9

El mundo de Riker se limitaba a una pizca más de un metro cúbico y estaba oscuro, excepto por los finos rayos de luz que se filtraban a través de dos rejillas de respiración, cada una del tamaño de una de sus manos. También se sacudía con un ritmo regular de tumbos que le molían los huesos. Una vez despertado, no tardó mucho en deducir que estaba siendo transportado en un vehículo a motor, como un animal. Y, como podría hacer un animal, se preguntó si lo estaban llevando a un lugar seguro o a un matadero. Intentó golpear los lados y gritar, sin obtener respuesta.

El ritmo de las sacudidas y los ruidos que provenían del exterior dejaban claro que no viajaban a una gran velocidad. Pero puesto que no podía siquiera calcular el tiempo que llevaba dentro de esa caja e inconsciente, no tenía forma de hacer una estimación de cuánto lo habían alejado del depósito de Bareesh. Su insignia-comunicador había desaparecido… eso lo sabía. No le quedaba mucho más que hacer que no fuera esperar…

Debió de ser unas tres horas más tarde cuando el vehículo se detuvo. Riker podía oír voces distantes, como si estuvieran cerca de un mercado callejero. Luego oyó el inconfundible chasquido de los cierres laterales que se soltaban. Riker se acuclilló sobre sus contusas caderas, preparado para saltar sobre quienquiera o lo que fuera que viese primero. La tapa se abrió apenas una rendija… y el cañón de un arma explosiva asomó por la misma. Se arrojó de forma casi refleja para apoderarse de ella, pero la persona que estaba al otro lado la sujetó con firmeza.

—Suéltela o es hombre muerto —le dijo una voz malhumorada.

Riker hizo lo que le ordenaban. La tapa fue quitada del todo, lo que le forzó a entrecerrar los ojos ante la cegadora luz diurna. Al aspirar una bocanada del aire exterior, Riker se preparó para reprimir la consabida tos. Comparado con el de la ciudad, sin embargo, este aire era fresco y puro. Respirable. Tras un par de segundos de adaptación, sus ojos enfocaron los canosos pelos sensitivos del thiopano que tenía el arma explosiva apuntada hacia él.

—¿Quién demonios es usted?

—Durren. —Y le arrojó a Riker unas ropas de color tostado sucio—. Quítese las suyas. Póngase esto.

—¿Una talla para todos? —El hombre no pareció entender el chiste—. Cosas de nómadas, supongo.

El hombre continuó sin hacerle caso, y comenzó a tararear una triste melodía de aire popular. Así pues, Riker bajó la cremallera de su uniforme y se lo quitó. Parecía un poco estúpido desvestirse en estas circunstancias. Pudo ver que el contenedor en el que lo habían traído estaba sobre la plataforma de un remolque que conducía un vehículo en forma de burbuja delante del mismo. Y lo habían sacado, en efecto, en una bulliciosa plaza de mercado. Mientras se ponía las finas polainas, así como una camisa y se ataba un fajín azul en torno a la cintura, recorrió con la vista el área circundante.

La plaza del mercado, sus callejones y puestos, estaban llenos de gente, pero tenían más aspecto de refugiados que de compradores y vendedores. Muchos parecían llevar consigo sus escasas pertenencias, algunas amontonadas sobre animales extenuados, unas pocas en ruinosos vehículos sobrecargados de paquetes y personas, pero la mayoría de los thiopanos iban encorvados bajo el peso de objetos y sacos portados a sus espaldas; los niños mayores llevaban paquetes a la espalda.

—Póngase la capucha —dijo Durren.

Riker lo hizo, pero Durren se la echó aún más adelante, lo que hacía difícil que alguien advirtiese que no era thiopano.

—¿Dónde estamos?

—Salga.

Riker habría preferido saltar fuera del contenedor cual un gimnasta; pero le latía la cabeza a causa de lo que fuera que le habían pulverizado en la cara dentro del almacén de Bareesh, lo habían vapuleado dentro del contenedor durante un período de tiempo indeterminado, y estaba mareado y hambriento. Así que venció la prudencia y él se deslizó por un flanco con cuidado. Aún apuntándolo con el cañón del arma, Durren saltó de la plataforma del remolque tras Riker, quien se encontró frente a otros dos thiopanos armados de rifles y cuchillos colgados de sus fajines de brillantes colores.

Los otros dos eran más jóvenes que Durren. Uno de ellos tenía cara de niño y ojos ardientes. Sostenía su arma con evidente afecto. El tercero era algo mayor, con un parpadeo nervioso y ojos de movimientos rápidos.

—Tritt —le dijo Durren a su nervioso compañero—, no le quites la vista de encima. Si intenta escapar, dispárale.

—¿No deberíamos quemar su uniforme? —preguntó Tritt.

—No podría hacerlo —le dijo Riker—. Es ignífugo. Por otra parte, le tengo bastante cariño.

—Olvidaos del maldito uniforme —intervino el thiopano más joven—. Estoy muriéndome de hambre.

—Mikken, siempre estás muriéndote de hambre —se quejó Durren.

—No hemos comido desde el alba. Tenemos que comer algo antes de atravesar el Sa’drit.

Durren consintió.

—Pero que sea rápido.

Durren volvió a colocarse junto a Riker y Mikken abrió la marcha por una de las estrechas calles, buscando un puesto que vendiera comida. Durren reinició su sentimental tarareo, y Tritt los siguió tan de cerca que Riker casi podía sentir el cañón del arma en las costillas. Excepto por el tarareo de Durren, avanzaron en silencio. Riker advirtió que había muy pocos lujos a la venta en aquel lugar: ropas utilitarias como las que le habían entregado a él, cestas y sacos, arneses y ronzales para animales, cacerolas y vajillas muy usadas, y algunas herramientas y armas de mano. Finalmente, Mikken halló un puesto de comida a su gusto, al parecer por el sistema de seguir el sabroso aroma de la carne asada. Sobre una parrilla, los pequeños trozos estaban entremezclados en brochetas con productos de la huerta, y las brasas crepitaban y se avivaban al caer los jugos sobre ellas.

El estómago de Riker tronó.

—¿Cómo de bien tratan ustedes a sus prisioneros?

Durren le hizo un gesto al hombre del puesto.

—Serán cuatro.

