Chaquetas para cambiarse

Como el pobre tenía la calva tan brillante y colorada, yo, que tengo muy buen ojo para los calvos, las pocas veces que lo vi durante los últimos años, lo atisbaba desde bastante lejos.

… Porque cuando vivíamos juntos en la Residencia, más que la calva, me lo hacía presente su manera de andar arrastrando los pies, como borrando motas o relejes de las baldosas.

La primera vez que encontré su calva en la calle, después de recordar aquellos tiempos, me dijo de pronto:

—¿Te acuerdas cuánto parábamos en la Residencia entonces?

—Sí. Sesenta pesetas diarias.

—Pues, bueno, ahora. ¡Seiscientas!

—Es natural.

—¿Conque es natural, eh?… Y una americana hecha, ¿sabes cuánto vale?

—No. Nunca me compro las americanas sueltas.

—Pues tres mil pesetas nada menos… Y hablando de menos, menos mal que no se me ocurrió casarme, que si no, ahora, los dos en la Residencia, salíamos a mil doscientas pesetas nada menos.

La penúltima vez, lo encontré ante un escaparate lleno de americanas muy señoritas. Por cierto que una luz de los grandes almacenes le daba tan bien en la calva, que le brillaba como un semáforo en rojo.

Y después de echarnos los saludos y las preguntas por la salud propia y de la familia (la mía), me atacó rápido:

—¿Te das cuenta el precio que tienen ya las chaquetas de sport?

—No. Como nunca me…

—Pues fíate, fíjate, siete mil pesetas una americana hecha.

Y ya al separarnos, me voceó:

—¿Te acuerdas cuánto pagábamos en la Residencia cuando tú estabas allí?

—Sí. Sesenta pesetas. Y la última vez que nos vimos, pagabas seiscientas.

—Pues ahora, ¡mil! Y fíjate, las chaquetas a siete mil —dijo pegando la yema del dedo a la luna del escaparate—. No sé dónde vamos a parar.

—Bueno —le respondí—, me explico que te preocupe la subida de la Residencia. ¿Pero de las chaquetas, tú que siempre vas igual?

Después de escucharme, quedó con los ojos virados, como rebinando algo que no quiso decir. Al final, se limitó a decirme acelerando la despedida:

—Bueno… Yo me entiendo.

Y echó acera adelante, arrastrando los pies, muy acelerado, y con la calva más apagada al retirarse del farol.

La última vez, hace cuatro días, estuvimos en el homenaje a un amigo común que había publicado un libro de cocina que empezó a escribir el año que se acabó la guerra, cuando no había qué cocinar. Y el amigo insistió en su acierto de no haberse casado, porque en la Residencia ya le cobraban mil quinientas pesetas diarias de hospedaje… Pero noté que se frenó en seco cuando por inercia fue a decirme el nuevo precio de las chaquetas.

Y cuando el otro día me enteré de su «paro cardiaco» (que hay muertos a quienes parece que no se les para el corazón), fui enseguida a la Residencia, y me lo encontré de cuerpo presente, con la calva apagada, sin más oportunidad de arrastrar los pies, ni de lamentarse de la subida del hospedaje… Que lo de las americanas se aclaró después del entierro, cuando la señora secretaria de la Residencia, me llamó en un aparte, me entró en el cuarto que fue de mi pobre amigo, y sin decir palabra, abrió el armario empotrado que allí había y que cubría un testero del cuarto y vi que estaba totalmente lleno de chaquetas colgadas.

Empecé a contarlas, y por fin habló la secretaria:

—Y mire, mire usted estas maletas que hay ahí en el fondo.

Empezó a abrirlas de par en par.

—Cuéntelas usted si quiere. Ciento veinte americanas escondidas y nuevas completamente. A más de dos por año le salían nuevas, nuevas, porque él muy rara vez se cambiaba de ropa.

—Pues siempre que me veía se quejaba del precio que tenían las chaquetas.

—Claro, como estaban tan caras no se compró más cantidad.

—Óigame usted, señora, y perdóneme la pregunta: ¿Últimamente han vuelto ustedes a subir el precio del hospedaje?

—No. ¿Por qué me pregunta usted eso?

—Por nada. Cosas mías —le respondí pensando en las posibles causas del «paro cardiaco» de mi amigo.