El olisqueador mágico se dirigió hacia Bink, con su flexible nariz moviéndose con energía. Cuando la criatura llegó hasta él, le dio un ataque de entusiasmo y emitió una sucesión de sonidos aflautados mientras meneaba su peludo rabo y daba saltos a su alrededor.
—¡Tú también me gustas, olisqueador! —comentó Bink, poniéndose en cuclillas para abrazarlo. El hocico de la criatura besó húmedamente su nariz—. Tú fuiste uno de los primeros en creer en mi magia, cuando…
Bink se detuvo, ya que la criatura se estaba comportando de forma extraña. Había dejado de juguetear y permanecía quieta, casi asustada.
—¿Qué te sucede, amiguito? —preguntó Bink con preocupación—. ¿He dicho algo que te ha herido? ¡Lo siento!
Pero el olisqueador metió el rabo entre las piernas y se alejó con la cabeza baja. Bink le miró, irritado. Era como si la magia se hubiera desconectado, haciendo que el animal perdiera su capacidad. Sin embargo, el talento de Bink, como el de los demás, era inherente; no podía disiparse mientras él viviera. Alguna otra cosa debía haber asustado al olisqueador.
Bink miró en derredor suyo, incómodo. Hacia el este se hallaba el huerto del Castillo Roogna, en cuyos árboles crecían todo tipo de frutas exóticas, verduras y diversos artefactos, como las cerezas bomba y los pomos de puerta. Al sur estaba el salvaje yermo de Xanth. Bink recordó cómo, hacía bastante tiempo, esa jungla les había conducido de forma tan amenazadora, a él y a sus compañeros, hasta aquí. Hoy en día, los árboles eran, prácticamente, amistosos; lo único que habían deseado era que llegara un Mago y se quedara en el Castillo Roogna para devolverle su antigua gloria. El Rey Trent lo había hecho. Y, ahora, el considerable poder de esta región se volcaba en el bienestar del reino. Todo parecía estar en orden.
Bueno, mejor que continuara con sus asuntos. Esta noche iba a celebrarse un baile, y él tenía los zapatos bastante gastados. Se dirigió hacia el borde del huerto, donde había asentado sus raíces un volátil árbol de zapatos. A los zapatos les gustaba moverse por ahí y, a menudo, se plantaban a sí mismos en sitios apartados.
Este tenía varios pares listos para ser recogidos. Bink los inspeccionó sin arrancarlos, hasta cerciorarse de que encontraba unos que fueran de su número. Entonces tiró de ellos, les sacudió las semillas y se los puso con cuidado. Eran cómodos y bonitos, además de frescos.
Regresó con unos movimientos exagerados, alzando bien los zapatos para no desgastarlos, mientras su mente pensaba aún en el incidente con el olisqueador. ¿Se trataba de un presagio? Los presagios, aquí, en la tierra de Xanth, siempre se hacían realidad; no obstante, muy rara vez se los podía comprender bien hasta que ya era demasiado tarde. ¿Iba a ocurrirle algo malo a él? Parecía bastante improbable; Bink sabía que no era ninguna exageración pensar que, primero, todo Xanth debería verse asolado por un mal serio antes de que él resultara herido. Seguro que se trataba de una mala interpretación. El olisqueador mágico habría sufrido un ataque de indigestión y tuvo que alejarse deprisa.
Pronto Bink pudo ver su hogar. Era una bonita casa de campo de queso, situada justo en los límites del terreno de palacio, a la que se había mudado cuando se casó. La corteza hacía tiempo que se había endurecido y había perdido parte de su sabor; las paredes estaban compuestas de queso petrificado de grano fino de un color amarillo cremoso. Era una de las casas existentes más sabrosas, pero, como no había sido él mismo el que la agujereara, tampoco le parecía correcto alardear sobre ella.
Bink respiró hondo, se calmó, y abrió la puerta delantera de corteza. Le llegó un dulce olor a queso curado, junto con un grito estridente.