Riker aceptó agradecido la estaquilla ensartada de comida. Tenía tanta hambre que no le importaba mucho qué era. Le importó aún menos tras el primer bocado… fuera lo que fuese, sabía de maravilla.

—Gracias.

Otra vez, Durren evitó contestarle directamente.

—Usted no es un prisionero.

—Es obvio que no tengo libertad para marcharme.

—Continuemos —dijo Durren, haciendo una vez más caso omiso de él.

Mientras abandonaban el puesto de comida, la atención de Riker fue atraída por la escena del puesto adyacente. Una mujer con un bebé entre los brazos suplicaba ante un hombre que estaba sentado en un banco de madera debajo de un toldo hundido. El hombre del banco era un gordo, con aire de importancia, y sus labios se afinaban en una línea desdeñosa.

—¿Es que no puedes ver que mi bebé está muriéndose?

Riker se detuvo. Su escolta no hizo ningún esfuerzo inmediato por apartarlo de allí. Nadie más parecía prestarle atención al desesperado drama que se desarrollaba entre la mujer y el despiadado hombre, como si un bebé agonizante fuese algo completamente indigno de consideración. Otros dos niños dolorosamente enjutos se sujetaban a las caderas de su madre, los dedos aferrando las raídas ropas de ella como diminutas garras, sus ojos como cavernas de miedo.

—Sí, puedo verlo —contestó el hombre gordo. Había un deje de amabilidad en sus palabras, pero las palabras en sí eran neutrales, como si tuviera que mantenerlas incorruptas de cualquier atisbo de compasión—. No es el único.

Riker se acercó más y vio el bebé que la mujer tenía en los brazos. No se movía. Ni siquiera sus ojos parpadeaban. Estaba envuelto en los andrajosos restos de una manta. Sobresalían los diminutos piececillos, huesos cubiertos por piel amarillenta. El rostro no tenía nada de la redondez de las caras propias de los bebés. En cambio, parecía el rostro de un anciano, marchito, frío y gastado, cuyos pómulos y mentón estiraban una piel encogida. Su pecho respiraba de forma somera, parecía como si los pulmones trabajaran al mínimo para mantener con vida el mayor tiempo posible aquel cuerpo de cerilla.

«Con vida… nunca tuvo una sola oportunidad de vivir». Riker escuchó, acercándose más aún.

—Pero tú tienes la medicina que necesita. Por favor…

—Son demasiados los que la necesitan. No hay suficiente. Tenemos que reservarla para los que todavía están vivos.

—Él está vivo. —La mujer puso al bebé ante el rostro del hombre del banco.

Pero los brazos de él permanecieron cruzados, como si el descruzarlos fuera a cambiar el juicio ya emitido.

—Aunque yo pudiera ayudarte, ¿puedes pagar?

Ella volvió a abrazar al flaco bebé contra su pecho y su cabeza osciló.

—Sí, sí, puedo pagar. Tendrás lo que sea necesario.

—No tienes nada.

—Tengo a mis hijos.

La mente de Riker se tambaleó de horror. Sabía qué estaba a punto de decir la mujer.

—Te los daré si salvas a mi bebé.

—No valen nada. Ya no hay comercio de esclavos. Y son demasiado pequeños para trabajar.

—¡Pueden trabajar! Salva a mi bebé con tu medicina… volveré a comprarte a mis hijos más adelante. ¡¡Por favor!!

—Olvídate del bebé. Salva a los otros.

—¡¡Por favor!! —El ruego se transformó en un penetrante alarido. A Riker le partió el corazón, pero Tritt y Mikken lo cogieron por los brazos y se lo llevaron.

—¿Por qué no quiere salvar al bebé?

Durren sacudió la cabeza.

—No hay tiempo para ponerse a salvar bebés. Tenemos que salvar a los que ahora pueden ayudarnos.

—¿Cómo sabe que ese bebé no habría ayudado algún día?

Mikken le clavó una mirada fija.

—Ese bebé se morirá hoy, o se morirá la semana que viene. Nunca llegará a «algún día».

—Si no pueden garantizar la vida de los niños, ¿qué futuro tienen?

—Si no salvamos este planeta de los destructores y sus nuevas costumbres —declaró Durren apretando la mandíbula—, no habrá futuro alguno para nadie en Thiopa… ni viejos, ni jóvenes ni los que aún están por nacer.

—¿No lo entienden? —dijo Riker—. Nosotros tenemos medicinas suficientes para salvar a todos los bebés como ése. Las hemos traído para ayudarlos.

—Ustedes las trajeron para dárselas al gobierno —escupió Mikken—, y ellos nunca nos las darán a nosotros.

—No a menos que neguemos todo aquello en lo que creemos —agregó Durren—. ¿Renunciaría usted a todas sus creencias si eso fuera lo que hace falta para comprar la supervivencia?

—¿Sabiendo que la gente del otro bando de la negociación le ha mentido siempre? —añadió Mikken.

—No. Nadie debería tener que hacer eso. Pero tiene que existir otro camino.

—Existe —replicó Durren—. Librarse de los opresores.

—¿Y si no pueden?

—Entonces moriremos en el intento —declaró Mikken en tono terminante.

Continuaron caminando y mordisqueando su comida. Tritt dejó caer un trozo de carne al suelo y Mikken se volvió rápidamente contra él.

—¡Eh!, ten más cuidado, idiota.

—Tranquilízate —dijo Durren.

El rostro de Mikken se puso rojo.

—Esto cuesta demasiado para desperdiciarlo de esa manera.

—No era mi intención —tartamudeó Tritt—. N-no me llames idiota.

—Qué quieres que haga, Mikken… ¿recogerlo y lavarlo?

—Quizá.

—No hemos llegado a tanto, todavía no.

—Todavía no —repitió Tritt al tiempo que mantenía a Riker entre su persona y el hambriento compañero.

—Durren —dijo Riker—, ¿dónde diablos estamos? Usted ha dicho que no soy un prisionero, pero Tritt no está dispuesto a dejarme marchar. Así que al menos pueden decirme eso.

—En Encrucijada.

—¿Esta ciudad se llama Encrucijada?

—Sí.

—¿Dónde está emplazada Encrucijada?

—Se encuentra usted en el reino de Endraya —aclaró Durren, por fin.

