Al amanecer salieron de la región de la locura; cada uno llevaba consigo un trozo de la madera que invertía los hechizos. El viaje resultó tedioso; a intervalos, le quitaban a Crombie su trozo de madera para que les indicara la mejor ruta inmediata; luego, se lo devolvían para que pudiera percibir con exactitud las amenazas hasta la siguiente orientación.
Una vez fuera, localizaron un nido razonablemente seguro en un árbol pata de cigüeña y colocaron las piezas de madera en círculo alrededor de sus delgados troncos, de forma que ninguna magia hostil pudiera aproximárseles sin invertirse. No resultaba una defensa perfecta; sin embargo, se hallaban tan cansados que se conformaron con ella.
Varias horas más tarde Bink se despertó, se desperezó y bajó. El centauro seguía alojado sobre una rama ancha, con los cuatro cascos colgando a los costados; parecía que la experiencia de trepar por el árbol durante la locura había añadido un talento no mágico a su repertorio. El Mago yacía acurrucado en el interior de una red que había conjurado de uno de sus frascos. Crombie, siempre el buen soldado, ya estaba levantado, reconociendo la zona; le acompañaba el golem.
—Algo que quisiera saber… —comenzó Bink, al tiempo que mordía trozos de pan de pasas de una barra que Crombie había arrancado de un árbol local de frutas de pan. Estaba un poco demasiado maduro; por lo demás, era excelente.
Crombie graznó.
—…es quién destruyó el árbol de inversión de hechizos —finalizó Grundy.
—¡De nuevo estás traduciendo!
—En este momento no toco ninguna madera —aventuró el golem—. Sin embargo, creo que no soy tan real como cuando experimentamos la locura ayer por la noche.
—Aun así, debe quedar todavía algo en tu interior —murmuró Bink—. Quizá sea como nuestro avance: dos pasos adelante, uno atrás…; pero no debes rendirte nunca.
Grundy mostró más animación.
—¡Hey, esa es una forma positiva de encarar el asunto, cerebro derretido!
A Bink le agradó haberle animado, aunque el golem seguía conservando su áspera manera de hablar.
—¿Cómo supiste lo que iba a preguntar? Me refiero a la destrucción de…
—Siempre haces preguntas, Bink —replicó el golem—. De modo que buscamos el emplazamiento del tema que tocaría tu próxima pregunta. Encajó con el tocón de madera. Por ello, investigamos. Fue todo un desafío.
¡Era una ramificación fascinante del talento de Crombie! ¡La anticipación de las respuestas de preguntas futuras! La magia no cesaba de dar sorpresas.
—Sólo a una criatura real le atraen los desafíos —observó Bink.
—Supongo que sí. Ahora que sé que es posible, es bastante divertido el desafío de convertirte en alguien real. Significa que, a partir de este momento, temo la muerte que me llegará con toda seguridad. —Se encogió de hombros, olvidándose del tema—. De cualquier forma, el árbol fue incinerado por una maldición proveniente de esa dirección. —Señaló.
Bink miró.
—Lo único que veo es un lago. —Luego, sorprendido, añadió—: ¿No comentó el ogro algo acerca de…?
—Los demonios del lago, que lanzaron una maldición que quemó todo el bosque —dijo Grundy—. Lo comprobamos: es el mismo.
Humfrey bajó del árbol.
—Será mejor que embotelle parte de esta madera, si logro que mi magia funcione con ella —comentó—. Nunca se sabe cuándo podrá sernos de utilidad.
—Proyecta un hechizo que la lance lejos de tu frasco —le sugirió Chester.
Después de unas cuantas maniobras que pusieron en peligro su trasero, él también se había dejado caer al suelo. El hábitat de los centauros no eran los árboles.
El Mago preparó el frasco y la madera y musitó un encantamiento. Surgió un relámpago, una columna de humo; casi de inmediato, la atmósfera comenzó a aclararse.
Allí estaba el frasco tapado. Allí estaba la madera. El Buen Mago había desaparecido.
—¿Adónde fue? —preguntó Bink.
Crombie giró y señaló con su ala. Directamente hacia la botella.
—¡Oh, no! —exclamó Bink, horrorizado—. ¡Su hechizo sí que se invirtió! ¡Le desterró a él ala botella!
Cogió el frasco y lo descorchó. Salió el vapor, se expandió en un remolino y se solidificó, cobrando la forma del Buen Mago. Sobre su cabeza tenía un huevo frito.
—Olvidé que en ese frasco guardaba el desayuno —comentó, irritado.
Grundy ya no pudo contener sus emociones recién descubiertas. Estalló en una carcajada. Cayó al suelo y se revolcó mientras se reía.
—¡Oh, nadie puede entender los peligros que ha visto! —jadeó el golem, entrando en un paroxismo mayor.
—El sentido del humor forma parte de ser real —repuso Chester con solemnidad.
—Así es —corroboró Humfrey con aspereza—. Menos mal que ningún enemigo se apoderó de la botella. Su poseedor tiene poder sobre el contenido.
El Mago lo volvió a intentar otra vez…, y otra. Pasado un tiempo, halló el aspecto adecuado de la inversión y consiguió conjurar la madera al interior del frasco. Bink esperó que el esfuerzo valiera la pena. Por lo menos, ya había descubierto la forma en que el Mago había reunido sus artículos. Sencillamente, embotellaba todo lo que creyera que podía llegar a necesitar.
En ese momento, Bink descubrió otro montículo de tierra.
—¡Eh, Mago! —llamó—. Ya es hora de que investigues esto. ¿Qué es lo que provoca esos montículos? ¿Están diseminados por todo Xanth, o sólo donde nos encontramos nosotros?
