10

Una cosa tenía la contaminación del aire: cuando no tapaba el sol, producía unas puestas magníficas. La de aquel día era una de ésas, y el soberano protector Stross se tomó un descanso en su trabajo de ebanistería para contemplar el cielo en llamas, una paleta desbordada de dorados y ámbares, cintas de nubes listadas, púrpura y finalmente negro.

La puerta del taller se abrió y el primer ministro Ootherai entró, taconeando sobre el duro suelo. Tenía un aspecto macilento, el rostro carente de color. Se peinó la barba con los dedos.

—¿Soberano protector?

—¿Qué?

Stross no se molestó en volverse.

—La misión endrayana… esto, eh, la escuadrilla no consiguió llevar a cabo su misión.

Ahora, Stross se encaró con su ayudante.

—Quieres decir que ha fracasado. Di las cosas de forma directa y por su nombre, Hydrin. ¿Cómo de mal ha salido?

Ootherai tragó saliva, poniendo de manifiesto un nerviosismo nada propio de él.

—Nosotros, eh… hemos perdido tres helijets.

Los abolsados ojos de Stross se abrieron de par en par.

—¿Tres de cuatro?

—Sí, mi soberano protector.

—Malditos sean esos nuaranos —masculló Stross con la mandíbula apretada—. Ese grupo del desierto tiene que tener a Riker. No existe ninguna otra razón para que nadie viaje desde aquí hasta el Sa’drit.

—No es probable.

—Marchaban en esa dirección, ¿no es cierto?

—Así es.

—Entonces sabemos dónde estarán. Ya es hora de que le demostremos a Lessandra y sus terroristas que no están a salvo en ninguna parte. ¿Cuándo fue la última vez que atacamos Cañón Santuario?

—Hace cinco meses. Fue entonces cuando descubrimos que los muy bastardos tenían misiles nuaranos. Perdimos diez helijets.

—Lo recuerdo. Esta vez será diferente. Reúne a nuestros mejores pilotos y planea un ataque para mañana al amanecer.

—¿Sobre el cañón?

—Eso es lo que he dicho.

—¿Qué le hace pensar que no van a derribarnos otra vez?

Antes de que Stross pudiera responder, su canal de comunicaciones solicitó su atención con un pitido. Tendió la mano hacia el intercomunicador que había en la pared.

—Stross.

—El capitán Picard lo llama desde la Enterprise, soberano protector —dijo la voz del control de comunicaciones—. ¿Quiere que le diga que está en una reunión?

—No, hablaré con él. Pásemelo a visual en esta terminal.

—Sí, soberano protector.

Un momento más tarde, la cara de Picard apareció en la pequeña pantalla de la pared.

—Soberano protector Stross, gracias por atender a mi llamada —dijo con seriedad—. Esperaba tener una respuesta por parte de usted referente a la conversación que mantuve con el primer ministro Ootherai.

Stross asintió con una benigna media sonrisa.

—Hummm. Usted hizo algunas amenazas.

—No eran amenazas. —Picard se mostraba tranquilo—. Sencillamente quería que su gobierno fuera consciente de las consecuencias de la falta de cooperación.

—Lo lamento si Ootherai le dio una idea equivocada. Yo creo en la franqueza, capitán. Tengo la impresión de que usted también.

—En ese caso, hablemos con franqueza.

—Perfecto. Necesitamos las provisiones que usted nos ha traído, y la Federación necesita a Thiopa. Personalmente lamento mucho que su primer oficial se haya visto atrapado en nuestros problemas. Estamos intentando traérselo de vuelta.

—Ése es un paso en la dirección correcta. ¿Han hecho algún progreso?

—¿Puede darnos tiempo hasta mañana? Para entonces creo que tendremos algo definitivo para decirle.

—Muy bien, hasta mañana. Pero entonces tendrán que tomarse decisiones.

—Comprendido, capitán. Aprecio su paciencia.

—¿Queda también entendido que esa paciencia tiene sus límites?

Stross asintió con la cabeza.

—Sí. Volveremos a hablar por la mañana. Corto.

La imagen del líder thiopano desapareció de la pantalla principal del puente y fue reemplazada por la visión orbital del planeta. Picard cruzó las piernas y se quedó sentado y pensativo en su asiento del puente.

