A estas alturas, prima, no tengo más remedio que hablarte de tío Leopoldo, el que murió de tuberculosis amorosa el año 1916, según me contaron milenta veces en aquellos años tiernos. Su retrato, ampliación del que se hizo con toda la familia para el kilométrico, estaba colgado en el comedor de arriba, frontero al del abuelo, pero haciendo una poca diagonal, de manera que tenían que mirarse de reojo y hablarse de reoído, como yo suponía que se hablaban y miraban después de irnos a dormir. Debían ser diálogos tristes, cariñosos y tirantes juntamente, el de los dos retratados. Diálogos de hombres solos, porque en el comedor no había fotografías de mamá, de la abuela, ni de las tías Dolorcitas… Bueno, sólo uno de la tía Patricia, la prima que vivió en Aranjuez y tenía escasa relación con ellos. (Con el pretexto de verla, me llevaron a la primera excursión de mi vida, según se ve en las fotos que tenemos sobre el Tajo, con los trajes de domingo, camisas muy sport con los cuellos de ala de paloma y la sonrisa de papá al vernos tan contentos en la barca).
En todas las fotos, que era muy retratero, menos en la última (que está sin afeitar, y con los ojos tristes que se les ponían a los tuberculosos pocos meses antes de morirse) el tío Leopoldo tiene un bigote juvenil y rubio, los ojos claros, peinado a raya con el tupé brillante, y el aire ágil de un hombre bien bailado. Mamá me hablaba muchas veces de él echándole miradas lastimeras a la fotografía del kilométrico, donde tiene la mano izquierda en la sida del chaleco y el lacete tieso sobre el cuello alto almidonado. Siempre me decía que fue muy guapo y muy buen mozo. Tu tío fue el hombre más hermoso del pueblo, coreaban los domingos por la mañana la hermana Raimunda, que fue criada en la casa de nuestros abuelos; la hermana Francisca, vecina de toda la vida; y la Eustaquia, ama de cría de mamá. Y al mirar la foto ampliada de su busto, colgada frente al balcón del comedor de arriba (algunas tardes se reflejaba el sol en su cristal), me lo imaginaba de cuerpo entero, sin sacarse el dedo pulgar de la sisa del chaleco; paseando por la Glorieta de la Plaza; a caballo sobre la montura que guardaba mamá en el arcón grandísimo de la cocinilla de lavar; o dando vueltas muy rápidas en los bailes del Casino del Círculo Liberal, según contaba en la «sección de noticias» El Obrero de Tomelloso. Pero la imagen de su figura tan apolínea se me alteró muchos años después, el día que enterramos a mamá, y tu madre (q. e. p. d.) sentada en el patio de casa (donde vivíamos desde 1942), al recontar los familiares muertos de su marido —que aquel día ya eran todos— y tocarle el turno al tío Leopoldo, después de alabar, como todos, su belleza; lamentar sus amores dramáticos y tuberculosos; recordar lo bien que bailaba y la alegría de sus decires, añadió con tono reticente (y perdona) lo de sus defectos físicos. Mi abuela paterna, tu madre y otras señoras, hacían corro en el patio, muy cerca del jardín rodeado de la alambrera de los ojos anchos. Yo estaba con los amigos en el patizuelo de cemento, nada más bajar la escalerilla de hierro de la casa, junto a la única puerta del jardín. El corro de mujeres hablaba tras la yedra, y sólo nos llegaban sus palabras los ratos que callábamos y encendíamos los cigarros entre lutos y ojeras. Fue entonces cuando tu madre dijo nada más y nada menos, que el tío Leopoldo tuvo dos defectos físicos… dentro de su hermosura, claro está. Uno —fíjate— las piernas demasiado largas. Tanto, que al ponerse de pie, se le combaban hacia atrás como arcos de ballestas. Y aquello, la verdad sea dicha —añadió—, le afeaba mucho el tipo, porque los hombres perfectos tienen las piernas rectas y proporcionadas al cuerpo. A pesar de que ya era hombre hecho y derecho, aquella declaración fue chinazo en el cristal de mi evocativa. Desde entonces, cada vez que pienso en tío Leopoldo —al que no conocí porque murió tres años antes de que yo viniera al mundo— lo veo de pie, con las piernas curvadas, como perfiles de toneles.