—Ése es el territorio desértico. —Riker abarcó con un gesto de la mano la zona circundante—. Todo este sufrimiento… no hay nada como esto en Bareesh.

—¿De qué piensa que va toda esta guerra, Riker? —preguntó Mikken componiendo una mueca burlona—. Todo esto se debe a que el gobierno quiere borrar del planeta a los nómadas y a todos aquellos que puedan prestarnos su apoyo.

—¿Ha sido siempre así, Encrucijada?

Durren negó con la cabeza.

—Nunca hemos tenido mucha lluvia por esta zona; pero antes de que el clima cambiara, solía haber bastantes lluvias y nieves en las montañas como para regar los campos.

—Toda esa gente… ¿de dónde procede?

Durren arrancó con los dientes un último trozo de baya de la broqueta y tiró la estaquilla.

—De granjas y de otros poblados. Dejaron tras de sí tierras agostadas con la esperanza de encontrar un trozo mejor en otra parte… o al menos la suficiente comida para llenar sus barrigas vacías.

Riker inspiró con desolación y sacudió la cabeza.

—Nuestras naves de carga contienen todo lo que su pueblo necesita para acabar con este sufrimiento. ¿Qué opina de un cese el fuego? Tal vez eso bastaría para conseguir que el gobierno distribuyera las provisiones de socorro.

—Está usted soñando, Riker —replicó Mikken, y apretó la mandíbula con fuerza.

—¿Y los otros lugares? —quiso saber Riker—. ¿Hay otras áreas como ésta?

—No —contestó Durren.

—Sin duda, otros lugares están soportando la misma sequía.

—Pero no les dan refugio a los nómadas.

—Casi en todos los demás lugares —intervino Mikken—, los cobardes se han doblegado ante los planes genocidas de Stross.

—¿Genocidas? ¿Están matando a la gente que no está de acuerdo con el gobierno?

—No matando a la gente —le aclaró Durren—, sino sólo sus tradiciones, su identidad. Lo llaman unificación.

—He oído hablar de eso. ¿Qué es, exactamente?

—Hacer que todos hablen, piensen, coman y actúen de la misma manera. En algunos lugares, la gente no cree en nada, de todas formas. Pero nosotros sí, y el camino de los nómadas es el correcto, el único para salvar al Mundo Madre.

—Usted ha estado en Bareesh —dijo Mikken—. Usted intentó respirar esa asquerosa sopa a la que llaman aire. Las viejas costumbres, las de los Testamentos… pueden llevarnos de vuelta a la época en la que el mundo era limpio, puro.

—Ha-háblale del círculo —propuso Tritt mientras mordisqueaba con cuidado su brocheta.

—¿El círculo? —repitió Riker.

—Es en lo que nosotros creemos —explicó Durren—. El círculo de la vida. La Mano Oculta nos conduce por el sendero… que es un círculo. No hay principio ni fin. Simplemente continúa por toda la eternidad. Pero todo lo que le ha sucedido al mundo desde que Stross intentó cambiarlo, todas las nuevas costumbres… bueno, el círculo se rompió. —Abrió las manos para presentar todo lo que los rodeaba como prueba. Cogió la brocheta de Mikken y trazó dos círculos en el polvo, uno completo y el otro sin cerrar, con una línea que viraba hacia la incertidumbre—. Allí es a donde Stross está conduciéndonos. Si vamos hacia allí, perdemos el círculo, nunca más podremos regresar a él, continuaremos avanzando en esa dirección y pronto toda la vida habrá desaparecido de Thiopa.

—Vamos —dijo Mikken—. Cuanto antes regresemos, antes podremos ver lo que vale, Riker.

—¿Lo que valgo?

—Cuánto pagará su capitán para tenerlo de vuelta.

Riker conocía la probable respuesta a eso: nada. Si él era un rehén, las manos del capitán Picard estaban atadas por los reglamentos de la Flota Estelar. Aunque al capitán de una nave se le permitía entablar conversaciones con los secuestradores, el límite estaba trazado en lo referente al rescate. Se contemplaba, no obstante, la posibilidad de que, en ciertas circunstancias, los seres empujados a semejantes extremos tuvieran agravios legítimos a los que nunca se les había dedicado la debida atención. Un capitán que se encontrara ante dicha circunstancia tenía prohibido recompensar a los raptores con mercancías o favores a cambio de miembros de su tripulación o diplomáticos. Sin embargo, en el caso de que dejaran en libertad a todos y cada uno de los cautivos, tenía la facultad de ofrecer a los captores una audiencia sin repercusiones negativas en relación a la inicial situación de toma de rehenes.

La última parte de esto siempre había picado la curiosidad de Riker. ¿Cuántos capitanes de nave eran capaces de dejar completamente a un lado todo rencor y hablar con unos secuestradores como si nada hubiese pasado? Picard lo era, estaba seguro, siempre que no se hubiera derramado sangre ni se hubiera infligido daño alguno a personas o propiedades. Y si estos nómadas tenían de verdad agravios legítimos, nunca encontrarían a nadie de mente más abierta o justa para que los escuchara hasta el final. Riker decidió hacer cuanto pudiera para alentar a los nómadas a aprovechar la oportunidad de una oferta semejante en caso de que Picard la hiciera.

Por el momento, sin embargo, se guardaría todo eso para sí. Resultaba obvio que Durren, Mikken y Tritt no eran los líderes del movimiento nómada.

—¿Adónde me llevan?

Durren gruñó.

—Muy pronto lo sabrá.

Captores y cautivo caminaron hacia la periferia de lo que parecía haber sido una ciudad de gran actividad en el pasado. Se veían rastros que indicaban que el mercado, que ahora estaba concentrado en unas pocas manzanas de calles estrechas, había llenado en otra época un área mayor. Pero cuanto más se alejaban del corazón del poblado, veían más edificios de dos y tres plantas abandonados y tapiados con tablas. Unos pocos no eran más que escombros. Según Mikken, eran el resultado de bombas puestas por los agentes del gobierno en los primeros tiempos del conflicto, creado por la política de unificación de Stross.

Dichas incursiones paramilitares sólo habían tenido éxito de forma esporádica, y a menudo resultaban costosas porque en raras ocasiones los agentes del gobierno conseguían salir vivos de Endraya. Una vez que la sequía golpeó el planeta, con lo que se arruinó la agricultura endrayana, la política del gobierno respecto de los nómadas cambió de modo radical para convertirse en la actual campaña de hambre.