—No se fíe de él, señor —tronó Worf por encima del hombro de Picard.

El capitán se volvió.

—¿Y eso por qué, teniente?

—Yo no me fío de los cambios de curso repentinos.

—Tampoco yo. ¿Consejera?

Deanna Troi miró a su capitán con la franqueza habitual.

—Creo que Stross estaba escondiendo algo. De momento, yo no lo clasificaría como digno de confianza.

—Hummm. —Picard guardó silencio durante un momento—. Yo creo que será mejor ver qué tiene que decir el soberano protector mañana, antes de tomar nuestra decisión. —Se levantó—. Estaré en mi despacho. Teniente Data, hágase cargo del puente.

El resto del viaje hasta Cañón Santuario transcurrió sin incidentes, y el grupo de Riker había llegado por fin a los encumbrados riscos que se alzaban como centinelas ante la estrecha boca del santuario de los nómadas. En fila india, los animales recorrieron el camino con lentitud y cuidado a través del barranco hasta llegar a la entrada del cañón propiamente dicho. Riker y los demás desmontaron, y dejaron los animales al cuidado de Tritt. Mientras él los conducía para que se reunieran con la manada que se apacentaba pacíficamente en las escasas matas del cañón, Durren llevó al grupo cuesta arriba por la senda de la ladera.

Para Riker, el cañón tenía una formidable majestuosidad.

Y a pesar de que anteriormente había visitado moradas que se hallaban entre riscos, nunca había visto nada igual a la elaborada ciudad que se asentaba sobre el saliente del otro lado, abrigada bajo el encumbrado saledizo de roca, una muralla natural de al menos ochocientos metros de altura. Una muralla que mucho tiempo atrás había sido el interior de esta montaña antes de que fuera abierta por las más elementales fuerzas de la naturaleza, luego tallada, conformada y pulida por los caudales de aguas y los poderosos vientos. Por la Mano Oculta en la que creían los nómadas, erigida por el Mundo Madre para guiarlos y protegerlos. La grandiosidad circundante de Cañón Santuario casi transformó también a Riker en un creyente.

Rodearon el borde del cañón y entraron en la Ciudad de Piedra, donde Riker fue presentado ante Lessandra en la prácticamente yerma huerta de ésta. La anciana se le acercó cojeando y apoyó su peso en la muleta, con el acolchado extremo encajado debajo del brazo. La muleta estaba adornada con intrincadas tallas y pulidos dibujos de ébano incrustados a lo largo del palo. En sus cabellos blancos, Lessandra llevaba una tiara de plata, finamente forjada pero deslustrada por el tiempo en un medio ambiente que no ofrecía protección ninguna para las joyas preciosas.

Riker se formuló preguntas sobre esos elegantes toques que parecían tan fuera de lugar en el duro mundo que los nómadas habían escogido para sí. Mientras Lessandra lo medía con la mirada, él hizo lo mismo. Le faltaba una pierna, tenía un ojo medio cerrado, la piel curtida por la intemperie, dientes de menos… la vida no había sido fácil para ella.

—Así que usted es Riker.

—Y usted es Lessandra. ¿Es la líder de este pueblo?

Ella bufó una risa sin alegría.

—Podría decirse que sí.

—En ese caso, tenemos cosas importantes de las que hablar.

—Ah, ¿no me diga? Hagámoslo ante una cena. He hecho preparar comida. Pequeña —le dijo a Mori—, trae un poco de vino de bayas sil.

Se volvió a echarles una mirada de ferocidad a un hombre y una mujer que se encontraban de pie junto a ella. La mujer tenía un rostro surcado de arrugas profundas, a pesar de que era mucho más joven que Lessandra. El hombre era también de mediana edad, con una barba gris.

—Queremos estar presentes —dijo la mujer.

Lessandra frunció los labios con fastidio.

—No tengo por qué dejarte, Glin.

—En ese caso, Jaminaw y yo tendremos que contarle a la gente que tú tienes secretos que no quieres revelarles. Eso no redundará en un mayor apoyo para ti.

—Acompañadnos, entonces, maldita sea.

