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Diario del capitán: fecha estelar 42422.5

La Enterprise está a dos horas del sistema estelar thiopano, en lo que se ha convertido en una misión con dos propósitos. Respondemos a una solicitud de ayuda, presentada por el gobierno planetario thiopano ante la Federación, frente a una sequía crítica y la resultante escasez de alimentos. Los thiopanos se han separado muy recientemente de una larga asociación con el despótico imperio nuarano; y ahora, la Flota Estelar nos ha informado de que la alianza ferengi puede tener ambiciones respecto a este sector. Se espera que nuestro convoy de alimentos y otros muy necesarios productos de abastecimiento no sólo aliviarán la crisis de Thiopa, sino que también le darán a la Federación una oportunidad de establecer lazos formales con el planeta antes de que los ferengi puedan aprovecharse de la caótica situación.

La Enterprise navegaba serenamente por el espacio abierto escoltando a cinco rechonchas naves de carga que la seguían en formación delta como patitos que nadaran tras su madre. Los transportes de mercancías estaban conectados directamente con la computadora principal de la nave estelar; cualquier cambio de rumbo o velocidad realizado por la Enterprise era de inmediato reproducido por la totalidad del convoy. El único estorbo que las embarcaciones de carga implicaban para la nave estelar era una reducción de la velocidad; sencillamente eran incapaces de superar el factor hiperespacial tres.

Jean-Luc Picard se encontraba sentado y a solas en su despacho; disfrutaba de la vista del espacio, vista no distorsionada por las mejoras tecnológicas y sus consabidos dispositivos adicionales, de la pantalla de visión exterior. Las estrellas destellaban en un arco iris de colores, en los velos de polvo se reflejaba la luz de las estrellas, los zarcillos de materia gaseosa flotaban y se arremolinaban como humo tornasolado…

A Picard, la visión del espacio exterior le resultaba infinitamente fascinante, al mismo tiempo que tranquilizadora y estimulante… una paradoja que nunca dejaba de complacerlo. Disfrutaba de esas vistas más que de ninguna otra cosa. Su despacho se había transformado en su lugar predilecto de la nave, un sanctasanctórum para meditar a solas, aunque a sólo pasos de distancia del puente principal.

Pero la existencia misma de este pequeño refugio en el que guarecerse de los afanes del mando había llegado como una sorpresa…

Como un insecto que sobrevolara una charca, la lanzadera de la que Picard era pasajero viró grácilmente y se acercó al laberinto de vigas que orbitaba a gran distancia en torno de la roja superficie de Marte. Al disponer de un poco de tiempo, Jean-Luc Picard había subido a un transporte de suministros que iba desde la Tierra al astillero Utopia Planetia. Era una visita extraoficial, pero la curiosidad respecto a la primera de las nuevas naves clase «Galaxia» que estaba siendo construida aquí, constituía razón suficiente para ir a echarle un vistazo.

Suspendida en una atarazana, la Enterprise, NCC-1701-D, era aún objeto de intensa actividad, con grupos de trabajadores pululando por todas partes. Ahora estaba casi acabada, y las solemnes facciones de Picard se dulcificaron en una sonrisa ante su vista.

—¿Es hermosa, capitán Picard? —La teniente Snephets, escolta de Picard, era una mujer oktonianna con cuatro pálidos ojos rosados. Como todos los oktonianos, expresaba las afirmaciones como si fueran preguntas.

Picard compuso un asentimiento de cabeza y con apenas un deje de admiración dijo:

—Lo es en verdad, teniente.

Era, sin lugar a dudas, la nave espacial más hermosa que él hubiese visto. Sonrió para sus adentros ante el afecto que ya sentía por esta nave que pronto comandaría.

Picard había pasado la mayor parte de su carrera —es decir, casi toda su vida adulta— como explorador. Durante veintidós años había estado al mando de una nave pionera, en el espacio profundo la Stargazer. Había sido una buena nave, y había sacado a Picard y su tripulación de algunas situaciones arriesgadas, pero ninguno de los que vivía en ella la habría descrito como la mejor de las naves posibles.