El otro defecto lo sabía desde hacía mucho tiempo, pero lo olvidé por la necesidad inconsciente de no lesionar al ser perfecto que desde niño me trazaron. Me refiero al ojo de cristal. Y después de oír a tu madre recordé, que de niño, miraba y remiraba el retrato del tío colgado en el comedor, para sorprender el brillo del ojo artificial cuando el sol pegaba en aquella pared a la caída de la tarde. Pensaba entonces que a un ojo de vidrio, aunque retratado, el sol debía sacarle reflejos más rígidos que a los ojos de carne.
Enterrada mi madre aquel día, la segunda generación de Pavones quedaba al abrigo de los dos nichos cubiertos de tejas grandes, que están al acabar el paseíllo central del Cementerio Viejo. Se fueron todos, enterrando cada cual un poco más al anterior, y rompiendo con el ataúd flamante la corona ya seca que metieron en aquella oscuridad en el sepelio precedente.
Sí, los muertos entierran a sus muertos, pero dejan flotando como mariposas transparentes algún rasgo, dicho o hecho de su biografía (por ejemplo, el ojo de cristal o unas piernas demasiado largas) que precisan muchos muertos más para enterrar definitivamente.
La abuela Manuela me hablaría cien veces de su hijo Leopoldo desde que empecé a entender, hasta que ella murió cinco años antes de mi nacimiento… La música de sus palabras y ciertas penumbras de su imagen, me zumban todavía en los ángulos pequeños del cerebro. Pero no fue ella la que me dijo lo del ojo de vidrio. Me hablaría de los viajes del tío Leopoldo a Ávila y Zamora; de que su novia se casó con otro cuando murió el abuelo y se quedaron pobres; de su buen genio y risotadas. Cosas tristes y contentas, pero siempre dejándolo bien parecido y varonoso.
En la fotografía tamaño postal, que no es la del kilométrico, está el tío con un traje de cuadros escoceses y la mano izquierda en el bolsillo del pantalón (y no en la sisa del chaleco. Que el chaleco que lleva en la fotografía que ahora te digo es de fantasía, cruzado y con solapillas). Su cuerpo queda cortado a la altura de las rodillas y, claro, no se ve la total longitud de sus piernas, y menos la curvatura hacia fuera… Sin embargo, fijándose mucho, podría deducirse que su cuerpo resultaba corto en proporción a la talla total, por la longura de los muslos que asoman bajo el faldón de la americana (tiene el pico de ella levantado distraídamente con el antebrazo derecho) y la de las piernas que se adivina si el retrato fuese de cuerpo entero… Y lo que refuerza más esta deducción: un chaleco por largo que sea no puede cubrir todo el tronco de un hombre alto y proporcionado como lo cubre en esta foto.
No sé si tu madre contó aquellos defectos del tío Leopoldo, con cierto resentimiento, porque era el más guapo de la familia, incluido su marido, o sea tu padre. O si lo dijo sin quedarle otra, porque de verdad era así… e ignoraba que yo pudiera oírla a través de las yedras del jardín.
Y ahora, otra mengua que no me llegó por boca de tu madre. Una de las cosas que hizo el tío Leopoldo para sacar adelante a la familia, además de viajar vinos por Ávila y Zamora, fue poner un establo de vacas en la cocina de abajo. Todavía recuerdo sobre el muro donde debieron de estar adosados los pesebres, las anillas para atar los vacunos… Pero lo peor fue que, pasados muchos años, y por eso te recuerdo lo de las vacas, cuando yo tenía bien metido en la cabeza que el tío murió de tuberculosis amorosa, consecuencia del desgraciado final de su noviazgo, una noche de verano, su íntimo amigo que fue Salvador, recordando su guapeza y buen humor, me dijo que la verdadera causa de su enfermedad, fueron aquellas vacas que tuvo un tiempo para ganarse la vida. ¿Te das cuenta?, es decir, una tuberculosis de babas y de ubres, en vez de la tisis becqueriana que siempre contaba la familia. Añadió, que desvelado por tantas desgracias, el tío se acostaba muy tarde, paseaba solo por las orillas del pueblo, se bañaba en las albercas a altas horas de la noche con otros amigos noctívagos; y en invierno le veían entrar en el casino embozado en la capa como al hombre más desgraciado de la historia local. Me añadió que nunca pasaba por la bodega que fue de su padre, ni por la casa de su antigua novia. Y que precisamente cuando ella se casó, empezó a quedarse tuberculoso poco a poco hasta yacer palidísimo y con toses de pecho sobre la cama de aquella alcoba que estaba junto a la cocina de arriba (en la misma que murió la abuela y luego pusieron las camas amarillas con pájaros pintados para mi hermanillo y para mí).