—¿Eres tú, Bink? ¡Ya era hora! ¿Dónde te escabulliste, justo cuando hay un montón de cosas por hacer? ¡No tienes ninguna consideración!
—Necesitaba zapatos —explicó con brevedad.
—¡Zapatos! —exclamó ella, incrédula—. ¡Ya tienes zapatos, idiota!
En ese momento su esposa era mucho más inteligente que él, ya que la inteligencia de Camaleón variaba según la época del mes, lo mismo que su aspecto. Cuando era hermosa era estúpida…, y las dos cosas en grado sumo. Cuando era inteligente era fea. Muy inteligente y muy fea. Ahora se hallaba en la cima de esta última fase. Era una de las razones por las que se mantenía oculta, casi encerrada en su habitación.
—Para esta noche necesito unos que tengan buen aspecto —repuso él, haciendo acopio de paciencia. Pero, al instante de pronunciar las palabras, supo que las había fraseado de forma errónea; cualquier referencia a la buena apariencia la desquiciaba.
—¡Un demonio necesitas, zopenco!
Deseaba que ella no siguiera cebándose en su inteligencia inferior. Normalmente era lo bastante lista como para no hacerlo. Bink sabía que él no era ningún genio; sin embargo, tampoco era subnormal; ella era las dos cosas.
—He de asistir al Baile de Aniversario —le explicó, aunque ella ya lo sabía—. Sería un insulto a la Reina si me presentara mal vestido.
—¡Imbécil! —aulló desde su escondite—. ¡Irás disfrazado! ¡Nadie notará tus apestosos zapatos!
Oh, era verdad. Había realizado el viaje en vano.
—Pero eso es típico de tu egoísmo —continuó ella con su justa ira—. Te largas a la fiesta a pasártelo bien, mientras yo sufro sola en casa, comiéndome las paredes.
El sentido era literal; el queso podía ser viejo y duro, pero, cuando estaba hambrienta, lo mordisqueaba; y, ahora, estaba hambrienta la mayor parte del tiempo.
No obstante, él intentó ser positivo. Sólo llevaba casado un año, y amaba a Camaleón. Desde el principio estuvo al corriente de que iba a haber malos y buenos tiempos, y este era uno de los malos. Muy malo.
—¿Por qué no asistes tú también al baile, querida?
Ella estalló con una ira cínica.
—¿Yo? ¿Cuándo tengo este aspecto? ¡Ahórrame tus estúpidos sarcasmos!
—Pero, como tú misma me has recordado, se trata de un baile de disfraces. La Reina envolverá a todos los invitados con un disfraz de su elección. De modo que nadie verá…
—¡Idiota y retardado papirote! —aulló a través de la pared, y él oyó que algo se rompía. Estaba poseída por un genuino ataque de furia y arrojaba cosas al suelo—. ¿Cómo puedo asistir a una fiesta con cualquier disfraz…, cuando me encuentro embarazada de nueve meses?
Eso era lo que de verdad la estaba molestando. No se trataba de su fase normal de inteligente-fea, con la que había convivido durante toda su vida, sino de la enorme incomodidad y limitaciones que le imponía su embarazo. Bink había acelerado esa condición en su fase hermosa-estúpida, para descubrir, en la etapa de más inteligente, que ella no había querido ese compromiso de momento. Temía que su bebé saliera como ella…, o como él. Había querido hallar algún hechizo que asegurara que el niño poseyera un talento positivo o, por lo menos, normal; sin embargo, ahora todo dependía del azar. Aceptó la situación con una extremada poca gracia, y no se lo perdonó. A medida que se hacía más inteligente, y cuanto más avanzaba su embarazo, más intensa se volvía su ira.
Bueno, pronto se volvería más bonita…, justo a tiempo para dar a luz. Faltaba aproximadamente una semana. Quizás el bebé fuera normal, incluso con un talento muy fuerte, y los temores de Camaleón desaparecieran. Entonces, dejaría de descargar sus frustraciones sobre él.
No obstante, si el niño salía anormal…, era mejor que ni siquiera pensara en ello.
—Lo siento, lo olvidé —musitó.
