—¡Lord Stross, tienes que quedarte quieto!
Ruer Stross, soberano protector y gobernante absoluto de Thiopa, guardó su inquietud en silencio, y contempló su imagen en un espejo de cuerpo entero, mientras su ayuda de cámara revoloteaba en torno a él.
—Supo, quieres darte prisa…
—Levanta los brazos. Tengo que asegurarme de que estas mangas te queden bien o…
—¿O qué? ¿Se me caerán los brazos?
Supo quedó congelado. Sus puños apretados golpearon contra sus caderas, o donde las caderas habrían estado en caso de ser discernibles. Pero su amplia barriga casi ocultaba dichos rasgos anatómicos. Supo tenía una forma parecida a la de un saco: la cabeza descansaba precariamente sobre unos hombros estrechos; su cuerpo se ensanchaba de forma regular y en sentido descendente, como si la carne hubiese cedido ante la gravedad; unas piernas rechonchas y unos pies delicados que permanecían de puntillas durante la mayor parte del tiempo.
La mayoría de los thiopanos tenían rostros triangulares elegantemente esculpidos con pómulos altos que acababan en un mentón largo, grandes ojos inclinados hacia arriba que carecían de pestañas y cejas, y tres o cuatro pelos sensitivos donde muchos otros humanoides tenían orejas. Pero la palabra «elegante» no era la que a uno le venía a la cabeza cuando se trataba de describir al dominante ayuda de cámara de Ruer Stross. Tenía una enorme nariz en forma de pico, ojos saltones y pelos sensitivos que siempre parecían estar caídos… excepto cuando se erizaban de exasperación. Como lo estaban ahora.
—No, no se te caerán los brazos, pero muy bien podrías ser el hazmerreír de tu festín del aniversario, y luego todo el mundo me culparía a mí. Dirían, «Pobre viejo Supo, está ciego como la madriguera de un topo, ¿eh?». ¿Y te gustaría a ti eso, el convertirme en el servidor más deshonrado del planeta, de la galaxia, del universo?
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Stross al tiempo que le dedicaba una sonrisa aplacadora—. Mi intención no era refunfuñar. Se trata sólo de que detesto dedicar tanto tiempo a vestirme.
—Lo sé —contestó Supo que ya había vuelto al trabajo, y ajustaba, recortaba, remetía y realzaba.
—No creo que estuviese haciendo esto, en absoluto, de no ser por la insistencia de Ootherai.
—Ya lo sé —volvió a decir el ayuda de cámara. Los dedos de Supo, la única parte de él que era grácil, revoloteaban en torno a su señor mientras él se aseguraba de que la ondosa blusa, con sus broches e hileras de medallas, cayera perfecta en su vuelo sobre el cuerpo de barril de Stross.
Stross exhalaba el aliento de forma regular por la nariz, como si diera salida al vapor de una caldera cargada en exceso. Su cabello y pelos sensitivos hacía tiempo que se habían vuelto blancos con la edad, pero sus ojos, con los iris perlados característicos de los thiopanos, eran aún claros y vibrantes.
Supo retrocedió con relamido gesto.
—¡Hecho! ¡Perfecto!
—Bien —dijo Stross tras un suspiro—. ¿Puedo quitármela ya?
—¡No! La arrugarías, o reventarías los broches, o aflojarías las medallas. Yo te la quitaré.
El ayuda de cámara se la deslizó con delicadeza por encima de los hombros de un solo movimiento, y de inmediato la colgó en un maniquí. Stross, entre tanto, luchó hasta meterse en una túnica que se ponía por la cabeza y le llegaba a las rodillas. Era de color marrón amarillento, estaba arrugada y salpicada de manchas de comida, pero él se encontró en ella como un hombre liberado de la esclavitud. Se envolvió un trozo de tela vasta en torno a la cintura y se subió las anchas mangas de la túnica hasta el codo. Una se quedó arriba y la otra descendió. Él no le dio importancia.
—Tengo hambre —anunció Stross.
Supo se volvió con tal rapidez que estuvo a punto de derribar al maniquí.
—¡No! Nada de comer antes de esta noche. Te inflarías como un pájaro gaseoso y este uniforme no te quedaría bien. Comes demasiado, mi señor. ¡Y el único ejercicio que haces es el de llevarte comida a la boca!
El protector Stross profirió un bufido.
—Tú ganas, pequeño tirano. Y sólo porque estoy cansado de oírte gritarme. Después del banquete de esta noche, comeré cualquier cosa que me venga en gana.