—Capitán, ¿ha sido un placer trabajar con la Enterprise?

Picard sabía que la teniente Snephets no estaba formulando una pregunta, pero el tono de la voz de ella lo impulsó a responder por cortesía.

—Estoy seguro de que lo ha sido. Es una nave impresionante.

Snephets atracó la lanzadera diestramente en el acceso del enorme flanco de la nave estelar.

—¿Recibe usted un gran honor, señor, al ser su primer comandante?

—Sí, teniente, así es.

La compuerta de la lanzadera se abrió deslizándose a un lado, y un fornido hombre de barba portando un uniforme dorado dio la bienvenida a Picard.

—Ingeniero en jefe Argyle, señor. Bienvenido a bordo. El puente ya está terminado, si desea verlo.

—Desde luego que sí, ingeniero en jefe Argyle.

—Por aquí, capitán. —Condujo a Picard hasta un turboascensor y ambos entraron en él—. Puente —dijo Argyle al cerrarse la puerta. Durante un largo e incómodo momento, nada sucedió. El ingeniero tragó saliva, repitió la orden, y por fin el turboascensor se puso en movimiento.

—Aún no está del todo en forma —comentó Picard con leve insinuación de comprensión.

—Lo estará, señor.

Llegaron al puente y salieron. Picard se detuvo en seco, boquiabierto. La iluminación, el espacio, la obvia atención a los detalles… la Enterprise no iba a ser sólo otra nave, comprendió. Iba a ser como un hogar.

—¿Le gustaría ver la sala de conferencias y su despacho, señor?

—¿Las dos están aquí, en el nivel del puente? —Picard estuvo a punto de volver a quedarse boquiabierto—. ¿No es un desperdicio de espacio?

El ingeniero jefe Argyle no pudo evitar sonreír.

—En la Enterprise, no, señor.

Una nave a la que se le cobraría afecto con facilidad. Hasta que la hubo recorrido de hecho de proa a popa, nada podría haber preparado a Picard para el descomunal tamaño y capacidad de la Enterprise. Representaba un gigantesco salto en diseño y construcción, respecto a las otras naves de la flota. Y su primer año al mando de la misma lo hizo preguntarse cómo había conseguido sobrevivir en los confines comparativamente estrechos de la antigua Stargazer. No había tardado mucho en llegar a apreciar cada uno de los centímetros de «espacio desperdiciado» incluidos en el diseño de la nave de clase «Galaxia»… y sobre todo, su refugio personal.

Picard repasó una vez más el informe del capitán Schaller que aparecía en la computadora de su escritorio. ¿Tendrían realmente los ferengi las agallas suficientes para llegar a un enfrentamiento? Pese a estar acuciados por la sed de riquezas, los ferengi habían demostrado una y otra vez que preferían evitar los conflictos armados siempre que fuera posible. Pero su experiencia con la alianza ferengi le decía a Picard que la vigilancia era algo adecuado. Resultaba más que probable que los ferengi estuvieran al acecho por la periferia, procurando no ser detectados, llevando a cabo sus actividades con cautela y sin apartar los ojos de lo que estaba haciendo la Federación. Y no existía ninguna razón por la que no debieran hacerlo, puesto que Thiopa estaba en espacio libre.

Sonó el tono del intercomunicador, seguido por la voz de Riker.

—Capitán Picard…

—¿Qué sucede, número uno?

—Los sensores están captando cierta actividad en el extremo del radio de alcance. He pensado que querría saberlo.

—Voy hacia allí.

El capitán entró a grandes pasos en el puente y paseó la mirada por los tripulantes habituales que se encontraban en sus puestos: Riker y Troi sentados a ambos lados de su asiento de mando, en el foso central; el teniente Worf, el jefe de seguridad klingon, ante su terminal, emplazado en el nivel elevado, en forma de herradura; Data y el joven Wesley Crusher en las terminales delanteras de observación y control.

