6

En el desierto de Sa’drit, en el punto más alto del mediodía, el sol tenía sus dominios. Cubría el cielo y quemaba la tierra. Blanqueaba todo lo que había a la vista de sus deslumbrantes brazos. Sólo ahora, mientras se desplazaba hacia el estéril horizonte, unas misericordiosas sombras comenzaban a deslizarse tímidamente, sobre las rocas y polvo requemados, como criaturas que se arrastraran fuera de sus escondites diurnos.

Allí fuera había seres vivos, y estaban acercándose. Al principio parecían bichitos que culebrearan en el distante resplandor. Pasado un rato, se resolvieron en animales con hombres cabalgando sobre sus lomos. Las centinelas eran ambas mujeres, una joven, y una más vieja con arrugas que le rodeaban los ojos, y pelos sensitivos que ya se habían vuelto grises. La más joven miraba por unos binoculares y tocaba un servo-botón para ajustar el foco de las ópticas de zoom.

—¿Cuántos son, Mori? —preguntó la centinela más vieja con su voz ronca.

La llamada Mori no respondió de inmediato. Observó el extraño paso de los animales —eran dos—, mientras sus largas patas avanzaban con secuencia pausada, las cabezas balaceándose a un ritmo completamente distinto. Eran ealixes adultos, más altos que un hombre, los rotundos cuerpos cubiertos de un fino pelo rosáceo que no era tupido del todo hasta que las gentiles bestias estaban bien entradas en su segundo año de vida. La fina capa protegía su piel del sol pero permitía que circulara el aire para ayudar a mantenerlas frescas.

—Dos animales, dos jinetes… traen un cuerpo.

La mujer más vieja masculló una imprecación.

—Otro luchador muerto para la colección de Lessandra —murmuró—. ¿Puedes distinguirles la cara?

Mori miró por los binoculares con los ojos entrecerrados. Los hombres iban vestidos con la ropa habitual en el desierto: amplias túnicas de color pálido recogidas en torno a la cintura mediante un fajín de color brillante, polainas tejidas y sandalias. Las túnicas tenían un cuello provisto de gruesas tirillas, las cuales colgaban sueltas durante los abrasadores días, listas para envolverlas alrededor del cuello al caer las temperaturas después de oscurecido. Las vestimentas también llevaban cosidas capuchas, y los viajeros que se aproximaban se las habían puesto para protegerse la cabeza del sol, lo cual ocultaba sus rostros.

—No. —Mori rodó hasta quedar sobre un codo y miró a su compañera—. Glin, ¿de verdad crees que Lessandra está equivocada?

El ceño fruncido de Glin se suavizó al escrutar a su joven camarada. Mientras que el rostro de Glin estaba curtido y marcado por el tiempo y las amargas experiencias, el de Mori era fresco y suave como una flor que se acabara de abrir. Ahora ya era una mujer adulta, aunque recientemente se había cortado el cabello en un intento por parecer mayor de lo que era… un intento infructuoso. Pero la vida de penurias que se abría ante Mori, le arrebataría su inocencia con sobrada presteza.

—Sí —dijo Glin, finalmente—. Creo que Lessandra está equivocada. Esto ha ido demasiado lejos. Presiona a Stross como si pensara que somos nosotros quienes tenemos el poder.

—Pero es que nosotros tenemos el poder —protestó Mori.

—El bastante para hacerles daño… pero no el suficiente para ganar. Si llegáramos a una guerra declarada, los números dicen que tenemos que perder. Muchos de nosotros pensamos que Stross preferirá hacer otras cosas antes que recoger los pedazos después de que nosotros pongamos las bombas. Que preferiría no enviar helijets aquí para intentar sorprendernos en terreno abierto.

—En el que casi nunca estamos. —Mori apartó los ojos, fastidiada por las insinuaciones de Glin.

—De eso se trata, pequeña. Tu padre enseñó lo que los nómadas sabían en los viejos tiempos.

