La Ciudad de Piedra dormía. Los únicos nómadas que normalmente estaban despiertos en las horas posteriores a la medianoche y antes del alba, eran los centinelas del turno de noche que se encontraban en los riscos, guardando la única entrada al cañón fortaleza.
Esa noche, sin embargo, había otros dos levantados, deslizándose furtivamente entre los edificios y escondiéndose luego detrás de rocas cercanas al alojamiento de Mori y su rehén, Riker.
—Esto nunca saldrá bien —dijo Jaminaw en un susurro preocupado.
—Somos dos contra uno. —Glin intentó que su voz sonara segura.
—¿Qué hay de Riker?
—Él estará atado. No podrá hacer nada. Vamos los dos por Mori. Cuando ella quede fuera de combate, nos apoderamos de Riker.
—¿Y si grita para pedir ayuda?
—Si somos lo bastante rápidos y lo bastante sigilosos, no tendrá tiempo de hacerlo. —Sacó del bolsillo un aerosol—. Esta solución está concentrada al máximo. Incluso si Mori llegara a despertarse, volvería a quedar inconsciente antes de poder hacer nada.
—¿Y qué pasará si Riker no está atado?
Glin compuso un gesto pensativo.
—Mori es muy minuciosa en lo que se refiere a los procedimientos de seguridad. Estará atado.
—Mira —susurró Jaminaw, señalando a través de una grieta que había en la roca superior.
Vieron que Mori salía de su casa y se alejaba de ella caminando por la senda que corría junto al borde del cañón.
—¿Adónde va? —musitó él.
—¿Cómo voy a saberlo? Hagámoslo ahora, mientras ella está ausente. Podremos tener a Riker fuera antes de que regrese.
Glin comenzó a avanzar. Jaminaw vaciló, así que ella alargó una mano y tiró de él. Moviéndose con rapidez y silencio llegaron a la vivienda. Se introdujeron en el interior; sus sandalias apenas susurraban al avanzar ellos apresuradamente por el suelo de baldosas. Encontraron a Riker dormido y arropado en mantas en la habitación principal. Glin se inclinó y accionó el aerosol ante su rostro. Él se removió de forma momentánea y sus párpados lucharon por abrirse. Pero tras unas pocas inspiraciones irregulares, la sustancia paralizadora lo venció y él volvió a caer en un calmo sueño artificialmente inducido del que no despertaría durante al menos dos horas. Jaminaw se relajó de modo visible. Desdobló una manta que llevaba en su gran zurrón y pasó dos palos por los canales formados por el dobladillo, convirtiendo así la manta en una camilla. Hicieron rodar a Riker sobre la misma, lo levantaron y se marcharon con igual prisa y sigilo que habían llegado.
Llevaron a Riker por uno de los canalones naturales abiertos hacía eones en la pared del cañón por torrentes de agua. El túnel de roca los llevó hasta una meseta emplazada y detrás de la Ciudad de Piedra, un lugar raras veces visitado y desde luego no a estas horas. A partir de allí, tomaron una senda circular que lindaba peligrosamente con un abrupto precipicio. Era la ruta más larga, pero se encontraba con el sendero principal en un punto más lejano del borde del cañón, y era la mejor forma de evitar tropezarse con Mori, adondequiera que hubiese ido.
Llegaron al fondo de la depresión en la que los ealixes descansaban. La mayoría de los animales estaban dormidos, tendidos sobre sus flancos y acurrucados los unos cerca de los otros, pero una media docena de ealixes adultos ronzaban con contento la corteza de las ramas de arbustos espinosos. Glin y Jaminaw dejaron a Riker sobre el suelo, luego cogieron las riendas de tres ealixes y los apartaron de su comida nocturna. Los animales respondieron con leves bufidos de protesta, pero al instante los siguieron obedientemente.
Los dos nómadas echaron el laxo cuerpo de Riker de través sobre uno de los animales. Glin lo aseguró mediante cuerdas envueltas en torno al cuello y el vientre del ealix. Luego ella y Jaminaw montaron a horcajadas sobre los otros dos animales, los taconearon y avanzaron por el arroyo que conducía al exterior del cañón.