Humfrey se acercó para contemplar el montón de tierra.
—Supongo que será mejor que lo haga —gruñó—. Había uno en la isla de la sirena y otro en nuestro campamento óseo. —Extrajo su espejo mágico y le preguntó con sequedad—: ¿Qué es esto?
El espejo se nubló, pensativo; luego, se aclaró. Produjo la imagen de una criatura parecida a un gusano.
—¡Es un culebreador! —exclamó Bink, asustado—. ¿Ha aparecido otro enjambre?
—No es un culebreador —dijo Chester—. Observa la escala. Es diez veces más grande. —En el espejo, al lado del gusano, apareció una regla, que confirmó que era diez veces mayor que un culebreador—. ¿No recuerdas tu taxonomía? Se trata de un serpenteador.
—¿Un serpenteador? —preguntó Bink, sin comprender. No deseaba reconocer que jamás había oído hablar de esa especie—. A mí me parece un culebreador enorme.
—Son primos —explicó Chester—. Los serpenteadores son más grandes, más lentos, y no se juntan en enjambres. Son criaturas solitarias que viajan por debajo del suelo. Son inofensivos.
—Sin embargo, los montículos de tierra…
—Olvidé esa característica —repuso Chester—. Debí reconocer las señales antes. Echan la tierra de sus túneles detrás de ellos; en el lugar que tocan la superficie, se junta en un montículo. A medida que continúan su excavación, la tierra que abren tapa el agujero, razón por la que no queda nada salvo el montón de tierra.
—Pero ¿qué hacen?
—Se mueven y forman montículos. Eso es todo.
—Aun así, ¿por qué me siguen? Yo no tengo nada que ver con los serpenteadores.
—Puede que se trate de una coincidencia —replicó Humfrey. Se dirigió al espejo—: ¿Lo es?
En el espejo apareció la cara triste del bebé.
—Eso significa que alguien, o algo, le ha ordenado al serpenteador que nos espíe —dijo Humfrey, y el espejo sonrió—. La pregunta es: ¿quién?
El espejo se oscureció.
—¿La misma fuente de la magia? —exigió Humfrey. El espejo lo negó—. ¿El enemigo de Bink, entonces?
El bebé sonriente regresó.
—¿No son los mismos demonios del lago? —inquirió Bink.
El bebé sonrió.
—¿Quieres decir que son los mismos?
—No confundas al espejo con tu ilógica —centelleó el Mago—. ¡Dijo que no eran los mismos!
—Eh, sí —dijo Bink—. No obstante, si nuestro camino nos lleva más allá de los demonios, nos encontramos con un problema. Como el enemigo nos está espiando y entorpeciendo, seguro que provocará a los demonios para que nos hostiguen.
—Creo que tienes razón —afirmó Humfrey—. Quizá ya sea hora de que gaste un poco más de mi magia.
—¡Alabado seas! —exclamó con ironía Chester.
—¡Silencio, cara de caballo! —restalló Humfrey—. Veamos. ¿Tenemos que pasar al lado de los demonios del lago para llegar a nuestro destino?
El espejo sonrió.
—¿Poseen los demonios la suficiente magia de maldición como para incinerar bosques enteros?
El espejo lo confirmó.
—¿Cuál es el mejor camino para evitar los problemas?
El espejo mostró una imagen de Bink contemplando una obra de teatro.
Humfrey alzó la vista.
—¿Tiene esto algún sentido para vosotros?
Crombie graznó.
—¿Dónde estoy yo? —tradujo Grundy.
—Deja que plantee la cuestión de otro modo —dijo Humfrey rápidamente—. ¿Dónde se encuentra Crombie mientras Bink contempla la obra de teatro?
El espejo mostró uno de los frascos del Mago.
El grifo prorrumpió en una colérica serie de graznidos.
—¡Oh, vamos, cerebro de pájaro! —repuso el golem—. Sabes que no puedo repetir esas palabras en público. No si quiero volverme real.
—La preocupación de cerebro de pájaro es comprensible —intervino Chester—. ¿Por qué va a ser desterrado a una botella? Tal vez nunca salga de allí.
—¡Se supone que soy yo el que traduce! —exclamó Grundy, olvidando su queja anterior.
Humfrey se guardó el espejo.
—Si no queréis oír mi consejo —le informó a Crombie—, hacedlo a vuestra manera.
—Vosotros, gente temperamental, ya empezáis a pelearos de nuevo —dijo Grundy—. Lo más racional es escuchar el consejo, analizar las alternativas, discutirlas, y formar un consenso.
—El pequeño bandido tiene toda la razón —repuso Chester.
—¿Qué pequeño bandido? —exigió Grundy.
—Creo —intervino sombríamente el Mago— que el gárrulo del golem estaría mejor en la botella.
—Otra vez estamos peleándonos —comentó Bink—. Si el espejo dice que nuestro paso al lado de los demonios será mejor en el interior de botellas, yo prefiero arriesgarme a eso antes que a la clase de peligros que acabamos de atravesar.
—Tú no has de arriesgarte a nada —señaló Grundy—. Lo único que tienes que hacer es observar una obra tonta.
—Confío en mi espejo —aseveró Humfrey; el espejo se ruborizó con tanta intensidad que se pudo ver un leve resplandor a través de la chaqueta—. Para probarlo, someteré mi persona al embotellamiento. Creo que la que usaba Beauregard está bien amueblada y es lo suficientemente grande como para que quepan dos. ¿Qué os parece si Crombie, Grundy y yo entramos en el frasco y se lo damos a Bink para que lo lleve? Luego, podrá montar en Chester e ir a presenciar la obra.
