Por la mañana emprendieron su misión: tres hombres con problemas de mujeres. Todos reconocían su alegría por alejarse de sus situaciones y retornar a la aventura. A Crombie, en especial, le gustaba su nueva forma; con frecuencia extendía sus alas y realizaba pequeñas prácticas de vuelo.
La verdad era que el soldado tenía mucho por lo que alegrarse. Sus patas de león poseían unos músculos poderosos; y su cabeza de águila era hermosa, con unos ojos penetrantes, y las plumas de sus alas eran gloriosas. El plumaje de su cuello era de color azul, negro en la espalda, rojo en el pecho; las alas eran de color blanco. No podría hallarse un monstruo más bonito en Xanth.
Sin embargo, esto era el yermo, no un campo de juegos. En el momento en que abandonaron el Castillo Roogna, la magia hostil se cernió sobre ellos. La mayoría de los senderos que recorrían la vecindad habían sido encantados por orden del Rey, razón por la que los viajeros que no se apartaran de ellos apenas corrían peligro. No obstante, el Buen Mago Humfrey no era propenso a tener compañía, de modo que no existía ningún camino que condujera directamente a su castillo. Todos los caminos, por medio de la magia, conducían lejos de él. Eso significaba que no había ningún pasaje seguro.
Afortunadamente, el talento de localización de Crombie les ayudaba a mantener el rumbo correcto. Cada cierto tiempo, el soldado-grifo se detenía, cerraba los ojos, extendía un ala o una garra delantera, giraba y se paraba, señalando el camino. El sentido direccional de Crombie nunca se equivocaba. Lamentablemente, no se frenaba ante los inconvenientes del viaje en línea recta.
Con lo primero con que se toparon fue con un matorral de campanas del infierno. Las ramas de las plantas se alzaron, haciendo sonar de manera estridente sus campanas. El repiqueteo se hizo ensordecedor…, y desconcertante.
—¡Hemos de salir de aquí! —gritó Bink, pero supo que no podían oírle por encima del ruido.
Chester se llevó las manos a las orejas y se apoyó sobre las patas traseras, propinándole patadas a las campanas…; sin embargo, por cada una que aplastaba, una docena sonaba con más fuerza.
Crombie abrió las alas y aleteó con fuerza. Bink pensó que quería despegar, pero en cambio el grifo clavó las cuatro garras de sus patas en las apelotonadas ramas y las alzó con violencia hacia el cielo. Las ramas se estiraron y el clamor de las campanas se hizo tremendamente agudo, luego enmudeció. La tensión les impedía oscilar adecuadamente, razón por la que no podían repicar.
Bink y Chester aprovecharon la oportunidad para arrastrarse fuera del matorral. Entonces, Crombie las soltó y salió volando, más allá del alcance de las campanas. Se hallaban libres del peligro, pero les había servido como advertencia. Simplemente no podían seguir su trayecto como si estuvieran paseando por los caminos del Rey.
Prosiguieron la marcha, evitando con cuidado los árboles ahorcadores y las plantas lazo. Ahora Crombie también comprobaba los peligros más cercanos, al igual que la dirección adecuada. En algunos casos tuvieron que apartarse de lugares en apariencia inocuos, abriéndose paso a través de hierbas de escozor y pastos deslizantes. No obstante, confiaban en el talento de Crombie; mejor rascarse y patinar que una muerte ignominiosa.
La aventura ya no parecía tan excitante, una vez que se encontraban metidos de lleno en ella. Había muchos detalles pequeños y sucios, unidos a ciertos inconvenientes, que uno tendía a olvidar en la comodidad de casa o de palacio. A Bink comenzaban a dolerle las piernas de cabalgar sobre la espalda del centauro, y se sentía incómodamente sudoroso.
Cuando sintieron hambre, Crombie les señaló un árbol de refrescos que crecía en una parcela de arena de azúcar. Chester cogió una piedra afilada y abrió un agujero en el tronco del árbol, del que todos pudieron beber cuando comenzó a salir el líquido. Tenía el aspecto de sangre, lo cual, en un principio, les sorprendió; sin embargo, su sabor era de frambuesa. La arena de azúcar era demasiado dulce, por lo que ni siquiera comieron un poco. Crombie localizó un árbol de frutas de pan, que resultó ser mejor para sus paladares. Las barras estaban en su punto, soltaban un ligero vapor al abrirlas, y resultaron deliciosas.
Justo en el momento en que los tres empezaban a sentir de nuevo confianza, el peligro acudió en su busca. El talento de Crombie sólo operaba cuando se lo invocaba; no era una alerta automática. En este caso, la amenaza apareció en la forma de un dragón de tamaño mediano, terrestre y lanzallamas: uno de los peores enemigos de Xanth, a excepción de un dragón grande. Esos monstruos eran los amos del yermo, y era el patrón por el que se medía el resto de la ferocidad. Si se hubiera tratado de la variedad mayor, habrían estado perdidos. Tal como ocurrió, contra ese peso mediano, un hombre, un grifo y un centauro tenían una posibilidad de sobrevivir a la batalla.
No obstante, ¿por qué había venido el dragón en su busca? Usualmente, los dragones no atacaban a los hombres o a los centauros. Los dragones se enfrentaban a ellos sólo cuando no les quedaba más salida. Porque, aunque el dragón era el amo del yermo, el número, la organización y las armas de los hombres y los centauros los hacía mucho más formidables de lo que a los dragones les gustaba. Algunos hombres, como el Rey, poseían una magia que podía acabar con cualquier dragón. Normalmente, la gente y los dragones se dejaban mutuamente en paz.
Aquel enemigo anónimo…, ¿podía haber sido el que les enviara al dragón? Bastaba con un simple golpecito en el cerebro caliente y pequeño del monstruo…, y el resultado parecería un accidente normal del yermo. Bink recordó el análisis del Rey: que la magia de su enemigo era muy similar a la de él. No idéntica, por supuesto. Sí similar. Por lo tanto, insidiosa.
Entonces, sus ojos captaron un pequeño montón de tierra, aparentemente recién depositada. ¿El topo mágico aquí? ¡Todo Xanth debía hallarse infestado por las criaturas!