—¡Que lo olvidaste! —La ironía de su tono de voz atravesó su sensibilidad como lo haría una espada mágica con el queso de su casa—. ¡Imbécil! Te gustaría olvidar, ¿verdad? ¿Por qué no pensaste en ello el año pasado, cuando…?
—He de irme, Camaleón —murmuró él, retrocediendo con rapidez hacia la puerta—. La Reina se irrita cuando la gente llega tarde.
De hecho, parecía ser la naturaleza de las mujeres irritarse con los hombres y sufrir rabietas. Eso era lo que las diferenciaba de las ninfas, que eran iguales que las mujeres, pero siempre se hallaban solícitas ante los caprichos de los hombres. Supuso que podía considerarse entre los afortunados al no tener una esposa con un talento peligroso, como el de poder quemar a la gente o el de generar tormentas.
—¿Por qué tiene la Reina que celebrar su ridículo y aburrido baile ahora? —exigió Camaleón—. ¿Justo cuando sabe que yo no podré asistir?
¡Ah, la lógica femenina! Era inútil intentar comprenderla. Toda la inteligencia de la Tierra de Xanth no podría darle sentido a lo que no lo tenía. Bink cerró la puerta a sus espaldas.
En realidad, la pregunta de Camaleón había sido retórica. Los dos conocían la respuesta. La Reina Iris aprovechaba cualquier oportunidad para hacer ostentación de su rango, y este era el primer aniversario de ese rango. En teoría, el baile se celebraba en honor del Rey; sin embargo, al Rey Trent poco le importaban los homenajes y, con toda seguridad, se saltaría la festividad. La fiesta era más bien para la Reina…, y, aunque no podía obligar al Rey a que asistiera, ¡que tuvieran cuidado los funcionarios inferiores que no se presentaran esta noche! Y Bink era uno de esos funcionarios.
¿Y por qué era así?, se preguntó mientras avanzaba sumido en un talante sombrío. Se suponía que él era una persona importante, el Investigador Real de Xanth, cuya misión era la de investigar los misterios de la magia e informar directamente al Rey. Pero, con el embarazo de Camaleón y la necesaria organización de su casa, Bink aún no se había dedicado a ninguna investigación real. En realidad, la culpa era únicamente suya. Debería haber tomado en consideración las consecuencias de dejar preñada a su mujer. En aquel momento, ser padre había sido lo último que tenía en mente. Sin embargo, la Camaleón adorable era una figura que nublaría la mente de cualquier hombre y excitaría su…, ¡no importaba!
¡Ah, la nostalgia! ¡Cuando el amor era nuevo, despreocupado, sencillo, sin responsabilidades! La Camaleón hermosa era tan parecida a una ninfa…
No, se trataba de un sentimiento falso. Su vida anterior, antes de conocer a Camaleón, no había sido tan sencilla, y se la había encontrado tres veces antes de reconocerla. Por aquel entonces temía no poseer ningún talento mágico…
Resplandeció trémulamente… y, de repente, su aspecto cambió. Había llegado el disfraz de la Reina. Mental y físicamente, Bink seguía siendo la misma persona, pero ahora parecía un centauro. Se trataba de la ilusión de la Reina, creada para desarrollar el juego que había inventado en su infinita capacidad de generar males menores. Cada persona había de identificar tantas identidades como le resultara posible antes de acceder al salón de baile del palacio; aquel que identificara correctamente a más gente, recibiría un premio.
Sumado a todo ello, había rodeado el Castillo Roogna con un falso seto de laberinto. Aunque él no se prestara al juego de las adivinanzas, estaría obligado a recorrer el rompecabezas gigante. ¡Maldita fuera la Reina!
Como a todos los demás, no le quedaba más remedio que aceptarlo. El Rey, de forma sabia, no interfería en las cuestiones de la casa, y le daba a la Reina un considerable campo de acción en su parcela particular. Resignado, Bink se introdujo en el laberinto y comenzó la laboriosa tarea de hallar el camino que conducía al palacio a través de la red de falsos senderos.