—Estoy dispuesto —aceptó Bink. Se preguntó si el Buen Mago se llevaría consigo todas sus botellas al interior del frasco. Parecía un poco paradójico, aunque, sin duda, era posible—. Sin embargo, no sé cuál es el emplazamiento exacto de los demonios; y preferiría no toparme con ellos de forma inesperada. Quizá, si nos acercamos con cuidado y respeto, se comporten menos demoníacamente.
Crombie señaló el lago.
—Sí, lo sé. Pero ¿en qué parte del lago? ¿Al comienzo? ¿En una isla? Quiero decir, antes de dirigirme inocentemente hacia una maldición incineradora…
Crombie graznó y desplegó las alas. Sus orgullosos colores se encendieron cuando alzó el vuelo y se dirigió al lago.
—¡Aguarda, cerebro de plumas! —gritó Chester—. ¡En el aire te verán! ¡Nos descubrirás a todos!
No obstante, el grifo le ignoró.
Observaron cómo Crombie volaba con gracia sobre el agua y su plumaje pasaba del rojo al azul y luego al blanco.
—¡Tengo que reconocer que el maldito tipejo es un animal hermoso! —murmuró Chester.
En ese momento, el grifo plegó las alas y cayó hacia la superficie del lago, dando vueltas en el aire.
—¡Una maldición! —gritó Bink—. ¡Lo derribaron con una maldición!
La figura se enderezó en el acto, recuperó altitud, y voló de regreso. Crombie parecía hallarse en perfecto estado.
—¿Qué ocurrió? —quiso saber Bink cuando el grifo aterrizó—. ¿Fue una maldición?
—¡Squawk! —replicó Crombie. Grundy tradujo—: ¿Qué maldición? Caí en picado para ver más de cerca a los demonios. Residen debajo del agua.
—¡Debajo del agua! —exclamó Bink—. ¿Cómo podremos llegar hasta ellos?
Humfrey sacó otro frasco y se lo dio a Bink.
—Con estas pastillas lo conseguiréis. Tomad una cada dos horas mientras estéis sumergidos. Os hará…
—¡Se está formando un montículo! —exclamó Bink—. ¡Un espía!
Rápidamente, Humfrey extrajo otro frasco, lo destapó y lo apuntó hacia el montón de tierra. Salió disparado un chorro de vapor que golpeó al montículo. Se formaron cristales de hielo. El montón de tierra quedó congelado.
—Un extintor de fuego —explicó Humfrey—. Muy frío. El serpenteador ha quedado congelado en su túnel.
—¡Deja que lo mate mientras lo tenemos a nuestro alcance! —comentó Chester, ansioso.
—¡Espera! —dijo Bink—. ¿Cuánto tiempo durará la congelación?
—Sólo un par de minutos —contestó Humfrey—. Luego, el serpenteador podrá reanudar su actividad sin ningún impedimento.
—¿Tendrá algún recuerdo de los minutos perdidos? —inquirió Bink.
—No será consciente del intervalo. Los serpenteadores no son muy inteligentes.
—¡Entonces, no lo mates! Salgamos de su campo de observación. Pensará que fue una falsa alarma, que nunca estuvimos aquí. Se lo comunicará así a su amo, y le apartará de nuestro sendero.
El Mago enarcó las cejas.
—Muy inteligente, Bink. Cada vez piensas más como un líder. Hemos de ocultarnos en la botella para que tú y Chester podáis cargarla. Rápido, antes de que acabe el efecto del hielo.
El grifo permanecía indeciso, pero cedió. El Mago preparó el frasco, realizó el encantamiento, y el hombre, el grifo y el golem desaparecieron.
—¡Coge la botella, súbete a mi espalda y agárrate! —gritó Chester—. ¡Ya casi se ha agotado el tiempo!
Bink alzó la solitaria botella, saltó sobre el lomo de Chester y se sujetó. El centauro emprendió la carrera. En un instante, sus cascos levantaron pequeñas olas en las aguas poco profundas.
—¡Pásame una pastilla! —gritó Chester.
Bink sacó unas pastillas del frasco a la vez que rezaba para que no se le cayeran mientras daba botes en la espalda del centauro. Se metió una en la boca y colocó la otra en la mano levantada de Chester.
—¡Espero que funcionen! —comentó.
—Lo único que nos hace falta ahora…, ¡otra botella equivocada! —exclamó Chester—. Si nos tragáramos una pastilla de espuma aislante…
Bink deseó que el centauro no hubiera hecho ese comentario. Un aislante, o un extintor congelante… ¡ay!
Miró hacia atrás. ¿Era su imaginación, o el montículo estaba creciendo? ¿Se habían alejado a tiempo? ¿Y si el serpenteador veía sus huellas?
Entonces, Chester ya no hizo pie y se hundieron. Involuntariamente, Bink se atragantó cuando el líquido cubrió su boca…; sin embargo, el agua era como el aire que respiraba. De hecho, era como aire para todo su cuerpo, salvo por su color. ¡Podían respirar!
Esa experiencia le recordó algo. Al instante lo descubrió: ¡la fiesta de Aniversario de la Reina! Aquel había sido un escenario acuático ilusorio, mientras que este era real. Lamentablemente, la versión de la Reina había sido más bonita. Aquí, todo era fangoso y apagado.
Chester siguió avanzando, eligiendo con cuidado el camino a través del desconocido entorno submarino. Oscuras nubes de sedimento se formaban alrededor de sus patas. Peces curiosos examinaban a la pareja. Chester sostenía el arco en la mano, por si llegaban a encontrarse con un monstruo marino. Más allá de la tensión, pronto se convirtió en un viaje aburrido.