Tanto Crombie como Chester tenían unos corazones dispuestos a la lucha. Pero Bink, en última instancia, se apoyaba en su talento. El problema era que esa protección no se extendería necesariamente a sus dos amigos. Sólo metiéndose de lleno en la lucha podía esperar ayudarlos, ya que, entonces, su talento quizá se viera obligado a salvarlos a todos para poder salvarlo a él. Se sentía culpable al respecto, ya que sabía que su valor era falso; ellos podían morir mientras él estaba encantado. Sin embargo, ni siquiera podía hablarles del tema. Existía una gran cantidad de magia de esa clase en Xanth; era como si a esta le gustara cubrirse con un misterio superfluo, aumentándose a sí misma a la manera de una mujer bonita.
De cualquier modo, se vieron atrapados en un claro nivelado: el terreno ideal para la caza del dragón. No había ningún árbol grande que les pudiera proporcionar una cobertura o un medio de escape, y ninguna magia local de la que pudieran valerse con la suficiente rapidez. El dragón cargaba, de su boca salía una lanza de fuego. Un buen roce de esas llamas bastaría para asar a un hombre entero. Se rumoreaba que a los dragones les gustaban los hombres asados.
El arco de Chester apareció en sus manos, con una flecha preparada. Estaba bien pertrechado con arco, flechas, espada y unos metros de cuerda resistente; y sabía cómo usarlo todo.
—¡Manteneos fuera del alcance de las llamas! —aulló—. Entre llamaradas, necesita tiempo para recargarse. ¡Cuando veáis que se llena de aire, cubrios!
¡Buen consejo! Cualquier criatura del tamaño de un dragón era un poco lenta en maniobrar, y su chorro de fuego necesitaba una puntería bien calculada. De hecho, tal vez se hallaran más seguros cerca del monstruo, ya que así podrían esquivarlo con la suficiente velocidad como para que no pudiera concentrarse bien en ellos. No demasiado cerca, debido a que los dientes y garras del dragón eran devastadores.
Sin embargo, también Crombie estaba provisto de garras, y el pico, a su manera, era tan bueno como los dientes. Además, disponía de la ventaja del vuelo. Podía maniobrar más rápido que el dragón, a pesar de su masa, aunque, por supuesto, su peso sólo era una fracción del que tenía el dragón. Pero, al no ser un grifo natural, no podía reaccionar con la misma velocidad y precisión que uno de verdad.
Bink era el eslabón más débil en la cadena defensiva…, o eso es lo que, naturalmente, creerían los otros.
—¡Bink, retrocede! —gritó Chester, cuando Bink cargó.
Bink no tenía forma de explicarle al centauro su aparente estupidez.
El dragón desaceleró cuando llegó a la distancia de un largo de dragón, con los ojos clavados en su oponente más formidable: el grifo. Crombie emitió un aullido de desafío y descendió sobre la cola del dragón. A medida que la cabeza del monstruo giraba para seguirle, Chester le disparó una flecha al cuello. La saeta se clavó con la fuerza que sólo un centauro podía imprimir, pero simplemente rebotó en las escamas metálicas del dragón.
—He de meterle una flecha en la boca…, cuando se quede sin fuego —musitó Chester.
Bink sabía lo peligroso que era eso. Un disparo limpio en la boca únicamente se podía conseguir estando, más o menos, enfrente del dragón mientras este abría su orificio…, y, normalmente, lo hacía sólo para morder o lanzar llamas.
—¡No te arriesgues! —gritó—. ¡Deja que Crombie nos encuentre una ruta de escape!
Pero Crombie se encontraba lejos y no podía oírles; además, se hallaba ocupado y, de cualquier modo, el belicoso centauro no estaba dispuesto a la retirada. Si no atacaban al dragón en un momento que les fuera propicio, este les demolería cuando a él le resultara propicio.
Bink se le acercó con la espada preparada, buscando un punto vulnerable. Cuanto más se aproximaba, más grande parecía el dragón. Tenía el cuerpo protegido por escamas superpuestas; quizá le cubrieran de la mayoría de las flechas, pero tal vez una espada pudiera penetrar entre ellas. Si lograba atravesar su armadura en las inmediaciones de algún órgano vital…
Crombie, con un agudo grito, se lanzó en picado hacia el dragón. El bombardeo directo de un grifo era algo que ni siquiera un dragón podía ignorar. La bestia se volvió, todo su cuerpo se enroscó con suavidad, y la cabeza se alzó en un círculo para interceptar al grifo. Las enormes fauces se abrieron, pero aún no estaba listo para lanzar las llamas; si podía, lo que pretendía era arrancarle un ala o la cabeza. Tenía el cuello doblado delante de Bink, a quien no contemplaba como una amenaza.
Chester disparó una flecha al interior de esa boca, pero su ángulo de tiro era malo, y el proyectil rebotó contra un diente. Crombie se acercó con las garras extendidas, frenando para evitar las fauces abiertas y poder sacarle un ojo. Bink corrió hacia el dragón y empotró la punta encantada de su acero en las estiradas escamas que había debajo del cuello.
El cuerpo del dragón era tan grueso como alto era Bink, y cada escama tenía el diámetro de una mano con los dedos abiertos, de un azul lustroso y de bordes iridiscentes. Eran tan afiladas como un cuchillo. Mientras la espada de Bink se hundía, esas hermosas y mortales escamas se acercaron hasta su mano. Bruscamente, se dio cuenta de que podía cercenarle la mano antes de que su espada le produjera algún daño crítico al monstruo. ¡Realmente, era algo fútil el que un hombre intentara matar a un dragón!
Sin embargo, la estocada de Bink le dolió, del mismo modo que el pinchazo de una espina podía herir a un hombre. El dragón giró rápidamente para centrarse en esa molestia. Dobló el cuello en una curva con forma de S y acercó el hocico a Bink. Desde esa distancia, ese hocico parecía el doble de grande. Le llegaba hasta la cintura y era cobriza, con dos válvulas en las fosas nasales que giraban hacia dentro para evitar que expeliera el aire. El dragón inspiraba por la nariz y expelía por la boca; con toda seguridad, unas pocas llamas podrían destruir los delicados conductos nasales, de modo que el sistema debía de tener un sistema de seguridad. Debajo, los labios eran bruñidos y de un color más claro, como si fueran de una aleación de un metal más resistente, capaz de soportar el calor de horno del aliento del dragón. Los dientes estaban manchados de un color marrón chamuscado, con hollín negro entre las separaciones.