La mayor parte del seto era ilusión; no obstante, había el suficiente anclado a la realidad como para hacer que fuera más seguro respetar el laberinto en vez de, simplemente, atravesarlo en línea recta. La Reina lograría su diversión, en especial en este importante Primer Aniversario de la coronación del Rey. Cuando no se la contentaba, podía volverse más desagradable que Camaleón.
Bink rodeó una esquina… y casi chocó con un zombi. El agusanado rostro de la cosa chorreaba barro y una sustancia viscosa, y las grandes cuencas de los ojos eran ventanas de putrefacción. El hedor era abrumador.
Con una morbosa fascinación, Bink contempló aquellos ojos. En su profundo interior parecía haber una leve iluminación, como el de la luna sobre una llanura encantada o el del brillante moho alimentándose del cerebro podrido de un cadáver. Era como si pudiera ver, a través de dos túneles idénticos, la misma fuente de esa horrible animación; y, tal vez, la misma raíz de toda la magia de Xanth. No obstante, se trataba de una pesadilla, ya que el zombi era un muerto viviente, un horror que debería ser enterrado en el acto y olvidado de inmediato. ¿Por qué este se había liberado de su inquieta tumba? Usualmente, los zombies despertaban sólo para la defensa del Castillo Roogna y, desde que subiera al trono el Rey Trent, se habían mantenido pasivos.
El zombi dio un paso hacia él, y abrió su boca de fósil.
—Vvooomm —dijo, esforzándose en hacer que el pútrido gas que era su único aliento formara una palabra.
Bink retrocedió, enfermo. Le tenía miedo a pocas cosas de la Tierra de Xanth, ya que su capacidad física y su talento mágico le convertían en una de las personas más sutilmente formidables del reino. Sin embargo, el peculiar disgusto e incomodidad que acarreaba el tratar con un zombi le enervaban. Dio media vuelta y corrió por una avenida lateral, dejando atrás a aquella cosa no muerta. Con sus podridas articulaciones óseas y su putrefacta carne, no podía competir con la velocidad de él; ni siquiera lo intentó.
De pronto, una resplandeciente espada apareció ante él. Perplejo por esta segunda aparición, Bink se detuvo. No vio a nadie ni a nada que la sujetara, sólo estaba el arma. ¿Cuál era el objetivo de esta ilusión?
Oh…, seguro que se trataba de otro de los trucos que tanto le gustaban a la Reina. Le agradaba hacer que sus fiestas fueran emocionantes, que presentaran desafíos a los concurrentes. Lo único que tenía que hacer era atravesar la espada, descubriendo el farol de esta aparición ad hoc.
No obstante, dudó. La hoja mostraba un aspecto terriblemente real. Bink recordó la experiencia que tuvo de joven con Jama. El talento de este era la manifestación de espadas voladoras, sólidas y afiladas, muy peligrosas durante los pocos segundos que se mantenían; su costumbre era ejercitar su talento con arrogancia. Jama no era amigo de Bink y, si se hallaba cerca…
Bink desenfundó su propia espada.
—¡En guardia! —exclamó, y atacó a la otra hoja, casi con la esperanza de que su acero la atravesara sin ninguna resistencia. A la reina le encantaría que su engaño hubiera funcionado y, de esta forma, él no corría ningún riesgo en caso que…
La otra espada era sólida. El acero resonó contra el acero. Entonces, la otra hoja giró, soltándose de la suya, y se lanzó hacia su pecho.
Bink detuvo la estocada y se hizo a un lado. ¡No se trataba de una espada efímera ni de ninguna cosa voladora sin mente! Una mano invisible la guiaba, lo cual significaba que había tras ella un hombre invisible.
La espada atacó de nuevo, y otra vez Bink paró la estocada. ¡Intentaba atravesarle de verdad!
—¿Quién eres? —inquirió Bink, pero no obtuvo respuesta.
Durante el último año, Bink había estado practicando esgrima, y su maestro declaró que era un buen estudiante. Bink poseía valor, velocidad y un gran poderío físico. Sabía que aún no era ningún experto, pero tampoco un aficionado. Más bien le agradaba el desafío, incluso contra un oponente invisible.