Mori volvió a mirarla, la cabeza inclinada como la de una estudiante temerosa de responder a una pregunta.

—¿Que la Mano Oculta nos conduce por el mejor sendero?

—Exacto. Todos los muertos que hemos enterrado indican que el mejor sendero es la negociación.

—Lessandra dice que el gobierno nunca negociará.

—En ese caso, nada tenemos que perder. Nosotros haremos la oferta. Si acuden a una mesa de negociación, no aceptaremos ningún término que no nos guste. Somos libres de reemprender nuestra lucha. Lo mismo que si se niegan a mantener conversaciones. Pero si podemos hablar y encontrar un acuerdo, entonces obtendremos lo que más queremos: el derecho de vivir en paz en nuestras propias tierras y de acuerdo con nuestras propias leyes.

—Pero Lessandra dice que el gobierno está destruyendo el mundo, y que nosotros no somos inmunes. Si ellos envenenan su aire y agua, envenenan también nuestro aire y nuestra agua. Lessandra dice que tenemos que hacer que el resto del mundo vuelva a las viejas costumbres. No basta con que nosotros regresemos a ellas.

Los ojos de Glin se entrecerraron.

—Ya sé qué piensa ella. ¿Qué piensas tú?

—Yo… no estoy segura.

—Lessandra dice cosas que difieren de lo que tu padre escribió y predicó. Él no creía en obligar a otras personas a seguir nuestras costumbres, a menos que ellas lo quisieran.

—Pero hace veinte años que desapareció… casi toda mi vida —contestó Mori—. ¿Cómo sabemos que lo que él escribió entonces es correcto para la situación con la que nos enfrentamos hoy?

—Porque lo que él creía provenía de los tiempos antiguos. Él redescubrió los Testamentos e hizo que se adaptaran a nuestro mundo. Lessandra puede reinterpretar a Evain todo lo que quiera, pero eso no hace que esté en lo correcto.

—Si mi padre era tan clarividente y persuasivo como todos dicen que era, podría haber arreglado todo esto.

—Mori, él está muerto.

—Eso no lo sabemos con seguridad. —La voz de la mujer más joven tembló.

—Mori…

—¡No lo sabemos! —Mori se puso en pie—. Sólo porque el gobierno diga que él murió en prisión, no significa que sea cierto. Todas esas historias…

—No son más que historias. Nadie sabe si esos otros prisioneros vieron realmente a tu padre con vida. Ahora ve a decirle a Lessandra que hemos visto luchadores que regresan. Dile que uno de ellos está muerto.

Con las sandalias haciendo crujir sobre el polvo, Mori se alejó apresuradamente, cabizbaja, abatida. Los nómadas nunca creían nada de lo que decía el gobierno así que, ¿por qué estaban tan dispuestos a creer que su padre había muerto en cautiverio dos años después de ser apresado? Lo habían acusado de traición, hallado culpable, sentenciado a cadena perpetua… pero nunca habían dicho que fueran a ejecutarlo. Los ancianos, como Glin, le habían dicho a Mori que el gobierno quería mantener con vida a Evain como símbolo de justicia rápida pero imparcial, y como advertencia a otros nómadas sobre la determinación de mantener el orden por parte del gobierno. Si Evain hubiera sido ejecutado, como muchas personas exigían, la condición de mártir habría conferido a su legado una trascendencia que jamás habría podido alcanzar en vida.

Sin embargo, apenas dos años después de que lo condenaran, el gobierno anunció que Evain había caído enfermo y muerto, a pesar de los cuidados médicos a su disposición. En su lecho de muerte se había retractado de todas sus creencias nómadas, habían dicho, y abrazado la idea de Stross de la unificación… una Thiopa unida marchando en pleno hacia el futuro bajo la bandera del progreso a través de la tecnología. Le construyeron una tumba en el Parque de los Héroes, en el centro de la capital, y a los escolares se les enseñó a partir de entonces cómo el más implacable enemigo del gobierno había visto la luz en sus últimos momentos de vida, gracias a la amable y gentil sabiduría del soberano protector Ruer Stross… el tío Stross.