Los ojos se hallaban situados a los lados del cráneo, pero el hocico estaba acanalado para que la criatura pudiera ver hacia dónde lanzaba las llamas. En ese momento, los ojos se centraron en Bink, que se encontraba allí de pie con una mano sobre el pomo de la espada que había empotrado en la curva inferior del cuello con forma de S. Los dragones poseían una inteligencia variada, igual que todas las criaturas; sin embargo, incluso un dragón estúpido sería lo suficientemente listo como para asociar, en esas circunstancias, a Bink con la herida. Las válvulas de las fosas nasales se cerraron con un pequeño sonido metálico. La boca se abrió. Bink estaba a punto de ser asado en su totalidad.
Se quedó petrificado. En lo único en lo que pudo pensar fue en su espada: era una buena arma, con un encantamiento que la mantenía siempre afilada y ligera en su mano, un regalo del arsenal del Rey. Si se apartaba del monstruo, tendría que dejar ese fiel acero clavado en el cuello del dragón, ya que no disponía de tiempo para arrancársela. Como no deseaba perderla, se aferró a ella…, y fue incapaz de alejarse de la trayectoria que seguirían las llamas.
Un rugido fue creciendo en el estómago del dragón. La garganta se abrió, formando un tubo redondo, preparada para escupir la columna de fuego. Bink era un blanco inmóvil.
Entonces, una flecha pasó silbando por encima del hombro de Bink y se introdujo por la garganta abierta. ¡Un disparo perfecto del centauro!
Demasiado perfecto. En vez de atravesar la capa más suave de la garganta y clavarse en un órgano vital, la flecha desapareció en las crepitantes llamas. Las llamas brotaron de la boca del dragón, una mortal lanza de luz dorada que incineró la flecha, camino de la cabeza de Bink.
Y el grifo se estrelló contra el hocico del dragón, haciendo que se cerrara justo en el momento en que emergía el fuego. El hocico chocó contra el suelo a los pies de Bink. Se oyó algo parecido a una explosión. La cabeza del dragón quedó bañada por el resplandor, y un pequeño cráter apareció en la tierra. El grifo se salvó por los pelos de no ver chamuscada una de sus alas. Bink quedó allí erguido, la espada en la mano, en el borde humeante del cráter, intacto.
El grifo agarró a Bink con sus garras en el instante en que el dragón comenzaba a orientarse de nuevo. Estaban ya en el aire cuando un segundo chorro de fuego pasó debajo de los colgantes pies de Bink.
Crombie no podía aguantar demasiado tiempo el peso de Bink en el suelo, y menos aún en el aire.
—¡Busca una salida! —gritó Bink—. ¡Utiliza tu talento!
Sorprendido, el grifo soltó a Bink sobre un matorral y realizó su rutina de búsqueda de dirección en mitad del aire. Mientras tanto, el dragón tosió varias bolas de fuego, soltó un poco de hollín, se aclaró el gaznate y cargó contra ellos. Chester galopó a su lado con la intención de conseguir otro buen disparo. Era evidente que este dragón era demasiado duro incluso para ellos tres juntos.
El ala derecha de Crombie señaló a un lado.
—¡Squawk! —chilló.
Chester giró y atravesó el sendero.
—¡A mi espalda! —exclamó.
Bink dio un salto y cayó sobre el lomo del centauro. Comenzó a deslizarse, manoteó con frenesí; agarró un puñado de crin y se enderezó mientras el centauro seguía la galopada con la cabeza gacha. Bink casi se fue hacia delante, pero entrecerró las rodillas con fuerza y resistió.
Alzó la vista…, y vio que el dragón cargaba directamente contra ellos. ¡El monstruo también debía de haber girado!
—¡Chester! —aulló Bink, presa del pánico—. ¡Está delante de nosotros!
—¡Delante, y un infierno! —gritó el centauro a su espalda—. Te has sentado al revés, tonto.
Uff. Era verdad. El dragón les seguía. Bink se aferraba a la bonita cola del centauro. ¡No le parecía extraño que le pareciera que tenía la cabeza baja!
Bueno, era una excelente forma de observar al dragón.
—El monstruo está reduciendo la distancia —informó Bink—. ¿Hacia dónde señala Crombie?
—¡En esa dirección vamos! —replicó Chester—. ¡Pero no sé a qué distancia se encuentra!
Era comprensible su evidente cólera; no le agradaba huir de un enemigo, ni siquiera de uno tan formidable como el dragón. De no ser por Bink, el centauro jamás habría retrocedido.
Crombie había señalado la dirección, aunque no podía saber si llegarían hasta el lugar a tiempo. ¿Y si el dragón los atrapaba primero? Bink temió que su talento tendría que entrar en acción de nuevo.
—Fue el acto más valeroso que jamás vi en un hombre —dijo Chester. Estaba claro que sentía que los centauros se movían por unos parámetros más elevados de coraje—. Te quedaste justo delante de la boca del dragón para llamar su atención, y te mantuviste en una inmovilidad completa para permitirme un disparo limpio por encima de ti. Te podría haber calcinado.
O haberme atravesado la flecha del centauro. Sin embargo, estos erraban el blanco en muy contadas ocasiones.
—Eso no fue valentía —replicó Bink—. Estaba tan asustado que no pude mover ni un músculo.
—¿Y eso? ¿Qué me dices del momento en que enterraste tu espada en el cuello del lanzallamas?
Había parecido valor. ¿Cómo podía explicarle Bink que la protección que le brindaba su sinuoso talento hacía que esos actos resultaran más fáciles? Si de verdad hubiera pensado que le podía matar, quizá nunca habría tenido el temple suficiente para hacerlo.
—Sólo actué como tú: ataqué. Para salvar mi pellejo.
Chester bufó, mofándose, y continuó la carrera. El dragón seguía ganándoles terreno. Si hubiera sido volador, ya estarían perdidos…; aunque los dragones voladores eran más pequeños y, por lo tanto, menos poderosos. No obstante, cualquier dragón era un problema real, a no ser que el atacado poseyera una magia anuladora.