En los suburbios del poblado, llegaron a una línea férrea que pasaba junto a una plataforma de carga de unos centenares de metros de largo. La vía consistía en un solo carril ancho montado sobre un soporte elevado a unos dos metros del suelo. Un solo coche, al parecer construido con trozos sacados de aquí y de allá, estaba esperando. El chasis, sin ruedas, de siete u ocho metros de longitud, estaba posado sobre el raíl, pero el compartimento de pasajeros era una amalgama de diferentes formas, alturas y colores. Tenía aberturas en lugar de puertas y ventanas, y estaba abollado y herrumbroso.

No obstante, funcionaba. Los thiopanos y Riker subieron por una escalerilla que colgaba de un lado, y Durren puso en funcionamiento el zumbante motor. Al cabo de segundos, el coche se elevó a unos pocos centímetros de la vía y se alejó del muelle de carga, flotando con suavidad sobre un cojín electromagnético.

—Es un poco más cómodo que la primera etapa de mi viaje —bromeó Riker.

—También para nosotros —asintió Durren.

—¿Quién construyó este sistema?

—El gobierno, hace unos treinta años. En realidad lo hicieron los nuaranos.

—Parece un proyecto demasiado grande para llevarlo a uno a ninguna parte.

—Lo usaban para traer el mineral y la mena desde las minas y las canteras del desierto —explicó Durren, con los ojos tristes—. Ése fue uno de los puntos de inflexión. Ellos arrancaron el corazón del Mundo Madre… carniceros. Después de unos diez años, ya no quedaba nada que pudiera sacarse.

—¿Qué sucedió?

—Se marcharon. Cerraron las minas. Cuando los nómadas regresamos al Sa’drit, encontramos esta vía abandonada. Reunimos unas cuantas piezas y la hicimos funcionar. —Se encogió de hombros—. De vez en cuando la volaban. Nosotros la reconstruíamos.

Riker contempló las tierras yermas que los rodeaban, las rocas y el polvo, la tierra y la arena…

—No da la impresión de haber sido alguna vez una tierra en la que vivir resultara fácil.

—No lo era —contestó Durren—. Siempre ha sido más caliente y seca que la mayor parte de Thiopa. Pero los endrayanos nos las arreglábamos, incluso antes de que Evain comenzara a predicar las viejas costumbres.

—¿Cómo?

—¿Cómo se las arreglaban? Por el sistema de trabajar a favor del mundo y no en contra de él. Sencillo. —Señaló hacia unas colinas grises—. Mire…

Pozos abiertos hendían la tierra cenicienta como fatales heridas infligidas hacía tanto tiempo que ya habían dejado de sangrar.

—¿Eso es lo que hicieron los nuaranos? —preguntó Riker. No obtuvo respuesta, pero no la necesitaba. La tristeza de la voz de Durren, la furia en los ojos de Mikken, le dijeron lo que necesitaba saber—. Hay algo que no entiendo —prosiguió Riker. Durren lo miró—. Si aquí fuera no hay nada que quiera nadie, ¿por qué Stross le ha declarado la guerra a Endraya?

—A causa de nosotros. Porque nosotros no queremos renunciar a nuestro derecho a vivir como queremos.

—Durren —gritó de pronto Tritt—. ¡Para!

—¿Qué?

—A-allí fuera.

El vehículo pasaba cerca de un abrevadero que estaba casi seco. Pero un puñado de animales grandes yacían sobre sus flancos en el fango. Durren tiró del acelerador del motor para aminorar la velocidad.

—Están muertos, Tritt.

—N-n-no… los he visto moverse. T-t-tengo mejor vista que tú.

Con un suspiro, Durren hizo detenerse completamente el vehículo. Tritt saltó al suelo y trotó los pocos centenares de metros que lo separaban de la charca. Los otros lo observaron pero no hicieron movimiento alguno para seguirlo.

—¿Por qué le dejas que vuelva a hacer esto? —se quejó Mikken.

—Para él significa algo.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Riker.

Mikken frunció el entrecejo con fastidio.

—Acabando con los sufrimientos de los ealixes.

—El agua —dijo Durren—. El gobierno y los nuaranos la agotaron, hicieron que el clima la secara… o la envenenaron.

—Descubrimos lo del veneno cuando la gente la bebió y murió —agregó Mikken—. Desechos tóxicos de las operaciones de minería. Pero los animales no pueden hacer pruebas para ver si tiene residuos tóxicos, así que la beben y mueren. Excepto algunas veces, que no están del todo muertos, y Tritt tiene que detenerse y matarlos. Se lleva mejor con los animales que con la gente. Así que piensa que tiene que hacer esto siempre que ve algunos que todavía no han muerto.

—No es una forma fácil de morir, esa de beber agua envenenada —dijo Durren en voz baja—. Lo carcome a uno por dentro. He visto a personas a las que les sucedió.

Podían ver que Tritt les disparaba a los animales moribundos, pero el sonido de su arma era demasiado suave para oírlo por encima del zumbido del viento y el runruneo del motor. Regresó caminando por las matas y dunas bajas y subió por la escalerilla. Durren apretó el acelerador a media velocidad y el vehículo se puso en marcha.

El asiento del capitán estaba, de momento, vacío. De hecho, también lo estaba la zona central del puente. Los tres asientos normalmente ocupados por Picard, Riker y la consejera Troi o la oficial médico en jefe Pulaski, estaban todos vacíos. Como oficial superior, el teniente Data, en sus funciones de segundo oficial, estaba al mando. Pero sin ningún problema inmediato, se limitaba a permanecer en su asiento de respaldo bajo ante el terminal de operaciones, cerca de la pantalla principal. Parecía preocupado con los cálculos que estaba realizando la computadora. El alférez Crusher lo miró desde el puesto adyacente.

—¿En qué está trabajando, Data?

—En una teoría, Wesley. Pero me falta cierta información. Intentaré obtenerla de la doctora Keat cuando regrese a Thiopa.

—¿Cuándo se transportará a la superficie?

—Tan pronto como el capitán regrese al puente.

Wesley observó el planeta que llenaba la pantalla principal.

—No lo entiendo.

—¿Qué no entiende?