Condujo al pequeño grupo hacia su casa. Incluso a la luz del crepúsculo, Riker pudo ver que el edificio de dos plantas estaba construido con bloques de piedra arenisca tallados a mano a la perfección y tan perfectamente alineados y superpuestas que una hoja de papel no podría pasar entre ellos. En el interior, las paredes estaban cubiertas con grandes tapices tejidos con abstractos dibujos geométricos, de colores asombrosamente vivos, sobre todo por contraste con la tonalidad monótona del terreno desértico que Riker había visto durante todo el día. Las velas colocadas en soportes tallados en piedra se hallaban esparcidas generosamente por la habitación principal, la cual bañaban con una luz suave que se estremecía con cada suspiro y brisa. No había muebles excepto unos cuantos barriles achaparrados que servían de mesas. Grandes cojines y gruesas mantas se encontraban esparcidos por el suelo, y allí fue donde se sentaron. Mori entró procedente de una sala trasera, portando un cántaro de arcilla y jarras para Lessandra, Riker, Glin, Jaminaw y Durren. Una chica más joven, de alrededor de quince años, apareció llevando dos fuentes de un ave asada hasta lograr apetecibles dorados. Las presas aún humeaban. La muchacha que lo servía dejó la comida sobre los barriles y desapareció, para regresar apresuradamente con una magra ensalada de hojas y raíces. Mori escanció el vino y luego se sentó.

Riker se alegró de tener comida caliente, puesto que la temperatura había comenzado a descender al acercarse la noche, una característica común de la mayor parte de los desiertos en los que había estado.

—Sabe bien.

—¿Lo ve? Nosotros no estamos muriéndonos de hambre —dijo Lessandra con aire suficiente.

—No, claro que no. Ésta es la primera vez que comemos carne en tres semanas —contraatacó Glin.

Lessandra le lanzó una mirada despectiva, pero Riker habló primero.

—Mire, dejemos clara una cosa. Yo no soy su enemigo. Mi nave ha venido aquí para ayudar a los thiopanos que necesitan ayuda. Tenemos comida y medicinas para ayudar a que su mundo recobre la normalidad.

—¿Tienen armas? —preguntó Lessandra.

—Para ustedes, no… y tampoco para Stross. Ésta es una misión humanitaria.

—Nosotros somos los que necesitamos lo que ustedes tienen. Yo negociaré con su capitán para cambiarlo por esas provisiones.

—Nosotros no podemos hacer eso. Estamos autorizados a negociar sólo con el gobierno legítimo del planeta.

—Regresen dentro de poco y nosotros seremos el gobierno.

—Será mejor que se lo diga ahora, Lessandra —dijo Riker con voz firme—, el capitán Picard no va a negociar por mi libertad.

—Yo sé una cosa: él no le dejará morir. Unas personas que han venido hasta tan lejos para ayudar a pobres víctimas de la inanición, son demasiado bondadosas para abandonar a uno de los suyos.

—Ningún miembro de la Enterprise es indispensable.

—Valientes palabras.

Riker mordisqueó una pierna de ave. La carne era dura y se notaba que aquellas aves no habían sido criadas con comida de calidad, pero en cualquier caso estaban cocinadas y el sabor tenía un regusto satisfactorio.

—Valientes, no… reales.

—Así que su capitán piensa que usted no vale nada.

—Yo no he dicho eso, Lessandra. Pero la Flota Estelar tiene unas líneas de actuación muy claras para los tratos con terroristas.

—Nosotros no somos terroristas —farfulló Lessandra.

—Puede que tengan agravios perfectamente válidos, pero en el instante en que secuestran rehenes, se convierten en terroristas. Si me devuelven de forma incondicional, les prometo que el capitán los escuchará con justicia.

La anciana gruñó, desdeñosa.

—Y ustedes derrocarán a Stross por nosotros.

—Podemos oficiar como mediadores.

—¿Como mediadores de qué?

—Un acuerdo… no una rendición.

Jaminaw clavó un entusiasta dedo en el aire.

—¡Escúchalo!

Riker frunció el ceño mientras intentaba entender a esta líder maltratada por la vida que, de momento, tenía el destino de él en sus manos.

—¿Qué es exactamente lo que quieren…? Y no me diga que el derrocamiento del gobierno.

—Pero es que eso es lo que queremos, Riker.

—Deme algo realista y tal vez la Federación pueda ayudarlos.

—¿Y por qué iba Stross a escuchar a la Federación? —preguntó Lessandra.