El dragón entraba ya en el campo de acción de sus llamas. Tenía la nariz manchada de tierra, pero eso no afectaba al fuego. Abrió la boca…
Chester cayó en un agujero.
—¡Agárrate! —gritó el centauro, tardíamente—. ¡Es una zanja demasiado ancha para saltarla!
Estaba claro. Bink evitó a duras penas dar una voltereta por encima de la cola del centauro, se aferró con todas sus fuerzas, y aterrizó con un tremendo impacto. Los muros se alzaron con rapidez a ambos lados de ellos. Debían haberse aproximado a esta zanja de forma oblicua, por eso cayeron con tanta facilidad. Esta tenía que ser la escapatoria que Crombie había indicado. El grifo descendía para unírseles.
Sin embargo, el dragón les siguió dentro de la grieta. Su cuerpo largo y sinuoso estaba bien adaptado para ese tipo de aberturas. No existía ninguna hendidura en la que pudiera ocultarse un centauro que fuera demasiado pequeña para un dragón. Bink se sintió indeciso; ¿podía tratarse de una desviación en vez de una vía de escape?
De repente, Chester frenó.
—¡No pares! —le gritó Bink—. ¡El monstruo se encuentra a nuestras espaldas!
—Vaya escapatoria que nos buscó ese cabeza de plumas —musitó Chester con disgusto—. Será mejor que nos enfrentemos al dragón.
—Tendremos que hacerlo —admitió Bink, volviéndose para dirigirse a la cabeza del centauro—. No podemos dejarlo atrás…
Entonces vio lo que había detenido a Chester.
—¡Niquelpiés! —gritó con renovado terror.
El dragón también los había visto. Se detuvo, patinando, e intentó dar la vuelta…, pero la grieta era demasiado estrecha para realizar un giro efectivo. Se podría haber alzado, enroscándose por encima de su propio cuerpo; sin embargo, ello le hubiera obligado a exponer otra vez su cuello, donde ya había sido herido.
Crombie aterrizó entre ellos.
—¿Esta era tu escapatoria, cerebro de pájaro? —exigió Chester, a medida que los niquelpiés se arracimaban, formando barricadas vivas donde hubiera alguna sombra, cortándoles cualquier posible escapatoria.
—¡Squawk! —replicó colérico el grifo.
Había entendido perfectamente el insulto, aunque no pudiera contestar en el mismo idioma. Se irguió, con las alas plegadas para que no chocaran contra los muros y corrieran el riesgo de quebrarse. Cerró los ojos, giró de forma extraña y señaló con una pata delantera. No obstante, la pata no estaba firme; oscilaba en un semicírculo.
Unos pocos niquelpiés más decididos atacaron. Cada uno se hallaba equipado con unas quinientas patas y un solo par de pinzas; a todos les encantaba la carne fresca. Con cierto esfuerzo y bastante asco, se podía matar a uno; pero cien eran inconquistables a menos que estuvieras pertrechado con una coraza o una magia extraordinarias. Sin embargo, tenían que intentarlo, ya que, si había algo peor que ser asado por un dragón, eso era ser despedazado por un niquelpiés.
El dragón emitió un quejido. Un niquelpiés se había pegado a su pata delantera y le estaba arrancando un trozo de sustancia de un diámetro de tres centímetros. Las garras del dragón eran de acero, pero las pinzas del niquelpiés se hallaban endurecidas por la magia; eran capaces de despedazar casi cualquier cosa. Chester se rió entre dientes de forma sombría.
Entonces, el centauro dio un gran salto a la vez que soltaba un grito muy parecido a un relincho. Otro niquelpiés le había arrancado un trozo de un casco. Chester, al aterrizar, cayó con toda la fuerza de su pata para aplastarlo. Pero el niquelpiés se había escurrido a un lado, esquivando el golpe…, mientras otros atacaban los cascos sanos de Chester. Y el dragón se rió entre dientes.
No obstante, la situación no tenía nada de gracioso. La grieta era demasiado profunda, con un fondo llano debajo de paredes rocosas totalmente verticales. Era demasiado honda para que Bink pudiera saltarla. Quizá lo habría conseguido de pie sobre el lomo de Chester…, pero ¿cómo saldría el propio centauro? El dragón podía alzar la cabeza toda esa altura…, pero no sus patas delanteras. Sólo el grifo tenía la posibilidad de escapar…, salvo por el hecho de que la estrechez de la grieta le impedía abrir lo suficiente las alas. Había aterrizado dejándose caer suavemente; no obstante, despegar requería una acción y un impulso más vigorosos. Con la ayuda de Chester tal vez pudiera alzarse…, pero, de nuevo, ¿qué ocurriría con el centauro? Se hallaban atrapados tanto por la situación como por las paredes.
Si no salían de ahí, muy pronto serían el almuerzo del enjambre. Sin embargo, la masa del dragón bloqueaba la salida. Por aquel entonces el dragón se revolvía nervioso, tratando de alzar su cuerpo por encima del suelo para que sus partes más vulnerables no fueras arrancadas, mientras los niquelpiés se dirigían contentos hacia sus patas. Chester obraba de forma similar. Y también Crombie, que, de momento, no podía volar.
Y el mismo Bink, cuyas extremidades eran las más delicadas. ¿Dónde se hallaba su talento ahora?
—Lo único que los está conteniendo es la luz del sol —dijo Chester—. Cuando el sol se ponga, caerán sobre nosotros.
Bink miró la línea de sombra. El sol se encontraba alto en el cielo, y únicamente había una pequeña parcela sombreada.
Y esa zona estaba atestada por los pequeños monstruos. Sólo un niquelpiés entre cien se atrevió a introducirse en la luz, escurriéndose hasta la sombra proyectada por otro cuerpo…; pero, aun así, había una docena o más que se aprestaban a realizar lo mismo.
Entonces, Bink tuvo una inspiración.
—¡Tenemos que cooperar! —gritó—. Todos juntos…, ¡antes de que nos devoren!
—Claro —repuso Chester—. Pero ¿cómo nos deshacemos del dragón?
—¡Quiero decir, cooperar con el dragón!
