Aunque vivillo y gordete, Santi nació sietemesino. La piel blanca, un resol de pelo y los ojos claros… Pero apenas vivió dos meses, se le empezó a nublar la mirada. Hasta entonces, entre los brazos de María, su madre, si le hacías una mamola, cabeceaba amagando la sonrisa. Y dos meses después, ya digo, por más que lo alujerasen cabeceaba muy despacio y con los ojos caidones. Sólo cuando le hacían tragar el último biberón de cada noche, remataban las constantes trifulcas de sus papás, abuela, criada, hermanas y hermano; y claro, apagaban la televisión, volvía a endulzársele el semblante y quedaba dormidito.
Pero aquella noche que la tercera hermana no vino a casa, el padre se negó a voces a comprar un coche nuevo; y María, en venganza, a que fuese al mitin socialista, el matrimonio durmió por primera vez en camas separadas. Ella, para consolarse, metió a Santi en la suya; y Santiago, ciscándose en los consejos del médico, encendió el cigarrillo que tenía escondido en el jarrón del armario empotrado y le dio unas chupadas muy suspirosas y delectables antes de acostarse.
Al amanecer, Santiago se despertó sobresaltado. Era María que gritaba como cuando parió al primer hijo. Se acercó de puntillas y en pijama. Estaba encendida la luz de la mesilla. ¿Qué te pasa? María, crispada, se señaló el bajo vientre. Santiago, vacilante, levantó la sábana. María en decúbito supino, alzado el camisón y con los muslos muy separados, alternaba gritos con resuellos… Y Santi, completamente desnudo, tumbado también panza arriba entre los muslos de la mamá y mirando hacia el cabecero de la cama, sonriendillo, le tenía las piernecillas completamente dentro de la abiertísima vagina. En seguida, María volvió a gritar, y Santi, como si una mano le apretara en la cabeza, se coló hasta la cintura. Santiago no sabía qué hacer ante aquel cuadro: ella gritando y Santi sumergiéndose tan contento. Momentos después, en suavísimo desliz, se hundió hasta la barbilla entre los labios mayores, de suerte que le quedó como barba negra y hasta las mismas orejillas, el vello negrísimo del monte de Venus de su madre… Fue en esa postura, y con aquella barba sedosa, cuando Santi carcajeó con brío impropio de sus nueve meses, para dar un adiós tan rapidísimo, que María ni gritó. Quedó mirándose con dulce melancolía a aquella parte ya sin cabeza barbada, y musitó: con qué gusto ha vuelto a su verdadera casa. Luego, suavemente, juntó los muslos y pegó las corvas al colchón. De pronto, Santiago cayó en la cuenta de que el vientre de su mujer estaba tan hinchado como en los últimos días de sus embarazos. La luz de la mesilla proyectaba su redondo perfil en la pared, al otro lado de la cama. Santiago, sin saber muy bien qué hacer, recogió «el pico» y los botitos del crío que quedaron junto al trasero de la mamá. Pero ésta, de pronto, con una mano sobre el ombligo le pidió que se fijase. Santiago miró agachando la cabeza y entornando los ojos. No cabía duda, disminuía el volumen del vientre. Se apreciaba mejor mirando la sombra de la curva en la pared. Tímidamente le bajó la mano hasta el pubis para comprobar que salía aire, porque algunos pelillos parecían moverse solos. Sí, salía. Pues tan poco se queda en su «verdadera casa» —pensó Santiago.
Cuando empezó a amañanar la barriga de María ya estaba a la altura normal, y ambos esposos con aire resignado. Ella, se incorporó, tomó el espejo y la crema de noche y empezó a extendérsela suavemente por la cara.
—Pobre Santi —suspiró ella—, ¿por qué habrá decidido, irse tan pronto?
—Vaya usted a saber…
—Bueno Santiago, déjame descansar un poco, que me lo merezco.
Y se dio media vuelta echándole su culo tinajero y ensabanado.
Santiago estuvo tentado de darle un beso en la frente, pero no se decidió. Salió. Volvió a encender el medio cigarrillo que dejó en el jarrón del armario. Después de darle tres chupadas lo dejó caer en el wáter, y mirando al techo mientras hacía sus aguas, dijo sonriendo:
—Qué precoz fue para todo el pijotero Santi.