—Porque él quiere la ayuda de la Federación… y los nuaranos no son la única raza alienígena a la que le gustaría quedarse con un trozo de su planeta. Stross puede aceptar la ayuda de la Federación… o la dominación de los nuaranos o los ferengi. Yo sé a cuál escogería si estuviera sentado en su silla.

Glin masticó una raíz con aire reflexivo.

—Así pues, ¿lo que usted está diciendo es que, a cambio de esa ayuda, Stross podría sentirse inclinado a prestar un poco de atención a lo que la Federación diga acerca de nuestra lucha?

—No me malinterprete. Nosotros tenemos una regla muy estricta que llamamos la directriz de no interferencia. No podemos entrometemos en los asuntos internos de ningún mundo, ni podemos cambiar la forma en que una sociedad esté desarrollándose sólo porque pensemos que nuestra forma de hacer las cosas es mejor. Pero si se nos pide que ayudemos a mediar en una disputa, sí que podemos intentar unir a dos bandos en guerra por el bien común de ambos.

—Decidle lo que queremos —intervino Mori, de forma inesperada. Los miembros mayores del consejo la miraron, y cuando nadie dijo nada, ella se encargó de decírselo—. Queremos tener el derecho a vivir a nuestra manera. Queremos la oportunidad de convencer a nuestro pueblo de que nuestra forma de vida podría ser mejor, pero si deciden no estar de acuerdo con nosotros, no los obligaremos… algo así como nuestra propia directriz de no interferencia.

Riker miró a los demás. El rostro de Lessandra se arrugó en un gesto de desaprobación, pero Glin y Jaminaw estaban asintiendo con la cabeza.

—¿Está Mori en lo cierto? —preguntó él.

—La esencia está en eso —repuso Glin, con los pelos sensitivos crispándose.

—¡Estiércol de ealix! —estalló Lessandra—. Estáis todos dispuestos a traicionar todo aquello que defendían nuestros ancestros, todo lo que nos enseñó Evain y por lo que murió. Estáis dispuestos a creer que Stross y sus criminales aprenderán a amar al Mundo Madre de la noche a la mañana, y a aceptar la Mano Oculta y vivir en verdadera comunión con la Tierra. Y si creéis eso, tenéis arena en lugar de cerebro.

—Lessandra —intervino Riker—, a veces los gobiernos hacen giros sorprendentes cuando la alternativa es la extinción. Y en el caso de Thiopa, el desastre medioambiental que tienen podría significar no sólo la extinción del gobierno sino de la vida misma.

—Además —agregó Glin—, ningún acuerdo es eterno. Si ellos rompen un pacto, estaremos en libertad de volver a comenzar la batalla.

Pero Lessandra no quería dejarse convencer. Cruzó los brazos sobre el pecho, en actitud hostil.

—Stross nos ha llevado hasta medio camino del infierno, y el resto de la ruta es cuesta abajo. Él y el protectorado tienen que ser barridos de Thiopa. Ésa es la única esperanza de nuestro futuro, de cualquier futuro. Haré cualquier cosa, incluso negociar con los nuaranos, para librar a Thiopa de Ruer Stross. Reuniremos un ejército lo bastante fuerte como para salir del Sa’drit e invadir Bareesh. Ya hemos estado aquí, sentados en la arena, durante bastante tiempo. Es hora de recobrar Thiopa y restablecer las viejas costumbres antes de que Stross destruya lo que queda del Mundo Madre. O vencemos o lo lamentaremos.

El frío de la noche le provocaba a Riker como alfilerazos en la nariz, y la condensación del aliento se le acumulaba en el bigote. Una luna creciente viajaba por lo alto del cielo mientras él caminaba, acompañado de Mori, por el saliente frontal de la Ciudad de Piedra. Unas pocas y oscilantes antorchas se movían a lo largo del borde del cañón al marchar los centinelas entre las atalayas y los salientes exteriores.

—Lessandra odia de verdad a Stross —comentó él.

—Eso es seguro —repuso Mori. La muchacha se envolvió cuello y mentón con el pañuelo de la túnica y colocó sus manos bajo los antebrazos.

—Parece ser algo más que político. Da la impresión de algo personal.

—Lo es.

—Cuéntemelo.