Chester, Crombie y el dragón le miraron, mutuamente sorprendidos. Todos seguían bailando en sus respectivos sitios.
—Un dragón es demasiado tonto para cooperar, ni aunque lo deseara —objetó Chester—. Ni aunque tuviera algún sentido hacerlo. El cerebro del monstruo funciona como si tuviera una luz piloto encendida. ¿Por qué ayudarle a que nos devore?
—Hemos de establecer una tregua —comentó Bink—. Le ayudamos, y él no nos come. El dragón no puede volverse, tampoco puede alzar su cuerpo durante mucho tiempo. Es tan vulnerable como nosotros. Sin embargo, puede luchar contra los niquelpiés mucho mejor que nosotros. De modo que, si le protegemos el flanco…
—¡Las llamas! —exclamó Chester—. Los niquelpiés odian la luz… ¡y las llamas tienen un montón de luz!
—Correcto —repuso Bink—. De forma que, si le protegemos su lado oscuro y las patas…
—Y la espalda —añadió Chester, mirando a Crombie—. Si se decide a confiar en nosotros…
—No dispone de otra salida —replicó Bink, y se dirigió hacia el dragón.
—¡No lo sabe! ¡Cuidado… te freirá!
Pero Bink, protegido por su magia, sabía que no le iban a asar. Se acercó hasta la nariz del dragón y se detuvo delante de sus cobrizas fosas nasales. Hilillos de humo flotaban de ellas; cuando el sistema no estaba en funcionamiento, había una pequeña pérdida.
—Dragón —dijo—, me comprendes, ¿verdad? No puedes hablar, pero sabes que nos encontramos todos en un grave problema, y que los niquelpiés nos despedazarán y nos devorarán, a menos que nos ayudemos todos a escapar.
Dio un salto para esquivar el ataque de otro niquelpiés.
El dragón no respondió. Simplemente le miró. Bink esperó que eso fuera una buena señal. Extrajo la espada, observó al niquelpiés que tenía entre los pies y lo empaló. La cosa agitó las pinzas cuando Bink lo alzó, esforzándose por coger lo que fuera con ellas. Desde esa perspectiva, las pinzas eran circulares; normalmente, un niquelpiés se aferraba a su presa con unos cientos de patas y excavaba un agujero, sacando un disco de carne. ¡Horrible!
—Yo puedo matar a uno por vez —continuó Bink, mostrándole por el ojo derecho su prisionero al dragón—. Podría sentarme sobre una de tus patas y protegerla. Mi amigo el centauro podría vigilar tu cola. El grifo, que en realidad es un soldado transformado, es otro amigo; él podría cuidar que no te cayeran enemigos en la espalda, atravesándolos con su pico. Podemos ayudarte… si confías en nosotros.
—¿Y cómo podremos confiar nosotros en él? —quiso saber Chester.
El dragón todavía seguía sin reaccionar. ¿Era estúpido o inteligente? Mientras le escuchara, Bink tenía que creer que todo marchaba razonablemente bien.
—Esto es lo que tenemos que hacer —continuó deprisa, a medida que las sombras crecían y los niquelpiés se excitaban más. En ese instante, tres de ellos se dirigían hacia los pies de Bink; sería difícil ensartarlos a todos a la vez—. Los tres hemos de subir por encima tuyo para apostarnos en tu cola y patas traseras. Crombie se quedará en tu espalda. De modo que has de dejarnos pasar y soportar nuestro peso sobre tu cuerpo. Realizaremos todo lo que esté a nuestro alcance para que tus escamas sigan intactas. Sin embargo, la tarea principal depende de ti. Una vez que escalemos tu cuerpo, fríe a todos los niquelpiés que hay en la grieta delante de ti. Entonces, todos podremos salir retrocediendo. ¿De acuerdo?
El dragón seguía mirándole. ¿Lo habría comprendido? Chester intervino.
—Dragón, sabes que los centauros somos criaturas de honor. ¡Todo el mundo lo sabe! Te doy mi palabra de que no te atacaré si me dejas pasar. Conozco a Bink; aunque sea un hombre, también es una criatura de honor. Y el grifo… —dudó.
—¡Squawk! —repuso Crombie, enojado.
—Crombie es una criatura de honor —comentó Bink con rapidez—. Suponemos que tú también lo eres, dragón.
El dragón siguió con la misma actitud. Bink se dio cuenta de que tendría que arriesgarse. Quizás el dragón fuera demasiado estúpido para entender la naturaleza de su oferta, o tal vez aún no confiaba en ellos. Era posible que no dispusiera de ninguna manera de responderles. Tendrían que arriesgarse con la última alternativa.
—Voy a subir por tu espalda —dijo Bink—. Mis amigos me seguirán. La tregua se mantendrá hasta que todos salgamos de la grieta.
Tregua. Había aprendido a apreciar esta forma de compromiso hacía un año, cuando él y Camaleón pactaron una tregua con el Mago Maligno. Aquel arreglo les había salvado a todos del desastre en el yermo. Parecía como si ningún enemigo fuera demasiado terrible como para no entenderte en tiempos de peligro.
De nuevo le habló al silencioso dragón.
—Si no me crees, ásanos ahora, y enfréntate solo a los niquelpiés.
Bink, decidido, rodeó la cabeza del dragón y se dirigió a la base de su cuello, de donde salían las patas delanteras. Vio la herida que le había producido, por la que caían jugos que un niquelpiés estaba chupando con gula a medida que llegaban al suelo. El pequeño monstruo arrancaba discos de piedra del suelo para no perderse ni una gota del líquido que se derramaba. ¡En todo Xanth no había monstruo más rapaz, para su tamaño, que el niquelpiés!
Después de limpiar la mancha dejada por el bicho que había empalado, Bink enfundó la espada, extendió los brazos y dio un salto. Su cabeza y torso superaron el tope de la pata, y empezó a trepar por las escamas. Al estar aplanadas, no le cortaron…, y no lo harían mientras no se sujetara por el lado equivocado. El dragón no se movió.
—¡Vamos, Chester, Crombie! —llamó.