A Glin, las paredes de roca que se elevaban muy altas a ambos lados le parecían los oscuros flancos de dormidas bestias fantásticas, mientras ella y Jaminaw pasaban furtivamente como ladrones con un tesoro entre las manos. Incluso en el caso de que Mori regresara a su alojamiento, ellos habían partido con la suficiente antelación para hacer improbable que ella les diese alcance. Una vez fuera de la plaza fuerte de los nómadas en la montaña abraiana, harían correr a su ealixes por el Sa’drit a la máxima velocidad posible. El punto de destino de ambos era una estación de comunicaciones abandonada cerca de las agotadas minas del oeste, al pie de las colinas sternianas. La estación repetidora había sido usada para contactar con las naves nuaranas en órbita alrededor del planeta cuando acudían a recoger los envíos de materias primas. Ahora, Glin y Jaminaw planeaban utilizarla para contactar con el capitán Picard, pasando por encima de Lessandra y comenzando el proceso destinado a hacer un trato que podría por fin darles a los nómadas lo que los opositores de Lessandra querían: que los dejaran en paz. Si Riker estaba en lo cierto y Picard podía ayudarlos proporcionándoles mediación por parte de la Federación, Glin sabía que ella y Jaminaw serían aclamados como héroes. Estaba convencida de que Evain lo habría aprobado.
Pero si Picard no podía hacer nada, si la Federación no tenía poder alguno para ayudarlos, si Stross y su protectorado se negaban a olvidar sus planes de un mundo monolítico logrado por imposición, Glin creía que, de todas formas, ella y Jaminaw no serían condenados por esta acción. Esperaba que el resto aceptaría lo que ella en el fondo ya sabía: que esto era algo que había que intentar debido a la promesa que guardaba.
Los ealixes avanzaban con cuidado por encima y en torno a las rocas esparcidas a lo largo de la senda por ocasionales deslizamientos de las paredes del seco barranco. Jaminaw luchaba contra el impulso de volverse. Glin lo había desafiado a actuar en lugar de hablar, y aquí estaba él, haciendo algo que lindaba con la locura. Los nómadas eran un grupo rebelde, propenso a acaloradas discusiones sobre táctica y estrategia. Pero estaban unidos por un sólido núcleo de fe en las enseñanzas de su Mundo Madre, fe en la moderna evangelización de Evain, fe en el círculo de la vida.
A pesar de todas sus tendencias autocráticas, Lessandra creía en esos principios básicos con tanta fuerza como lo hacían Glin o Jaminaw, o cualquiera de los otros. Y los Testamentos les habían proporcionado siempre el suficiente nexo para que existiera al menos un acuerdo básico entre todos los nómadas. No había habido nunca ninguna discordia tan seria que no pudiera solucionarse. A veces, las suaves palabras eran suficientes; a veces se requería el violento mazo de la autoridad. Pero las divisiones internas de los nómadas nunca habían impulsado a secesiones. Hasta ahora. Si fracasaban, ¿serían él y Glin nuevamente aceptados? ¿O habían abrazado una senda que llevaba en sólo una dirección? No podía evitar preguntarse si él y su compañera no habrían cometido el mismo pecado del que ellos acusaban a Stross: romper el círculo y galopar por una ruta que sólo podía conducir a la destrucción.
Los ealixes sabían adonde iban. No necesitaban ni que los taconearan ni que los dirigieran. Sus fiables pasos raras veces vacilaban. Así que Glin y Jaminaw cabalgaron hacia la salida del cañón con la atención vuelta hacia el interior de sí mismos, recorriendo sus miedos y deseos íntimos.
Ninguno de los dos reparó en la figura que se asomaba desde detrás de una roca redondeada que yacía junto a la senda desgastada por incontables pasos. Bajo el manto de la noche, con una capucha sobre la cabeza y un pañuelo que le cubría la mayor parte de la cara, la figura habría sido difícil de distinguir incluso para alguien que la mirara directamente. Para una gente cuya concentración estaba en otra parte, era tan invisible como una brisa calma.
Cuando el primer animal de la fila, llevando a Glin sobre su lomo, llegó a la roca, la figura apareció y bloqueó el paso. Los apuntaba con dos fusiles explosivos, uno en cada mano.
—Alto.
Glin tiró de las riendas y miró forzando la vista a la figura embozada.
