero da mucha pena un hombre tan solo con sus ronquidos, sin tener quien le arremeta la manta o le dé una pastilla si se pone malo.
—¿Y qué puedo hacer yo?
—Yo había pensado, jefe, que como la gavillera del corral de éste de la media lengua —y señaló a uno de los acompañantes más callados— y la del roncador están a una vara lo más una de otra, si usted quiero vamos todos y las saltamos, a ver qué pasa. Si ocurre algo malo, lo decimos a las autoridades del Juzgado, y si no, pues todo se queda entre nosotros. Yo lo que no quería —dijo la decidida— era ir nosotros por cuenta particular.
—¿Y todavía tenéis gavilleras? —preguntó Plinio, como cansado.
—Yo, yo, yo, sí —dijo el de la media lengua—, para que le dé sombra al corralillo.
—¿Y el Tachuelas?
—Al pobre se le quedó todo tal como estaba el año que mataron al cura, de puro viejo.
Plinio, antes de contestar, relió otro pito:
—Bueno, vamos a ver qué pasa —dijo algo animado, al tiempo que llamaba al camarero con un «ven» de mano.
Y echaron paseo adelante, sin prisa, sin formar fila ni hilera, cada cual con su aire y braceo.
A Plinio le daba muchísima tristeza el culo estrechísimo de la mujer delgada. Como además llevaba la bata muy ceñida y corta, le quedaba patético, encima de aquella resequez de pierna. La marimacha, por el contrario, como si fuese ella la autora de todo, caminaba delante, con el entrecejo muy satisfecho.
Ya en la calle de la Azucena, Plinio pensaba más en las gavilleras que en el roncador callado.
Los sarmientos de una y otra gavillera eran viejísimos, tan negros de hielos y veranos, se tronchaban por algunas partes y crujían por todas al pisarlos.
—No, no podemos estar juntos sobre estas gavilleras —previno Manuel.
La Fidoncha avanzó como pudo sobre los sarmientos podridos, hasta la gavillera del roncador, la más alta. Se apoyó sobre ésta con ambas manos y saltó hacia atrás con una culá.
—Estos sarmientos dieron las uvas de la guerra —comentó Plinio mientras avanzaba con mucho pulso de pies detrás de la Fidoncha.
La del culo luteño se quedó en la escalera, con la cabeza sobre las gavillas, sin atreverse a subir del todo. Casi a gatas llegaron, por fin, uno a uno, al borde de la gavillera del Tachuelas, y bajaron al corral por la escalerilla de madera.
El empedrado estaba cubierto de hojas de parra podridas, de macetas sin planta y hierbajos por todos lados, y las paredes, antaño tan encaladas, ahora color barro, hicieron decir a Plinio:
—A este corral no ha entrado nadie desde que se marcharon del pueblo. Y huele a corral antiguo, de aquellos de retrete con agujero y basurero en el rincón.
—Claro que el pobre, viviendo solo como vive, no va a ponerse a deshierbajar éstos.
—Ni a enterrar gatos muertos —dijo Plinio, señalando con la punta del pie el esqueleto blanquísimo de un gato, junto a un tino de madera verde, por el incesante goteo del grifo.
El portón, que daba a una cocinilla de verano, cedió a los no sé cuántos empujones de unos, de otros y de todos juntos.
Subieron al otro piso, ya casi limpio total. Se asomaron a la cocina, al comedorcillo, y todo estaba en relativo orden.
—Por aquí parece que ya dan limpiazos —dijo la del culo afiliado y triste.
—¡Ah! ¡ah!, Manuel, aquí no se puede abrir —dijo uno de los hombres, empuñando una puerta recia.
—¿Pues qué pasa?
—Que parece que hay escombros o no sé detrás de la puerta.
Sí; por los dos o tres dedos de rendija que dejó el mozo tras los empujones sólo se veían escombros.
—Vamos a por ella —dijo Plinio, apoyando el hombro y empujando con toda su ansia.
—¡Atiza, cojo! —exclamó después de asomarse más. Y entró todo lo rápido que pudo en la habitación; de perfil, muy estrechamente, casi arrancándose los botones. Los demás lo siguieron por la raja. Pero la Fidoncha tuvo que ponerse ambas manos sobre las mamas y apretárselas mucho para no dejárselas entre la puerta y el marco.
Todos, manteniéndose sobre la escombrera que cubría el suelo y parte de los muebles, miraban a la cama de matrimonio donde debía dormir el Tachuelas, pues se le veía la punta de un pie entre la sábana cubierta de trozos de techo muy gordos, color azul claro.
—Al pobre se le vino el techo encima —dijo el culillo de clarinete, mirando el agujero de arriba, por donde se veían las vigas de aire del camarón.
—A lo mejor lo hundió de un ronquido ¡Bumm! —dijo la Fidoncha con cara de lista y señalando como comediante.
Plinio empezó a quitarle escombros de sobre la cabeza.
—Está bien cubierto, pero que muy bien.
Hasta que apareció la cabeza del Tachuelas, más blanca que el yeso que la cubrió, y algo que sobrecogió a todos:
Dentro de la boca entreabierta, entre los malos y escasos dientes del pobre roncador, como si le hubiera sido totalmente imposible tragárselo, tenía encajado un escombro triangular, con carricillos y pizcas de ladrillo… Y cosa más rara todavía: aunque tenía la boca muy abierta, el gesto del muerto no parecía de susto y sí de catador de algo.
—Lo que te decía, Manuel, con el ronquido se hundió el techo y se le tapó la boca para siempre.
—Y por tanto yeso, la barba cana la tiene más blanca todavía —dijo la fina, limpiándole los pelos faciales con manotadillas.
—Y qué bien apretados tiene los ojos.
—Los ojos son más rápidos que la boca.
—Y a lo mejor, cuando se está en el momento más bovedoso del ronquío, no se puede cerrar la boca, aunque le caiga a uno un rayo.
—Fijaos —dijo Plinio—, con los ronquidos de tantas noches, fue agrietando el cielo raso, hasta que se lo cayó encima la parte central, como una tapa… Venga, vamos a trabajar, que estamos de muerto… Llamaré al Juzgado… y vámonos fuera, no vaya a caérsenos encima el poco techo que queda.
Cuando el forense consiguió sacarle al Tachuelas el escombro se le quedó la boca tan abierta y rígida que no hubo manera de cerrarla, y todos los que desfilaban ante él decían poco más o menos: «Pues se le ha quedao que ni pintá para el ronquío eterno. Sólo faltaba que en los siglos que vienen, no se pueda dormir ya en aquel corral de los callaos y los cipreses».