Cuando comenzaba a sentarse Picard advirtió un rostro menos familiar ante los monitores de operaciones de misión, justo detrás de Worf. Era una muchacha joven, de cabello castaño rojizo y pecas que le salpicaban la nariz. La teniente White, recordó mientras se deslizaba en su asiento curvo. Inclinó la barbilla hacia la pantalla.

—¿Qué hay ahí fuera, número uno?

—No puedo decírselo a ciencia cierta, señor. Tres o cuatro naves pequeñas en el límite de nuestros sensores.

—¿Alguna dirección discernible?

—Desde que las hemos captado, no. Hemos estado transmitiendo mensajes de llamada, sin obtener respuesta.

—Capitán —intervino Data—, dos de las naves avanzan ahora con maniobras evasivas pero siguiendo nuestra dirección.

—Worf —dijo Picard—, ¿sigue sin haber respuesta a nuestras llamadas?

—Negativo, señor. Recomiendo medidas defensivas.

—De acuerdo. Proceda en consecuencia. Data, imagen táctica a pantalla principal.

Una parrilla reemplazó al campo de estrellas de la pantalla del puente. La Enterprise y sus cinco transportadoras de carga aparecieron en el lado izquierdo de la parrilla. Dos señales que avanzaban veloces estaban aproximándoseles por la derecha.

El par de naves espaciales que se aproximaban a la gran nave estelar eran estilizados y oscuros vehículos espaciales, inquietantes y anónimos en su simplicidad, sin atemorizadores resaltes en su volumen ni erizadas en armas. Su elemental diseño apuntaba a un sencillo propósito. Destruir.

Sin aminorar, se separaron y viraron en torno a la Enterprise, una por cada flanco, y luego giraron de forma brusca y se cruzaron, dejando caer un par de torpedos sobre una de las naves de carga que iba en retaguardia. Los proyectiles de azul destellante dieron en su blanco, y la transportadora explotó emitiendo una bocanada de relumbrantes fragmentos.

Picard se aferró a los posabrazos mientras contemplaba la destrucción en la pantalla.

—Maldición. ¿Posición de los agresores?

Data recorrió su consola con los ojos.

—Retirándose a… factor hiperespacial once. —Sus cejas se alzaron de sorpresa ante la velocidad… superior a la que podía conseguir la Enterprise.

El turboascensor de popa se abrió y Geordi LaForge hizo una repentina aparición en el puente.

—Teniente LaForge —dijo Picard—, pensaba que estaba usted fuera de servicio.

—El ingeniero en jefe nunca está fuera de servicio, capitán —replicó LaForge mientras activaba el terminal de ingeniería.

Picard y Riker intercambiaron una significativa mirada. La inesperada aparición de Geordi en un momento crítico era otro indicio de que su ascenso a ingeniero en jefe lo tenía más que merecido.

—Señor LaForge —dijo Picard—, no quiero perder otra nave de carga. ¿Podemos extender nuestros escudos para protegerlas?

El compacto cuerpo del aludido se tensó mientras él comprobaba sus lecturas.

—En esta formación, será bastante difícil, capitán. Podemos hacerlo, pero no sin un gran consumo de la energía disponible.

—En ese caso, reduzca el espacio que las separa. Asegúrese de que Worf disponga de energía suficiente para los cañones fásicos. —Picard volvió a mirar hacia la parte delantera—. Data, ¿ha identificado a los agresores?

—Sí, señor. Son interceptadores nuaranos.

—Capitán —dijo el klingon—, los nuaranos están entre los guerreros más eficaces de la galaxia.

—Y entre los más rastreros —agregó Geordi—. Ni siquiera los ferengi quieren hacer tratos con ellos. ¿Qué están haciendo por aquí?

Riker se acarició la barba.

—Tal vez los thiopanos puedan decírnoslo.

—Tal vez podamos averiguarlo por nuestra propia cuenta. —Picard dio media vuelta acompañándose con su asiento—. Worf, frecuencias de llamada.

—Abiertas, señor.