—¿Mori…?
—Desmontad —ordenó Mori con una voz inexpresiva que le indicó a Glin que iba en serio.
—Mori, ¿qué estás haciendo? —insistió Glin.
—Desmontad… ¡ahora!
Ambos obedecieron. Ella se les acercó cautelosamente.
Glin la observaba con ojos penetrantes.
—Mori, no tienes ni idea de…
—De rodillas, los dos. Las manos sobre la cabeza.
Lo hicieron y ella retrocedió de espaldas hasta la inerte figura de Riker que yacía sobre el tercer ealix. Luego regresó junto a Glin y Jaminaw.
—¿Qué vas a hacemos? —inquirió Jaminaw amedrentado.
—Lo que le habéis hecho a él. —Mori dejó colgar del hombro una de las armas y sacó del bolsillo un aerosol—. Alguien os encontrará cuando llegue la mañana.
Las manos de Glin se crisparon sobre su cabeza, como si estuviera contemplando el intento de apoderarse del aerosol paralizador de Mori. Pero el rápido alzarse del arma anuló la idea.
—Mori, como tú lo sabes bien, estábamos intentando aprovechar una oportunidad de paz antes de que Lessandra la deje escapar.
—También yo voy a intentarlo. Pero si no os importa, voy a hacer esto a mi manera.
Antes de que Glin pudiera decir nada más, Mori accionó el aerosol. Envolvió a Glin y Jaminaw en una fina bruma, y ambos cayeron. Mori los empujó a ambos con un pie para asegurarse de que estaban inconscientes. Luego les ató los pies y las manos con la eficacia que da la práctica. Sabía que si luchaban podrían liberarse antes de que nadie los encontrara. Pero el tiempo que tardarían en despertar añadido al que les llevaría librarse de las cuerdas, daría a Mori la posibilidad de estar demasiado lejos del cañón para que nadie le diera alcance, aunque supieran cuál era su destino: la misma estación repetidora de comunicaciones hacia la que se dirigían Glin y Jaminaw.
Se apoderó de las riendas del ealix que llevaba a Riker, y lo condujo por el resto del camino a través del estrecho barranco. En la boca del paso, llegó a otros dos ealixes que había dejado atados a un arbusto. Ya no necesitaba a los dos, así que hizo volver a uno con una palmada en las anchas ancas. Antes o después llegaría con su paso lento hasta el resto de la manada. Mori ató una larga cuerda entre el ealix de Riker y el suyo, montó y se alejó del lugar.
La muchacha se mantuvo cerca del pie de los riscos. La habían destinado a los puestos de guardia en lo alto de esos salientes con la bastante frecuencia como para saber que los centinelas no podrían ver su diminuta caravana si iba pegada a los contornos de la abrupta pared de roca. Además, los centinelas estaban más preocupados por lo que pudiera aproximarse desde lejos que por lo que pudiera salir a través del paso.
Mori conocía los puntos de referencia geográficos y la ruta. Prosiguió rodeando la formación abraiana. En otra época había habido cinco picos separados en esta pequeña cadena, pero fueron desgastados por la arena arrojada por el viento y los cursos de agua, azotados por los temblores sísmicos y nivelados por el movimiento de las placas tectónicas hasta que resultó difícil saber dónde acababa uno y comenzaba otro. El cañón de los nómadas estaba, de hecho, rodeado por lo que quedaba de una montaña, remodelada ahora en una artística mezcla de formidables paredes y salientes, arroyos secos, encorvadas colinas y, por supuesto, el cañón mismo. Las otras montañas abraianas se alzaban por encima y detrás de la Ciudad de Piedra.
De la base de la segunda montaña, al oeste, sobresalía un arco natural como un contrafuerte esculpido. Cuando llegó a él, Mori supo que estaba fuera de la vista de los puestos de vigilancia de lo alto del cañón. Aferró las riendas y le dio una palmada al ealix en las paletillas. Con un bufido de disgusto, la bestia comenzó a trotar. El segundo los siguió, y se dirigieron hacia la árida quietud del Sa’drit.