—Y yo te adaptaré la ropa para que no tengas que andar desnudo por ahí —le disparó Supo a modo de respuesta mientras avanzaba contoneándose hacia la puerta. Ésta se abrió deslizándose a un lado y él se marchó sin mirar atrás—. Y he encontrado el pastel que tenías escondido en la mesita de noche, así que no te molestes en buscarlo —dijo alzando la voz desde el corredor.
Stross alargó una mano hacia la mesilla que había junto a la cama y abrió el cajón con brusquedad. «Vacío… apuesto a que ese pequeño roedor se lo ha comido».
—¿Has perdido algo, mi señor? —Una voz diferente, un ronroneo.
Stross alzó la mirada y vio a una mujer de elevada estatura que se encontraba en las sombras del vestíbulo de su alcoba.
—Sí. Comida. Entra.
Ella avanzó hasta quedar en el charco de luz que formaba una lámpara de pie y forma asimétrica cuyo severo diseño de metal negro y vidrio gris era un eco de la austeridad del resto del mobiliario de Stross. Ayli misma lo era todo menos austera.
Unos cabellos color miel caían en cascada sobre sus hombros y enmarcaban un rostro que poseía toda la fría belleza de una gema sin tacha. Sus ojos eran más oscuros que los de la mayoría de los thiopanos, lo que le confería un aire de misterio a la más casual de las miradas de la mujer. Sus pelos sensitivos comenzaban a volverse grises, pero aparte de eso, ella parecía tan joven como cuando se convirtió por primera vez en la lectora de sombras de Stross, más de veinte años atrás. Su satinado vestido susurró al encaminarse ella hacia una mesa ovalada a la que flanqueaban un par de sillas de respaldo recto.
—¿Continúa Supo tratándote con su habitual falta de respeto? —inquirió ella en tono ligero al tiempo que se sentaba en una silla desplegando remilgada dignidad.
Stross se reunió con ella.
—¿Por qué habría de cambiar eso…? A veces pienso que debería entregárselo a los nuaranos.
Ayli miró a su gobernante dibujando una sonrisa de tolerancia.
—¿Y quién cuidaría de ti? Sin Supo para encargarse de tu aspecto exterior y sin mí para encargarme del curso de tu vida…
—Eres tan arrogante como él —replicó Stross tras una risa—. No te olvides de Ootherai.
Ayli hizo una mueca.
—Lo odio —dijo sin pasión.
—Ya sé que lo odias. Y a pesar de que él no lo dirá, porque es mucho más taimado que tú, sé que él también te odia.
—Y a ti te gusta de esa forma —comentó Ayli—. Así tienes la seguridad de que tus dos consejeros de mayor confianza no conspirarán contra ti.
—Algo de eso hay. Necesito una lectora de sombras y necesito un primer ministro, y yo no podría hacerlo mejor que tú y Ootherai. Y ahora, Ayli, tenemos mucho que hacer hoy, así que pongámonos a ello.
Ayli levantó un maletín de cuero que llevaba y lo depositó con suavidad sobre la mesa. Cuando ella abrió el cierre de la parte superior, los lados rígidos cayeron para dejar a la vista una colección de tubos y formas de cajas, todos hechos de metal negro, de fina fabricación mecánica. Con la destreza nacida de la práctica, Ayli desplegó los tubos sobre sus goznes plateados y tuvo el aparato ensamblado en un par de minutos. El artefacto estaba compuesto por una pieza óptica conectada con un conjunto caleidoscópico de prismas y espejos instalados en el interior de los cilindros. El tubo principal de visión estaba ceñido por cuatro anillos, y ella los utilizó para ajustar el foco mientras miraba al interior del aparato.
Stross, que aguardaba pacientemente, podía ver destellos de luz y color que danzaban por el rostro de ella al captar los rayos de luz del complejo mecanismo interior del dispositivo, descomponerlos y volver a reunirlos de una forma que sólo un puñado de magos y hechiceras como Ayli podía utilizar para determinar el curso de los acontecimientos futuros.
Los lectores de sombras habían estado presentes a lo largo de toda la historia de Thiopa. En tiempos pretéritos, ellos cambiaban el curso de la historia al aconsejarles a algunos gobernantes que evitaran las guerras, a otros que las emprendieran. Cuando la ciencia adquirió fuerza en Thiopa, antes de que naciera Stross, las personas que querían abrazar las nuevas costumbres se apartaron de las viejas, y los lectores de sombras vivieron tiempos difíciles. Ningún gobierno respetable admitiría que consultaba las oscilaciones de luz y sombras, aunque bastantes de ellos lo hacían en secreto.