—Cómo alguien puede permitir que unos forasteros conviertan el planeta de uno en un vertedero tóxico.

—Falta de previsión.

—Supongo. En uno de mis cursos de historia estudié cómo nosotros, los seres humanos, estuvimos a punto de convertir la Tierra en una porquería, y ni siquiera necesitamos que nos ayudara ningún alienígena avanzado.

La cabeza de Data osciló como la de una lechuza.

—Sí, los seres humanos tienen un largo historial de desastres autoinfligidos por ellos mismos. Es asombroso que sus antepasados hayan sobrevivido y desarrollado el viaje espacial.

—¿Cree usted que los thiopanos sobrevivirán a todos sus problemas?

—Lo ignoro, Wesley.

—¿Es de eso de lo que trata su teoría?

—Sí.

El turboascensor delantero se abrió y el capitán Picard entró en el puente. Data giró hacia él y Picard ocupó su asiento de mando.

—Capitán, solicito permiso para transportarme a la superficie y entrevistarme con la doctora Keat.

—Concedido. Ah, y puede mostrarle ese archivo de control climático de nuestros bancos de memoria. Haga lo que pueda para obtener algo a cambio.

—Sí, señor.

El androide salió del puente y una joven alférez ocupó su lugar en la terminal. De sólo unos pocos años más que Wesley, la muchacha tenía piel de color miel y facciones polinesias enmarcadas por un brillante pelo negro como el ala de cuervo. Wesley la saludó con una sonrisa tímida. Cuando ella se la devolvió, tuvo trabajo para apartar los ojos de la muchacha.

—Alférez Crusher —dijo Picard con tono terminante—, ocúpese de su puesto.

El rostro de Wesley se puso rojo como un tomate.

—Sí, señor. —Tras unos pocos momentos, cuando el rubor desapareció, miró por encima del hombro—. ¿Capitán?

—¿Hummm?

—Respecto al primer oficial Riker… estamos quedándonos sin tiempo.

—¿Ah, sí?

—Su plazo límite de doce horas…

Picard se puso en pie y fue a detenerse detrás del asiento de Wesley.

—Yo no he oído ninguna orden referente a abandonar la órbita, ¿y usted?

—No, señor.

—En ese caso, si yo fuera usted me concentraría en mi trabajo, alférez.

La voz y la expresión eran severas; pero una mano tranquilizadora se apoyó durante apenas un momento sobre uno de los hombros de Wesley.

—¿Comen y beben los androides?

Kael Keat se inclinó sobre su escritorio, sus pelos sensitivos agitándose vacilantes mientras sus grandes ojos pálidos contemplaban a Data.

—La verdad es que no lo necesito para sustentarme, pero fui construido para dar cabida a la ingestión de comida sólida y líquida.

—¿Para hacerlo más compatible con los humanos entre los que estaba destinado a vivir?

—Aparentemente, sí. Dado que los humanos tienen la mayor parte de sus conversaciones más interesantes a la hora de las comidas, me alegro de que el comer sea una de mis funciones.

—¿Llega a tener hambre de verdad?

—No.

—¿Saborea las cosas?

—Oh, sí, y tengo preferencias definidas.

—Usted es la más fascinante… bueno, iba a decir «cosa», pero biológico o no, usted es definitivamente una persona.

Data le ofreció una sonrisa de absoluta satisfacción.

—Gracias, doctora Keat.

—No sea tan formal. Llámeme Kael.

—Muy bien, Kael. ¿Hay alguna cosa más que desee saber?

—¿Es un chiste?

—¿Un chiste? No. Como mis compañeros de tripulación suelen observar muy a menudo, no sería capaz de contar un chiste aunque mi vida dependiera de ello, aunque se me acercara caminando y se me presentara él mismo, aunque me tropezara con uno, aunque se acercara y me mordiera…

—Ya me hago una idea, Data —respondió Kael riendo—. Volviendo a su pregunta… me encantaría saberlo todo acerca de usted… cómo lo construyeron, cómo funciona, cómo se relaciona en una nave tripulada por seres biológicos…

Se detuvo cuando vio aparecer en el rostro de Data una leve nube de decepción. ¿O se lo estaba imaginando?

—Oh, lo lamento. Estoy hablando de usted como si fuera un experimento científico de interés conductista.

—En un sentido, lo soy. Mi existencia es, hasta un cierto punto, un constante caso de estudio.

—¿Le molesta eso?

—No. ¿Debería?

—A mí me molestaría, como todos los demonios, si supiera que cada una de mis acciones iba a ser observada y catalogada.

—Pero mi relación con los humanos y otras formas de vida es infinitamente intrigante. A pesar de que soy observado con atención debido a mi origen, yo siempre estoy observando a mis observadores. Son mis maestros, aunque ellos no son conscientes de serlo. Yo creo que es posible aprender algo de todas las formas de vida con las que nos encontramos.

—¡Qué actitud tan ejemplar!

—La variedad de comportamientos exhibidos por los seres vivos es asombrosa. Encuentro que esto es especialmente verdad en el caso de los humanos, puesto que son la especie con la que he tenido la experiencia más extensa.

—¿Entiende usted a estas personas con las que vive y trabaja?

—No del todo. Las complejidades del amor, el odio, la codicia, el sacrificio…

—¿Así que usted aprende tanto de lo bueno como de lo malo?

—Oh, desde luego. Entiendo sin problemas por qué los pintores, poetas y escritores humanos hacen un uso tan frecuente de las emociones más intensas, tanto positivas como negativas.

—Le aseguro que tenemos abundancia de ambas pululando por aquí, en Thiopa —comentó Kael con ironía—. ¿Cree que ha aprendido algo de nosotros?

—De usted.

—¿De verdad? ¿Qué?

—He aprendido más acerca del amor y la dedicación a través de su devoción a la ciencia y la verdad.

Kael parpadeó incómoda.

—Bueno, es muy amable por su parte el decir eso. Y hablando de ciencia y de verdad, hay cosas que usted quiere saber sobre Thiopa, ¿cierto?

Data asintió.

—Si me lo permite, me gustaría ver sus registros meteorológicos planetarios.

—¿Los registros meteorológicos? ¿Temperaturas, precipitaciones…?

—Exacto.

—¿Desde qué época?

—Tantos años como tenga registrados.

—¿Le importa si le pregunto por qué?