—Su pierna… así fue que la perdió.

—¿Qué quiere decir?

—Hace veinte años, ella era la delegada de Evain. En esa época, los nómadas estaban ganando más y más seguidores. Stross quería tenernos controlados, y quería detener a Evain. Fue entonces cuando mi padre pasó a la clandestinidad.

—¿Su padre?

—Evain era… es… mi padre. —Vio que las cejas de Riker se alzaban en señal de sorpresa—. Stross le dijo a Lessandra que el gobierno estaba dispuesto a negociar. Acordaron encontrarse en un lugar neutral. Creo que Stross esperaba que mi padre se presentara.

—¿Lo hizo?

Ella negó con la cabeza y se pasó los dedos entre sus alzados cabellos.

—Quería ir, pero Lessandra no lo dejó. Y tuvo razón. La arrestaron y la llevaron a Kahdeen, la más famosa isla prisión del planeta.

—¿Qué le hicieron?

—La torturaron… la golpearon —susurró Mori con un temblor en la voz—. Durante dos semanas.

—¿Qué querían saber… dónde estaba su padre?

Mori asintió.

—Pero ella no les dijo nada. Ejecutaron a amigos suyos delante mismo de ella. Pero Lessandra continuó sin hablar.

Le rompieron las dos piernas, y cuando finalmente la dejaron marchar, la arrojaron al desierto. Para cuando los nómadas la encontraron, una de las piernas estaba tan infectada que hubo que amputársela.

—¿Qué le sucedió a su padre?

—A mí me envió a vivir con unos amigos, y permaneció oculto durante unos meses. Después, los hombres de Stross consiguieron encontrarlo. Lo juzgaron por traición y, por supuesto, lo condenaron.

Los ojos de Riker eran dulces, su voz suave.

—Lo…

—¿Ejecutaron? —Ella negó con la cabeza—. No querían crear un mártir. —Le contó a Riker el resto de la historia: la forma en que el gobierno había condenado a Evain a cadena perpetua en la prisión de Kahdeen, cómo dijeron que había muerto de causas naturales dos años más tarde, cómo muchos prisioneros insistían en que Evain estaba aún con vida, llevado de isla en isla dentro del sistema penal de forma que su supervivencia no pudiera ser nunca confirmada—. Yo sé que está vivo —concluyó Mori—. Lo sé.

—Así que no cree en nada de lo que dijo el gobierno después de encarcelarlo.

—¿Por qué iba a hacerlo? ¿Lo haría usted?

—No, supongo que no. —Aspiró profundamente el vigorizante aire de la noche—. Y puedo entender por qué Lessandra odia a Stross y su gobierno.

—La parte más extraña es que Stross culpó a mi padre de iniciar los ataques contra las operaciones mineras de Endraya. Pero los ataques no comenzaron hasta después de que él tuviera que esconderse. Evain odiaba la violencia. Cualquiera que lea lo que él escribió sobre los Testamentos lo sabría. Lessandra es quien ordenó los ataques. Pero, de todos modos, ellos culparon a Evain.

—¿Hay alguien más que crea que su padre está aún vivo?

Los hombros de Mori se flexionaron en un resignado encogimiento.

—Muy pocos lo creen, y nadie lo diría de forma abierta. Tienen miedo de que eso me dé ánimos, aliente mis esperanzas, me haga llevar a cabo alguna locura para intentar ponerlo en libertad. Pienso que Lessandra cree que él murió en algún momento, hace veinte años, aunque no fuera cuando el gobierno lo afirmó. Quizá Durren piensa que podría estar vivo.

—Es algo que parece poco sólido.

—Yo quiero realmente saber la verdad. —La muchacha sacudió la cabeza de forma leve—. Y yo pensé que podríamos usarlo a usted para averiguarlo, pero nadie cree que sea lo bastante importante para incluirlo como parte de nuestra negociación con su nave.

—Recuerde, no habrá ninguna negociación. O su gente me deja marchar, o van a tener un huésped durante mucho tiempo.

Mori se metió las manos en lo profundo de los bolsillos.

—Ya es hora de irse a dormir. Me han asignado para que lo vigile.

Riker hizo un gesto con la cabeza hacia las tierras yermas iluminadas por la luna que se extendían indefinidamente en torno a Cañón Santuario.