Pudo haberse debido a una aguda punzada en las entrañas, o al acre olor del sudor del animal debajo de su nariz, o al frío que le helaba los huesos. Pero algo hizo que Will Riker despertara. Y se encontró aparentemente colgado cabeza abajo, con la mejilla apoyada sobre el suave pelo de un ealix. Lo que explicaba el olor que le invadía las fosas nasales. La incómoda posición en la que iba —tendido como una alfombra enrollada sobre el lomo del ealix, boca abajo— justificaba el hecho de que el espinazo del ealix se le clavara en el abdomen. Consiguió levantar la cabeza lo suficiente como para ver la oscura noche del desierto que lo rodeaba, y entendió por qué los dientes le entrechocaban de frío.
«Pero ¿qué diablos estoy haciendo yo aquí?»
Volvió la cabeza en la otra dirección, hacia la cabeza del animal, y vio al jinete que marchaba delante, envuelto en una capa y con la capucha puesta. El primer esfuerzo por gritar que realizó Riker salió como un balido ahogado o, para ser más precisos, la verdad es que no salió en absoluto. Cambió de postura —una proeza, ya que tenía las manos atadas a la espalda—, y la maniobra le permitió a su diafragma recobrar la normalidad, libre de la presión de las vértebras del ealix.
—¡Eh…! —tosió.
El jinete volvió su cabeza encapuchada… era Mori.
—¿Se encuentra bien? —preguntó ella.
—Me he sentido mejor. —La voz de él era un resuello—. ¿Cree que podría dejarme bajar?
Mori se detuvo y bajó de un salto de su montura. Desató las cuerdas que mantenían a Riker sobre el ealix en un incómodo equilibrio. Por desgracia para él, antes de que la muchacha pudiera tirar de él para ponerlo de pie, él cayó por el otro lado, y su corto grito de angustia fue ahogado al chocar su cara contra la tierra.
—¡Riker, lo siento! —Rodeó al animal a toda prisa y le volvió de espaldas. Pero él no se movió. La muchacha se sentó sobre los talones e intentó apoyar la cabeza de Riker sobre sus propios muslos. Con la precipitación, le torció el cuello.
—¡Auuu!
—¡Está vivo! Tenía miedo de que se hubiera partido el cuello.
—¿Con o sin su ayuda?
Un destello de enojo le encendió la mirada y se apagó en un instante.
—Lo siento, no tenía intención de hacerle daño.
—Mori, desde ayer, o desde hace dos días, o desde cuando sea, he sido gaseado, secuestrado, vapuleado de aquí para allá dentro de una caja, secuestrado otra vez, transportado por ahí como un saco de patatas, tirado de cabeza…
—Me hago una idea. ¿Qué quiere que haga?
—Podría llamar a mi nave y hacer que me transportaran a bordo, pero no cuento con que lo haga. Para empezar, ¿qué le parece si me desata y me permite entrar en calor?
—No intente escapar.
Dado que no tenía ninguna extremidad libre, gesticuló con su mentón barbudo.
—¿Adónde?
Ella lo miró durante un momento, luego volvió a hacerlo rodar, otra vez de cara al polvo, y le desató las manos y los pies. Con la rigidez de un soldado de plomo, él se levantó.
—¿Le importaría contarme qué ha sucedido? —pidió él—. La última cosa que recuerdo es estar durmiendo en su casa… y creo que alguien volvió a gasearme.
—Ha dicho que tenía frío.
—Estoy helado.
Ella sacó una manta de las alforjas que llevaba su animal, y le cubrió los hombros.
—¿Mejor?
—Gracias.
—¿Tiene hambre? ¿Sed?
—Las dos cosas.
Regresando una vez más a sus alforjas, volvió llevando un pequeño recipiente de frutos secos y una cantimplora, lo cual compartió con Riker.
—Así que quiere saber qué ha sucedido.
Riker asintió.
—¿Qué estoy haciendo… que estamos haciendo los dos aquí?
—He decidido que usted es la mejor posibilidad que tengo de averiguar si mi padre está aún vivo.
—¿Tiene planeado utilizarme para conseguir que el capitán Picard ejerza presión sobre Stross?
—Sí. Pero yo no fui la única que pensó que usted valdría algo.
Él entrecerró los ojos con perplejidad.
