Querida María:
Perdona ésta, casi enseguida de nuestra despedida, pero te marchaste tan aturrullada… Aparte de que la vida es muy enredanta, y a cada nada traspapela las calendas más redichas.
Pero de momento no hace falta que continúes la lectura. Párate después del párrafo siguiente:
Pues todo te quedará mejor explicado si abres enseguida el paquete que te llegará con esta carta, y ves lo que hay dentro del estuchillo de plata que encontrarás al quitarle el papel.
¿Ya?
¿Lo esperabas? Pues sigue ahora:
Estoy seguro, que después de marcharte, al darte cuenta de tu falta, supondrías que esa parte de tu dulce mirar —mejor, reflejar— se quedó en la cama, con mi soñarra, debajo del embozo o entre las arrugas de la sábana bajera que tan engurruñá dejamos siempre.
Pero lo que no esperabas es que iba a encontrármelo yo, que soy tan poco tocón de camas vacías, y a enviártelo en este pastillero que heredé de un abuelo muy catarroso… casi aciertas. Di con él de puritica casualidad: al darme un estirón, lo noté a la altura de la corcusilla.
Metí la mano, y al verlo así entre sueños, me llevé sustazo de la noche, pues lo creí ojo propio, que se me había escurrido en algún trotecillo. Tú me entiendes. Pero al contado de comprobar que tenía los dos de mi avío en sus lumbreras, y que el encontrado era de cristal, pensé que podría ser de alguien que se nos había adelantado en la piltra.
Claro que enseguida recordé que, cuando la llegamos, la cama estaba muy bien hecha y con las sábanas estiradas y relimpias, como nos dijo la camarera, pasando la mano sobre el embozo y caneloseando la propina.
Hasta que de pronto me brincó el pálpito: ¿No será de María, tío?
Y al contemplado con calma, a la luz mediodiera del balcón —enseguida dieron las doce— por su azul tan clarico y las agujas de su brillo, estuve tan seguro de ello como de lo hermosa que eres. Y es que rebiné que de cuando en cuando, al mirarnos muy de cerca y con las bocas caldosas, como siempre, tenía la impresión de que uno de tus ojos —ya me dirás cuál— antes parecía echarme reflejos de espejillo, que miradas cachondas.
Lo primero que se me cuajó, una vez seguro de que era tuyo, fue callármelo para ahorrarte el disgusto de que ya sé que eres tuerta. (Y yo que estaba creído de que ya no usaban semejantes tapillas para las cuencas vacías. Siempre me parecieron cosa de mujeres antiguas, con senojiles de seda y dijes de aquéllos, guardapelos de difunto).
Pensé también, en aquel despertar con tres clisos encima, que no debería serte fácil hallar otro ojo con el mismo color, bulto y medida del extraviado… o del que conservas. Y claro, no ibas a venir a buscarlo con un párpado guiñado y el otro de par en par. Ni a mandar por él a la muchacha, que a lo mejor ignora, como yo hasta ahora, tu tapadera azul.
Por todo esto, me daba mucha rabia imaginarte días y días con una cortinilla caída. O con gafas de sol todo el tiempo, para velarte esa claraboya que yo besé tantas veces, sin saber lo que guardaba.
… Oye, otra cosa: ¿Es una imaginación de ahora, o seguro, el recuerdo de que algunos días, al besarte la frente, los párpados, como he dicho; el sobrecejo y hasta las narices —sí, tus narices hermosísimas como arco de pecho— doblabas una miaja la cabeza hacia la descalzadora de mimbres? ¿Era para que en mis arrebatos no rozase tu vidriera, como a lo mejor ocurrió anoche?
Y dispensa otra vez, hermosura, ésta es la última pregunta: ¿Por qué al apagar la luz no te quitabas el ojo comprado y lo metías en el cajón de la mesilla, en el que guardas las píldoras, que siempre cae a tu lado, hasta que volviera la paz, y así evitar un extravío peligroso como el que pudo ocurrir anoche?
¿Temías que si en aquellos quites me enteraba de tu falta iba a dejar de quererte?… Si es así, poco conoces mis gustos, regustos y querencias por ti.
Pero bueno, María, dejémonos de recuerdos, de sensaciones, y de lo que ya no tiene remedio, y vengamos a dos cosas importantes: Una, que como verás, tu ojo adoptivo está entero, bonito y brillante, sin desconchones ni arañazos. Y la otra: para que veas que te deseo igual, por lo menos un ratillo me gustará estar muy cerca de ti la próxima noche, tal como te encuentras ahora… o te encontrabas al recibir el estuchito: con las pálpebras de ese ojo huecas, para podértelas acariciar y labiear con la ternura más honrada de mi vida.
Desde que me convencí que el tapadejo que encontré era tuyo, hasta ahora mismo que lo meto en el pastillero, he pasado un buen rato tumbado en la cama, tocándolo como algo vivo, besándolo y diciéndole las cosas corazoneras que ahora siento… Y no voy a callármelo aunque te rías: he colocado tu ojo de cristal encima de los míos de carne varias veces, para comprobar cuánto mayores los tienes y mirar cómo es la luz que se cuela por él.
Sí, este amor al solar de tu vidrio que ahora me ha nacido, es uno más de los muchos que te tengo.
Te lo juro, y te doy otro beso en este tu ojo perdido, que ya es de los dos.
J.