Bink sacó la botella que contenía al Mago y pegó un ojo a su superficie. Muy vagamente, logró distinguir las siluetas de un grifo diminuto y un hombre más pequeño. Se hallaban en una sala alfombrada, parecida a la del palacio, mirando las imágenes en movimiento en el espejo mágico. Parecía un sitio muy cómodo. De hecho, mucho más agradable que chapotear en el fango en dirección a los demonios.
Se le ocurrió otro pensamiento desagradable. ¿Y si él hubiera cogido la botella equivocada, tragándose al Mago en lugar de las pastillas para respirar agua? En su situación, esas cosas resultaban aterradoras.
Bink se guardó el frasco en el bolsillo, convencido de que sus amigos se encontraban bien. Se preguntó qué pasaría si sacudiera con violencia el frasco; no obstante, logró contener el impulso de experimentarlo.
—Vayamos a visitar a los demonios —comentó con falsa alegría.
Al poco tiempo se aproximaron a un espléndido castillo marino. Estaba formado por conchas marinas…, lo que significaba que, con toda probabilidad, era mágico, ya que muy pocas conchas se formaban en los lagos sin ayuda de la magia. De sus torres ascendían pequeños remolinos que, aparentemente, le llevaban aire a sus habitantes. En vez de un foso, el castillo tenía una espesa pared de algas marinas, patrullada por peces espada.
—Bueno, esperemos que los demonios sean amables con los viajeros —dijo Bink.
Cuando habló, de su boca no surgió ninguna burbuja; la pastilla le había aclimatado por completo.
—Esperemos que el espejo del Mago supiera lo que hacía —le respondió sombríamente el centauro—. Y que los demonios, si llegaron a verlo, no relacionen al estúpido grifo con nosotros.
Se dirigieron a la entrada principal. Un behemoth surgió del fango, en su mayor parte todo boca.
—¡Aaaltooo! —rugió el behemoth—. ¿Quiééén Vaaa?
Era bastante eficiente, y resonaba con autoridad con las vocales; el sonido reverberó en el espacio de la cavernosa boca.
—Chester y Bink, viajeros —contestó Bink con cierta agitación—. Pedimos alojamiento para la noche.
—¿Sííí? —inquirió el monstruo—. ¡Entoooncees, Marchaaad!
—¿Que nos marchemos? —repitió con agresividad el centauro—. ¡Acabamos de llegar!
—¡Marchaaad! —insistió el behemoth con la boca tan abierta que el centauro podría haber entrado sin siquiera agachar la cabeza.
Chester se llevó la mano a la espada.
—Eh, deteenteee…, quiero decir, detente —murmuró Bink—. Recuerdo a la gárgola…, creo que lo que nos indica es que pasemos por su boca.
El centauro escudriñó la garganta del monstruo, tan parecida a un túnel.
—¡Maldita sea si voy a ayudarle a que me coma!
—¡Esa es la entrada al castillo! —explicó Bink—. El mismo behemoth.
Chester se quedó mirando, pasmado.
—¡Que me capen! —murmuró.
Decidido, entró al galope.
La garganta daba al castillo. Al final del túnel aparecieron unas luces; pronto emergieron al recibidor del palacio. Las paredes estaban cubiertas por unos tapices delicados y el suelo con bonitos cuadrados de madera.
Un joven atractivo, casi hermoso, se les acercó para darles la bienvenida. Su traje era una túnica principesca, trabajada con hebras de llamativos colores; llevaba unas zapatillas con la punta doblada hacia arriba.
—Bienvenidos al Castillo del Portal —saludó—. ¿Puedo preguntaros quiénes sois y vuestras identidades?
—Puedes —contestó Chester.
Hubo una pausa.
—¿Bien? —insistió el hombre, levemente irritado.
—Bien, ¿por qué no lo preguntas? —repuso Chester—. Te he dado permiso.
Pequeños músculos sobresalieron de las comisuras de la boca del hombre, restándole atractivo.
—Os lo pregunto.
—Yo soy Chester Centauro y este es mi compañero, Bink. Es humano.
—Lo mismo noté. ¿Y vuestro propósito?
—Buscamos la fuente de la magia —repuso Bink.
—Habéis equivocado el camino. Se encuentra en el poblado de las amazonas, a cierta distancia al norte. Sin embargo, la ruta directa puede resultar peligrosa para vuestra cordura.
—Ya hemos estado allí —dijo Bink—. Esa no es la fuente definitiva, es simplemente la fuente del polvo mágico. Lo que buscamos se encuentra bajo tierra. De acuerdo con nuestra información, la ruta más fácil pasa por este castillo.
El hombre casi sonrió.
—¡Oh, seguro que esa ruta no os agradará!
—Deja que nosotros lo decidamos.
—Está más allá de mi autoridad. Tendréis que hablar con el señor del castillo.
—Perfecto —aceptó Bink.
Se preguntó qué clase de demonio sería ese señor, que poseía un sirviente humano tan dócil.
—Si sois tan amables de venir por aquí.
—Lo somos —repuso Chester.
—Sin embargo, primero hemos de arreglar lo de vuestros cascos. El parqué es de madera de teca; no queremos que lo rayéis o lo partáis.
—Entonces, ¿por qué lo ponéis en el suelo? —exigió Chester.
—No lo colocamos en el suelo de nuestros establos —contestó el hombre. Sacó varios discos de un material peludo—. Poneos esto en vuestros cascos; se quedarán pegados, y amortiguarán el impacto.
—¿Qué te parece si tú te pusieras uno sobre la boca? —preguntó Chester.
—Es una concesión pequeña —le susurró Bink. Los cascos de Chester se encontraban en perfecto estado, ya que el elixir del Mago había reparado todo el daño de las patas posteriores; no obstante, eran lo suficientemente duros como para dejar marcadas sus huellas—. Hazle esa concesión al pobre hombre. Seguro que los demonios son muy estrictos en esas cosas, y castigan a los sirvientes por las violaciones.