Alentados por su voz y por los niquelpiés que se cerraban sobre ellos, le siguieron. El dragón los miró con cautela, pero contuvo sus llamas. Pronto los tres se habían acomodado en sus puestos de batalla. Y justo a tiempo; los niquelpiés se habían arracimado tan densamente, que las paredes rocosas mostraban sus sombras. Avanzaba de forma inexorable.
—¡Fríe ese pasaje! —le gritó Bink al dragón—. ¡Ya estamos preparados para proteger tus flancos!
Sacó la espada y atravesó a otro monstruo con la punta del acero.
El dragón respondió eructando una tremenda tromba de fuego. Chamuscó toda la grieta, ocultándolo todo bajo las llamas y el humo. Era como si hubiera caído un rayo. Los niquelpiés chirriaron a medida que caían de las paredes, ardiendo y, algunos, estallando. ¡Éxito!
—Muy bien —le comentó Bink al dragón, mientras se secaba los ojos. Habían recibido un chorro rebotado de caliente gas—. Ahora retrocede.
La criatura no se movió.
—No puede hacerlo —repuso Chester, dándose cuenta de la situación—. Sus piernas no funcionan de esa manera. Un dragón no puede retroceder jamás.
Bink comprendió que era verdad. El dragón era flexible y, normalmente, se enroscaba para invertir su curso. Sus patas y pies estaban formados de forma que únicamente podían avanzar. Y entendía por qué no había manifestado su acuerdo a la proposición de Bink; no podía expresarse. Sin palabras, no podría explicarse; cualquier negativa habría parecido un rechazo de la tregua. Incluso una criatura muy inteligente se habría encontrado ante un dilema en la misma situación, y el dragón era bastante menos que eso. Sólo podía quedarse callado.
—¡Pero eso significa que nuestra única alternativa es adentrarnos más en la grieta! —repuso Bink, irritado—. O esperar hasta que anochezca.
Cualquiera de las dos elecciones era el desastre; en la oscuridad total, los niquelpiés caerían sobre ellos en masa y arrancarían cada parte de sus cuerpos en trozos circulares llamados comúnmente níqueles, de donde derivaba su nombre. ¡Qué destino tan espantoso, verse niquelado hasta la muerte!
La llama del dragón no duraría para siempre; la criatura tenía que recargarse. Era lo que intentó desde el principio cuando se dedicó a perseguirlos. En el instante en que sus llamas cesaran, los niquelpiés se lanzarían de nuevo sobre ellos.
—No podemos salvar al dragón —comentó Chester—. Súbete a mi espalda, Bink; galoparé fuera de aquí, ahora que hemos dejado atrás a la obstrucción. Crombie puede emprender el vuelo desde el lomo del dragón.
—No —contestó Bink con firmeza—. Eso violaría nuestra tregua. Acordamos que nos ayudaríamos mutuamente a salir.
—No es verdad —replicó el centauro, enojado—. Acordamos no atacarlo. Y no lo haremos. Simplemente, lo dejaremos.
—¿Y permitiremos que, a cambio, lo ataquen los niquelpiés? —acabó Bink—. Eso no es lo que yo tenía en mente. Marchaos, si así lo deseáis; yo cumpliré mi compromiso, tanto el tácito como el literal.
Chester sacudió la cabeza.
—Además de ser el hombre más valiente que he visto, también eres el más cabezota.
Valiente y testarudo. Bink deseó que fuera verdad. Apoyado por su talento, podía correr riesgos y respetar pactos que, de otro modo, tal vez habría negado. Crombie y Chester eran los que poseían un genuino coraje; ellos sabían que podían morir. De nuevo se sintió culpable, sabiendo que, de alguna forma, saldría de esta, mientras que sus amigos no tenían tal certeza. Sin embargo, estaba seguro de que no le abandonarían. Iba a hacer que corrieran un inmenso peligro…, para respetar la tregua pactada con un enemigo que había intentado matarlos a los tres. ¿Dónde se hallaba el camino ético?
—Si no podemos retroceder, entonces tendremos que avanzar —decidió Chester—. Dile a tu amigo que prepare el vapor. La ironía no era nada sutil…, pero Chester no era un centauro sutil. De hecho, era un camorrista al que le gustaba discutir. No obstante, era un amigo leal. La culpabilidad de Bink no desapareció. Su única esperanza radicaba en que, mientras siguieran juntos en este apuro, su magia pudiera sacarlos de él a todos. Ojalá.
—Dragón, si te parece bien… —le habló Bink—. Quizá haya una salida más adelante.
—Quizá la luna no esté formada por queso verde —murmuró Chester.
Se trataba de un sarcasmo; sin embargo, le recordó nítidamente a Bink una época de su infancia, cuando se produjo lo que los centauros llamaban un eclipse: el sol había colisionado con la luna y le había arrancado un gran trozo de superficie, y un enorme pedazo del queso había caído al suelo. Todo el Poblado del Norte se atiborró antes de que se pudriera. El queso verde era el mejor…, pero sólo crecía bien en el cielo. Los mejores pasteles también se hallaban en el cielo.
El dragón avanzó. Bink tuvo que rodear su tobillo con los brazos para no caerse; ¡era peor que cabalgar sobre un centauro! Crombie extendió las alas en busca de un equilibrio parcial, y Chester, que venía en la retaguardia, trotó hacia atrás, sorprendido: lo que era un paso precavido para el dragón representaba un ritmo vivo para los otros.
Bink temía que la grieta se estrechara más adelante, imposibilitándoles el avance. ¡Entonces sí que tendría una crisis de conciencia! Pero se estabilizó, extendiéndose interminable hacia delante, con curvas intermitentes, razón por la que no podían ver ninguna salida. Periódicamente, el dragón barría el sendero con un bufido ígneo. Bink se dio cuenta de que las llamas se volvían cada vez más débiles. Hacía falta mucha energía para lanzar fuego, y el dragón estaba hambriento y cada vez más cansado. Antes de que transcurriera mucho tiempo ya no sería capaz de quitarse de encima a los niquelpiés. ¿Les gustaba a los dragones el queso verde? ¡Qué pensamiento tan irrelevante! Aunque el queso les reinstaurara el fuego, no tenían ninguna luna disponible en ese momento, y, aunque la luna estuviera en el cielo, ¿cómo podrían alcanzarla?
