Deseaba escribirte esta carta, desde que comenzaron a publicarse mis libros más o menos autobiográficos, y los amigos y parientes me reprochaban el que en ellos hablase tan poco de ti. Que contaba muchas cosas de mamá, de los abuelos, de muertos de uno y otro apellido, pero de ti casi nada; algunas referencias de pasada.
Y es verdad; lo he comprobado mil veces; las mismas que me releo y las muchas más que rememoro.
Durante años y años he buscado en mi cabeza la causa de estas ausencias. ¿Es que tan poco pintabas en mi vida para pasar de ti? ¿Es que los ojos azules de mamá, que le alumbraban toda la cara; las pequeñas aventuras de tu padre y de tu amigo Lillo, o la sombra tuberculosa del tío Higinio, podían más que los recuerdos de mi padre? ¿Por qué? Y ahora que ya tengo la misma edad que tú, cuando me parecías tan viejo, creo que he acabado de comprenderlo todo… Mejor, a sentirlo. ¿No será que lo más sutil y delgado de alguien que fue lo llevemos muy dentro, no aflora hasta que vivimos con su mismo tiempo?… Y voy a intentar escribirlo ahora, creo que estimulado por un autorretrato tuyo que hace mucho tiempo que no miraba con detenimiento.
Cuando hice mis primeros libros de cuentos, a los demás, menos a mamá, que para mí siempre estuvo más viva que yo, los sacaba como protagonistas de historias redondas, bajo luces muy fuertes y hablando con voces muy claras… Mientras tú quedabas como personaje de libro, más sugerido que de carne. Siempre con aquella sonrisilla entre dolorosa y de gusto, con palabras muy contadas y suaves y sin actuaciones boyantes o tristísimas.
Sí: al abuelo, contando historias de caza, con muchos tiros, liebres y comidas en la Hormiga… Al tío Luis, cuando hizo la carroza de carnaval que ganó el premio, o fue a los toros de la feria de Manzanares, nada menos. Y a la Chon, cuando dijo que había visto por la calle de Santa María a Julián, nuestro encargado, en compañía de su querida, pero perseguidos por la parienta con la navaja abierta debajo del mandil —«estoy bien segura»—. Sí, historias casi ninguneras, que me saltaban a la pluma, cuando de joven me ponía a escribir.
Pero a ti te recuerdo perfectamente, sin dejar casi nunca tu sonrisa, ni de gusto ni de pena. Lo más que solías contar era que habías visto a López Torres pintar una puesta de sol preciosa, desde la era… O que en tu último viaje a Madrid te habían presentado a Regino Sainz de la Maza… Hasta el día que oíste por el aparatillo de radio —aquel que te costó trescientas pesetas— que había comenzado la guerra… Y luego, en 1939, que la habían ganado los «nacionales» nos lo dijiste con la sonrisa de siempre, tan sosona.
Pero también es verdad, padre, que en aquellos primeros años empecé a fijarme en el «otro tú», que tampoco pude considerarlo tema de cuento. Empezó la cosa en aquel mes de julio de 1924 cuando —en el «comedor de arriba», donde pintabas los veranos, mientras vivíamos abajo alrededor del patio— empecé a posar para que me hicieses ese retrato, en el que estoy tan serio, con un abriguito negro, cuello blanco de sport, un sombrerete de terciopelo oscuro un poco más ancho que mi melena rubia. Y mis rodillas, y una mano que tengo fuera del bolsillo, están grisonas, como manchas, sin acabar. (Oye, todavía me desconcierta el pensar que en pleno verano me pintases con abriguito y sombrero, en el comedor de arriba, con el calor que hacía; o que, como me he dicho en muchas ocasiones, a lo mejor comenzaste el cuadro en invierno y ya no podías cambiarme de ropaje aunque fuese verano y estuviésemos en el comedor de arriba. O que a mamá o a ti os gustó que yo saliese en el cuadro con aquellas prendas tan hermosas, aunque no hiciese frío).
Pero en lo que más comencé a fijarme en aquel julio de 1924 padre, más que en el abrigo, el sombrero o el calor del comedor de arriba —y es a lo que iba—, es en que durante aquellas sesiones se iba del todo tu media risa de siempre, que consideraba y sigo considerando tan tuya, y me mirabas muy serio, con los olas fijos, apuntándome a veces con el pincel o meneando la cabeza con los ojos entornados, como si yo fuese otro modelo, con mi abrigo, sombrero y cuello de sport blanco.