Sin embargo, un duelo en serio… era distinto. ¿Por qué le atacaban en esta ocasión festiva? ¿Quién era su silencioso y secreto adversario? Tenía suerte de que el hechizo de invisibilidad de esa persona no hubiera afectado a la espada también, ya que, entonces, le habría resultado tremendamente difícil contrarrestarla. No obstante, cada parcela de magia en Xanth poseía una sola función; una espada no podría mantener sus necesarios hechizos de filo y dureza y, al mismo tiempo, ser invisible. Bueno, era posible, ya que todo era posible con la magia; pero era muy improbable. De cualquier modo, lo único que Bink necesitaba ver era esa arma.
—¡Detente! —gritó Bink—. Desiste o, de lo contrario, me veré obligado a contraatacar.
De nuevo la espada enemiga le embistió con ferocidad. Bink se había dado cuenta ya de que no se enfrentaba a un experto; el estilo del espadachín era más enérgico que habilidoso. Bink bloqueó la espada con facilidad y lanzó una estocada al pecho desguarnecido de su oponente. Sólo había un sitio en el que pudiera hallarse su pecho, ya fuera visible o no, debido a que en la esgrima hacía falta un cierto equilibrio y postura. La estocada de Bink no fue lo suficientemente fuerte como para mutilar, pero sí para…
Su espada atravesó el invisible torso sin encontrar resistencia. Ahí no había nada.
Bink, sorprendido, perdió la concentración y el equilibrio. El acero enemigo se lanzó hacia su rostro. Apenas tuvo tiempo de esquivarlo. Le había enseñado esa maniobra su instructor, Crombie, el soldado; sin embargo, el poder evitarlo se debió en parte a la suerte. Sin su talento, quizás en ese momento se encontraría muerto.
A Bink no le gustaba depender de su talento. Esa era la razón por la que había empezado a practicar el manejo de la espada: para poder defenderse a su manera, de forma abierta, con orgullo, sin tener que sufrir las burlas privadas de aquellos que suponían que, de modo natural, la suerte le había ayudado. Su magia podía detener o estropear un ataque haciendo que su agresor resbalara en la cáscara caída de una fruta; no se preocupaba por su orgullo. Pero, cuando ganaba justamente con su espada, nadie se reía. Nadie se estaba riendo ahora; sin embargo, seguía sin gustarle el verse atacado por un… ¿qué?
Debía tratarse de una de las armas secretas del arsenal privado del Rey, y estaba siendo guiada de forma consciente. No obstante, no se trataba de la acción del Rey. El Rey Trent jamás gastaba bromas pesadas, y no permitía que nadie hurgara con sus armas. Alguien había activado esta espada y la había enviado a causar daño; esa persona se enfrentaría pronto a la formidable ira del Rey.
Pero en ese momento esto no era un gran consuelo para Bink. No quería que pareciera que se escondía detrás de la protección del Rey. Deseaba librar su propia lucha y vencer. Sin embargo, tendría dificultades en contactar con una persona que no estaba ahí.
Mientras lo analizaba, Bink descartó la idea de que una persona estuviera manipulando la espada a distancia. Mágicamente, era posible, pero, hasta donde él sabía, no tenía enemigos; nadie querría atacarle, ya fuera por medios mágicos o naturales, y nadie se atrevería a hacerlo con una de las propias espadas del Rey, en el jardín del Castillo Roogna.
Bink intercambió estocadas con la espada enemiga, haciendo que, poco a poco, quedara en una posición vulnerable; entonces, lanzó un tajo al brazo invisible. Por supuesto, allí no encontró ningún brazo. No cabía la menor duda: la espada se manejaba a sí misma. Nunca antes había luchado contra una de estas hojas, ya que el Rey desconfiaba de las armas estúpidas, así que la experiencia le resultaba nueva. Sin embargo, no había nada extraño en ello; ¿por qué no habría de enfrentarse a una espada encantada?