—Necesito información adicional para poner a prueba una teoría.

—¿Qué clase de teoría?

Los amarillos ojos del androide parpadearon vacilantes.

—Aún no estoy del todo preparado para hablarlo con nadie, Kael.

—Bueno, cuando esté preparado, ¿me lo contará?

—Desde luego.

—En ese caso, puede mirar todos los registros que necesite.

«¿El derrocamiento del gobierno?» Los ojos de Riker fueron rápidamente de Durren a Mikken y regresaron al primero. No podía creer lo que acababa de oír.

—Es la única forma de que podamos encontrar nuestro camino de vuelta al círculo —dijo Mikken con determinación mientras su poderosa mano se enroscaba alrededor del arma, como si acariciara a una amante—. Nos hemos visto forzados a ello por Stross y sus cuarenta años de colaboración con la escoria nuarana.

—¿Es ésta la política nómada, Durren?

—No. Pero mucha de nuestra gente quiere lo mismo que Mikken.

—¿Y usted?

Durren entrecerró los ojos, sondeando la desolada belleza de las montañas que guardaban el horizonte, antes de responder.

—No lo sé, Riker. Yo preferiría hacerlo de otra forma.

—Es demasiado tarde para cualquier otra forma. Stross escogió esta senda —dijo Mikken—. Luego nos arrastró por ella. La Mano Oculta no puede encontrarnos aquí.

—¿Cómo esperan que su puñado de creyentes derroque a todo un gobierno planetario?

—Los d-d-días sencillos —dijo Tritt en voz baja—. Tenemos que volver a ellos. Tenemos que hacerlo.

Más adelante, el soporte de la vía acababa en un antiguo cráter abierto por una explosión. Durren tiró del acelerador y el coche se detuvo con lentitud a unos pocos metros de la vía dañada. Una mujer joven estaba esperándolos, con cinco de las mismas bestias de las que se había ocupado Tritt en la charca. El rostro de él se animó al verlos mordisquear algún arbusto espinoso que crecía en el montículo donde se encontraban sin atar.

—¡Mori! —gritó.

La joven respondió saludándolo con una mano, y Tritt saltó a la arena gris, antes de que el coche hubiera acabado de detenerse, y corrió a saludar a los animales. A uno de ellos le dio un golpe cariñoso y un abrazo. Riker y los otros dos captores siguieron a Tritt.

—¿Está hablando con ellos? —preguntó Riker.

Mikken meneó la cabeza con aversión.

—Les ha puesto nombres. Jura que los reconoce a todos a primera vista.

—Los ealixes parecen conocerse mutuamente —observó Durren.

—Es por el olor. Pero para mí huelen todos igual… mal.

Riker caminó con cautela en torno a los animales, examinándolos. Ellos, por su parte, manifestaron poco interés en él, excepto para fruncir el hocico cuando captaban su olor. Le parecieron un desgarbado cruce entre camello, hipopótamo y caballo. Cuerpos en forma de barril con pequeñas jorobas justo detrás de la cruz, anchas cabezas con delicadas bocas que parecían congeladas en una sonrisa de Mona Lisa, ojos tristes de largas pestañas, fosas nasales que se abrían y cerraban apretadamente, a buen seguro para impedirles respirar la arena levantada por el viento, anchas pezuñas planas para obtener un mejor apoyo en el arenoso terreno. Dos de los ealixes tenían también dobles conjuntos de cuernos que les nacían de los senos frontales. «Machos», dedujo Riker. El único sonido que hacían los animales era un suave ronquido al sellarse y abrirse sus narices a cada respiración.

Riker se acercó a Tritt, que rascaba vigorosamente la cabeza de uno de los animales con cuernos. El ealix bostezó de puro contento.

—Así que esto son ealixes…

—Los mejores amigos que uno puede tener aquí.

El tartamudeo de Tritt desapareció mientras acariciaba el cuello del animal, alborotando el fino pelo rosáceo.

Todos los ealixes tenían mantas echadas sobre el lomo, así como bridas y riendas. Tocó al que Tritt estaba mimando y sintió un ronroneo. La hendedura del lomo que se encontraba entre las paletillas y las jorobas parecía proporcionar un asiento razonablemente cómodo.

Riker observó que la muchacha ajustaba un arnés adicional en torno al cuello y las paletillas de uno de los ealixes. Otro animal tenía un aparejo similar que sujetaba un tubo de metal marrón opaco largo como el brazo de un hombre.

—¿Armas?

Mori asintió con la cabeza.

—Lanzamisiles tierra-aire.

—¿Contra qué disparan?

—Contra los helijets del gobierno. Éramos blancos indefensos antes de conseguir esto.

—¿Y ahora?

—Ahora les damos a los jets con más frecuencia que ellos a nosotros —respondió ella con un tono muy profesional, como si hubiera estado derribando naves aéreas durante la mayor parte de su vida, cosa que podría ser el caso por lo que sabía Riker.

—¿Es usted buena disparando?

Ella le clavó una mirada de pedernal.

—Cumplo con lo que se espera de mí. —Cuando quedó satisfecha con la colocación de los lanzamisiles, dio la vuelta en torno al segundo ealix para encararse con Riker—. ¿Sabe montar?

—He montado en un montón de animales diferentes en un montón de planetas distintos. Éstos no parecen muy problemáticos.

—No lo son. Y también resultan cómodos.

—¿Adónde vamos?

Mori se volvió de espaldas y señaló a lo lejos, hacia un paso que se adentraba entre riscos majestuosos.

—A Cañón Santuario.

—¿Cómo adquirió ese nombre?

—Cuando nuestros ancestros vinieron aquí, al Sa’drit, allí fue donde encontraron agua y frutas silvestres. Y allí es donde dice nuestra leyenda que el Mundo Madre entregó los Testamentos… los escritos que nos dijeron cómo vivir en comunión con la tierra y el cielo, unificados.

—Unificación. Ése es el mismo nombre que Stross usa para denominar a su plan.

Los ojos de Mori destellaron.

—Él robó el nombre, pensó que podría engañar a la gente. Su plan es una burla de lo que el nombre significa.

