Pedroche en Madrid

Se llama Pedro, pero toda la vida le llamaron Pedroche, nadie sabe por qué durezas. Hace algunos años que se vino del pueblo, ya jubilado, a vivir con su única hija, «la que le trajo su mujer al mundo antes de irse ella», como suele decir. Y así que llegó, se enteró todo Madrid. Porque como vive en el centro, desde Sol a Castelar, camino que hace casi todas las tardes, no se ha visto un hombre vestido así, tan «continico».

Yo, como paisano, claro, no le quito ojo desde que lo veo asomar. Pero pocos son los que al verlo pasar con el pelaje que lleva, no le echan los lentes detrás hasta que dobla el primer esquinazo. Y es que la cosa no es para menos. Un hombre de estos años ochenta pasear por la Gran Vía o la calle de Alcalá con pañuelo de hierbas debajo de la boina para no enfriarse aunque sea julio; blusa azul anudada entre el ombligo y semejante parte, y alpargatas negras, es que ya no se ve ni en el rastro.

Y lo que más choca es que este hombre va natural, corriente. Y se encuentra tan a gusto entre las torres de Madrid, como ante las faneguillas que tiene al lado de El Brochero. Y cruza la Gran Vía entre coches y motos homicidas, con el mismo desparpajo que cruzaba el Carretín de la Osa, entre las ovejas que vuelven al pueblo al caer la tarde. O te lo encuentras ante el estanque del Retiro con el mismo guiño de gusto que si mirase al ex Guadiana, desde el pantano de Peñarroya. Sí, con los ojos tan cariñosos y el «caldo de gallina» pegado al rincón del labio.

Pero yo creo que mi paisano Pedroche, que no tiene un rabo de tonto, se da muy bien cuenta del espectáculo que arma en Madrid cada vez que sale a la calle con sus atavíos de virulo, y de verdad que se encuentra gustoso de figurar y de que lo miren, como si fuera un Rolling, aunque de Tomelloso.

… Pero todo se acaba, hasta el blusón y el pañuelo de hierbas de Pedroche. Esta mañana me lo encontré por Recoletos y no lo pude creer. Verás: iba el hombre —nada de blusa— con una camisa polo, de listas verdes y blancas, y enseñando las canas de sus brazos ya cañutos de tantos años sin apescarse el arado; pantalones casi vaqueros —un poco ceñidos—; adidas azules y blancas; y un gorro de marinero con visera y ancla… No puedo dejar de añadir que iba riéndose a labio partido, bien agarrado al bracete de una chica muy joven con cigarrillo en la mano, y el culo muy saledizo.

Creí que miraba a una televisión sin fútbol y me restregué varias veces los ojos con los puños cerrados. Era Pedroche de verdad.

Me acerqué con saludos cachondos.

—Buenas tardes, señor Pavón —me contestó como siempre.

—Que no le conocía Pedroche. ¿Cómo ahora va usted así?

—Cosas de la nieta. Ésta que llevo del bracete —y me señaló a la chavala del riñón volarizo.

—Es que uno no puede entregarse a la vejez de brazos cruzados —dijo ella guiñándome el ojo—. Hay que hacer lo imposible por ponerse al día, y si es posible, parecer más joven… Lo joven que se es, como aquí mi abuelo, que tiene setenta y cinco menos de los que representa con las ropas del campo.

Y Pedroche encendiendo un cigarrillo americano, echó el humo, chulón, aunque dando muchas toses:

—Desengáñese, señor Pavón, como dice mi nieta «tiene uno que sacarse la juventud de donde la tenga metida» —dijo mirándose otras canacas que le asomaban por el escote desabrochado de la camisa— y no llevarla ahí metida en cualquier rincón… Yo, lo más que haré así que llegue el invierno, será ponerme la blusa porque con los brazos al aire no aguanto. Y a lo mejor cambiar el gorrete este por el pañuelo de hierbas y la boina de siempre, porque tengo la calva muy constipadera —remató enseñándome la bovedilla de la cabeza color manzana granate.

Desde entonces, me encuentro a Pedroche por los caminos de siempre, pero con la cara un poco caída, sin duda porque se da cuenta de que ya no es el espectáculo de antes. Ya no lo miran los peatones, cansados como están de ver ancianos turistas disfrazados de escolares, pero que no han vuelto a ver un solo labrador con pañuelos de hierbas y menos con el blusón campaneando al compás del cierzo.