Todavía ahora, cuando miro el retrato —está en el saloncito de la casa del pueblo—, te recuerdo en aquellas siestas, de espaldas al balcón, tan serio y escrutador, como si tú también fueses otro. Otro salido de ti mismo, que pensaba y sentía lo que nunca se traslució en tus medias risas habituales. Otro tú que salía así que tomabas los pinceles… Porque al acabar la sesión, cuando me quitaba el abrigo y el sombrero y tú dejabas tu paleta, te pasaba lo que a los buenos actores al dejar la escena: volvías al que solías ser. Se te ablandaba la cara y recuperabas la media sonrisa entre gris y rosa, que te salía ante las demás cosas de la vida. Y que te duró hasta después de muerto.
Sí, el día que te marchaste para siempre —después de estar tu cuerpo unas horas tumbado en el suelo, junto a la mesa de operaciones del hospital, como te encontramos mi hermano y yo aquella mañana temprano, que llegamos en un taxi—, de tu cara quietísima, fría y amarilla no había desaparecido del todo la sonrisa desganada, aunque ya como dibujo muy delgado, como si la vida esta, de aquí, cuando se ve desde el otro barrio, te pareciese cariñable y a la vez tan importante como la calle, el balcón o la feria de Manzanares.
Y cada vez que miro aquel cuadro que me hiciste el verano de 1924… Y hasta los que le hiciste a mamá, a don Vicente y a mi hermanillo dormido en la cuna, me vuelves a parecer el padre serio, que me mira fijo y no sonríe nada, porque tal vez veía lo que no alcanzábamos a ver los demás e incluso a ti mismo, como realmente eras.
Y cuando te recuerdo sin pinceles, hablando de negocios, de ferias, de la guerra… Y hasta muerto, tirado en el suelo (nunca comprendí aquella precisión de sacarte de tu habitación del hospital y echarte en el suelo del quirófano), veo al padre de todos los días, el que nunca me dio motivos para historias divertidas o de miedo, aunque sé que lo siento tan íntimamente como aquel otro padre tan serio y tan fijo que yo veía los pocos ratos que pintaba.
Como dije al principio, me ha estimulado a escribir por primera vez estas cosas de ti —que a cualquiera pueden parecerle nada, pero a mí muchísimo— ese tu autorretrato en el que hace mucho tiempo no me fijaba (y en él estás mirando con los ojos fijos y muy tristes al modelo que eras tú y al que contemple el cuadro con el pincel hacia abajo, en la mano derecha). Sí, al igual que yo te los veía cuando me hacías el retrato en julio de 1924.
… Pero a la vez en tu boca hay un asomo o resto de sonrisa, como si estuvieras en el punto medio de tus dos presencias que he contado: ante la vida de los otros y la tuya misma, la que sólo te salió cuando pintabas a alguien.
También he imaginado que en ese momento terminabas de pintar tu autorretrato, como sugiere el pincel ya desmayado que tienes en la mano derecha y la seriedad que todavía queda de tus ojos de artista… A la vez que ya te asoma la sonrisa del que comienza a contemplar el mundo tal como es, incluido tu autorretrato, con sus deficiencias y rastros de vida cualquierosa.
Adiós, padre, hasta que me acudan más sensaciones perdidas cuando mire tus caras y recuerdos con mis ojos de ahora… Que cada vez que lo hacemos surgen jardines… o macetas que nunca supiste ver hasta el momento que llamamos hoy.
… Dicen que los muertos más queridos, como todos, se marchan para siempre. Y es verdad. Porque están allí solos, debajo de una piedra, de una cruz y unas letras que dicen: «No te olvidan».
Pero lo cierto es que siguen recibiéndonos y estando mucho…, muchísimo tiempo con nosotros. Recordándonos muchos rincones y luces de su pasado, que apenas entrevimos.
… Hasta que volvamos a reunirnos definitivamente, haciéndonos uno solo, como nunca. Más allá de los cuadros, sonrisas, seriedades, autorretratos y tantas cosas como vimos y oímos… Más allá hasta de tu cara cuando vimos tumbado tu cuerpo en el suelo del quirófano.
Porque de verdad, de verdad, que morirse es juntarse eternamente con quienes nos quisieron y quisimos de verdad, en esta vida tan corta, asomadero y ventanal de sonrisas y seriedades, de amores y desengaños, de bellezas y horripilancias.
Hacerse uno. Premio máximo que merece tan pobre y corto pasadizo.