A regañadientes, Chester pegó los cascos de uno en uno sobre los discos. La tela se adhirió a ellos e hizo que las pisadas del centauro fueran silenciosas.
Atravesaron un corredor elegante, bajaron por unos escalones enmoquetados y entraron en un pequeña cámara. Apenas había espacio suficiente para que Chester estuviera de pie.
—Si esta es vuestra sala principal… —comenzó.
El hombre apretó un botón. La puerta se cerró. Entonces, de forma brusca, el cuarto se movió.
Bink, sorprendido, extendió los brazos; Chester, de una coz, abrió un agujero en la pared.
—Tranquilos, visitantes —pidió el hombre, con el ceño levemente fruncido—. ¿No habéis estado nunca en un ascensor? Es una magia inanimada: una cámara que sube o baja cuando es ocupada. Ayuda a que no se desgasten las escaleras.
—Oh —comentó Bink, avergonzado. Prefería la magia más convencional.
El ascensor mágico se detuvo. La puerta se abrió. Salieron a otro corredor y, en su momento, llegaron a los aposentos del señor del castillo.
Para sorpresa de Bink, resultó ser un hombre, ataviado con una rica tela plateada y diamantes; aunque llevaba las mismas ridículas zapatillas que su sirviente.
—Y ofrecéis vuestro servicio por el alojamiento de una noche —dijo enérgicamente.
—Es nuestra costumbre —repuso Bink.
—¡Y la nuestra! —acordó el señor con vehemencia—. ¿Poseéis algún talento especial?
Bink no podía revelar el suyo, y desconocía el de Chester.
—Hum, no exactamente. Pero somos fuertes y podemos trabajar.
—¿Trabajar? ¡Oh, por todos los cielos, no! —exclamó el señor—. ¡La gente no trabaja aquí!
¿Oh?
—Entonces, ¿cómo vivís? —preguntó Bink.
—Organizamos, dirigimos… y entretenemos —replicó el señor—. ¿Tenéis alguna capacidad de entretenimiento?
Bink extendió las manos.
—Me temo que no.
—¡Excelente! Seréis un público ideal.
—¿Público?
Bink sabía que Chester estaba tan perplejo como él. El espejo le había mostrado contemplando una obra teatral. Sin embargo, ¡a eso no se le podía llamar un servicio!
—Enviamos a nuestras tropas a entretener a las masas, y aceptamos pago en material y servicios. Es una profesión remuneradora, tanto en la práctica como en la estética. No obstante, es necesario obtener índices de audiencia de antemano, de forma que podamos medir con precisión la recepción que nos darán.
¡Ese empleo inocuo apenas encajaba con la reputación local!
—¿Lo único que nos pedís es que seamos vuestro público…, que presenciemos un espectáculo? ¡No parece justo! Me temo que no seremos capaces de presentarte un informe crítico…
—¡No es necesario! Nuestros monitores mágicos medirán vuestras reacciones y nos indicarán las partes que debemos mejorar. Lo único que tendréis que hacer será reaccionar con honestidad.
—Supongo que eso lo podemos hacer —repuso Bink, dubitativo—. Si es lo que os satisfará.
—Aquí hay algo raro —dijo Chester—. ¿Cómo es que tenéis reputación de demonios?
—Oh, eso es poco diplomático —susurró Bink, avergonzado.
—¿Demonios? ¿Quién nos llamó demonios? —exigió el señor.
—El ogro —replicó Chester—. Dijo que incinerasteis todo un bosque con una maldición.
El señor se mesó la perilla.
—¿El ogro sobrevivió?
—¡Chester, cállate! —siseó Bink.
Sin embargo, la naturaleza rebelde del centauro se había apoderado de él.
—Lo único que hacía era tratar de rescatar a su ogresa; vosotros no soportasteis que fuera feliz y…
—Ah, sí, ese ogro. Supongo que, para el esquema mental de un ogro, podemos resultar demonios. Todo depende de la perspectiva.
En apariencia, Chester no había irritado al señor, aunque Bink lo atribuyó únicamente a la buena suerte. A no ser que el señor, al igual que su compañía, fuera un actor…, en cuyo caso podían surgir problemas serios y sutiles.
—Ahora se ha hecho vegetariano —comentó Bink—. No obstante, siento curiosidad: ¿realmente poseéis maldiciones tan devastadoras? Y, ¿qué os puede preocupar lo que haga un ogro? Aquí, bajo el lago, no tenéis necesidad de cuidaros de un ogro; no pueden nadar.
—Realmente tenemos esas maldiciones —contestó el señor—. Constituyen un esfuerzo grupal, la unión de toda nuestra magia. No poseemos talentos individuales, sólo las contribuciones individuales hacia el conjunto total.
Bink estaba sorprendido. ¡Aquí había una sociedad con talentos de duplicación! ¡La magia se repetía a sí misma!
—Sin embargo, no empleamos nuestras maldiciones de forma caprichosa. Perseguimos al ogro por una cuestión profesional. Estaba interfiriendo con nuestro monopolio.
Tanto Bink como Chester no entendieron nada.
—¿Vuestro qué?
—Nosotros manejamos los espectáculos formales al sur de Xanth. Ese mal actor se metió en uno de nuestros decorados y raptó a nuestra protagonista. No toleramos semejantes interferencias o competencias.
—¿Empleasteis a una ogresa como protagonista? —inquirió Bink.
