Queso manchego en aceite

La tía Rosario y una mujer finutisa que siempre la acompañaba llegaron cuando, como rematín de la cena, los abuelos y yo, tomábamos el queso tomellosero en aceite que todos los años hacían en aquella casa. Y que aquél les había salido en su punto, tan justo de aceite y sazón que, al masticarlo, el abuelo, entornaba los ojos y meneaba el bigote de puro regusto.

La abuela, con la boca chica, como siempre que ofrecía algo, les preguntó si querían cenar «o por lo menos tomar algo». Ellas dijeron que no con un movimiento de cabeza.

Josefa, la muchacha, luego de alzar el mantel, como le gustaba al abuelo, dejó el queso sobre la mesa, y se sentó entre nosotros con los brazos cruzados sobre los pechos, que, como decía la gente, «los tenía muy colgones, pero hacia arriba».

Andaba ya el puro del abuelo por el comedio, cuando se hizo un silencio total. Los ojos de todos, estaban fijos el queso que presidía la mesa, tan untadito y rezumoso.

—¡Ay, Jesús! —suspiró de pronto la tía Rosario, mirando al queso como si fuese una aparición.

Y la otra visita, la mujer fina, se removió en la silla, vaiveneando los párpados —ella era de pocas palabras— como si masticase con los ojos el queso maestro.

El abuelo parecía el más distraído del encanto aceitoso, tal vez porque esperaba la llegada de su amigo Matas Lillo.

Pasaron varios minutos en el comedor, sin más latidos que los suspiros queseros de todos, y el tictac del reloj que colgaba de la campana de la chimenea… Y pronto; un ronquido de la Josefa.

—Ésta, ya ha caído —dijo la abuela, así como animando a los demás a que «cayésemos» también, y no nos comiésemos el queso.

Pero no fue así. Todos seguíamos embobados en el queso, solitario, y sobre todo la tía Rosario, a la algo muy raro le pasó, porque de pronto, empezaron a caérsele unas hebras de saliva por las arrugas mentón.

—¡Ay Dios mío! —Suspiró.

—¿Pero qué te pasa, Rosario? Le preguntó la abuela casi alarmada.

—¿Pues qué quieres que me pase? Que aunque he cenao muy requetebién, la presencia de ese queso, que huele a tomillo, me ha empezado a hurgar en el estómago, y tengo la boca hecha tan agua, que si no pruebo el queso, reviento.

Y el abuelo comenzó a reír con todas sus ganas, divertido por el lance, y orgulloso de la capacidad apetitiva de su queso en aceite.

—Eso lo remedio yo ahora mismo —dijo sacando la navaja y cortándole a la tía una buena rebanada del queso tomellosero.

Dijo la abuela, pero sin reír ni pizca:

—Que todos los males del mundo tuvieran tan fácil arreglo.

Enseguida nos ofreció el abuelo queso a todos, que no dejábamos de mirar a la tía Rosario, que se comía su parte con la mayor aplicación, saliva y paladeo del mundo.

En éstas estábamos, cuando llegó Matas Lillo, el amiguísimo que esperaba el abuelo, con la gorra visera calada hasta las cejas y la punta del puro entre los dientes:

—Pero bueno, ¿qué ágape es éste? —Y, sin aguardar réplica, soltó aquella seguidilla, que yo oí por vez primera:

Para queso, el manchego,

«metío» en aceite.

Para mujeres tiernas,

las de Albacete.

Iba el abuelo a explicar las causas de aquella fiesta a su bien amado queso, cuando la tía Rosario concluyó su rebanada, tomada con tanta unción y recogimiento.

—¡Ay, Dios mío, y qué ricamente me he quedao! —exclamó— y qué bueno está el pijotero. Ha sido como un antojo de los que me daban cuando me quedé preñada, hace ya muchos años. ¡Qué buen gusto tiene! ¡Qué sazón más redonda! ¡Cómo se pega a los dientes! ¡Qué bueno el aceite y qué fino! ¡Qué ojos tan cucos tiene el endemoniado! ¡Qué leche tan buena que le dieron!

—Esta Rosario de Satanás, dice tales cosas, que me está encendiendo la boca —dijo Lillo. Y sin añadir palabra, tomó la navaja y cortó un cantero del aceitoso.

—Pero Emilia —le dijo a la abuela—, yo, por bueno que sea este queso, no lo gozo del to, sin un remedio de vino. Sé buena y tráeme un pichel.

—No te digo lo que hay —rezongó la abuela, levantándose y presumiendo, suspirante, porque aquella noche finaba el queso.

Y claro, con la llegada del vino, se animó el corro.

El abuelo, con su gozo, trajo otro queso y otra bomboncilla de vino. Y la tía Rosario, venga de repetir lo del antojo, de palabra y obra.

La Josefa, que se despertó con el escándalo, enseguida se animó al vernos comer queso a toque de vino.

Hasta la abuela, que se le puso a boca blanda, como cuando se reía, dijo también animadísima:

—¿Y cómo decías, Lillo, que era esa seguidilla?

Y Lillo volvió a cantarla sin dejar el queso pinchado ni el vaso de vino:

Para queso, el manchego,

«metío» en aceite.

Para mujeres tiernas,

las de Albacete.

—Pero también habrá alguna albaceteña dura, Lillo —dijo el abuelo con el bigote goteroso por el tinto del lugar, yo otro puro a estreno entre los dedos.

—Digo yo, maestro.