—Atención, naves nuaranas, aquí la Enterprise. Hemos venido en misión no hostil. Solicitamos contacto para hablar de la injustificada destrucción por parte de ustedes de una nave de carga de la Federación. —La voz de Picard era calma, casi suave.

Aguardó durante casi un minuto sin obtener respuesta, antes de volver a hablar.

—Repito. Naves nuaranas, aquí la Enterprise. Hemos venido en misión no hostil, pero si ustedes interfieren, emprenderemos acciones defensivas.

Sabía perfectamente que las naves nuaranas estaban dentro del radio de recepción. Lo más probable es que tuvieran en muy poco su advertencia. Al fin y al cabo, les había permitido destruir una nave de carga sin efectuar un disparo de respuesta. Pero no volvería a hacerlo.

—Worf, quiero su valoración. ¿Representan un peligro para esta nave dos interceptadores nuaranos?

—No lo creo probable, señor. No mientras nuestros escudos estén al máximo.

Data miró por encima del hombro.

—¿Y si fueran tres? Ése es el número que ahora avanza en un rumbo de intersección.

Los músculos de la mandíbula de Picard se contrajeron.

—Creo que les hemos dado tiempo suficiente para responder a nuestros mensajes. ¿Número uno?

Riker asintió.

—Estoy de acuerdo, capitán.

—Worf, dispare sobre su ruta de vuelo, lo bastante cerca de ellos para dejarles claro que no toleraremos ninguna otra agresión.

—Entendido —dijo el jefe de seguridad klingon—. Seguimiento activado.

Las naves nuaranas se lanzaron hacia la Enterprise, describiendo un intrincado conjunto de cambios de curso evasivos. Una vez más dispararon torpedos… y esta vez, Worf respondió con una precisa descarga fásica. Los agresores se alejaron como corcoveantes, intentando desesperadamente no ser alcanzados. Los tres se estabilizaron y huyeron a ponerse fuera del alcance de los rayos fásicos.

—Creo que hemos dejado clara nuestra postura —dijo Picard—. Crusher, prosiga rumbo a Thiopa. Data, mantenga los sensores a máximo alcance. Si los nuaranos nos hacen otra visita, quiero enterarme.

—Doctora Pulaski al capitán Picard. —La voz de la doctora en jefe llegó a través del intercomunicador.

—Sí, doctora. ¿Qué sucede?

—Tengo a un embajador muy impaciente haciendo antesala ante mi despacho.

Picard y Riker se miraron entre sí.

—Tendríamos que habernos reunido con él hace quince minutos —murmuró Riker.

—No pudo contactar con usted en el puente, así que obligó al oficial más cercano a que lo escuchara… y ese oficial resulté ser yo.

—Transmítale mis disculpas al señor Undrun y escóltelo hasta la sala de conferencias del puente, por favor.

En el extremo de Pulaski se produjo una pausa, y Picard casi pudo ver ese aire, esa patente expresión de desagrado que adoptaba Katherine Pulaski cuando algo le salía a contrapelo.

—¿Qué me dice, doctora? —preguntó Picard.

—Por lo que deduzco, aún no ha conocido usted al embajador Undrun. —Era una afirmación rotunda, no una pregunta.

—No, todavía no. ¿Hay algo que debería saber acerca de él?

—¿Cómo se lo diría? Tiene eso a lo que mi abuela solía referirse como personalidad vejatoria.

—Gracias por la advertencia. Preséntese con él en la sala de reuniones, doctora.

—Vamos hacia allí.

Picard, Riker y Troi se pusieron en pie y se encaminaron hacia la sala adyacente, con su larga mesa y sus asientos de respaldo alto.

—Número uno —comenzó a decir Picard mientras se sentaban—, usted ha tratado con el embajador Undrun. ¿Es tan irritante como ha dado a entender la doctora?

—Estoy de acuerdo con la abuela de la doctora Pulaski. Me parece una descripción adecuada. Considérese afortunado por haberse salvado hasta ahora, señor.

