Preferí la guerra

En el kilómetro veinte y pico de la carretera general, me recogió el alguacil del pueblo, donde iba a tomar posesión de mi plaza de maestro de escuela. Vestía blusa negra, pantalón de pana y, como gorro, un pañuelo de yerbas. Del ramal llevaba un asno viejo con el cuello caidón y una aguadera de esparto, en la que colocó mi maleta.

Ya de camino, comenzó a contarme las hermosuras de su pueblo… Y yo, obsesionado por el hambre que había pasado en el hotel de Cuenca, le pregunté si en su pueblo, allí se comía bien. Me dijo que no me preocupara, que había harta comida para todos, y no digamos para el señor maestro.

El camino, desde la carretera, no era tan corto como yo esperaba. Entre pinos, cuestas y guijarros anduvimos más de tres horas detrás del borrico, que de vez en cuando me miraba de reojo, como en espera de que le quitásemos la maleta de las aguaderas.

A pesar de las alabanzas del alguacil, el pueblo me pareció pequeñísimo, con calles muy pedregosas, casas desencaladas, y las pocas gentes que encontramos, tan rústicas como el alguacil.

Primero fuimos al Ayuntamiento a que saludase al alcalde, hombre de muy buena planta… Y larguísimas gestiones, pues llevaba en la alcaldía desde que comenzó la Dictadura de Primo de Rivera… «En este pueblo hay muy poca adición a mandar y menos a obedecer…» —me dijo sonriendo.

Luego me llevaron a la escuela, un cuchitril húmedo y oscuro, pupitres de madera viejísimos, con nombres de varias generaciones de alumnos, grabados a punta de navaja. Al fondo, la mesa del maestro, pequeñísima y negra por los años y la cota, y detrás, un armarito biblioteca con los Episodios Nacionales, de Pérez Galdós, como único fondo. Me dijo el alcalde, señalando la pelusa que lo cubría todo, que el pueblo llevaba sin maestro desde que empezó la guerra.

Por fin llegamos al que iba a ser mi alojamiento: un casón, que fue pósito, de paredes rojizas y ventanas chiquitísimas, que habitaban dos hermanas cincuentonas vestidas de luto pajizo. En la alcoba, una cama muy alta y muy ancha, un orinal en forma de paragüero que llegaba a la altura del colchón, como fuese bebedero más que mingitorio, y el techo con vigas de madera color sangre. En la cocina, verdadero corazón de la casa, también enorme, una chimenea de campana, la cornisa y los alambores, cubiertos de cacharros y estampas de santos.

Enseguida me dieron la peor noticia: que en aquel pueblo no había luz eléctrica, y acostumbraban a alumbrarse con teas, pues «por aquello de la guerra» había muy poco aceite para los candiles, y las velas eran carísimas. De modo que, al caer la tarde, no había más medio de iluminarse o con la lumbre de la chimenea, o la llama de las teas, que encendían para andar por las habitaciones y hasta para velar a los muertos. Sin embargo, aquella tarde que llegué, más que en la oscuridad que crecía, yo miraba, con ilusión, un puchero que entre las brasas se estremecía con el del hervor del guiso.

Poco antes de que el sol cayese del todo —no sé si por consejo del alguacil, pues nunca cené tan temprano en aquella casa—, me pusieron una fuente de barro hasta el tope de judías totalmente viudas. Me las tragué a toda boca, entre las palabras y los faldazos de las dos hermanas, que no se separaban de mí, y creo que hasta contaban mis masticadas. El pan era alto y gordo como un tabique, y la bota de vino tinto, que la alcé muchas veces, me llegaba a la rodilla. Luego me trajeron de postre un pepino gordo, como calabacín. Concluida la cena, sin reparar en nada, a las ocho de la noche, y a la luz de la tea que me dieron encendida, cansadísimo, me metí en la camaca, resudando de gusto, hasta las ocho de la mañana que tendría que ir a la escuela.