—Empleamos a una ninfa transformada…, una actriz consumada. Todos nuestros actores son perfectos, como tendréis ocasión de comprobar. En ese papel, ella se parecía a la ogresa con rasgos de ogresa que más se pueda imaginar, absolutamente horrible. —Se detuvo y meditó—. De hecho, con su temperamento artístico, se estaba convirtiendo en una ogresa en la vida real. Prima donna…
—Entonces, el error del ogro es comprensible.
—Quizá. Pero no es tolerable. No tenía nada que hacer en ese decorado. Tuvimos que cambiar toda la producción. Nos arruinó la temporada.
Bink se preguntó qué recepción obtendría el ogro cuando rescatara a su mujer ideal. ¡Una actriz disfrazada que provenía del mismo castillo de los demonios!
—¿Qué ocurrió con el árbol de inversión de hechizos? —inquirió Chester.
—La gente cogía sus frutos y se divertía con sus efectos de inversión. No nos gustó la competencia. Así que lo eliminamos.
Chester miró a Bink, pero no pronunció palabra. Tal vez esta gente sí que fuera demoníaca. Eliminar a todas las formas rivales de entretenimiento…
—¿Adónde dijisteis que viajabais? —exigió el señor.
—A la fuente de la magia —contestó Bink—. Tenemos entendido que se halla bajo tierra, y que la mejor ruta pasa por este castillo.
—No disfruto con las bromas a mi costa —dijo el señor, con el ceño fruncido—. Si no deseáis informarme de vuestra misión, ciertamente estáis en vuestro derecho. Sin embargo, no os burléis de mí con una invención tan obvia.
Bink tuvo la impresión de que, para esta persona, la obviedad era un insulto mayor que la invención.
—¡Escucha, demonio! —exclamó Chester, encabritándose deforma obvia—. ¡Los centauros no mentimos!
—Eh, deja que yo arregle esto —intervino Bink con rapidez—. Seguro que hay un malentendido. Vamos en busca de la fuente de la magia…, pero quizá nos hayan informado mal en lo referente a su ruta de acceso.
El señor se calmó.
—Seguro que así es. Lo único que hay debajo de este castillo es el vórtice. Nada que vaya por ese camino regresa jamás. Nosotros somos el Portal; y estamos encima de él para proteger a las criaturas inocentes de verse arrastradas hacia esa muerte horrible. ¿Quién os informó de que el objeto de vuestra búsqueda estaba en esa dirección?
—Bien, un Mago…
—¡Nunca confiéis en un Mago! ¡Siempre desean el mal ajeno!
—Oh, tal vez sea cierto —aceptó Bink, de mala gana; Chester asintió pensativo—. Resultó muy convincente.
—Suelen serlo —dijo el señor, lúgubre. Bruscamente, cambió de tema—. Os mostraré el vórtice. Por aquí, por favor.
Les condujo a un panel interior. Cuando lo tocó, se hizo a un lado. Detrás había una pared resplandeciente de una substancia cristalina. No, no era cristal; se movía. Aparecieron unas irregularidades horizontales apenas perceptibles. De modo un poco neblinoso, Bink pudo ver lo que había más allá; distinguió una forma. Era una columna que tenía aproximadamente el doble de diámetro que sus brazos extendidos, con un centro hueco. De hecho era agua, que bajaba en círculos a una gran velocidad. O en espiral, descendiendo…
—¡Es un remolino! —exclamó Chester—. ¡Estamos mirando la columna interior de un remolino!
—Exacto —corroboró el señor con orgullo—. Hemos construido nuestro castillo a su alrededor, y lo contenemos por medio de la magia. Las sustancias pueden pasar a su interior, pero no pueden salir. Arrojamos a sus fauces a los criminales y otras personas semejantes, para que desaparezcan para siempre. Es un método disuasorio muy útil.
Bink apartó la mirada.
—Pero ¿adónde va?
—¿Quién puede decir que lo sabe? —preguntó a su vez el señor, enarcando de forma gráfica una ceja. Cerró el panel, y la visión del vórtice se desvaneció—. ¡Ya basta de esto! —decidió—. Os daremos de comer y de beber adecuadamente, y luego contemplaréis nuestra obra.
La comida resultó excelente; les fue servida por hermosas y jóvenes mujeres ataviadas con unos ínfimos vestidos de color verde, que prestaron una halagüeña atención a los viajeros, en especial a Chester. Parecían admirar por igual su musculosa parte humana que su atractivo trasero equino. Bink se preguntó, como muchas otras veces, qué veían las mujeres en los caballos. ¡La sirena había deseado cabalgar con tanto ahínco!
Por fin, atiborrados, Bink y Chester fueron conducidos al teatro. El escenario tenía varias veces las dimensiones de la cámara destinada al público. Parecía que a esta gente no le gustaba tanto observar como interpretar.
El telón se alzó y mostró una escena llamativa, llena de atrevidos espadachines, mujeres exuberantes y graciosos bufones. Los duelos ensayados eran impresionantes; no obstante, Bink se preguntó lo eficientes que serían esos hombres en una batalla real. ¡Existía una diferencia considerable entre la habilidad técnica y el temple del combate! La mujeres eran maravillosamente seductoras, pero…, ¿serían tan hermosas sin el apoyo de sus ropas especiales y tan inteligentemente sugerentes sin las frases memorizadas?
—¿No encontráis entretenida nuestra producción? —inquirió el señor.
—Prefiero la vida —replicó Bink.
El señor apuntó en su cuadernillo: más realismo.
Luego, la obra cambió a una escena musical. La heroína cantó una canción de pérdida y añoranza, pensando en su amante infiel, y resultaba difícil imaginar cómo algún zoquete, sin importar su zoquetería, podía serle infiel a una criatura tan deseable. Bink pensó otra vez en Camaleón, y volvió a echarla de menos. Chester estaba a su lado, embobado; seguro que pensaba en galopar con Cherie, que era realmente una yegua arrebatadora.