Al abrirse la puerta, la pareja que entró tenía un aspecto casi cómico: Kate Pulaski, de piernas largas, regia, avanzaba dos pasos por delante del representante de Ayuda y Socorro de la Federación, Frid Undrun, del tamaño de un niño y todo menos regio. Undrun iba envuelto en ropas de punto abolsadas, más apropiadas para un día de invierno que para el clima controlado de una nave estelar. Llevaba un sombrero (varias tallas más grande de lo necesario) encasquetado hasta las orejas, y unos pantalones térmicos mal cortados. Tenía una cara como de puño apretado, enmarcada por mechones de pelo dorado. Apariencia aparte, cuando hablaba su voz tronaba, inesperadamente.

—Primer oficial Riker, esta nave continúa siendo inaceptablemente fría.

Con un visible esfuerzo para mantener el control, Riker mantuvo la voz serena.

—Lamento que se encuentre incómodo, señor Undrun. Lo máximo que podemos hacer es ajustar los controles medioambientales de su camarote. El resto de la nave tiene que mantenerse en los niveles apropiados para nuestra tripulación.

Undrun profirió un bufido y se volvió a mirar a Picard.

—Capitán, ¿es verdad eso?

—Me temo que sí, señor Undrun. Estoy seguro de que comprende la necesidad de mantener unas condiciones climáticas que le permitan a la tripulación de la Enterprise trabajar con un máximo de eficiencia. Ya sé que su planeta natal es bastante cálido…

—¿Cálido? —dijo Undrun con desdén—. Noxor Tres le resultaría más que cálido, capitán. Veamos, ¿qué era tan importante que me ha tenido esperando quince minutos?

—Por favor, siéntese, señor Undrun —le pidió Picard conservando la calma—. Fuimos atacados por naves nuaranas. Me temo que una de las naves de carga ha resultado destruida.

El trasero de Undrun apenas había tocado el mullido asiento cuando volvió a levantarse de un salto.

—¿Destruida? ¿Mis provisiones de auxilio han sido destruidas?

Picard hizo una mueca de dolor. De pronto adquirió una profunda comprensión de la palabra «vejatorio».

—Señor Undrun… —comenzó a decir.

—¿Se da cuenta del valor de lo que se ha perdido? Sabía que algo semejante iba a suceder cuando me dieron una sola nave, tan poco personal, provisiones insuficientes…

Los ojos de Riker relumbraron.

—La Enterprise y su tripulación pueden cumplir la misión.

—¿Ah, sí, no me diga? —replicó Undrun en tono cáustico—. Yo no puedo hacer el mío si me veo perjudicado por la incompetencia de los demás. La clave de esta misión no es simplemente entregarles a los thiopanos limosnas en comida. Tenemos que ayudarlos a que vuelvan a ser autosuficientes.

Picard sacudió la cabeza.

—Señor Undrun, usted sabe tan bien como yo que la Primera Directriz limita lo que podemos hacer por los thiopanos. Ellos han dejado bien claro que lo único que querían actualmente era ayuda humanitaria para aliviar la inmediata y crítica situación de hambre. Los supervisores del Ministerio de Ayuda y Socorro me han dejado igualmente claro a mí que no estamos autorizados para obligar a los thiopanos a que acepten ayuda alguna que no soliciten de forma voluntaria. Yo presentaré la oferta de asistencia adicional durante la entrevista con el soberano protector Stross.

—Su misión, señor Undrun —agregó Riker de forma escueta—, es hacer que estas provisiones sean entregadas.

—Lo que queda de ellas —dijo el embajador—. Sé cuál es mi trabajo, señor Riker. Confío en que su gente sepa cuál es el suyo. —Undrun dio media vuelta y se marchó ofendido.

Los oficiales presentes intercambiaron expresiones de disgusto.

—¿Ve lo que quiero decir? —preguntó Riker.

—Ya lo creo, número uno. Recuerde, la paciencia es una virtud —contestó Picard, haciéndose cargo de lo difícil que sería.

—En el caso del señor Undrun —comentó Kate Pulaski—, una virtud penosamente puesta a prueba.