Cuando bajamos con las maletas para recoger la factura del hotel, hablando con don Eustasio el hotelero, estaban: Garnacha, el que fue alcalde del pueblo seis meses en los tiempos de la Dictadura; y uno que le llamaban El Secretario, aunque jamás fue secretario de nadie… Por lo visto estuvieron en el hotel los mismos días que nosotros, pero ni nos vimos.
—Eso que comimos y cenamos salteaos —bromeó el ex-alcalde.
—No les va a ser fácil tomar un taxi —dijo don Eustasio—; en la Puerta del Sol hay una manifestación de padre y muy señor mío.
—¿Y qué manifiestan?
—No sé, lo de siempre, Luis. Asómense al balcón.
Como el hotel estaba en el número 4 de la calle de Alcalá, se veía muy bien todo el personal encarado con el Ministerio de la Gobernación. Aunque sí eran muchos, no voceaban gran cosa. Más bien hablaban unos con otros, como en espera de algo o de alguien. Desde el balcón parecían una parva de gorras de visera. Por todas las calles venían más manifestantes con pancartas y no se leían desde el balcón.
—Hasta se han parado los tranvías.
—¿Qué, qué me dice, Luis? —preguntó Garnacha al abuelo.
—No sé de qué van.
—Si no voy por ahí. Quiero decirle ¿que cómo vamos a la estación? Que el tren sale a y media.
—Pues en Metro —dijeron a coro los otros.
—Lo tenemos en la misma puerta.
Tomamos cada cual su maleta y nos metimos en el viejo y lentísimo ascensor.
Avanzamos como pudimos hasta el Metro de Sol. Apenas había gente por las escaleras, ni en los andenes. Después que dimos un paseíllo, llegó el primer tren, también muy clareado de gente. Unos cuantos manifestantes se apearon con otro letrero enrollado, y las caras muy serias debajo de las gorras.
Dentro de la estación de Atocha, muy cerca de las taquillas, aguardaban los operarios de la ebanistería del abuelo, que vinieron a armar los muebles de unos señores: Edmon Franquelin, el argelino; Antonio Arias, el encargado; y Vicente, el de Valencia. Éste, de menos categoría y edad, llevaba la maleta de madera con la herramienta. Los tres tenían cara de bien dormidos y almorzados.
—¿Esperasteis mucho tiempo?
—Una hora o así, maestro. Como vimos la huelga desde la posada, pensé, pues vamos «pa allá» no quedemos «empantanaos» —dijo Arias debajo del sombrero negro y la capa azul con embozos rojos.
El abuelo, Garnacha, el Secretario y yo nos acercamos a la taquilla.
—Sacaremos de segunda por lo menos —dijo Garnacha echándose la mano a la cartera.
—Hombre, es que me da no sé qué mandar los operarios a tercera.
—Eso se arregla fácil y barato —apuntó el Secretario, con innecesaria cara de listo, e inclinando mucho la cabeza entre los hombros de Garnacha y el abuelo—: Sacamos billetes de tercera, y al rato, nosotros cuatro, con el pretexto de tomar un cafetillo, nos vamos al coche restaurante, y allí nos quedamos hasta llegar a Alcázar.
En el tren iba poca gente y todos escaqueados, como si nadie quisiera conversación. A la derecha de nuestro compartimiento una mujer con un pañuelo negro en la cabeza que no dejaba de rezar el rosario. Y entre la ventanilla y ella, una chica muy pálida y triste, también de luto, con la cabeza sobre el hombro de la madre o lo que fuere, y sin mirar por la ventanilla que le caía sobre el hombro.
Ya sentados, Arias, con la capa puesta, contó una cosa que le ocurrió en la estación de Linares, hacía ya muchos años, con unas cupletistas.
Franquelin, que era altísimo y hombrón, con la gorra un poco ladeada puso cara del que oye por enésima vez la misma cosa y además en andaluz.
Vicentet escucha a todos con los brazos cruzados sobre el pecho y aquella risa que siempre le salía tímida.
Luego de un ratillo de silencio, cuando todos fumaban mirando al cristalillo de la ventanilla, dijo El Secretario:
—No sé por qué pondrían Madrid tan largo de nuestro pueblo.
Todos nos reímos un poco, menos Vicentet, como siempre no movió los labios hasta que los demás habíamos olvidado la gracia.
—A éste siempre le llega el período con retraso —comentó Arias.
Vicentet reclinó la cabeza muy colorado, pero sin dejar caer su sonrisa de corto.
Antes de llegar a Valdemoro, dijo Franquelin después de bostezar.
—Ya es hora de le second déjeuner —al tiempo que sacaba un cestillo de papel y ofrecía bocadillos a todos.
Fue el momento que aprovechó El Secretario para decirnos con gesto pícaro:
—Pues nosotros, como no hemos traído nada, podíamos tomar un cafetito en el barucho del tren.
Como aquellos rápidos se movían muchísimo, íbamos por el pasillo como borrachos.