Entonces, la canción creció con un acompañamiento musical adorable. Sonó una flauta, y sus notas tenían una claridad y una calidad tan absolutas que minimizaban la voz de la dama. Bink miró hacia el lugar de donde provenía el sonido…, y allí estaba, una resplandeciente flauta de plata que colgaba del aire al lado de la heroína, interpretándose a sí misma. ¡Una flauta mágica!
La dama, sorprendida, dejó de cantar, pero la flauta prosiguió con la melodía. Liberada de las limitaciones de la voz de ella, ascendió hasta un aria de extraordinaria belleza. Todo el elenco de actores se detuvo a escuchar; parecía que para ellos era algo tan novedoso como para Bink.
El señor se puso en pie de un salto.
—¿Quién está realizando esa magia? —exigió.
Nadie respondió. Todos se hallaban absortos en la interpretación.
—¡Abandonad el escenario! —gritó el señor, con la cara roja de ira—. ¡Todo el mundo fuera! ¡Fuera, fuera!
Se marcharon lentamente, desapareciendo por los pasillos laterales, mirando hacia atrás para ver la interpretación solista. El escenario quedó vacío… Sin embargo, la flauta seguía tocando una gran variedad de melodías, cada una más hermosa que la anterior.
El señor cogió a Bink de los hombros.
—¿Lo estás haciendo tú? —exigió; parecía a punto de ahogarse.
Bink apartó su atención de la flauta.
—¡No poseo una magia parecida! —repuso.
El señor se aferró al musculoso brazo de Chester.
—Tú…, ¡debe de ser tuya, entonces!
La cabeza de Chester giró para mirarle.
—¿Qué? —preguntó, como saliendo de un trance. En ese instante, la flauta y la música desaparecieron.
—¡Chester! —exclamó Bink—. ¡Tu talento! Toda la belleza de tu naturaleza, suprimida porque estaba ligada a tu magia, ya que como centauro no podías…
—¡Mi talento! —repitió Chester, atontado—. ¡Debo de ser yo! Nunca me atreví a… ¿Quién lo hubiera creído?…
—¡Toca de nuevo! —urgió Bink—. ¡Interpreta una música hermosa! ¡Prueba que posees magia, tal como tu tío, Herman el Ermitaño, lo hizo!
—Sí —aceptó Chester.
Se concentró. La flauta reapareció. Comenzó a sonar, vacilante al principio, luego con mayor convicción y belleza. De forma extraña, la fea cara del centauro pareció serlo menos. No era tan extraño, comprendió Bink: la mayor parte de la brutalidad de expresión de Chester surgía de su rictus habitual. Ese rictus se había relajado; ya no le hacía falta.
—Ahora no le debes al Mago ningún servicio —indicó Bink—. Tú mismo has descubierto tu talento.
—¡Qué abominable maldad! —gritó el señor—. Aceptasteis nuestra hospitalidad con el acuerdo de que nos prestaríais vuestro servicio como público. Pero tú no eres un público… eres un intérprete. ¡Habéis renegado de nuestro acuerdo!
En ese momento, una parte de la arrogancia familiar de Chester reapareció. La flauta emitió una nota desafinada.
—¡Por todos los perifollos! —restalló el centauro—. Sólo toqué para acompañar la canción de vuestra heroína. Haz que vuelvan vuestros actores; observaré y les acompañaré con música.
—No lo creo —dijo el señor hoscamente—. Entre nosotros no toleramos ninguna actuación que no esté sindicada. Mantenemos un monopolio.
—¿Y qué vais a hacer? —quiso saber Chester—. ¿Encabritaros? Quiero decir, ¿arrojar una maldición?
—Eh, yo no… —le advirtió Bink a su amigo.
—¡No toleraré semejante arrogancia de un simple medio hombre! —exclamó el señor.
—¿Oh, sí? —preguntó Chester.
Con un gesto fácil e insultante, cogió al hombre por la pechera de su túnica con una mano y lo alzó del suelo.
—¡Chester, somos sus invitados! —protestó Bink.
—¡Ya no! —jadeó el señor—. ¡Largaos de este castillo antes de que os aniquilemos por vuestra insolencia!
—Mi insolencia…, ¿por tocar una flauta mágica? —preguntó Chester, incrédulo—. ¿Te gustaría que te metiera esa flauta por el…?
—¡Chester! —gritó Bink, alarmado, aunque sentía una considerable simpatía hacia la posición del centauro. Invocó el único nombre que tenía poder para frenar la ira del centauro—: A Cherie no le gustaría que tú…
—¡Oh, no se lo haría a ella! —repuso Chester. Luego se lo pensó mejor—. No con una flauta…
Durante todo ese tiempo, el centauro había estado sosteniendo al señor en el aire. De repente, la túnica del hombre se desgarró, y este cayó ignominiosamente al suelo. Más que ignominiosamente: aterrizó sobre un montículo de tierra.
En realidad, eso amortiguó el impacto, salvándole de un posible daño. Sin embargo, multiplicó su cólera.
—¡Tierra! —aulló el señor—. ¡Este animal me tiró sobre tierra!
—Bueno, ese es tu lugar —dijo Chester—. No me gustaría ensuciar mi limpia flauta de plata contigo. —Miró a Bink—. Me gusta que sea de plata y no de algún metal barato. Así, la flauta muestra su calidad.
—Sí —corroboró con urgencia Bink—. Ahora, si nos marcháramos…
—¿Qué está haciendo esta tierra en mi parqué de teca? —exigió saber el señor.