Entonces, la grieta se bifurcó. El dragón se detuvo, perplejo. ¿Cuál era la mejor ruta?
Crombie cerró sus ojos de grifo y giró tan bien como pudo sobre la espalda del dragón. Pero su ala señaló otra vez de forma errática, abarcando los dos caminos, hasta que, finalmente, se plegó, derrotada. Estaba claro que el talento de Crombie necesitaba el tratamiento de un doctor en hechizos…, en un momento de lo más inoportuno.
—Confía, que el cerebro de pájaro lo estropeará todo —musitó Chester.
Crombie, cuya capacidad de escucha permanecía en buen funcionamiento, reaccionó colérico. Graznó y caminó por encima del dragón en dirección del centauro, con las plumas alrededor del cuello erizadas como el pelaje de un lobo.
—¡Calmaos! —gritó Bink—. ¡Nunca saldremos de aquí si nos peleamos entre nosotros!
A regañadientes, Crombie volvió a su puesto. Parecía que la elección del camino reposaba en Bink.
¿Existía alguna posibilidad de que las dos ramificaciones se volvieran a unir más adelante? Si fuera así, esta sería la forma idónea para conseguir que el dragón pudiera girar y todos lograran salir de ahí. Sin embargo, no era muy probable. De cualquier modo, si se diera ese caso, poco importaría el camino que siguieran.
—Vayamos por la izquierda.
El dragón se metió en el ramal de la izquierda. Los niquelpiés les siguieron. Se hacía cada vez más difícil dejarlos atrás; las sombras no sólo estaban avanzando, sino que el ángulo oblicuo del nuevo paso dejaba un espacio más breve para que penetrara la luz solar.
El paso se volvió a dividir. ¡Oh, no! Se estaba convirtiendo en un laberinto…, en uno muy serio y mortal. Si se perdían aquí…
—Sigue a la izquierda —dijo Bink.
Era terrible; su elección se basaba en la adivinanza, y los metía a cada segundo en más problemas. ¡Si tan sólo el talento de Crombie fuera operativo en este lugar! Qué extraño cómo había fallado. Parecía que funcionaba bien antes de que entraran en la grieta. De hecho, les había indicado este camino. ¿Por qué les envió a una región en la que no era operativo? ¿Y por qué el propio talento de Bink permitió que ocurriera? ¿Había fallado también?
De repente, sintió miedo. No se había dado cuenta de lo que se había acostumbrado a su talento. ¡Sin él, era vulnerable! Podía ser herido o muerto por la magia.
¡No! No podía creerlo. Su magia tenía que seguir en él…, y también la de Crombie. Sólo tenía que dilucidar por qué no funcionaban ahora.
¿Funcionaban mal? ¿Cómo lo sabía? Quizás esos talentos lo que intentaban era cumplir con su trabajo, y no se los interpretaba adecuadamente. Como el dragón, eran poderosos pero mudos. Simplemente, Crombie debía formular la pregunta correcta. Si preguntaba: «¿Qué camino conduce fuera de este laberinto?», era muy posible que cualquiera lo hiciera…, o ninguno. Entonces, ¿qué haría su talento? Si le exigía la dirección específica para salir, y la vía de escape se curvaba, ¿no tendría que curvarse también la extremidad con la que señalaba? No existía una única dirección, una única alternativa; la salida era un laberinto. Razón por la que Crombie se sentía perplejo, creyendo que su talento había fallado, cuando, quizá, lo único que había hecho era marcharse enfadado.
Supón que el talento de Bink estaba al tanto de ello. No tendría motivos de preocupación; le mostraría, a su debido momento, una forma en la que podría volver operativo el talento de Crombie. Sin embargo, sería mejor si al propio Bink se le ocurría la salida, ya que, de ese modo, se aseguraría de que todos escaparan. Así, se mantendría tanto la amistad como el honor.
Esta era la prueba para su temple. ¿Cómo podía solucionar el acertijo del talento parado? Estaba claro que una dirección recta no era la respuesta para la salida. No obstante, el talento de Crombie era direccional. Preguntaba dónde se encontraba algo, y le mostraba la dirección. Si, en este caso, la respuesta no radicaba en la dirección, ¿de qué se trataba… y cómo podría identificarlo Crombie?
Tal vez pudiera utilizar el talento del mismo Crombie para averiguarlo.
—Crombie —llamó por encima del cuerpo del dragón—. ¿Dónde hay algo que nos saque de aquí?
El grifo, obsequioso, repitió su rutina, sin ningún efecto.
—No sirve —masculló Chester—. Su talento se ha marchitado. No es que alguna vez sirviera para mucho. Ahora bien, si yo tuviera uno…
Crombie lanzó un graznido, y su tono fue tal que estaba claro que el centauro había recibido un abundante discurso sobre los orificios disponibles por donde podía meterse semejante talento. Las orejas de Chester enrojecieron.
—Tu presencia es para averiguar cuál es —le recordó Bink—. En este instante, Crombie es lo único que tenemos. Si pudiéramos disponer del tiempo, creo que existe una clave. —Se interrumpió para atravesar a otro niquelpiés. Las cosas morían lentamente, pero no proseguían con su ataque una vez empalados. No podían; sus compañeros los despedazaban en el acto. ¡Pronto se verían obligados a concentrarse sólo en los niquelpiés!—. Crombie, ¿dónde hay algo que nos pueda mostrar una salida de aquí?
—Se lo acabas de preguntar —gruñó Chester.
—No, he modificado ligeramente el lenguaje. Mostrar no es lo mismo que…
Se detuvo y observó al grifo. Durante un momento, pareció que el talento de Crombie funcionaba; sin embargo, luego su ala osciló de uno a otro lado y se rindió.
—Creo que nos estamos acercando —comentó Bink, con una falsa esperanza—. Crombie, ¿dónde hay algo que detenga a los niquelpiés?
El ala de Crombie señaló hacia arriba.
—Claro —dijo Chester, irritado—. El sol. Pero lo oculta una nube.
—Por lo menos ha probado que su talento es operativo.
Llegaron a otra bifurcación.
—Crombie, ¿qué sendero nos conducirá más rápidamente hacia aquello que nos puede ayudar? —inquirió Bink.