—Mientras usted estaba durmiendo, yo me marché para sacar dos ealixes del área de pastoreo y llevarlos al paso. Iba a regresar para sacarlo a usted. Pero Glin y Jaminaw debieron de estar vigilándome cuando salí de la casa. Ellos fueron quienes lo gasearon esta noche.
—¿Qué tenían planeado hacer conmigo?
—Algo que también yo planeaba: usarlo para conseguir que su capitán ejerciera su influencia sobre Stross.
—¿Cómo es que he acabado con usted?
—Cuando iba de regreso a la Ciudad de Piedra, los vi que venían con usted, por lo cual me limité a esperarles y tenderles una emboscada. —Le quitó importancia a la expresión alarmada de Riker—. No se preocupe… sólo los gaseé y até. Estarán bien en cuanto alguien los encuentre.
—¿Adónde me llevaban?
—Esa solicitud que usted ha hecho…
—¿Qué solicitud?
—Que llamara a su nave e hiciera que lo transportaran a bordo. Eso es lo que yo voy a hacer. Glin y Jaminaw iban a llevarlo al mismo lugar al que yo lo conduciré.
—¿Qué es…?
—Un viejo módulo de comunicaciones emplazado en unas minas abandonadas.
—¿Lo construyeron los nuaranos?
Ella inclinó la cabeza afirmativamente.
Riker masticó un bocado de fruta seca.
—Si su pueblo no puede ponerse de acuerdo entre sí, no tienen ni la más mínima posibilidad contra el gobierno.
—Eso ya lo sé.
—¿Y a pesar de eso se escapa conmigo para hacer un trato privado con el capitán Picard?
La expresión de ella se hizo tan glacial como la noche del desierto.
—A veces uno tiene que procurar para sí mismo.
—¿Qué sucedería si todos hicieran eso? ¿Dónde estarían ustedes?
Ella lo meditó durante un largo momento.
—No lo sé, Riker. Y no estoy segura de que me importe ya. No es fácil formar parte de un movimiento que por un lado está intentando mostrarle a todo el mundo el camino de vuelta al círculo, y por otro tratando de evitar ser exterminado por el gobierno.
—El gobierno está equivocado. Todos los thiopanos deberían tener el derecho a vivir a su manera siempre y cuando no le causen daño a nadie más.
—¿Está usted de nuestro lado?
Formulada por alguien tan joven como Mori, esa pregunta podría haber estado cargada de la cándida esperanza de encontrar un aliado. En cambio, fue una frase acorazada de escepticismo.
—Yo no estoy del lado de nadie. Independientemente de cuáles puedan ser mis sentimientos personales, soy un oficial de la Flota Estelar. La Federación tiene reglas…
—Ya lo sé… su directriz de no interferencia.
—Pero hay algo que me gustaría hacer… por usted.
—¿Por mí?
Durante un momento, con los ojos abiertos de par en par, pareció una jovencita en lugar de una guerrillera.
—Esto podría lindar con la transgresión de la Primera Directriz, pero estoy dispuesto a considerarlo estrictamente personal.
—¿Qué?
—Si me devuelve a mi nave, le prometo que haré todo lo que pueda para averiguar si su padre sigue vivo.
El entusiasmo de ella decayó.
—No sé, Riker. Si entiendo esa cosa de la no interferencia, de no cambiar el curso natural de la civilización de otro planeta… bueno, el descubrir que Evain está vivo es probable que afecte a Thiopa.
—Estoy dispuesto a correr el riesgo.
Mori se encogió de hombros.
—Es probable que no tenga importancia. Posiblemente no existe forma alguna de averiguarlo, de todas maneras.
—Eso no es lo que usted pensaba cuando decidió sacarme de Cañón Santuario.
Otro encogimiento de hombros, más malhumorado.
—Tal vez fue una idea estúpida.
—Su forma de ver las cosas puede que lo sea. La mía, tal vez no lo sería.
—¿Y su forma?
—Ya se lo he dicho… el capitán Picard no hará un trato a cambio de mi libertad.
—Entonces, su forma de ver las cosas significa que yo le deje marchar y usted promete investigar acerca de mi padre.
—Dije que lo intentaría.
Ella dejó escapar un bufido cínico.
—Yo no me fío de las promesas, Riker. Nadie las cumple. Como usted ha venido a decir, el tenerlo a usted me da ventaja.
