En el paraninfo policromo de la universidad de la pequeña ciudad, inauguraba aquel día el curso, el sabio profesor don José María.
Allí estaban muchas señoras de la mejor sociedad, los chicos y chicas de Letras, con cuadernos para tomar apuntes, y casi todos los señores del claustro, mirando el reloj. No faltaba el Gobernador de Ucedé, con la camisa azul clara que utilizaba en todos los actos elegantes.
Cuando el paraninfo estuvo lleno, entró el catedrático don José María, con su cara de circunstancias, y ocupó la tribuna. Se cerraron las puertas, y el Magnífico Rector, presentó al orador, con mucho jaleo de papada y bebidas de agua… Por fin terminó el Rector, después de tres citas en latín y una en alemán, y se sentó señalando levemente a don José María. Éste, en vez de tomar, «sacó» la palabra, ayundándose con sus breves brazos voladores y su voz de tango.
Y en el discurso, más que transmitir ideas, contaba una procesión de imágenes de otros tiempos, que llevaba en el fondo de su cabeza. La procesión que le habíamos oído —quiero decir visto— siempre: la procesión de los fanfarrones soldados de Flandes, rozando con las puntas de sus alabardas las pétreas y casi místicas claves de los arcos de las murallas de Ávila…, al ir y al volver de no sé qué batalla.
El auditorio, inconsciente, seguía con los ojos el aspear de los brazos del orador, dibujando en el aire los arcos de las murallas, o los movimientos —discretos— de sus piernas, para indicar el paso firme de los gallardos soldados de los Tercios de Flandes.
El respetable, cuando don José María se callaba un momento, se rebullía, parecía descansar del paso de tantos soldados.
Hasta que retomaba su oratoria, para narrar otra batalla de Flandes… Ésta del Flandes francés.
Cuando la conferencia daba a su fin, después hablar casi media hora de Felipe II, don José María parecía completamente descompuesto. Su cabello había perdido todo el orden que le dio el peine, y su corbata colgaba desatada. La tribuna estaba enmarañada por tanta curva y tanta recta como sus brazos habían trazado. El público, aunque no había sacado nada en claro, estaba borracho por la brillantez de sus imágenes y la intensidad y extensión de sus evocaciones. En hora y media, había hecho desfilar por aquel menguado local todo un reinado, con sus más conspicuos jerifaldes a pie y a caballo; comiendo y orando; amando y voceando… Alguna señora lloraba. Los del claustro, cadavéricos o impasibles, miraban al orador como si fuera un ser de otro mundo. El Rector Magnífico estaba materialmente hecho un ovillo, sin más que cara que sus lentes refulgentes.
Como colofón, don José María recitó varias poesías, en alguno de cuyos pasajes, tal era su emoción y lirismo, se mecía suave, rítmicamente, como si bailase el Vals de las Olas.
Después del último verso, extasiado, y líricamente conmovido, envuelto en un suspiro dijo: «He dicho».
Aplausos. El auditorio, en pie, lo aclamaba. Don José María, con los brazos cruzados sobre el pecho, recibía las palmas con mirada olímpica. La gente hacía ademanes ya para retirarse. Se oía el correr las sillas, pero de pronto se cesó de aplaudir. Don José María, con aire de cierta exaltación, hacía señas para que el auditorio aguardarse, para que se sentase de nuevo. Todos se miraban entre sí, sorprendidos. Pensaron que faltaría alguna breve advertencia, algún aviso urgente. Aunque esto último no debía ser, ya que los que presidían, incluido el señor Rector, también parecían sorprendidos.
Cuando se hubo hecho el silencio, don José María, con mucha gravedad, bebió agua pausadamente y, dirigiéndose al Rector, dijo:
«Señor Rector Magnífico, Excelentísimos Señores, Señoras y Señores todos…». Y comenzó de nuevo la conferencia, casi con las mismas palabras que la había dicho anteriormente.
Los oyentes se miraban desconcertados, sin que ya la brillantez de las imágenes del discurso produjesen la menor impresión.
Eran las 12,30 del día. Las chicas de Filosofía repasaban sus apuntes con gesto de asombro. Todo estaba dicho ya… Ya estaba otra vez en aquello de los Tercios de Flandes, y en lo de santa Teresa. Todo el mundo acabó por comprender. La educación se impuso, salvo raras excepciones, y cada uno permaneció en su lugar. El único que no se dio cuenta de la repetición fue el «cassettero», que volvió a grabar la conferencia íntegra.
A las dos y media, don José María, de nuevo llegaba al final de su conferencia y, apenas pronunció el «he dicho», la gente, en silencio, sin dar el menor aplauso, con prisa mal disimulada, salió del salón.
Mientras, don José María, miraba con cara de muchísimo disgusto… y dispuesto a pronunciar por tercera vez aquel discurso para inaugurar el año escolar.