En los territorios remotos, entre los que se encontraba Thesra, donde creció Ruer Stross, unos pocos lectores de sombras harapientos aún conseguían malvivir leyendo los augurios y pronosticando el futuro de las gentes del pueblo cuyas vidas aún no se habían visto enriquecidas por los nuevos progresos de la ciencia. Stross nunca olvidó el mucho respeto que sus progenitores le tenían al lector de sombras de la localidad, un desdentado anciano llamado Onar. Y Ruer nunca olvidó que fue Onar quien les avisó del terremoto que se tragó la mayor parte de Thesra cuando él tenía tan sólo diez años. Los padres de Ruer y otros que creyeron en la predicción de Onar, escaparon de allí el día anterior. Pero la mayor parte de la gente de la ciudad pensaba que Onar no era más que un viejo necio. Se quedaron, y murieron.
Para cuando Stross lideró la rebelión militar que derrocó al protector Cutcheon, Thiopa estaba muy avanzada en el camino de convertirse en un mundo moderno. Para un chico nacido en una aldea sin agua corriente ni energía, la ciencia y la tecnología eran cosa de brujería. Ruer Stross no las entendía, pero las reverenciaba. Para él no eran diferentes, ni mejores ni peores que la magia que Onar, el lector de sombras, había utilizado para salvarlos a él y su familia de la destrucción de Thesra. En lo que a Stross se refería, ambas formas de magia canalizaban las fuerzas naturales del universo. Si funcionaban, a él le bastaba con eso. Tenía grandes cantidades de científicos e ingenieros, pero los lectores de sombras eran difíciles de encontrar en el nuevo mundo.
Hizo que sus agentes buscaran por todo el planeta para encontrar a alguien que tuviera el verdadero don de la luz y la oscuridad. Demasiados lectores de sombras eran unos farsantes. Unos pocos eran auténticos, pero la mayoría no parecían muy buenos. Le llevó veinte años de buscar, poner a prueba y despedir antes de encontrar a la embrujadora joven llamada Ayli.
Ella se irguió y le dedicó una mirada torva.
—Hay muchos peligros en tu camino, Ruer. ¿Estás seguro de que quieres saber cuáles son?
—Para eso te pago. Oigámoslos.
La preocupación enturbió los oscuros ojos de la mujer.
—Los presagios no dan muchas respuestas esta vez… sólo formulan preguntas.
—Bueno, saber la pregunta tiene que servir de algo, ¿no crees?
—No lo sé. Nunca antes había visto las sombras tan oscuras.
Dando un respingo, el hombre golpeó la mesa con las palmas de las manos.
—Ya basta de advertencias, Ayli. Dime lo que lees.
Ayli se llenó los pulmones de aire y habló.
—Por primera vez no puedo verte alcanzando tu meta.
—¿La unificación?
Ella asintió.
—Tu sueño es ver a todos los thiopanos reunidos en una cultura y una sociedad unificadas antes de que mueras. Pero sabes que la corriente de tu vida no continuará en movimiento durante tanto tiempo.
—Es cierto. Yo quiero que la unificación sea un regalo que deje tras de mí. Las diferencias de los thiopanos han evitado que se unan… no hace falta ser un genio para ver eso. Cuando consigamos que todos hablen el mismo idioma, crean en las mismas cosas… entonces seremos lo bastante fuertes para apoderarnos del universo. Lo crees, ¿verdad?
—Sí, mi señor. Pero no todos lo hacen.
—Eso ya lo sé. ¿Dónde reside el mayor peligro en esta misión mía?
—En la arena… el reino endrayano.
—Te refieres al desierto Sa’drit —gruñó él—. Los malditos nómadas. Condenados sean al infierno, hasta el último de ellos.
—Alguna gente te diría que el desierto no es mucho mejor que el infierno.
Stross se puso repentinamente de pie y comenzó a pasearse por el suelo de dura madera.
—Viven allí como salvajes… sin plantas energéticas ni sistemas de conducción de agua, sin calefacción ni refrigeración, sin instalaciones procesadoras de alimentos…
—Pero tienen armas, tienen medios de comunicación, tienen la vía férrea que nosotros abandonamos. Tienen la voluntad y la capacidad para salir del desierto y herirte, Ruer.
—Ya lo sé. Lo que no sé es por qué. Cuando nos libramos de Cutcheon y su pandilla de idiotas, Thiopa vivía en el pasado. Reinos enteros aún estaban viviendo como yo cuando era niño, sin la suficiente comida, con agua potable que enfermaba a la gente. En cuarenta años yo llevé a este mundo del pasado al futuro. ¿Por qué esos nómadas dementes quieren destruir todo eso?
