Aquel olor tan rico

Angélica se despertó sorprendida por una agradable sensación. Algo olía muy ricamente en su alcoba. Con los ojos entornados y las narices muy infladas estuvo un ratillo sin estremecerse. El aroma, casi mareante de puro deleitoso, aunque suave, le hacía sentirse em otro mundo. Acercó la nariz al embozo, y a las mangas del camisón y todo olía con la misma caricia. Se bajó de la cama con compás sonámbulo y olfateó por toda la habitación. Luego abrió la ventana y se asomó a la calle, corta, de casas enjalbegadas y antenas de televisión… Pero no consiguió averiguar de dónde venía tan rico perfume, que a pesar de entrar el aire en la alcoba, no cesaba.

—Sale de la casa —se dijo.

Descalza y en camisón, con pasos leves, como vencida por el placer y el temor juntamente, salió al pasillo.

Abajo, en el patio, también con ropas de cama, sus padres miraban a uno y a otro lado con las narices alzadas.

La criada, la vieja Melitona, con los brazos cruzados sobre el pecho y el gesto místico, salió de su cuarto, que tenía la puerta verde.

—¿Es que se os ha roto algún frasco de colonia?

Los tres de la familia miraban y olisqueaban por toda la cuadratura del patio, sin cambiar palabra. Sólo hablaba Melitona.

—¿No será que en el horno de al lado están cociendo alguna ricura?

La madre, echándose una bata sobre los hombros, abrió la puerta de la calle y venteó hacia las cuatro esquinas.

Los demás la esperaron con gesto de teatro. Pero volvió con los hombros encogidos.

—A ver si se escurrió alguna nube del Paraíso y ha descargado en este pueblo de sequeríos —salmodió Melitona.

—No, el perfume nace en esta casa. La calle huele como siempre.

Angélica, sentada en la escalera, ausente de todo, se olía, bajo la pechera del camisón, las rodillas y la melena larga.

Dos mujeres, con los cestos al brazo, se pararon a conversar junto a la puerta de la casa. Y en seguida les llegó aquel olor tan rico… Ahora, sin hablar, y con los morros estirados, olfateaban el portal.

—¿Es que habrá recién casados aquí? —dijo una.

—¿Qué tendrá que ver una cosa con otra?

—Yo me entiendo. Después de la noche de bodas de mi hija, toda la casa olía muy ricamente.

—¿Así?

—No. Tanto no.

Los cuatro habitantes de la casa, semiocultos tras las columnas del patio, escuchaban la conversación de las oledoras.

La Angélica, ahora, sin que sus padres ni la Melitona lo advirtieran, les olía los camisones y los cabellos despelunchados.

Pronto se reunió más gente en la puerta. Hablaban en voz tan baja que sólo se oía el ruido de sus narices al aspirar con ansia.

—Debe de ser que en esta casa vive alguien totalmente puro —se escuchó por fin una voz más alta y presbiterial.

—Pero también viviría ayer.

—Y han abierto. Para que se salga el perfume. Qué tontos. Si en mi casa oliese así cerraría todas las puertas y ventanas hasta el Juicio Final —dijo otra vez el del son religioso.

Los curiosos empezaron a colarse en el portal con las caras muy separadas del pecho.

—¡Qué ricura!

—Tendrán en el corral alguna parra con uvas cachondísimas. En los años de secano, el fruto se logra con los resuellos del mismo papo de la tierra.

—También estarían ayer esas uvas sentenció un lógico de boina encasquetada.

—Pero que hayan llegado esta mañana a su punto de sazón.

—Todavía no ha mediado el agosto.

Al ver que avanzaban los bacines con los agujeros de la cara tan abiertos, los dueños, Angélica y la Melitona, se metieron en los cuartejos del patio y miraban la invasión entre visillos.

Todos los del grupo, ya grande, restregaban las narices por las paredes y rincones. Y algunos empezaron a subir la escalera olisqueando el pasamanos. Poco a poco se fueron sentando en las sillas y mecedoras, en los escalones y en el suelo, sin dejar de hacer redondeles con las narices.

Hasta que de pronto, una de las vecinas, como histérica por aquella ricura de olor, gritó:

—¿Quién hay por aquí? ¡Pedro! ¡Ángela! ¡Angélica! ¡Melitona!… ¿Dónde estáis?

—A lo mejor por su ausencia se hizo este perfume.

—Muy gracioso —le reprochó una moza con los pechos altísimos—. Esta familia siempre fue limpia en sus decires y haceres.

Algunos empezaron a abrir puertas y a asomarse con cautela a las habitaciones bajas.

En vista de cómo se ponían las cosas, Pedro, Ángela, Angélica y Melitona subieron por la escalera servicio hasta el piso alto y se metieron en la cocina de invierno, sin saber qué partido tomar… Allí también olía igual… Angélica, con las naricillas arrugadas, abría la despensa y los chineros, la butanera y la alacena del vidriado.

—Yo creo que debemos vestirnos y bajar. ¿No crees, Ángela?

—Si, Pedro. Y darles algo de beber.

—De beber y un algo. ¿Habrá para todos?

—De beber, sí. Hay más de dos arrobas de mistela. Pero de comer no sé. Con la bandeja de pastas que trajeron ayer del horno, a lo mejor no hay bastante.

—Bueno, chica, se da lo que se tiene.

Al cabo de un rato, los cuatro bajaron ya vestidos, con las bandejas llenas de copas de mistela y de pastas de coco. Todos los miraban con caras recibidoras y dulcísimas. Bajaban tan naturales, saludando sobre las bandejas con sonrisas y cabeceos.

—Muchas gracias, Ángela.

—Qué olor más bueno tenéis en la casa, Ángela.

—Ea…

—¿Pero no sabéis qué es lo que huele, Pedro?

—No, cuando nos despertamos ya estaba.

—Qué bueno… Y las pastas y la mistela también están muy ricas, si señora.

—Me las hicieron ayer en el horno de al lado. Ande. tome otra. Pascuala.

Y Angélica, terne, mientras ofrecía el vino dulce y los convinajes, venteaba con disimulo las ropas y el perfil de los invitados.

En la puerta se agolpaba más gente con las narices abiertas, pero ya no cabía nadie en los bajos de la casa.

—Lo que siento es que no va a haber pastas para todos.

—Es igual, Ángela, hija mía, qué mejor convite puedes darnos que este olor tan rico.

—Eso sí es verdad.

Y cuando estuvieron las bandejas y las bombonas vacías, todos quedaron apiñados y silenciosos, con cara de Iglesia, como esperando que alguien les revelase la causa de aquel aroma tan riquísimo. Pero como nadie decía nada, al cabo de un ratillo de transposición, sin que se sepa el cómo ni el porqué, todos, con una sola voz, acariciante como el perfume, comenzaron a cantar el himno del pueblo:

… Somos manchegos tomellosanos,

los que cantamos con frenesí,

a la victoria que conquistaron

quien nos legaron tan rica vid.

Hidalgo pueblo, por laborioso

bien te mereces este laurel.

Tus fieles hijos, de Tomelloso

de ti seremos, heraldo fiel…