—Como yo le he dicho, no habrá trato ninguno.
—Lo veremos. —Ella lo apuntó con el fusil explosivo—. Vamos.
—¿Esta vez podré cabalgar sentado…? ¿Sin estar metido en una caja ni atado?
—Claro, siempre y cuando no…
—… no intente escapar. Ya lo sé. Si lo intento…
—Le dispararé. —Lo decía en serio—. Oh, no a matar. Pero, estúpida o no, ya he llegado demasiado lejos como para perder ahora esta oportunidad.
Los ealixes permanecieran mansos mientras ellos los montaban. Mori miró la bóveda celeste y detectó las primeras trémulas luces del alba.
—Vamos. Quiero estar allí con la primera luz.
No había nada semejante a la primera luz a bordo de una nave estelar. Pero de haberlo habido, habría sido antes del alba que Frid Undrun salió de su camarote de huésped, caminó sigilosamente por un curvo corredor y se dirigió hacia una de las grandes salas del transportador de carga. En Thiopa, según sabía, pronto se alzaría el sol en el Sa’drit.
Las puertas se abrieron y Undrun entró. Una joven de rostro lozano se encontraba inclinada sobre la consola del transportador, absorta en una de las rutinarias revisiones de mantenimiento de la unidad. Alzó la mirada y lo saludó con una sonrisa cordial.
—Buenos días, señor. ¿Hay algo que pueda hacer por usted?
—Sí. Soy el embajador Undrun…
—Lo sé, señor. Alférez Trottier. —Se apartó un mechón de cabellos oscuros de una mejilla.
—Bueno, pues, alférez Trottier… ¿es usted una técnica en transportadores?
—Sí, señor.
Undrun rodeó la consola hasta quedar junto a ella.
—Anoche se me ocurrió una pregunta cuando estaba quedándome dormido, y quería formulársela a alguien a primera hora de la mañana. A la vista de los ataques nuaranos contra nuestras naves de carga, si una o más de las transportadoras sufriera daños, ¿podrían los transportadores de la Enterprise transferir toda la carga, bien sea a la nave misma o al planeta, aunque se les avise sin mucho tiempo?
—Eso debería ser posible. Podría darle una respuesta más concreta, si quiere.
—Sí, si no es un problema para usted.
—En absoluto, señor embajador. Sólo déjeme comprobar cuánto llevan esas naves de carga.
La alférez Trottier activó su terminal y comenzó a pedir la información que necesitaba. No vio que Frid Undrun se le deslizaba por detrás y apretaba la parte trasera del cráneo con una mano y el cuello con la otra. Con una leve sacudida hacia atrás de la cabeza, ella se desplomó como una marioneta a la que le cortaran los hilos.
Con suavidad, él la depositó sobre el suelo.
—Le presento mis disculpas, alférez —murmuró—. Es hora de que eche una siesta.
Él pasó por encima de Trottier sin pisarla, y entró coordenadas de emplazamiento mediante el teclado. Luego activó la unidad y subió corriendo los escalones de la cámara del transportador justo a tiempo de ser envuelto por el familiar zumbido. Pocos segundos más tarde, Undrun había desaparecido.
El primer descanso continuado de Jean-Luc Picard desde que la Enterprise había entrado en órbita alrededor de Thiopa, fue rudamente interrumpido por el sonido de llamada del intercomunicador de su camarote, y luego por una vacilante voz femenina.
—Capitán Picard… teniente White desde el puente, señor.
Con asombrosa prontitud, Picard se sentó, completamente consciente y despierto. Los años de mando habían traído consigo la habilidad de emerger del sueño profundo de una forma casi instantánea… un hábito que él encontraba útil, por no decir más.
—Aquí Picard. ¿Qué sucede, teniente?
—Lamento despertarle, señor. Pero acabamos de recibir una señal… el transportador de carga número dos ha sido activado.
—¿Quién está de guardia allí?
—La alférez Trottier estaba realizando una revisión de mantenimiento. Pensé que ella podría haberlo activado como parte de su trabajo. Pero cuando llamé, no obtuve respuesta.
Picard apartó la ropa de cama.
—Envíe un grupo de seguridad ahí abajo. Estaré en el puente dentro de poco.
—Sí, señor. Corto.