«… Ya sabes cómo es»

Era la única risa clara, sabrosísima y contagiosa que yo oía en aquellos días terribles, cuando empezó la guerra.

Parece que la veo en la esquina de la plaza, dándose manotaditas en los muslos y cabeceando con la risa entre los bucles de su melena clara… Y por lo que supe enseguida, no tenía motivos para estar contenta con aquella tragedia que en toda España enterragaba corazones.

… Sí, creo que fue el contraste de su risa con aquel entonces, aparte, claro, de su hermosura deportiva, de su andar lisoso, del meneo de sus talones y de su espalda, lo que me hicieron echar tras ella.

Y paseábamos por aquel parque de árboles olvidados, haciéndoles recordar, con las cosas de ella, la paz recién ida. Qué cortos se me hacían junto a ella aquellos paseos de moreras, que durante mi infancia, recién pasada, me parecían larguísimos. Qué rápida me llegaba la hora de volver a casa, al caer la tarde, cuando ella se iba con los suyos, a preparar la cena.

No he vuelto a sentir aletear junto a mi cara y junto a mi oído, parpadeos tan contentos como los de sus ojos clarísimos; ni risas como las suyas que parecían dar besos de sonido y prometer días diferentes.

Pero ahí terminaba todo.

No había manera de besarla, ni de hablarle de amor, en serio… Se escapaba. Mientras nos referíamos a otros, a cosas que pasaron, o vidas paralelas del tiempo y de la calle, ella era una fiesta de manos en el aire, de párpados rebotasoles, de cortinas de palabras, de risas que no te dejaban escuchar a los pájaros… Pero así que le alargabas el labio, buscándole la cara u otro labio; o le ponías encima la mano, aunque sólo fuese en la suya, se te escurría en la oscuridad como si tuviera los hombros de cera: «se metía detrás de los evonimos como si fuese a hacer aguas», o echaba carreras infantiles, pero sin dejar de reír… Como si jugase «a que no quería».

Y pasadas unas semanas, sin una sola caricia, un beso o un calor, sin más recuerdos que sus palabras y risotadas revoloteras, empecé a dejar de verla, como se deja todo en esta vida cansina.

Mientras duró la guerra, después y después, al verla con unos y con otros en el pueblo, en la capitaleja donde casi siempre vivía. Y en Madrid, pero sólo así, moviéndose y sonándose en el aire.

Si pasaba algún tiempo sin encontrarla y preguntaba por ella a sus familiares o amigos comunes, me decían siempre igual:

—Que no había envejecido. Que estaba como siempre.

—Que seguía soltera.

—Que «ya sabes cómo es».

(Algunas primaveras coincidimos en viajes a Italia que organizaba el Instituto de Cultura. Y siempre en el avión, en coches, góndolas y museos, la veía con sus mismos manoteos y gozos de toda la vida. Pero eso sí, cada viaje con un hombre diferente. Y no fallaba: me saludaba desde lejos, con su boca, sus ojos, su melena su cadera contentísimas).

Ya se quedó sola —me dijeron otro día mucho después—. Y vive sin nadie, pero nadie en su casa… «ya sabes».

—Algunas veces la veía con hombres ya muy mayores, hasta la hora de la cena que siempre volvía a casa, aunque no tuviera a quien prepararle.

Hasta que ayer mismo supe que había muerto… Y como no me la podía imaginar callada, sin dar un paso, sin mover la cabeza, y sin brillarle los ojos, cogí el coche y me planté en su casa.

En medio de una habitación muy grande, entre un sudario blanco, de monja veraniega, estaba echada cara al techo. Seria, muy seria (pues no quiero mentir)… Pero a través de sus párpados y en las aletas de su nariz, se le notaba como un amago de risa, de una risa que podría estallar unas horas más tarde, cuando sólo la escucharan los que nada cuentan.

Y cuando me puse de rodillas pegado al ataúd para darle en la frente un beso de despedida, sin pensar, bien lo sabe Dios, que era el beso que no pude darle nunca, una sobrina suya que rezaba entre las velas me tocó en el hombro:

—Por favor no se acerque. Es lo único que ha dejado dispuesto: «Que no me toque ni me bese nadie, por Dios».

—«Ya sabe usted cómo era» —me dijo la sobrina con voz de rezo y los ojos alzados como si escuchara todavía a su tía muerta.

… Ganas me dieron de quedarme toda la noche ante el cuerpo presente. Pero no me atreví a verla, durante tanto tiempo «tan callada».

Y pensé lo hermoso que debe de ser morir dejando sólo el recuerdo de unas sonrisas y de unos ojos alegrísimos, sin caricias, sin besos, sin carne tocada. Sin más.