Ayli conservó la calma.
—Porque ellos creen que su precipitación hacia el futuro podría haber destruido ese mismísimo futuro. Te culpan por la sequía y las malas cosechas. Te culpan del aire viciado y las aguas envenenadas.
—El progreso requiere siempre sacrificios. ¿Por qué la gente no puede entenderlo? ¿Realmente quieren volver a vivir en el pasado? En un mundo en el que la gente se vuelve vieja y quebrantada a edades prematuras, en el que las criaturas… —Stross sacudió la cabeza—. Si van a culparme de las cosas malas, ¿por qué no me atribuyen las buenas?
—Así es la gente, Ruer. Siempre quieren lo que no tienen. Y se volverán contra sus líderes en cuanto las cosas vayan mal.
—¿Es que no pueden ver más allá del horizonte, como yo? —preguntó Stross, con las manos tendidas ante sí, adoptando un gesto dolorido.
—Cuando están asustados, no… como lo están ahora algunos de ellos. Tan asustados que alguien como Lessandra puede llevarlos por la nariz y convertirlos en una turba de monstruos —contestó Ayli.
—Esos nómadas bastardos todavía no han vencido.
—Tal vez no, Ruer. Pero no te olvides de la sombra más oscura de todas: los nómadas están dedicados a su misión… la de llevar el planeta de vuelta a las viejas costumbres… de la misma forma en que tú estás comprometido con la tuya… la de unir a Thiopa bajo la unificación. —Hizo una pausa—. Y, mi señor, ellos creen en su líder tanto como nosotros creemos en ti.
Una tercera voz, culta y astuta, habló desde la entrada.
—¿Y si eliminamos a su líder?
El primer ministro, Hydrin Ootherai, entró. Era mucho más joven que Stross, y más alto y delgado, la cabeza afeitada y una barba puntiaguda. Ootherai vestía un traje de elegante corte adornado con galones negros y detalles metálicos. Mientras que Stross desdeñaba el uso de adornos, su primer ministro abrazaba esa costumbre.
—Si matas a Lessandra —respondió Ayli, hablándole directamente a Stross y haciendo intencionado caso omiso de Ootherai—, algún otro ocupará el lugar de ella. Los nómadas han llegado hasta donde están… y no están dispuestos a retroceder.
—Tal vez les quebrante el ánimo y se disuelvan —sugirió Ootherai.
—¿Como lo hicieron cuando perseguiste a Evain y lo arrestaste? Eso sucedió hace veinte años, y desde entonces lo único que ha sucedido es que los nómadas se han hecho más fuertes.
—Evain era un filósofo, no un luchador —dijo Ootherai—. Cuando Lessandra ocupó su lugar, nos encontramos ante un nuevo enemigo, más duro y más radical.
—¿Y cómo sabes que no te encontrarás con uno más radical aun cuando acabes con Lessandra?
—Tienes una visión tan simple de las cosas, querida…
—Tú no ves nada que no tengas justo delante de la nariz, Ootherai. No cuentas con la contribución de Evain a aquello contra lo que hoy luchamos. Él fue quien actualizó las antiguas creencias de los nómadas. Sus escritos constituyen los cimientos de lo que Lessandra hace en la actualidad. Ella se limitó a añadir la idea de una guerra santa para arrebatarnos el mundo antes de que sea demasiado tarde.
—Les das demasiada importancia a unos estúpidos vagabundos…
—¡Basta! —estalló Stross, asestándole un puñetazo a la mesa—. Estáis discutiendo de lo que ya ha sucedido. Yo necesito saber lo que ocurrirá… Y en cuanto a lo de librarnos de Lessandra, no nos interesa crear más mártires. Necesito datos, Ayli.
La lectora de sombras se aclaró la garganta.
—Te enfrentas con peligros en los tratos con la nave de la Federación que viene hacia aquí. Si quieres sacar el máximo provecho de las provisiones de socorro que trae la Enterprise, sin arriesgarte, debes mantener el control de los acontecimientos. No debes permitir que los nómadas lleguen hasta los tripulantes de la nave estelar con su propaganda llena de mentiras.
—Control —dijo Ootherai—. Eso es lo que yo recomiendo siempre.
Ayli prosiguió, haciendo caso omiso del primer ministro.
—Veo a los nómadas golpear donde pueden causar más daño… en el momento de tu máximo triunfo.
Stross arrugó el ceño.
—¿El festín del aniversario?
—La relación de sombra y luz indica que es algo a temer.