Mikken saltó con grácil movimiento sobre uno de los ealixes que llevaban un lanzamisiles. Eso no sorprendió a Riker, considerando la afinidad que este thiopano tenía con las armas. Mori subió al lomo del animal que tenía el otro. Riker, Durren y Tritt montaron sobre los tres restantes. A pesar de que no había ni estribos ni silla, el trasero humano encajaba con comodidad en la depresión del lomo del ealix, y Riker se sintió bastante seguro.

—Allá, Riker, está el corazón del Sa’drit, el corazón de los nómadas —declaró Mikken con una sonrisa feroz—. El corazón de la revolución que va a salvar a Thiopa de la ruina.

Dejaron atrás la vía férrea y comenzaron a cabalgar por la árida planicie del desierto del Sa’drit. Desde las laderas color pizarra de las montañas lejanas hasta el pálido azul grisáceo del cielo, esta tierra era tan inhóspita como un paisaje lunar. Riker se maravilló ante el loco valor que tuvo que hacerles falta a los primeros nómadas para aventurarse hasta estas regiones siglos atrás… y ante la fanática resolución de los nómadas a renacer, resolución que estaba impulsando a esta gente que tenía la audacia de arrebatarlo a él del centro de Bareesh.

A lo largo del camino, pasaron ante las mudas pruebas de pasados enfrentamientos: carcasas de helijets quemadas y grotescamente dispersas, como pájaros muertos derribados por tiradores del desierto. Tanto si se debía al poder destructivo de los misiles, el impacto del choque o ambas cosas, poco era lo que quedaba de ellos como para darle a Riker una idea del aspecto que tendrían los helijets enteros. Pero los trozos chamuscados y retorcidos daban una idea.

El otro lado de la historia la contaban las cenizas de un pequeño campamento que aún retenía el trazado bidimensional de un lugar habitado. Pero la tercera dimensión, la altura, había sido cercenada. De alguna forma, un puntal de tienda por aquí, un resto de muro por allá, aún permanecían en pie, ennegrecidos y tan frágiles que no resistirían mucho ante un viento fuerte.

La caravana aminoró la marcha al pasar ante el campamento carbonizado.

—¿Qué sucedió aquí? —le preguntó Riker a Mori, la cual cabalgaba balanceándose flanco contra flanco junto al ealix de él.

—Esto era lo que los helijets podían hacer siempre que les daba la gana antes de que consiguiéramos los lanzamisiles.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace seis meses.

—¿Dónde consiguieron las armas?

—De los nuaranos.

Riker se quedó de piedra.

—¡Los nuaranos! Yo creía que ustedes los odiaban.

—Y los odiamos —dijo Durren desde el animal que marchaba detrás de Riker—. Pero ellos nos dieron lo que necesitábamos para defender nuestra tierra.

—¿Su archienemigo les dio armas?

—Nos las vendieron —replicó Durren—, a cambio del derecho de futura explotación de los recursos mineros de nuestro territorio y otros lugares que pudiéramos conquistar.

—Los nuaranos apuestan por ambos lados —concluyó Riker—. Sólo por si acaso. Pero yo creía que ya no quedaba ningún recurso minero que explotar en Endraya.

—Queda muchísimo —aseguró Mikken desde el ealix que marchaba en cabeza—. Es sólo que las minas tenían que ser excavadas a una profundidad cada vez mayor, y en áreas que estaban expuestas a nuestros ataques sorpresa. El gobierno decidió que era demasiado caro y demasiado peligroso. Fue por esa época cuando rompieron lazos con los nuaranos. Así que los nuaranos acudieron a nosotros.

—Estoy un poco sorprendido por el hecho de que los nómadas estén dispuestos a hacer tratos con la encarnación del mal —comentó Riker.

—Los nuaranos no son gente honorable —dijo Durren—, así que nosotros aceptamos sus armas sabiendo que nunca les daríamos nada a cambio.

—¿Y si se les ocurre regresar para apoderarse de lo que quieren? Pueden causar muchísimos más daños que los helijets del gobierno.

—Podemos arreglárnoslas con ellos —fanfarroneó Mikken.

Sin que nadie lo advirtiera, Tritt había desviado su montura alejándola de los otros y deambulaba por entre las ruinas del campamento como si buscara sin ánimos algo que sabía que realmente no estaba allí.

—Maldito sea —dijo Mikken—. ¿Tiene que hacer eso cada vez que pasamos por este lugar?

Mori silenció las protestas de Mikken con una feroz mirada de advertencia.

—No puedes culparlo.

—¿Por qué? —inquirió Riker—. ¿Qué ocurrió?

—Tritt vivía aquí —le explicó Mori—. Perdió a su esposa e hijo cuando los helijets atacaron. Casi todos los que estaban en el campamento murieron.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace casi un año —respondió Mori—. En esa época aún teníamos gente, viviendo fuera de Cañón Santuario, que intentaba cultivar la tierra, que trataba de llevar una vida normal. Había valientes…

—Estúpidos —se burló Mikken—. No se puede cultivar la tierra en una zona de guerra.

—Se suponía que no era una zona de guerra.

—Lessandra nunca tendría que haberles permitido vivir aquí —continuó Mikken—. Les advertimos…

—Se supone que estamos luchando por la libertad de vivir en cualquier parte y de la forma que queremos. —El rostro de Mori se enrojeció y su voz se alzó con enojo—. No se supone que vayamos por ahí diciéndole a la gente cómo vivir.

—Sueña todo lo que quieras. —Mikken barrió el aire con un brazo para señalar las cenizas del campamento—. Esto es la realidad. Cuanto antes aceptemos esto, antes nos apoderaremos de Thiopa y regresaremos al círculo.

Riker había advertido que Durren estaba apartándose de la acalorada discusión, concentrándose en cambio en tararear para sí. En silencio, Tritt y su ealix regresaron al grupo y se pusieron a marchar en retaguardia, dejando un penacho de ceniza y polvo que se arremolinaba en la brisa tras de sí. La discusión entre Mikken y Mori se apagó, y Riker se puso a pensar en el último giro de lo que conocía del conflicto thiopano.

Los nuaranos entregándoles armas a los nómadas… eso era asombroso. ¿Lo hacían los nuaranos sólo para vengarse del gobierno thiopano, que los había expulsado del planeta? ¿O creían realmente que podrían apartar a los nómadas de su búsqueda sagrada? ¿Y cómo justificaban los nómadas su aceptación de ayuda por parte de unos seres ajenos a su mundo que personificaban todo aquello contra lo que ellos luchaban?

