Como yo dormía entonces en la cama-cuna, aquella de color verde oliva que estaba pegada a vuestra cama, la que tenía el piecero curvado hacia adelante, como si estuviera chorreando caoba rojiza, sobre su colcha azul, rara era la noche que no me despertabas, padre, cuando llegabas del Casino, después de hablar con los amigos, y los padres de tus amigos. Pues entonces, todos, .jóvenes y viejos, ibais al Casino de San Fernando, porque habíais tenido un disgusto muy sonado, con la directiva del otro casino, al que tu habías ido siempre, El Círculo Liberal. Los del San Fernando toda la vida tuvieron fama de antiguos y noveneros, mientras los del Círculo Liberal, presumíais de ser la flor y nata de la libertad del pueblo.
Pues sí, cuando llegabas del San Fernando a eso de la media noche, entrabas a nuestra alcoba por la puerta de cristales de la habitación de al lado, «la alcobilla», en la que luego dormimos nosotros, de mayores. Y entrabas con mucho cuidado para no despertarnos, a mí sobre todo. Pero yo, no fallaba, me despabilaba al notar tus pasos, aunque lo disimulaba. Lo mismo, estoy seguro, le pasaba a mamá porque se daba media vuelta, poniéndose de espaldas al balcón, así que entrabas.
Y todas las noches, pero todas, te desnudabas igual, lo recuerdo paso a paso, prenda a prenda, zapato a zapato y ruido a ruido. Fíjate si todo lo recuerdo bien: lo primero que hacías era quitarte el sombrero gris oscuro, si ya hacía mal tiempo, o el «queso» de paja, si era verano, y lo colgabas sobre el boliche de nogal del perchero de árbol, que estaba en el rincón de la alcoba, entre las puertas de la «alcobilla» y el balcón.
Luego, sentado en el borde de vuestra cama, y dándome la cara, te desatabas los zapatos, mirando el techo con gesto distraído. Yo, entre sombras, oía que los dejabas caer con dos ruidos muy iguales, «zas-zas». Y como caían los dejabas, hasta que te levantabas al día siguiente, que yo los veía así, quietos y desenfocados… sobre todo los domingos por la mañana, en los que levantaba mucho antes que tú.
Una vez descalzo, andabas, sin calcetines, ni nada, que yo te lo notaba, por el ruido blanducho con que pisaban tus pies en la parte del suelo a donde no llegaba la alfombra, para colgar la americana y el chaleco en un gancho curvado del perchero del árbol.
Los domingos y días de fiesta, te ponías un pañuelo blanco, asomado al bolsillo de arriba de la chaqueta, que yo lo apreciaba hasta en la oscuridad.
Era el quitarte el chaleco, precisamente, cuando solías boquear el primer bostezo, muy hueco y desilusionado, pero sin soltar ni una sola palabra, como ejemplo el «¡Ay Dios mío!», que decía tu madre a cada nada, aunque sólo le picase una mosca. Luego te sacabas la camisa sin desabrocharte los gemelos y empezabas a rascarte con mucho gusto el pecho, la espalda, y hasta las partes bajas, doblando bastantico el cuerpo hacia delante.
Así que te habías rascado bien, te sacabas los pantalones, que dejabas muy bien colgados en el respaldo de la descalzadora, también curvada y tapizada de azul celeste; para que no se te arrugase, y con las ropas interiores puestas, porque todavía en los pueblos no se llevaban los pijamas, levantabas la ropa de la cama de matrimonio por tu lado y te quedabas casi invisible.
Recuerdo que tardabas un poquito en dormirte. Hasta que te ponías boca arriba, con ambas manos bajo la nuca, y las piernas dobladas hacia arriba, que bien veía yo su sombra proyectada en la pared, tapada con la sábana, o con la sábana y las mantas, según el tiempo que hiciera, y estabas así un ratillo.
Pasado éste, te aflojabas en la cama, bajabas un poco las rodillas y dabas otro bostezo, normalmente el último, y menos hueco y sonoro.
Si mamá, entre sueños, te decía alguna palabra o te hacía algún encargo, contestabas sin enterarte muy bien: «sí» o «no», «mañana» o «pasado», y ya empezabas a roncar poco a poco, atemperado y tranquilo.
Era entonces cuando me parecía que había llegado la noche de verdad, y me dormía del todo, dejando mis sueños de siempre, o mis figuras del día, encima del embozo.
Bueno, la verdad es que algunas noches me desvelaba del todo si pasaban por la calle mozos del campo, cantando flamenco con voces muy vivas y hondas… o porque papá antes de bostezar la última vez y de empezar a roncar, casi siempre los sábados, le decía cosas blandas a mamá, y luego, en vez de las sombras de sus rodillas despegados del colchón, veía la de todo su cuerpo, moviéndose tumbado, como si nadara en la playa de Valencia. Después oía unos suspiritos muy hondos, que en nada se parecían a los bostezos de todas las noches. Pues cuando ocurrían estas cosas, el bostezo o los bostezos de mi padre, no me llegaban hasta que él volvía a su posición de todas las noches, que no eran de sábado.
Desde que dejé la cama-cuna de color verde olivo, el resto de mi vida, rara era la noche, que entre sueños no creía escuchar el son querido de los bostezos de mi madre, la copla flamenca de los mozos, que pasaban por la calle; o los suspiros fuertes de papá cuando parecía nadar en la playa de Valencia, ciudad a que siempre iba el abuelo a comprar maderas, y una vez fui yo con él.
Y sin embargo, el día que te encontramos muerto en el suelo del depósito judicial de la clínica, no tuve oportunidad de saber si te habías dejado entre las sábanas, el que fue tu último bostezo, o te lo llevabas metido en el en cuerpo, para toda tu muerte.