No obstante, ¿por qué una espada semejante querría su vida, suponiendo que actuara por cuenta propia? Bink sentía un gran respeto hacia las espadas. Cuidaba muy bien a la suya, comprobando siempre que el hechizo del filo estuviera en funcionamiento, y nunca abusaba del instrumento. No había razón para que ninguna espada de cualquier tipo o credo tuviera algún problema con él.
Quizá, de forma inadvertida, había ofendido a esta espada en particular.
—Espada, si te he ofendido o molestado de algún modo, ofrezco mis disculpas y me retracto —comentó—. No deseo batirme contigo sin motivo.
La espada le lanzó un veloz tajo a las piernas. ¡No había cuartel!
—¡Por lo menos dime cuál es tu agravio! —exclamó Bink, apartándose justo a tiempo.
La espada prosiguió imperturbable con su ataque.
—Entonces, me veré obligado a anularte —repuso Bink, con una mezcla de pena, ira y anticipación.
¡Aquí tenía ahora un desafío real! Por vez primera adoptó una postura ofensiva total, manejando la espada con habilidad. Sabía que era mejor que su adversario.
Sin embargo, no podía abatir al que empuñaba el arma, ya que no había nadie que lo hiciera. Nadie a quien atravesar, ninguna mano que cercenar. Y la espada no mostraba señales de agotamiento; la magia la mantenía. Entonces, ¿cómo podría vencerla?
¡Se trataba de un desafío mayor del que había supuesto! Bink no estaba preocupado, porque le costaba preocuparse por una pericia menor que la suya. Pero, si la oposición era invulnerable…
Aun así, su talento no permitiría que la espada le hiriera. Una espada empuñada por un hombre, en una circunstancia normal, podría dañarle, ya que no había magia alguna involucrada; sin embargo, cuando esta se hallaba de por medio, estaba a salvo. En Xanth apenas había nada que no fuera mágico, de modo que se encontraba protegido casi por completo. La cuestión era: ¿iba a prevalecer de forma honesta, por medio de su habilidad y coraje, o lo haría por alguna coincidencia en apariencia fantástica? Si no lo conseguía de la primera de las formas, su talento lo realizaría de la segunda.
De nuevo hizo que la otra espada quedara expuesta en una posición vulnerable y la golpeó con la parte plana de su hoja, con la esperanza de partirla. No funcionó; el metal era demasiado fuerte. En realidad, en ningún momento creyó que semejante estratagema funcionara; la resistencia era una de los hechizos básicos que se introducían en las espadas modernas. Bueno, y ahora, ¿qué?
Escuchó el clop-clop de alguien que se acercaba. Tenía que solucionar la situación rápidamente o verse sujeto a la vergüenza de ser rescatado. A su talento no le importaba su orgullo, sólo su cuerpo.
Bink se halló con la espalda apoyada contra un árbol…, uno de verdad. El seto-laberinto había sido superpuesto sobre la vegetación ya existente, de modo que todo formara parte del rompecabezas. Se trataba de un árbol de corteza de pegamento: cualquier cosa que penetrara en ella quedaba pegado de inmediato. Entonces, lentamente, el árbol crecía alrededor del sujeto y lo absorbía. Era inofensivo, siempre que la corteza estuviera intacta; los niños podían trepar sin ningún peligro por su tronco y jugar en sus ramas, siempre que no utilizaran clavos para subir. Los pájaros carpinteros jamás se acercaban a ellos. De modo que Bink podía apoyarse contra su tronco, pero debía tener cuidado en no…
La espada enemiga le lanzó un tajo a la cara. Más tarde, una vez hubo pasado todo, Bink no estuvo seguro de si su inspiración le vino antes o después de su acción. Seguramente después, lo cual implicaba que su talento había funcionado otra vez, a pesar de sus esfuerzos por evitarlo. De cualquier forma, en vez de bloquear la estocada, se agachó.
La espada pasó por encima de su cabeza y se incrustó en el árbol, causando un profundo corte en la corteza. Al instante, la magia del árbol se centró en el acero, y este quedó sellado al tronco. Se debatió por salir, pero no pudo escapar. ¡Nada podía derrotar la magia específica de algo en su propio terreno! Bink era el vencedor.