Mori tenía sólo cinco años cuando esto sucedió. La muerte de Evain la dejó huérfana y sin parientes próximos. Fue criada por la comunidad que había seguido a su padre. Pero nunca se sintió descuidada; todos los íntimos amigos de su padre tomaron un activo papel en su crianza. Nunca había tenido carencia de cariño ni atenciones… más bien al contrario. Al menos una media docena de buenas personas pensaban en ella como en su propia hija. Pero siempre se había sentido más unida a Lessandra, Glin y Durren, el último de los cuales bien podía ser uno de los luchadores que ahora regresaban a la plaza fuerte de las montañas sagradas. Si él era el que había muerto… Ella aplastó ese trágico pensamiento antes de que pudiera arraigar. Durren era demasiado astuto para dejarse atrapar.

Mori recorrió el camino de vuelta por el rocoso sendero, siguiendo los estrechos escalones tallados en la piedra dos mil años antes por los primeros nómadas. Ella no había nacido allí en esas tierras salvajes, sino en una ciudad, al igual que la mayoría de los thiopanos. La ciudad de Mannowai era la capital del reino endrayano, no tan esplendorosa como Bareesh pero bastante agradable y moderna, y era el centro de las enseñanzas del renacimiento nómada predicadas por su padre. Mori tenía vagos recuerdos de haber visitado estas ancestrales tierras cuando era una niña que apenas caminaba, en una peregrinación con su padre y otros, pero no podía estar segura de si esos recuerdos eran del viaje en sí, o de haber escuchado a otros relatarlo en los años transcurridos posteriormente.

No fue hasta un par de años después de la muerte de su padre, que el núcleo de los nómadas, unos trescientos o cuatrocientos, abandonaron las ciudades y poblados de Endraya occidental —que se hallaban a una distancia corta del territorio bareeshano, lo cual permitía a la policía gubernamental dar con ellos durante sus incursiones—, y regresaron al lugar sagrado del que habían surgido originalmente las creencias nómadas.

Así pues, Mori había crecido esencialmente allí. Había olvidado casi por completo su infancia urbana y adquirido las habilidades necesarias para sobrevivir en el implacable desierto del Sa’drit. Ahora parecía que siempre hubiese sabido cómo encontrar agua y comida, cómo conservar lo poco que podía encontrarse, cómo coexistir con el Mundo Madre y su Mano Oculta, sin olvidar nunca el principio fundamental de la fe nómada: la tierra no le pertenecía a la gente, la gente le pertenecía a la tierra.

Las condiciones allí no eran ya tan primitivas como lo habían sido en los tiempos antiguos. Los nuevos nómadas tenían armas modernas, herramientas y cierta tecnología para ayudarse. Evain, y más tarde Lessandra y otros líderes del grupo, comprendían la necesidad de utilizar todas las ventajas con que pudieran contar en su guerra contra el gobierno.

Mori recorrió a paso presuroso el sendero que serpenteaba en torno al borde de Cañón Santuario. Allí, fuerzas que apenas podía imaginar habían ejercido el poder de la creación para esculpir un paisaje que ella siempre vería como milagroso. El cañón en sí era una ancha sima, un semicírculo de roca de estratos que se ensanchaba a medida que ascendía. Pero no se abría al cielo, porque en el punto más ancho, el cañón se convertía en murallas de trescientos metros que se inclinaban, precariamente, como congeladas, a mitad de derrumbamiento. En la cuenca de la depresión central, las furias del viento y el agua, el fuego y el hielo, habían tallado gigantescos bloques de piedra arenisca, conformándolos en frágiles arcos. En un flanco, el agua de las inundaciones había labrado una galería de arremolinadas cámaras y túneles que se superponían en asombrosa complejidad.