El ala señaló decidida hacia la derecha.
—¡Hey, ha funcionado! —exclamó Chester, en tono burlón—. A no ser que nos esté engañando.
Crombie emitió otro insultante graznido, que casi se bastó para chamuscar por sí mismo a unos cuantos niquelpiés.
Sin embargo, ahora el sol se hallaba oculto por la nube, sumiendo toda la hendidura en una terrible sombra. Los niquelpiés se acercaron con un múltiple chasquido de satisfacción y anticipación, unido a una común codicia.
—¡Dragón, coge la bifurcación de la derecha! —gritó Bink—. Ilumínala delante de ti, y corre. Usa tus últimas reservas de fuego si es preciso. Vamos por el buen camino.
Eso esperaba.
El dragón respondió con un terrible relámpago de fuego que iluminó el paso durante un largo trecho. De nuevo los niquelpiés emitieron sus quejidos al morir. El dragón galopó por encima de sus humeantes cadáveres, llevando consigo a Bink y a Chester y a Crombie. Pero se estaba agotando.
Algo destelló en el oscuro paso que tenían delante. Bink respiró esperanzado…; sin embargo, pronto se dio cuenta de que se trataba de un fuego fatuo. ¡No era ayuda!
¿Que no era ayuda? De repente, Bink recordó algo.
—¡Eso es! —gritó—. ¡Dragón, sigue a ese fuego!
El dragón obedeció, a pesar del relincho de incredulidad de Chester. Ya se le habían agotado las llamas, tenía el horno casi exhausto; no obstante, aún podía correr a una respetable velocidad. El fuego fatuo zigzagueó, tal como suelen hacerlo, siempre al borde de la percepción. Su espíritu era burlón por naturaleza. El dragón se introdujo en una ramificación detrás de la otra, completamente perdido…, y, de súbito, salió al lecho de un río seco.
—¡Hemos escapado! —gritó Bink; apenas podía creerlo. Pero aún no se hallaban a salvo; los niquelpiés se amontonaban fuera de la grieta.
Bink y Chester saltaron del dragón y subieron la hondonada, y se hallaron entre las cenizas de un antiguo incendio. Crombie extendió las alas y se elevó al cielo con un graznido de alivio total. Los niquelpiés ni siquiera siguieron al dragón; no se deslizaban bien entre las cenizas, y corrían el peligro de verse atrapados por la luz del sol. El grupo se hallaba a salvo.
El dragón se derrumbó, jadeante, entre una nube de ceniza. Bink dio un rodeo y se detuvo delante de su hocico.
—Dragón, libramos una buena batalla, y tú ibas ganando. Escapamos, y nos seguiste, y todos nos vimos atrapados en la hendidura. Pactamos una tregua para escapar, y la respetaste, del mismo modo que nosotros. Al aunar nuestros esfuerzos, hemos salvado las vidas. Ahora bien, preferiría tenerte como amigo que como un enemigo. ¿Aceptarás la amistad de los tres antes de separarnos?
El dragón le miró. Por fin, despacio, inclinó levemente el hocico hacia adelante, en un gesto de afirmación.
—Hasta que volvamos a vernos…, que tengas una buena caza —repuso Bink—. Aquí te podremos ayudar un poco. Crombie, ¿dónde se encuentra la presa de dragones más próxima…, algo que incluso un dragón agotado pueda atrapar?
Crombie giró en el aire y extendió un ala a medida que descendía. Señalaba hacia el norte…; en ese momento pudieron oír los ruidos de algo grande que se debatía, con toda probabilidad atrapado en un arbusto lazo. Algo gordo y estúpido, que sufriría una muerte lenta en los lazos si no era despachado de una forma más rápida y piadosa por las llamas de un dragón.
—Buena caza —repitió Bink, dándole una palmadita al animal en su hocico de caliente cobre; luego dio media vuelta. El dragón se dirigió hacia el norte.
—¿A qué se debió eso? —preguntó Chester, con un tono bajo de voz—. No necesitamos la amistad de un dragón.
—Quería que aquí fuéramos amigos —contestó Bink—. Este es un lugar muy especial, donde la paz debería prevalecer entre todas las criaturas de Xanth.
—¿Estás loco? ¡Son las cenizas de un fuego!
—Te lo mostraré —dijo Bink—. Seguiremos a ese fuego fatuo.
El fuego fatuo aún seguía con ellos, flotando lo suficientemente lejos como para que no lo pudieran coger.
—Mira, Bink —protestó Chester—. Tuvimos suerte con ese fuego…, pero será mejor que no nos arriesguemos a seguirle más. Nos conducirá a la destrucción.
—Este no —comentó Bink, siguiéndolo.
Pasado un momento, Chester se encogió de hombros, dio una patada con los cascos posteriores que quería decir: «¿Qué puedo hacer?», y fue detrás de él. Crombie planeó sobre sus cabezas hasta unirse a ellos.
Pronto, el fuego se detuvo ante una piedra brillante que marcaba una tumba. A medida que se aproximaron, la piedra se iluminó con las palabras HERMAN EL ERMITAÑO.
—¡Tío Herman! —exclamó Chester—. ¿Quieres decir que este es el lugar donde…?
—Donde salvó a Xanth de los culebreadores —afirmó Bink—. Al llamar a muchas criaturas por medio de los fuegos fatuos, creando un fuego de salamandra que quemó a los culebreadores. En ese esfuerzo dio su noble vida y murió como un héroe. Cuando reconocí las cenizas de aquel incendio, supe que este fuego nos conduciría hasta aquí, ya que tú eres de su clase y de su sangre, y los fuegos fatuos honran su memoria. El talento de Crombie localizó al fuego fatuo, y este…
—El tío Herman, un héroe —murmuró Chester, y su rostro adoptó una expresión desconocida.
El beligerante centauro no estaba acostumbrado a las emociones delicadas del respeto y la reverencia. Incluso les pareció escuchar una triste melodía de flauta, que incrementó el clima del momento.
Bink y Crombie retrocedieron, dejando a Chester en la intimidad de su contemplación. Bink tropezó con un montón de tierra que no estaba ahí hacía un momento y casi se cayó; esa fue la única nota fuera de lugar.