En un compartimiento de tercera y con mucha gente de pie, un gitano muy delgado y viejo tocaba la guitarra, mientras otros tres, jóvenes, le coreaban con palmitas nerviosas y moviendo con ritmo los culillos.
Ya muy cerca del coche restaurante, en un primera, solo en su compartimiento, un negro muy elegante leía un periódico… Yo me rezagué un poco para verlo mejor, pero no me dio tiempo.
—Ya estamos —dijo El Secretario, que antes de entrar se detuvo un momento para apretarse el nudo de la corbata.
Yo nunca había visto un coche-restaurante por dentro. Era muy hermoso, no un barucho como dijo El Secretario para no dar envidia a los obreros —con mesas anchas junto a cada ventana, sillones cómodos, gentes bien vestidas, alfombras en el pasillo y camareros con la chaquetilla blanca muy bien planchada… Hasta parecía que entraba más la luz de aquella tarde de mayo que en los coches de viajeros corrientes.
Nos sentamos en la primera mesa vacía. Yo, al lado de la ventana, con todo el coche por delante, podía observar muy bien a los comensales.
A pesar del traqueteo, pasaban los camareros con las bandejas tan telendos… Y no vertían los cafés —me fijé muy bien, porque andaban un poco despatarrados.
Así que estuvimos acomodados y con los cafés delante —yo un refresco— Garnacha, según su costumbre, empezó a contar las cosas importantísimas que le ocurrieron durante aquellos seis meses que fue alcalde. Y lo bueno no era lo que decía, sino cómo lo decía, con aquellas entornaduras de ojos, alzadas de manos como si dirigiera la Banda Municipal; y sobre todo, los reposos que se tomaba entre párrafo y párrafo, hasta llegar al final del relato… que siempre resultaba muy a su favor, claro está.
Recuerdo, que después de comentar la huelga que acabábamos de ver en Madrid, y de lo nerviosos que estaban los trabajadores, nos contó la historia de un mitin que echó un socialista en la plaza de toros del pueblo, contra la explotación que sufrieron los picholeros el año no sé cuántos. Y Garnacha, como si él fuese propiamente el socialista y nosotros el proletariado, decía: «¿Y sabéis compañeros cuándo subieron el trigo? ¿Eh? ¿Sabéis cuándo lo subieron…?», y quedó mirándonos muy fijamente al abuelo, al Secretario y a mí, como si esperase que nosotros le dijéramos cuándo subieron el trigo… Hasta que al cabo de un buen rato, y con mucho arrebato, se contestó él solo:
—¡Cuando estaba en manos de los acaparadores!
«… Qué respiro tuvimos los tres —contaba luego el abuelo— cuando al fin nos dijo cuándo subieron el trigo».
Las agujas de sol que entraban por el ventanal sacaban brillos a vasos y cucharas, y alumbraban las manos de Garnacha cuando en su melódica oratoria las pasaba a ras de la mesa… Pero lo que nunca acababa de asimilar, aunque estaba claro y me lo explicaron la primera vez que viajé, era por qué el tren parecía parado, mientras los árboles, las casas y los aradores se marchaban muy deprisa hacia Madrid.
El abuelo, resignado, después que Garnacha no le dejó contar del todo lo que les ocurrió a Lillo y a él, en un viaje a Cuenca, escuchaba sin mucha ilusión, con la boquilla de ámbar entre los dientes y la sonrisa gandula.
El Secretario disimulaba menos, y cada nada apartaba los ojos del ex-alcalde hacia otras gentes del coche, y especialmente hacia una señora guapísima, con la piel muy blanca, tersa y suave (de la que llamaba Arias «carne de teta»). Como un señor muy gordo, tal vez su padre, que iba a su lado, dormía, y ella, con cara de ir pensando en lo suyo, miraba por la ventana. La luz le daba tan derecha, que destacaba mucho el carmín de sus labios y el azul de los párpados. Y llevaba los pechos muy sueltos, bien que se lo noté, pues con los traqueteos le retemblaban con un ritmo muy aparente.
Entre varias personas que para nada llamaban mi atención, iba un cura ya mayor, con cordoncillo rojo en el cuello, que de vez en cuando abría mucho la boca como si fuese a estornudar, pero que a la mitad se arrepentía y volvía a su natural.
Cansado de mirar a la gente y al campo, volví los ojos hacia el antiguo alcalde, que ahora, con ademanes muy enérgicos, contaba cómo echó de su despacho a un ingeniero agrónomo de Ciudad Real, porque terqueaba mucho para que pusieran de vid americana todas las viñas nuevas, porque, según decía, era mucho mejor que la que hubo por aquellos pagos toda la vida.
«Por muy ingeniero agrónomo que sea usted —aseguraba que le dijo— en saberes de vinos y uvas a los tomelloseros no nos llega usted a la liga».
Y de pronto vi lo que en mi vida. La señora tan guapa que iba junto al gordo, estaba fumando. Pero un cigarrillo muy fino puesto en una boquilla larguísima, que movía con mucho recochineo.