—¿Adónde podría huir?

—A ninguna parte —contestó Mori, ceñuda—. No lo olvide. Moriría allí fuera antes de llegar a ninguna parte.

—Bien… me ha convencido.

—De todas formas, tendré que atarle. Vamos.

Lo condujo hacia la casa donde tenía su morada.

—Dígame… ¿de dónde procede el nombre de «nómadas»?

—Nuestra gente cree que nosotros estamos sólo de paso en este lugar. El Mundo Madre nos permite usar sus tesoros, pero sólo los tomamos prestados, no nos apropiamos de ellos. La tierra no nos pertenece; nosotros le pertenecemos a la tierra.

—¿Como unos cuidadores?

—Correcto. El Mundo Madre nos deja usar lo que tiene mientras estamos aquí. Nuestra responsabilidad es dejar la tierra en buenas, o mejores, condiciones que cuando la encontramos.

—Un poco diferente de la actitud del gobierno, ¿eh?

—Sí.

—Las creencias de los nómadas —reflexionó Riker mientras caminaban— no son tan diferentes de lo que cree mi gente.

La mayoría de las casas ante las que pasaron estaba a oscuras, pero algunas ventanas relumbraban con luz de vela.

El mobiliario era similar al de las habitaciones de Lessandra, principalmente mantas y cojines, con algunas piezas toscas hechas de madera o piedras planas que servían como mesas y asientos. Todos los ocupantes que pudo ver eran adultos, con algunos adolescentes próximos a la edad adulta. Riker cayó en la cuenta de que allí no parecía haber ningún niño. Interrogó a Mori al respecto.

—Algunos querían que también los pequeños vivieran aquí, pero Lessandra y algunos líderes decidieron que era demasiado peligroso y demasiado duro para criaturas que no tenían la edad suficiente para cuidar de sí mismas.

—¿Dónde viven?

—Se alojan con familias de los poblados y las granjas.

—Por lo que vi en Encrucijada, ésa tampoco es una vida fácil.

—No hay vida fácil en este reino… mientras rechacemos la unificación, no.

El alojamiento de Mori consistía en dos habitaciones de la planta baja de una casa de piedra arenisca considerablemente más pequeña que la de Lessandra. Riker alzó la mirada hacia el atemorizador saledizo de roca que se encumbraba en la oscuridad, y no pudo librarse de la sensación de intranquilidad que le causó. No era que estuviese a punto de venirse abajo, pero por la forma en que se curvaba por encima de la cabeza le pareció que se encontraba en el vientre de alguna gigantesca bestia. «¿Miedos infantiles?», se preguntó.

Mori apartó la manta que colgaba ante la entrada y se detuvo de inmediato con una exclamación ahogada.

—¿Qué sucede?

—Una araña. —Ella se encogió, con una voz que era un susurro seco.

Riker puso los ojos en blanco, no daba crédito.

—¿Derriba usted helijets sin vacilación alguna, y sin embargo una pequeña araña la deja petrificada?

Ella retrocedió con cautela, tan delicadamente como si tuviera miedo de despertar a algún fétido monstruo armado de colmillos que durmiera en el interior.

—No es pequeña.

—¿Qué tamaño puede tener?

Ella le clavó una mirada displicente.

—Si es tan valiente, véalo usted mismo.

Riker pasó junto a ella y retiró la manta. Sus pies se congelaron en medio de un paso.

—Bueno, bueno, eso sí que es una araña de considerable tamaño.

Y lo era, con unas patas que abarcaban una superficie de casi el antebrazo de un hombre y un cuerpo del tamaño de un melón cubierto de brillante pelo marrón. Tres ojos en los extremos de las antenas vibraron, mientras la criatura se mantenía colgada de una gruesa tela que había tejido de través en el techo.

—Eehh… ¿estas cosas vienen de visita muy a menudo?

—De vez en cuando. Creen que los edificios son cuevas porque están frescos y oscuros. No les gusta la luz. Si uno deja una vela encendida, por lo general es suficiente para mantenerlas alejadas.

—Pero usted tiene una vela encendida —observó Riker.

—Sí, pero hay que dejarlas cerca de las puertas y las ventanas para evitar que entren las arañas.

—¿Cómo las saca fuera una vez que están dentro…? ¿O simplemente se muda a otra ciudad?