No sé si viste alguna vez el estuche que conservo con sus recuerdos personales (el de terciopelo azul con chapitas doradas). En él tengo la pitillera y estuche de cerillas de plata, con sus iniciales grabadas, que le regaló la novia (manchas oscuras, así como relejes de nicotina, deslucen mucho la plata mate de la pitillera); las cartas que escribió desde Ávila y Zamora; y aquella fotografía que te dije en la que está tan abandonado de sí mismo, sin lazo y sin afeitar, ante una tapia enjalbegada, y los ojos tristísimos fijos en un lugar que no es el objetivo de la máquina… Es decir, que él tiene cara —y es a lo que iba— de una tuberculosis tan melancólica, que no pudo producírsela de ninguna manera la respiración o la saliva de unas vacas, como me dijo su amigo Salvador aquella noche de verano, sino la desesperación del amor perdido.
Con su última salida por el portal de las estatuas (no sé si te diría tu madre que en el portal de la vieja casa de la calle de la Independencia había unos pedestales con estatuas), cuyas figuras nunca consigo recordar, quedaron mi madre y la abuela —tus padres ya estaban casados— totalmente solas. Otra vez de luto y con un muerto más que recordar el resto de sus días. El entierro debió de resultar muy romántico y lloroso por la calidad de su tuberculosis y ser el muerto más hermoso del pueblo… Pienso que de cuerpo presente, así tumbado, se le notaría mucho más la desproporción de las piernas. Aunque, eso sí, sería imposible comprobar si se le curvaban hacia atrás, pues por la rigidez cadavérica, digo yo que estarían completamente pegadas a las tablas del féretro. También me preocupó mucho en aquellos años chicos (y volvió a preocuparme cuando me lo recordó tu madre), qué habría sido del ojo de cristal. Supongo, que al amortajarlo, se lo dejarían en su sitio. Porque de haberlo extraído, metiéndole la uña entre los párpados, para conservarlo como reliquia, liado en un papel fino, estaría en el estuche de terciopelo azul donde mamá guardaba con otros recuerdos familiares la foto tuberculosa de aquellos meses antes de su muerte… Por cierto, que no recuerdo cómo contaban que el tío perdió el ojo. ¿Fue un chinazo? ¿Una perdigonada? ¿O el picotazo de una avispa en la huerta del tío Vicente Pueblas? Siempre me imaginaba el ojo de vidrio como medio huevecete, con su pupila, iris y córnea, muy bien pintados de azul y blanco, e incluso un poco transparente como parecen los ojos muy azules.
Creo que uno puede olvidar lo que vio muchas veces, incluso con amor (como las estatuas del portal de casa) y recordar hasta el día de la agonía al que sólo conoció por unas fotos y los relatos cariñosos que te metieron por los ojos del cerebro desde los días de la cuna… Por ello, unas pocas palabras oídas tras la yedra del jardín en una tarde de duelo; o en la Glorieta de la Plaza una noche de verano, pueden impresionarte tanto como la realidad más tocadera y desdichada.
Pero todo ha pasado.
Verás. Cuando hace unos meses mandé arreglar el tejado de los nichos de nuestra familia en el Cementerio Viejo, al quedar al descubierto el de arriba, en el que yace el tío Leopoldo, me asomé un poquito… Y no puedes imaginarte qué paz tan grande beatificó mi cuerpo. Allí estaba su esqueleto color verde-morado, tan distante de sus viejas historias de amor y de bacilos; de los bailes del Círculo Liberal, de la ruina de su casa; de lo que pudiera decir tu madre y el amigo Salvador; y claro está, de lo que sintiera de niño o de barbado su ignorado sobrino (ego). Sin importarle el sol que por primera vez daba color a su esqueleto… Tenía vacías las cuencas de los ojos. Menos mal. ¿Te imaginas lo que hubiera sido verle el óculo de vidrio encajado en una órbita de su calavera? Por más que miré —no me atrevía a tocarlo, a alterar su yacencia— no vi el ojo de cristal entre los restos. Seguro que estaría volcado, lleno de pelusilla y sin colores, en el fondo mismo de la bola del cráneo.
Entre las sombras y las tablas del ataúd desguarnecido, era difícil comprobar la longitud y desproporción de los huesos de sus piernas…, aunque, claro está, en los esqueletos, por la falta de músculos y demás tejidos, las extremidades parecen más largas que en los cuerpos completos, ¿me comprendes…?