Pero lo más milagroso de todo era la cuna de todo lo que los nómadas habían sido y lo que podrían llegar a ser: la Ciudad de Piedra. Todas esas fuerzas primordiales habían abierto una grieta larga y baja en el vientre del Monte Abrai. Allí, en ese elevado nicho que dominaba Cañón Santuario, los ancestros de Mori habían construido su lugar más sagrado. A esa hora del día, los rayos del sol poniente entraban por encima de los riscos que guardaban el frente de la ancha garganta, bañando las fachadas de la Ciudad de Piedra en luz dorada. Los edificios eran tan antiguos como los nómadas, construidos a base de sillares meticulosamente pulidos. Variaban en tamaño desde casitas a estructuras de cuatro plantas con defensas en arcadas.

Mori halló a Lessandra encorvada sobre los surcos de su huerta en un charco de luz de atardecer. A pesar de que la Ciudad de Piedra estaba en sombras durante la mayor parte del día, las plantas resistentes que necesitaban un mínimo de luz conseguían crecer, lo que incluía las enredaderas que daban como fruta las dulces bayas sil. Pero las enredaderas de este año estaban marchitas. Un soplo de brisa agitó los cabellos blancos de Lessandra mientras ella enterraba semillas y apisonaba encima puñados de tierra arenisca.

—Este año no ha crecido nada, Lessandra —dijo Mori—. Las fuentes subterráneas se han secado. ¿Qué sentido tiene plantar más semillas?

Lessandra recogió su bastón, lo enterró en el suelo y lo utilizó para incorporarse. Le faltaba la pierna derecha por debajo de la rodilla, y el borde de la polaina estaba sujeto de forma que cubriera el muñón. Ella se metió el forrado extremo del bastón debajo del brazo. No era joven, y parecía más vieja de lo que le correspondía. Uno de los párpados sin pestañas estaba caído, y una fina red de arrugas le hendía la piel curtida. Fijó en Mori su mirada de un solo ojo.

—Porque es nuestra costumbre. Es la renovación de la esperanza de que nuestra Madre nos perdonará por lo que le han hecho. Ella verá que nosotros estamos intentando mejorar las cosas. Y ella nos enviará el agua que necesitamos. Sacrificio y resurrección. ¿Por qué estás cuestionando los Testamentos?

Mori replicó con un hosco encogimiento de hombros.

—Es sólo que parece tan inútil…

La anciana descansó su peso sobre la muleta.

—Tú sabes más que eso —la regañó.

—Hemos visto a alguien que se acerca.

—¿Quién?

—No puedo saberlo. Están demasiado lejos. Parecían ser dos vivos y uno muerto.

—No sabes quién —dijo Lessandra y suspiró—. Bueno, pronto lo sabremos. Haz correr la voz; diles que se reúnan todos aquí cuando los viajeros hayan entrado en el cañón. En ese momento oficiaré el servicio. Mientras tanto, estaré dentro. —Masculló una invocación sobre las semillas recién plantadas, y luego cojeó hacia la puerta abierta del edificio de dos plantas adyacente a su huerta.

Los dos luchadores supervivientes condujeron a sus ealixes a través del paso que se hallaba en lo bajo de la atalaya que había sobre el lomo roto de la cadena abraiana. Siguieron el culebreante arroyo que se adentraba en Cañón Santuario, pero sólo hasta allí podían llegar las bestias. A pesar de que en terreno abierto eran estables, resultaban demasiado voluminosas para poder subir por cuestas escarpadas, así que los jinetes las dejaron en libertad para que se reunieran con la manada de unas dos docenas de animales que pastaban entre las zarzas y matorrales que crecían a lo largo del lecho seco del arroyo. El cansado hilo de agua que nacía de una fuente subterránea era apenas suficiente para mantener con vida a los ealixes.