Desde un punto de vista pragmático, las acciones de los nómadas tenían un cierto sentido a corto plazo. El aceptar las armas era el único medio que tenían para adquirir el armamento necesario para evitar que el protectorado de Stross invadiera las posiciones de los nómadas en Endraya. Pero ¿cuántos principios podrían pasar por alto los nómadas, y durante cuánto tiempo, antes de comenzar a olvidar las creencias que habían animado todo el conflicto?

Riker sabía que eran raras las causas que llegaban a sus metas sin adquirir algún compromiso. Pero cuanto más puros eran los principios subyacentes, más enérgica la cruzada. Y era evidente que los nómadas eran un grupo entusiasta y disciplinado, guiado por una recta doctrina que no parecía dejar mucho espacio para las transgresiones. Si sus escoltas eran en algo representativos de las actitudes de su grupo como conjunto, Riker se preguntó si no se derrotarían ellos mismos desde dentro antes de que el gobierno pudiera hacerlo desde el exterior.

Durren dejó repentinamente de tararear, giró sobre sí y se puso a escrutar el cielo en busca de… ¿de qué? Tritt, que afirmaba tener un agudo sentido visual, parecía tener también el oído más fino. Hizo dar media vuelta a su ealix, y luego señaló en dirección al sol velado por la contaminación.

—Allá.

Un instante después, también Riker captó el sonido… un ronco gemido que provenía de puntos volantes demasiado pequeños como distinguirles con detalles. Pero no cabía ninguna duda sobre lo que estaba a punto de suceder. Mori taconeó a su ealix o hasta conseguir un trote. Los demás la siguieron hacia una escarpada colina. Una vez hubieron llegado a la sombra protectora de la misma, los thiopanos desmontaron seguidos de Riker, y tomaron posiciones defensivas detrás de una pila de piedras. Mori y Mikken cogieron cada uno un lanzamisiles, lo equilibraron sobre un hombro y apuntaron valiéndose de las miras que sobresalían de los cañones.

—¿Saben que estamos aquí? —preguntó Riker.

—Probablemente. Puede que lo estén buscando a usted —dijo Durren.

Riker gruñó.

—Es fantástico ser un buscado.

—Pero nosotros lo queremos vivo. Ellos podrían contentarse igualmente con enviarlo muerto.

—¿Porque así podrían decirle al capitán Picard que los horribles nómadas me mataron?

Durren inclinó la cabeza afirmativamente.

—Stross podría afirmar que hizo todo lo posible por devolverlo con vida… pero que llegó demasiado tarde para salvarlo de esos fanáticos del desierto.

Ahora los helijets estaban lo bastante cerca como para distinguirlos… una formación aleatoria de cuatro naves aéreas en forma de bala, destellando contra el cielo. Avanzaban pausadamente, con sus motores verticales levantando nubes de polvo mientras ellos sobrevolaban las tierras áridas en busca de su objetivo.

—¿Pueden acertarles desde esta distancia?

—Sí —se apresuró a responder Mikken.

—Tal vez —corrigió Mori—. Una vez que hayamos disparado, si fallamos, podrán fijar nuestra posición…

—Y entonces es una cuestión de quién tiene el dedo del gatillo más rápido —acabó Riker.

Mori afirmó con la cabeza.

—Correcto. Además, si podemos disparar cuando están más juntos, si le acertamos a uno, la explosión podría derribar también a un segundo.

—El juego de la espera —observó Riker—. Pone a prueba los nervios de uno.

—Puede que no tengamos posibilidad de esperar —dijo Durren—. Da la impresión de que nos han encontrado.

Los cuatro helijets pasaron a una formación más compacta. En verdad se dirigían directamente hacia el escondite de los nómadas. Riker miró a Mori y Mikken. Los dos parecían tranquilos, con los dedos apoyados sobre el botón de disparo.

Riker deseó tener también él algo con lo que disparar. Sería mejor que estar sentado como un pichón esperando a que lo hicieran volar por los aires. Los helijets habían aminorado su avance. «¿Qué demonios están haciendo? —se preguntó—. Alguien va a disparar primero. Si lo hacen ellos, podrían hacer estallar la montaña y enterrarnos. En este caso, me sentiría mucho más contento si nosotros disparáramos primero e hiciéramos las preguntas después».

Como si leyera los pensamientos de Riker, Mori centró su mira en un helijet y apretó el disparador. Una bola roja de turbulenta energía salió frenética por la parte frontal de su cañón y atravesó el desierto con un sonido penetrante. Los helijets la vieron venir y rompieron su formación, describiendo espirales mientras intentaban evitar el misil. Mikken disparó con su arma un instante después que Mori, sabiendo que la decisión de ella de disparar primero significaba que el enemigo estaría a la defensiva hasta que el rayo acertara o errara. Acertó, de lleno, y el helijet de vanguardia estalló en una bola de fuego. Pero los otros tres estaban a la distancia suficiente como para escapar del humo negro del puño en llamas que ya se estrellaba contra el suelo. Los cañones de dos de los helijets abrieron fuego, lanzando una ráfaga de disparos de energía precisos. La cima de la colina estalló en una lluvia de polvo y roca. Riker y los thiopanos se agacharon y cubrieron la cabeza. La colina en sí era demasiado gruesa como para que las naves aéreas del gobierno la atravesaran con sus disparos. Tendrían que rodearla, y eso fue lo que hicieron. Dos se acercaron por un lado y la tercera por el otro.

Mori y Mikken se agacharon y apoyaron espalda con espalda. De forma prácticamente simultánea, dispararon… y otros dos helijets hicieron explosión. El último cazador que quedaba se había convertido en la presa de aquel juego mortal, y el piloto sabía que lo superaban en armamento. Lanzó una ráfaga, y luego viró de una forma tan brusca que su helijet quedó casi sobre un flanco. Con una rápida corrección de vuelo el piloto puso su nave a máxima aceleración y huyó, dejando tras de sí una lista blanca de humo.

Los thiopanos estallaron en vítores. Riker se enjugó perlas de sudor de la cara, aliviado en silencio. Todavía no era libre, pero había sobrevivido al enfrentamiento sin un solo rasguño. Y era mejor ser un rehén vivo que un cadáver liberado.