Mori profirió una risilla ante la broma de Riker, a pesar de su miedo.

—Se las asusta con luz para que se marchen.

—¿Ha hecho esto antes?

—Claro… un montón de veces. ¿Quiere intentarlo?

Riker se hizo a un lado apartándose del camino.

—No, no… yo siempre respeto la experiencia.

Él sostuvo la manta apartada de la puerta mientras ella entró a la carrera y agachada, permaneciendo tan lejos de la araña como le era posible. Cogió el candelabro tallado en piedra que estaba apoyado sobre una losa, y lo alzó con los brazos extendidos.

—Si fuera usted, yo me apartaría a un lado.

Mientras aproximaba con lentitud la vela a la araña, el animal se crispó. De forma repentina, descendió por una resistente hebra de seda y se lanzó hacia la vía de escape más cercana, que pasaba justo ante Riker. Aterrizó sobre sus flexibles patas y salió corriendo hacia la oscuridad.

—Ahora puede entrar.

Riker continuaba escéptico.

—¿Cómo sabe que era la única?

—Marcan su territorio. Si dos de ellas hubieran intentado entrar en un lugar de este tamaño, habrían luchado hasta que una estuviera muerta… o tal vez ambas. Si había dos aquí dentro, una de ellas no sería más que pulpa destrozada.

—Eso… eso es muy reconfortante.

Sin embargo, entró mientras Mori formaba dos pilas de cojines y mantas para dormir. Él la observó mientras la muchacha disponía las cosas y luego metía la mano dentro de un zurrón de piel de animal y sacaba una caja de madera. La abrió con cuidado y apartó una cubierta de tela suave, dejando a la vista una muñeca de exquisita confección. Era más o menos del tamaño de la mano de Mori, hecha de cerámica con facciones thiopanas delicadamente pintadas y un colorido traje. Mori dejó la muñeca en una losa de piedra cerca de sí. Parecía casi inconsciente del hecho de que Riker estaba en la habitación.

—Es muy bonita —dijo él.

Ella alzó la mirada casi sobresaltada.

—Oh… gracias. —Luego se encogió de hombros con incomodidad—. Ni siquiera sé por qué la conservo.

—Tiene que ser importante para usted.

—Supongo.

—Parece antigua.

—Lo es. —Ella la cogió entre las palmas y se la tendió.

Riker la tomó con delicadeza.

—¿Cuánto hace que la tiene?

—Desde que tengo memoria. Me la regaló mi padre. Se supone que trae suerte. Solía tener toda una colección de ellas cuando vivía en una casa normal de una ciudad.

—¿Ésta es la única que le queda?

Ella indicó que sí con la cabeza.

—La mayoría de nosotros tuvo que renunciar a la mayor parte de lo que teníamos. —No parecía feliz por ese sacrificio, como si lo hubiera hecho preguntándose por qué—. Pero yo creí que tenía que conservar una.

—Conozco el sentimiento. Yo me llevé de casa algunas de mis cosas preferidas cuando me enrolé en la Flota Estelar.

Ella se animó, demostrando palpable interés.

—¿Qué clase de cosas?

Él sonrió con timidez.

—Bueno, no creo que necesite saberlo.

—Quiero saberlo.

—Bueno, yo nací en un lugar llamado Alaska, uno de los pocos lugares de la Tierra en los que conseguimos preservar una gran cantidad de vida salvaje original.

—¿Cómo es Alaska?

Riker se sentó sobre los cojines.

—Fría, y más grande que la vida… todo, montañas, valles, icebergs y glaciares, abundancia de espacios abiertos.

—Esas cosas preferidas por usted… ¿son de Alaska?

—Sí. Tenemos unos animales gigantescos que viajan por los océanos. Se llaman ballenas. Montones de clases diferentes. Algunas de ellas fueron cazadas hasta la extinción, pero algunas especies fueron salvadas y, a lo largo de los años, repoblaron los mares. Cuando yo era pequeño, había tantas de esas ballenas como las había habido cientos de años antes. Uno podía quedarse de pie en un acantilado y mirarlas nadar durante horas. —Riker hizo un pausa en afectuosa reflexión, pensando en lo mucho que le gustaría estar otra vez de pie sobre ese acantilado—. Yo tenía una especie favorita… llamada orea. Un animal hermoso. Cuando era niño, coleccionaba pequeñas esculturas de oreas. Algunas eran realmente antiguas.