Sirviéndose de una manta de tejido tosco que el muerto llevaba en su equipaje, los jinetes improvisaron una camilla con la que subir el cadáver por el camino escabroso que serpenteaba hasta lo alto de la cuenca del cañón. Para cuando llegaron al campamento, la totalidad de los trescientos residentes se encontraban reunidos en el anfiteatro natural emplazado detrás de la morada de Lessandra. Tallado en la piedra por corrientes de agua prehistóricas, el anfiteatro había sido aumentado por los canteros nómadas, muertos hacía ya mucho, que habían labrado bancos curvos en la cara de la montaña. Mori y Glin aguardaban cerca de Lessandra cuando el par de jinetes depositó con suavidad su carga sobre el suelo, y luego se echaron hacia atrás las capuchas. Fue la primera oportunidad que tuvo Mori de ver quién había sobrevivido y quién había muerto. El hombre muerto era Bradsil. Tenía un punto quemado en el pecho, donde le habían disparado, y el rostro hinchado y cubierto de sangre seca. Lo habían golpeado antes de ejecutarlo.

Mori sentía pesar porque hubiesen matado a Bradsil, sobre todo a causa de que su esposa estaba esperando un hijo. Pero no lo conocía muy bien. Y se sintió aliviada al ver que el amigo de su padre, Durren, había regresado de una pieza. Durren había sido uno de los padres adoptivos de Mori, probablemente su favorito. Lo recibió con un abrazo, y luego alzó los ojos hacia el curtido rostro de él, que presentaba una larga cicatriz vertical en la mejilla izquierda. Siempre había sentido curiosidad por cómo se la habría hecho, pero tenía miedo de preguntar. Tenía los pelos sensitivos caídos, lo que concordaba con el cansancio de sus pesados párpados.

El otro superviviente era un luchador de no más edad que Mori, y sus ojos aún mostraban fuego a través del velo de la fatiga.

—Lo han asesinado —dijo el hombre más joven con rabia.

Lessandra avanzó cojeando. No se oía ningún otro sonido entre el resto de los allí reunidos.

—¿Lo encontraste tú, Mikken?

El joven luchador rodeó con los brazos su fusil como si se tratara de un niño querido, y asintió.

—Asesinaron a Bradsil y luego arrojaron su cuerpo donde sabían que lo encontraríamos.

Glin dio un paso al frente.

—¿Cuántos más, Lessandra?

—Tantos como haga falta —replicó Lessandra con una mirada de pedernal.

—¿Tantos como haga falta para satisfacer tu deseo de venganza contra Ruer Stross? Ésa ya no es razón suficiente.

—¿Quién te eligió para decidir qué nos señala la Mano Oculta?

—Nadie… hasta ahora. Pero muchos de nosotros nos cuestionamos si todavía puedes ver hacia dónde señala.

Un hombre flaco como un junco y de cabellos grises fue a colocarse junto a Glin.

—Hemos demostrado estar dispuestos a luchar —declaró—, y nuestras incursiones se han hecho más osadas. Ellos saben que nada está a salvo de nosotros. Es el momento de ver si los hemos asustado lo bastante para hablar de paz en nuestros términos.

—Jaminaw —dijo Lessandra con desdén—, eres un necio. Durren, ¿habéis cumplido vuestra misión?

El hombre lo afirmó con la cabeza.

—La bomba estalló según lo planeado. Estaba presente alguien de la nave estelar cuando sucedió, según nuestros agentes del interior.

—¿Cuántos daños causó?

—Los suficientes.

Lessandra se volvió a mirar a los críticos.

—En ese caso, Bradsil no ha muerto por nada. Ha conseguido lo que se había propuesto.

—Pero ¿qué se logrará con eso? —exigió saber Glin.

Lessandra descartó la contestación con un imperioso gesto de la mano que le quedaba libre.

