Celos de no haber nacido

Creo que hasta que la vida no está en su remate, no se alcanza a comprender qué «es nacer», qué es la niñez, qué la juventud, qué la «viril edad» —que decía Gracián—, qué la senectud… y qué la muerte. Cada edad impone una revisión de las jornadas vencidas. El joven no comprende que la vida siga sin él. Al maduro le duele morir. Al viejo no suele importarle la partida —«Ahí te quedas mundo amargo»—. Pero el niño de pocos años no alcanza a comprender que haya habido algo antes que él. Siente celos de no haber nacido antes; de que los suyos jugaran, rieran y se bañaran sin él. Tal vez sea ésta la primera perplejidad filosófica que nos plantea la vida. Y es el caso de este niño —Luis— que todavía no tiene cuatro años. Es rubio. Al reír —siempre ríe— encoge la nariz de forma inverosímil y se le quedan los ojos en dos rayitas rizadas. Maneja todavía el chupete con «reflejos» prodigiosos. Ha caído en sus manos una fotografía de hace seis veranos. Al fondo, un modesto puertecito de pescadores. Casas blancas de Levante, pinos que se doblan reverenciales sobre unos chalets espaciosos de la belle époque. En primer término, en difícil equilibrio sobre las rocas calcinadas de la marisma: su mamá, con ligera bata de tirantes; el papá, con gorra blanca; la hermana mayor —seis años entonces— en bañador, un flotador bajo el brazo y sombrero de paja. La otra hermana, tres años, rubia prieta, los ojos guiñados y atenta al fotógrafo. Y en el centro, la Juli, niñera de quince años, también en bañador, con visible esfuerzo sostiene entre sus brazos al hermanito mayor —entonces seis meses— que mal cubierto con un sombrero de paja que le cae hasta cejas, mira al suelo, ausente de la situación. Luis —el que nació después—, luego de examinar la foto con reposo, pregunta:

—¿Este niño, soy yo?

—No. Es tu hermano.

—¿Pues dónde estoy yo?

—Tú no estás.

—¿Por qué?

—Porque no habías nacido.

Luis, con los ojos de par en par, mira a su madre sin comprender.

—¿Pues dónde estaba yo?

—En el cielo.

—¿En este cielo? —ha puesto el dedo sobre la parte alta de la foto con aire incrédulo.

—Sí.

No ha comprendido nada. No sabe qué es nacer. No sabe cómo podía estar en el cielo y no con sus papás y hermanos, junto a la playa, riéndole a la espuma. No se le alcanza que pudieran vivir sin él alguna vez. Piensa que se habrían olvidado de él, que se habría perdido, que estaba castigado. Que lo engañaran. Todo, menos lo de «no haber nacido» o estar en el cielo.

—¿Y por qué no había nacido? ¿Qué es nacer? ¿Y por qué no estoy yo?

Son inútiles las respuestas más ingeniosas. Seguro que comprendería que alguien falta en un sitio porque se ha muerto. ¿Pero no estar él con los suyos? ¿Cómo es posible que los suyos hubieran nacido sin él?

Lo que se intuye es que hay una razón importantísima para que él no esté. Una razón muy misteriosa.

Ya de noche, cuando está casi dormido, insiste cambiando los tiempos de manera quejumbrosa: ¿Y por qué no he nacido? ¿Y cuándo voy a nacer? ¿He nacido ya? No hace caso de las respuestas. Por fin, ya en la misma linde del sueño, halla la gran solución, la fórmula hábil para evadirse del problema, como tantos adultos:

—Mamá, mañana que rompan la foto esa.