—¡Eh, abuelo! —le dije en voz baja— la señora fumando.
Se cortó el monólogo municipal, y todos miraron hacia la pipa de la hembra.
—Qué recoquetona debe de ser —dijo el abuelo—. No mira a nadie, pero con los meneos de la pipa y esos chorros de humo tan blandones dice cuanto hay que decir y un poquito más.
El señor gordo y elegante que iba a su lado, dormía con la barriga muy pegada al borde de la mesa, y boca con apertura de ronquido, aunque nada se oía.
—Será una cabaretera —dijo el abuelo.
—O una actriz —El Secretario.
—Qué maneras más finas tenéis de no llamar a las cosas por su nombre… Eh, eh, eh, qué ojos de mal cáliz le ha echado el canónigo.
«Gracias a la pipa —contaba luego el abuelo—, el pesado de Garnacha dejó por un buen rato de contarnos sus aventuras municipales».
Me gustaba mirar los perfiles reflejados en los cristales, pero se veían mejor, con más luces y brillos, la copa de vino tinto y la lumbre de los cigarrillos.
… Precisamente cuando el revisor nos picaba los billetes, entró el negro tan elegante que vimos antes. Se sentó justo a nuestra derecha… También fue la primera vez que vi un negro en persona. La camisa blanca con corbata de lazo y el traje clarísimo le hacían parecer más negro todavía. Pidió la carta y eligió menú, pero antes se tomó una copita de no sé qué… En el cristal de la ventana su cara brillaba más que las blancas; se reflejaba hasta ese lustre que tiene la piel de los negros aunque no estén sudando.
Poco antes de llegar a Alcázar la señora guapa de las carnes de teta terminó el pitillo, guardó la pipa un estuche, despertó al gordo y salieron del comedor. El Secretario, que sacó la cabeza para verla mejor, dijo:
—Tampoco es coja que digamos… Ni «desculá».
Cuando el negro acabó la comida, pidió café, puro y copa. Y fumaba y bebía con aquel aire tan superior, tan tranquilo, tan señor.
… Por fin, durante un rato muy corto, el ex-alcalde Garnacha dejó al abuelo que contase lo que le pasó con unos perros galgos en cierta cacería de su mocedad; y al Secretario, como siempre, un chiste sosísimo… Pero enseguida recuperó la palabra, y alentado por la presencia del negro, recordó cómo en aquella única feria durante su alcaldía, hubo en el «Pabellón» una orquesta de negros, que cuanto más tocaban más les brillaban los ojos.
Por fin el negro pidió la cuenta, pagó con aire muy señor, dejó una buena propina y marchó tan orgulloso, tan telendo.
—Ahí va. ¡Como si no fuera negro! —dijo El Secretario con cara de cómico asombro.
Aprovechando la larga parada en Alcázar de San Juan y para evitar los zarandeos ferroviarios por el largo camino, coche tras coche, volvimos al vagón de tercera donde estaban los operarios.
Vicentet cabeceaba y Arias contaba a Franquelin cosas de una novia muy calentona que tuvo en Linares… La chica pálida, triste y de luto del compartimiento de al lado, seguía con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el hombro de su madre.
Tomamos las maletas y salimos a la plataforma porque el rápido paraba en Cinco Casas lo justo, lo justo.
—Da gusto estirar las piernas —dijo Franquelin, ya en el andén, dando unos saltos muy rápidos con su cuerpo de boxeador, y sin soltar la valija. Vicentet cargó con la maleta de la herramienta.
El sol ya estaba casi puesto. Las chimeneas de las fábricas, y una locomotora antigua muy alta, se veían al contrasol sangriento.
El trenillo que nos llevaría a Tomelloso, pasando por Argamasilla de Alba, estaba, como siempre, bien lejos del andén.
El único coche de viajeros tenía los asientos corridos a todo lo largo, como los tranvías de Madrid. Nos sentamos muy anchurosos… Yo, un poquito melancólico. Aquello de volver a la rutina del pueblo después de ver tantas cosas nuevas, no me apetecía…
Apenas arrancó el trenillo el revisor se sentó con nosotros, porque no había más gente a quien revisar. Garnacha enseguida tomó la palabra. El abuelo y yo, sin disimulo, nos salimos a la plataforma para respirar el aire que llegaba de las viñas; y ver el final de la puesta de sol, tan sanguino y aparatoso, como si esperase al hacer mutis, el aplauso de todos los espectadores de la tierra.
… Nada más salir de Argamasilla comenzó a verse nuestro pueblo, ya con las luces encendidas, en competencia con los últimos hilos del sol.
… Y poco antes de entrar en nuestra estación, a la altura del disco, cuando empezó a pitar la locomotorcilla de aquel tren tan solitario, vimos que un obrero, con voz y energía, se dirigía a ocho o diez hombres sentados a sus pies.
—Mira, aquí también a lo mejor se manifiestan —dijo Garnacha—. ¡En aquellos mis tiempos de alcalde no se movía ni Dios!