—Éste no es el momento ni el lugar para una discusión. Tenemos que oficiar un servicio. —Cojeó hasta quedar de cara a los otros—. En los momentos de muerte y pesar, es costumbre nuestra, como lo ha sido desde los tiempos antiguos, el hablar del jardín. Nuestro Mundo Madre creó un jardín, uno y el mismo. Nos permitió vivir en él, y permitió florecer a aquellas primeras gentes. Pero pronto las gentes olvidaron las palabras y costumbres de su Madre, y se volvieron hacia nuevas costumbres, malas costumbres. El Mundo Madre no tuvo más elección que la de castigar a la gente, y los expulsó del jardín. Nosotros, los nómadas, sabemos que sólo cuando toda nuestra gente viva según la palabra de la Madre, se nos permitirá regresar al jardín en el que floreció la vida por vez primera. Cuando eso suceda, éste volverá a florecer, y nosotros estaremos en nuestro hogar, viviendo en la paz y la abundancia por todos los tiempos.

Lessandra estudió los rostros de las personas sentadas en los bancos de piedra, luego se aclaró la garganta. Cuando prosiguió, el tono de su voz era casi estridente.

—El gobierno de este mundo transgrede todo aquello en lo que nosotros creemos. Está violando al Mundo Madre. Mientras continúen haciéndolo, nunca podremos adquirir un compromiso. —Alzó una mano y trazó un círculo en el aire, para luego proseguir con una salmodia—: Señor de la vida, Señor de la muerte, dos mitades el mismo. Tú eres el amo de todo. Tú permites nuestra estancia en el seno de tu jardín. A menos que haya muerte, no puede haber vida. Concédenos, Señor, la pacífica renovación. Cosecha nuestras almas.

Inclinó la cabeza para guardar unos momentos de silencio, luego alzó la mirada y le hizo un gesto a una mujer embarazada que se encontraba sentada en la segunda fila.

—Kuri, ven aquí.

«La viuda de Bradsil», pensó Mori, y la observó mientras Kuri se acercaba a Lessandra. Por primera vez se dio cuenta de que Kuri no podía tener uno o dos años más que ella misma, y se preguntó si ella podría tener la misma entereza si su esposo resultara muerto.

—Confirmamos el círculo de la vida —susurró Kuri, la mirada perdida y seca, mientras repetía el gesto de Lessandra—. El círculo y el ciclo lo son todo en la vida y el tiempo. No hay principio ni fin, sólo el círculo.

Lessandra dio unas palmaditas sobre el hinchado abdomen de Kuri.

—Tú y tu hijo sois símbolos del círculo, igual que lo somos todos nosotros. Dentro de ese círculo, todos compartimos tu pérdida.

Kuri asintió con gesto torpe, y luego regresó a donde estaba.

A una señal de Lessandra, dos robustos jóvenes recogieron el cuerpo de Bradsil envuelto en la manta.

—Llevaos a nuestro hermano y entregadlo a la Caverna de la Memoria —sentenció ella.

Mori miró a Glin y percibió su furia apenas reprimida. Cuando Kuri y los porteadores quedaron fuera del alcance auditivo, Glin estalló.

—¡Esa caverna está desbordante de tus cadáveres, Lessandra! ¿Cuándo vas a recobrar la sensatez y detener este derramamiento de sangre?

—Cuando ellos nos devuelvan nuestro mundo —respondió la otra mujer.

Mori no podía oírlas durante más tiempo.

Ya era bastante malo que hubiera derramamientos de sangre entre los nómadas y Stross, pero el que los nómadas pelearan entre sí…

Corrió hasta alcanzar el saliente de roca. Desde allí, contempló a los ealixes que pastaban tranquilamente en el arroyuelo del fondo del cañón. Se sobresaltó al sentir una mano fuerte que se cerraba sobre uno de sus hombros, aunque se relajó al ver que se trataba de Durren.

—¿Qué te sucede?

Ella se encogió de hombros mientras parpadeaba para evitar que las lágrimas afloraran a sus ojos.

—Supongo que sólo estoy confusa.

—¿Respecto de qué?