—¿Le recuerdan a su hogar?

—Sí.

Le devolvió la muñeca y observó cómo volvía a ponerla en equilibrio sobre la piedra, contemplándola como si de alguna forma pudiera devolverle toda la inocencia robada por el tiempo y las circunstancias.

—Ésta es la muñeca más antigua que tenía. Mi padre dijo que ya era de mi madre cuando ella era niña. Murió poco después de que yo naciera.

—Lo siento.

—No se preocupe. No llegué a conocerla, así que cuando la echo de menos, en realidad no la echo de menos a ella… echo de menos la idea de tener una madre.

—¿Quién se ocupó de usted cuando era niña?

—Los amigos de mi padre. Glin, Durren… nunca sentí que me faltara cariño. Es como si hubiera tenido montones de madres y padres. Sólo que a veces… —Suspiró—. A veces quería sólo uno de cada. —Mori acarició una mejilla de la muñeca con la punta de un dedo—. Ella ha pasado por muchas cosas. A veces pienso que sería más fácil si la regalara, o la dejara en alguna parte… o sencillamente la rompiera.

—Consérvela —dijo Riker con voz afectuosa.

La luz de la luna proyectaba sombras, incluyendo la de dos figuras abrazadas sobre un ventoso risco que se alzaba sobre la grieta que abrigaba a la Ciudad de Piedra. Aunque era más de consuelo que de pasión, continuaba siendo un abrazo de amantes; Jaminaw acariciaba con ternura la mejilla y pelos sensitivos de Glin. Pero su voz era temerosa.

—¿Qué debemos hacer?

Se encontraban sentados sobre una roca plana, las cabezas juntas.

—Ésta podría ser la mejor oportunidad que jamás tendremos de llegar a un acuerdo razonable con el gobierno.

—Pero la razón no es suficiente para Lessandra.

Glin frunció el ceño.

—Lessandra es sólo una persona…

—Todavía lidera a la facción más grande. Digamos que por algún milagro, por la Mano Oculta, llegáramos de hecho a un compromiso y si luego no consiguiéramos ponernos todos de acuerdo… eso podría dividir a los nómadas. Podría destruirnos.

—De todas formas, el sendero de Lessandra va a destruirnos antes o después. Su modo de hacer las cosas también nos matará.

Jaminaw suspiró.

—¿Por qué ella y los otros no pueden ver que ya no vivimos en un mundo en el que los absolutos sean aplicables? Ellos quieren regresar a los viejos tiempos, pero éstos no son los viejos tiempos, y no podrán ser nunca más de esa forma… tan inocentes…

—¿Estás escribiendo todo esto en tu diario?

—Por supuesto. Ya sabes que lo escribo todo allí. Algún día, tal vez publicaré la historia de los nómadas.

Glin se sentó erguida y se llevó las manos a las caderas. Le dedicó a su compañero un duro ceño fruncido.

—¿Por qué todo tiene que ser «algún día» contigo, Jaminaw?

El repentino enojo de ella lo sorprendió.

—¿Qué quieres decir?

—Ya lo sabes.

—No lo sé.

—Tú hablas… pero no actúas.

Jaminaw tendió las manos ante sí con gesto dolorido.

—¿Cuántos editores ves aquí arriba?

—Siempre retuerces lo que digo. No me refiero a este segundo en esta montaña. Por una vez en tu vida, comprométete con algo y trabaja en esa dirección.

—¿Y buscarme una decepción cuando no pueda conseguir que suceda lo imposible? Ya sabes lo que nos dijo el Mundo Madre: no es el punto de destino lo que cuenta, sino el viaje.

—No sé si todavía creo en eso —declaró ella—. Si no diriges tus pasos durante el viaje, puede que nunca llegues a ningún punto de destino. El punto de destino sí que cuenta. Tiene que ser así.

—¿Qué estás diciendo?

—Estoy diciendo que si queremos tener un «algún día», puede que tengamos que hacer algo al respecto en el día de hoy.

—¿Qué deberíamos hacer? —repitió él. La docilidad de su voz dejaba claro que haría cualquier cosa que ella decidiera.