Ootherai puso los ojos en blanco.
—Uno no necesita ser un lector de sombras para predecir eso, mi señor —dijo—. Para este acontecimiento he dispuesto las medidas de seguridad más rigurosas que hayamos tenido jamás. Esta noche tendrás una celebración sin tacha, te lo aseguro.
—¿Al igual que le aseguraste que no había forma de que Bareesh y este reino pudieran ser atacados por terroristas? —inquirió Ayli como quien no quiere la cosa.
—Nunca he dicho que no cometamos errores. Sin embargo, aprendemos de ellos y nos esforzamos por que nuestros esfuerzos sean más eficaces. Nunca he oído decir que semejantes cuidados estén presentes en un lector de sombras. Nuestros agentes descubrieron una campaña propagandística y la cortaron de raíz, antes de que esto… —el primer ministro se metió la mano en el interior de su chaqueta y sacó una hoja de papel arrugada—, pudiera propagarse por la ciudad de Bareesh, además de la totalidad del reino. Bajo tortura, los terroristas admitieron ser simpatizantes de los nómadas.
Stross parpadeó con incredulidad al ver el panfleto propagandístico.
—Simpatizantes… ¿nuestros ciudadanos ayudando a los nómadas?
—Sí —se apresuró a contestar, Ootherai—, pero no creemos que haya muchos de ellos. Se trata de un pequeño movimiento, y estamos dedicando enormes esfuerzos a arrestarlos y convencer a los potenciales traidores de que los castigos no son agradables. Los habremos eliminado en un abrir y cerrar de ojos.
—No es eso lo que dicen mis lecturas —comentó Ayli.
—¿Tus lecturas? Suenas como un científico que sabe…
—La lectura de sombras es algo que tú no puedes entender.
Stross interrumpió la riña en seco al arrebatarle a Ootherai la hoja de la mano y estudiarla con atención. Presentaba una fotografía de Stross, el soberano protector, en una manifestación, vestido con su túnica ceremonial y saludando…, pero su rostro había sido reemplazado por una calavera. El título del encabezamiento lo ridiculizaba como «El tío de la muerte».
—Los niños me llaman «tío» porque saben que los quiero —farfulló Stross, tan trastornado que apenas podía hablar—. Yo he hecho que sus vidas sean mejores… y por eso me quieren.
—Todo el mundo sabe eso, mi señor —dijo Ootherai presto a calmar a su líder.
—¿Estos monstruos pervierten ese cariño convirtiéndolo en esto? —Stross rechinó de dientes—. Si lo que quieren es muerte, yo les daré muerte. Soy el soberano protector, y viviré a la altura de ese título.
—Son arañas del desierto —declaró Ootherai—. Los aplastaremos.
—Ruer —dijo Ayli en tono apremiante, tratando de salvar el escollo de su cólera—, no puedes permitir que los nómadas te distraigan de tu meta: la unificación de Thiopa. Si te dejas conducir a una guerra y olvidas lo que estás intentando hacer por este mundo, tus enemigos vencerán… aun en el caso de que pierdan.
Stross negó con la cabeza.
—¿Qué puedo hacer?
—Enciérralos en una ratonera, de forma que su veneno no pueda escapar. Por encima de todo, debes evitar que la Federación y sus emisarios oigan su demoníaca versión de los hechos.
Stross guardó silencio durante un largo momento. No deseaba otra cosa que aplastar a los nómadas por burlarse de él, pero atendió a la sensatez de lo que estaba diciéndole su lectora de sombras.
—De acuerdo —dijo por fin—, haremos lo que tú sugieres, Ayli. —Se volvió a mirar a su primer ministro—. Refuerza las precauciones para el festín del aniversario, Ootherai, y asegúrate de que no haya ningún nómada, ni uno de ésos… —arrugó la hoja de la fotografía en un puño—, dentro de un radio de ciento cincuenta kilómetros cuando llegue la Enterprise.
—Sí, mi señor.
—Estaré en mi taller. Si alguien me molesta, será mejor que se trate de algo importante. —Stross se levantó y salió de la habitación por una puerta lateral, arrastrando los pies.
El primer ministro observó cómo se marchaba y sacudió la cabeza.
—No puedo entender por qué un gobernante, cuya política está asentada sobre el desarrollo tecnológico, puede dar crédito a los rituales de una mujer que declara ver el futuro en las oscilaciones de luz a través de prismas y espejos.
—Una vez más, no consigues ver lo que tienes justo delante de ti, Ootherai —dijo Ayli—. Ruer Stross me escucha porque yo tengo razón.