Nunca estuve tantas horas en una cama así de ancha y de dura. Tanto que durante el mes que viví en aquella casa, padecí un mal que nunca supe que existía, «el mal de la cama»: dolores de espalda, en el cuello, en la cabeza y hasta en las piernas, que no se me iban durante las horas del día que estaba de pie. Dureza del colchón, tantas horas, a oscuras y en el mayor silencio, además de «el mal de la cama», a mí, que nunca fui sueñero o soñador, me hacían soñar con las dos caseras, a caballo sobre las vigas de aire. Sueños sin más historia ni argumento erótico, pero que me daban miedo por si se me caían encima y me partían contra el colchón, que estaba más duro que las propias vigas.

Durante aquel mes, mi mayor distracción, hasta que no tenía más remedio que acostarme, porque las patronas dejaban de darme teas, era leer los Episodios Nacionales de don Benito, que llevaba de la escuela, a la luz de las resinosas. Jamás había leído, ni he vuelto a leer, a la luz de un hacha chisporroteante, ante el libro y mis ojos. Por eso siempre recuerdo los Episodios Nacionales, única obra de que disponía, entre llamas vacilantes, y las sombras de las dos mujeres enlutadas que aguardaban obsesionadas a que terminara mi ración de teas y me fuese al colchón de piedra.

Por la mañana, así que me daban el desayuno: tocinillo frito, y un cuarterón de pan ya duro, me iba a la escuela a enseñar a leer, a escribir y a contar a unos niños, descansados, pobres y morenos, que se daban puñetazos, voceaban, se tocaban sus partes, y a cada instante salían a orinar a la calle, porque no había retrete.

Durante las horas libres del día, muy pocas, sin conocer a nadie, paseaba por las calles solitarias. Los hombres jóvenes estaban en el frente o trabajando en su corte, y las mujeres, metidas en sus casas, aunque sin duda, por ser yo el señor maestro, solían observarme por los resquicios de las puertas y ventanucos.

En algunos portalones de las casas más céntricas, los viejos, jugaban a las cartas y al dominó dando manotazos y voceándose cosas inmensas, entre el humo de sus cigarros de tabaco verde… Era la única diversión —aparte de los Episodios— en la que yo podría participar, sí, para seguir comiendo, aunque sólo fuese judías viudas, seguir allí. Pero no fue así. No pude más. Como para cobrar mi paga debía desplazarme a Cuenca, una noche, aquella en la que me quemé una ceja con la llama de la tea mientras leía los Episodios, pensé que mi cuerpo no podía aguantar más la dureza del colchón y decidí, que así que cobrase en la capital aquella primera paga de mi vida, no volvería más al pueblo, aunque me reencontrase con el hambre en el hotel de la ciudad o tuviese que marcharme al frente.

Dije a mis patronas y al alcalde que me quedaría unos días en Cuenca, porque tenía que hacer unas cosas, y que volvería la semana próxima… Así me daba tiempo a pensarlo más.

Al alcalde le pareció bien que los chicos tuviesen unos días de descanso. Pero las patronas me rogaron que a mi vuelta, me fuese a vivir a otra casa, porque la gente del pueblo, que era muy maliciosa, cotilleaba sobre sus posibles relaciones (aparte de las de la viga) y ello era muy desagradable y peligroso para ellas, sobre todo para la más joven, que estaba casada y con su marido en el frente.

Se ofrecieron a buscarme otro hospedaje para cuando volviese y les dije que sí, riéndome por dentro, de la imaginación de aquellos paisanos.

Me llevó el alguacil hasta la carretera general, para que tomase el autobús, y me preguntó qué opinaba de la hermosura de su pueblo. Dos horas después me encontraba en la habitación del hotel, sin teas, con un colchón de dureza normal, y pensando casi con regodeo en las hambres que me esperaban, sin las judías viudas de todos los días, sin la tea y hasta entre la juventud, y en libertad de tiros y cantares de los soldados, en el frente.