—A quién creer, en qué creer…

—Tú crees en lo que enseñaba tu padre.

—No estoy segura ni de recordar lo que mi padre enseñaba. Ciertamente, no recuerdo a mi padre. —Inspiró hondo para rehacerse—. Él me enseñó a pensar. Tú me enseñaste a actuar… a disparar, montar y sobrevivir allí fuera. —Con un ademán señaló el desierto envuelto en las sombras del crepúsculo—. Es más fácil creer en la acción. En especial cuando los pensamientos de todos chocan los unos con los otros.

Durren le sonrió.

—Si quieres que te diga la verdad, a mí mismo siempre me costó mucho entender todo lo que tu padre decía.

Ella le dirigió una mirada interrogativa.

—¿De verdad? Pero si vosotros erais casi como hermanos.

—Incluso los hermanos pueden no entenderse a veces. Para Evain, todas las cosas eran tremendamente complicadas…

—Tú lo querías, ¿verdad?

—Sí, lo quería. Era un buen hombre. Creía en las cosas correctas, y se jugó la vida por ellas.

—¿Lo habría querido yo si lo hubiera conocido?

Durren inclinó la cabeza afirmativamente.

—Estoy seguro de que sí.

Guardaron silencio durante unos momentos, mientras observaban los tranquilos ealixes junto al arroyo.

—Durren, ¿has conseguido…?

Él hizo una breve mueca de dolor.

—Oh, Mori, no me preguntes eso.

—Tengo que hacerlo —replicó ella con una expresión que se endurecía—. ¿Has averiguado algo relativo a mi padre?

—Pequeña, no fue ése el motivo por el que acudimos a Bareesh.

—Pero tú sabes lo que dijo ese prisionero prófugo cuando lo vimos en Encrucijada. Juró haber hablado con Evain en el hospital de la prisión, hace menos de un año.

—Ya sé lo que dijo.

—Y tú me aseguraste que ibas a ver qué podías averiguar…

Durren perdió la paciencia.

—Teníamos una misión que cumplir. Perdimos a uno de los nuestros. Tuvimos suerte de poder escapar dos con vida. Mori, no puedo abandonarlo todo para hacer averiguaciones sobre rumores.

Ella le cortó en seco.

—¿Tú piensas de verdad que él está muerto?

—No lo sé.

—¿Crees que no hay ni la más mínima posibilidad de que pueda no estarlo?

Él inspiró profundamente antes de responder.

—Hay una posibilidad.

—Eso es todo lo que quería saber. —Mori sonrió—. Te veré más tarde, Durren.

—Durren. —Lessandra lo llamó desde donde se encontraba hablando con Glin y Jaminaw—. Éste es nuestro momento; estoy segura. Está en los Testamentos, de la forma exacta en que lo predicó Evain justo antes de que lo apresaran. Esta nave estelar que ha llegado… es la Mano Oculta que trabaja para nosotros.

Él sacudió la cabeza.

—No entiendo.

—Durren, ¿crees que podemos secuestrar al capitán de la Enterprise?

Los ojos de Glin se abrieron de par en par.

—¿Has perdido el seso?

—No —replicó Lessandra—. Estoy utilizándolo, que es algo que tú deberías hacer con más frecuencia. Durren, ¿qué te parece a ti?

Él lo pensó durante un momento.

—Nuestros agentes dicen que el capitán se queda en la nave. Fue un primer oficial, un hombre llamado Riker, el que se transportó aquí con un representante de la Federación.

—Con eso basta. Ese primer oficial, Riker, servirá como rehén.

La incredulidad de Glin aumentó.

—Y qué pasará si ese capitán… ¿cómo se llama?

—Picard —respondió Durren.

—¿Qué sucederá si ese tal capitán Picard se niega a hacer tratos con nosotros?

El rostro de Lessandra permaneció impasible.

—En ese caso, el primer oficial Riker muy bien podría convertirse en una baja de guerra.