Una multitud de actores y sirvientes le habían rodeado, ayudándole a levantarse y limpiándole con servilismo.
—El serpenteador —repuso Bink, consternado—. Nos ha vuelto a encontrar.
—¡Ah, así que es un amigo vuestro! —gritó el señor, pasando dramáticamente de ira en ira—. ¡Debí suponerlo! ¡Será el primero en recibir la maldición! —Señaló al montículo con un dedo tembloroso por la cólera—. Todos juntos. ¡A la una, a las dos, a las tres!
Todos juntaron las manos y se concentraron. A la cuenta de tres, la maldición brotó como un trueno del dedo del señor. Cobró la forma de una masa brillante del tamaño de un puño y descendió para tocar el montículo. Ante el contacto, este hizo explosión…, o, mejor dicho, implosionó. Hubo un resplandor de oscuridad y un momentáneo olor acre; luego, el aire se aclaró, y allí no había nada. Ningún montón de tierra, ningún serpenteador, ningún parqué.
El señor miró el agujero con satisfacción.
—Ese es un serpenteador que nunca más nos molestará —comentó—. Ahora te toca a ti, medio hombre. —Alzó su terrible dedo para señalar a Chester—. A la una, a las dos…
Bink se lanzó por el aire y apartó el dedo del hombre. La maldición se desvió y dio contra una columna. Surgió otra implosión de oscuridad, y un trozo de columna se disolvió en la nada.
—¡Mira lo que has hecho! —gritó el señor, poniéndose, si eso era posible, más furioso que antes.
Bink no podía protestar; probablemente su talento era el causante del disparo en apariencia fortuito. Después de todo, la maldición tenía que destruir algo.
El mismo Bink sería inmune a ella…; pero no Chester.
—¡Salgamos de aquí! —dijo Bink—. ¡Sácame fuera del alcance de las maldiciones!
Chester, que estaba a punto de desenfundar la espada, reconsideró su movimiento.
—De acuerdo…, yo puedo cuidar de mí, pero tú sólo eres un hombre. ¡Vamos!
Bink montó en la espalda del centauro, y se alejaron al galope justo cuando el señor apuntaba con su dedo para lanzar otra maldición. Chester corrió pasillo abajo, con los cascos extrañamente silenciosos debido a las «zapatillas» que se había puesto. Los demonios emitieron un aullido de persecución.
—¿Por dónde se sale? —preguntó Bink.
—¿Cómo voy a saberlo? Esa es la especialidad de pico de pájaro. Yo sólo soy un ex huésped de los demonios.
¡El mismo Chester de siempre! Punzante y aparatoso.
—Nos encontramos en algún lugar de la planta alta —dijo Bink—. Pero aquí no usan escaleras. Deberíamos romper una ventana y nadar… —Buscó en su bolsillo, y palpó la botella que contenía a Crombie, Grundy y el Mago. Rebuscó hasta que localizó la que tenía las pastillas para respirar en el agua; ¡no podía permitirse el lujo de un error en ese momento!—. Será mejor que tomemos pastillas nuevas; ya han transcurrido más de dos horas.
Se las tragaron sin detenerse. Ya estaban preparados para el agua…, si es que podían hallarla. Momentáneamente, habían dejado atrás al grupo perseguidor; ningún hombre a pie podía competir con la velocidad de un centauro.
Bink tuvo un nuevo pensamiento.
—No queremos salir fuera…, queremos bajar. A las regiones intermedias, a la fuente de la magia.
—De donde intentaron apartarnos asustándonos —admitió Chester.
Giró con tanta habilidad como cuando esquivó las piñas explosivas, con las patas delanteras apoyadas para que las traseras rotaran sobre su eje. Luego, se dirigió por el camino por el que habían venido.
—¡Espera! —gritó Bink—. ¡Esto es suicida! ¡Ni siquiera sabemos dónde se encuentra la entrada al vórtice!
—Tiene que estar en el centro del castillo; es una cuestión de estabilidad arquitectónica —repuso Chester—. Además, yo poseo un buen sentido de la orientación; creo que sé cómo llegar desde aquí. Estoy preparado para crear mi propia entrada.
Bink solía olvidar, que detrás de la fachada brutal, había una espléndida mente de centauro. Chester sabía lo que estaba haciendo.
Giraron en una esquina… y chocaron directamente contra los demonios que iban detrás de ellos. La gente salió disparada hacia todos los rincones…; sin embargo, una maldición sólida se elevó del caos y persiguió a Chester.
Bink, mirando nervioso hacia atrás, la descubrió.
—Chester…, ¡corre! —aulló—. ¡Hay una maldición detrás de tu cola!
—¡Detrás de mi cola! —exclamó indignado Chester, al tiempo que daba un salto hacia delante. No le importaban las amenazas a su feo rostro, pero su hermoso trasero era sagrado.
La maldición, centrada en su objetivo, les persiguió con determinación.
—Esta no la podremos esquivar —comentó Bink—. Está centrada en nosotros del mismo modo que lo estuvo en el ogro.
—¿Deberíamos jurar que no romperemos más huesos?
—¡De todos modos, jamás me gustaron los huesos humanos!
—Creo que tenemos el vórtice delante —dijo Chester—. ¡Agárrate…, voy a entrar!
Dio un salto… directo hacia un panel de madera. La madera quedó destrozada bajo el impacto de sus cascos delanteros, y los dos cayeron de lleno en el vórtice.
El último pensamiento de Bink cuando el remolino los engulló, haciéndoles girar una y otra vez de forma brutal hacia abajo y permitiéndole vislumbrar brevemente su terrible y oscuro centro, fue: ¿qué le pasaría a la maldición que les estaba siguiendo? Luego giró hacia el olvido.