—Adiós, espada —dijo, enfundando su propia arma—. Lamento que no podamos continuar más tiempo.
Sin embargo, detrás de su ligereza había una cierta inquietud lúgubre: ¿qué o quién había incitado a esta espada mágica a matarle? Estaba claro que, después de todo, debía de tener un enemigo en algún lugar, y eso no le gustó. No es que temiera el ataque al que pudieran someterle, sino que le disgustaba esa sensación visceral que sentía al saber que a alguien le caía mal, cuando por todos los medios intentaba no molestar a nadie.
Giró otra esquina…, y chocó de llenó contra un cacto de agujas. No se trataba de uno verdadero, o se habría convertido en un alfiletero humano; era uno falso.
El cacto bajó una espinosa rama y cogió a Bink por el cuello.
—¡Torpe patán! —bufó—. ¿Acaso deseas que restriegue tu apestoso rostro por el barro?
Bink reconoció de inmediato la voz y el apretón.
—¡Chester! —apenas pudo articular a través de su ahogada garganta—. ¡Chester Centauro!
—¡Por todas las moscas de los caballos! —juró Chester—. ¡Has hecho que me delatara! —Aflojó levemente su terrible apretón—. Pero ahora será mejor que me digas quién eres tú, si no quieres que te retuerza así. —Intensificó su apretón, y Bink creyó que la cabeza iba a estallarle fuera de su cuerpo. ¿Dónde estaba su talento en ese momento?
—¡Fink! ¡Fink! —graznó Bink, tratando de pronunciar su nombre a pesar de que no podía cerrar del todo los labios—. ¡Hink!
—¡Este no es momento de tener hipo! —ladró Chester, irritado, lo que hizo que apretara con más fuerza—. No sólo eres feo como el infierno, sino que además eres impertinente. —Entonces exclamó—: ¡Hey…, llevas mi cara!
Bink lo había olvidado: estaba con el disfraz. La sorpresa del centauro hizo que se relajara momentáneamente; Bink aprovechó la oportunidad.
—¡Soy Bink! ¡Tu amigo! ¡Con un aspecto ilusorio!
Chester quedó pensativo. Los centauros no eran estúpidos, aunque este tendía a pensar con los músculos.
—Si intentas engañarme…
—¿Recuerdas a Herman, el Ermitaño? ¿Cómo me encontré con él en el yermo, y cómo salvó a Xanth del enjambre de culebreadores con su magia de fuegos fatuos? ¡El mejor centauro de todos!
Chester, por fin, bajó a Bink al suelo.
—El tío Herman —recordó con una sonrisa. El efecto fue espantoso en su rostro de cacto—. Supongo que eres tú. Pero ¿qué haces con mi forma?
—Lo mismo que tú con forma de cacto —repuso Bink, frotándose el cuello—. Voy al baile de disfraces. —No parecía tener el cuello lastimado, de modo que su talento prefirió dejar pasar el encuentro sin intervenir.
—Oh, sí —repuso Chester, flexionando de forma elocuente sus agujas—. La malicia de la Buena Reina Iris, esa perra de Hechicera. ¿Has encontrado ya la entrada a palacio?
—No. De hecho, me tropecé con un… —Bink aún no estaba seguro de querer hablar sobre la espada—. Con un zombi.
—¡Un zombi! —Chester se rió—. ¡Pobre del zopenco que esté bajo ese disfraz!
¡Un disfraz! ¡Claro! Aquel zombi no había sido verdadero; simplemente se trataba de otro de los disfraces de ilusión de la Reina. Bink había reaccionado con tanta estrechez de miras como Chester, huyendo antes de descubrir siquiera su identidad. Razón por la que, posteriormente, se había topado con la espada que, estaba claro, no era ni un disfraz ni una ilusión.
—Bueno, de todas formas, no me gusta demasiado este juego —dijo.
—A mí tampoco —acordó Chester—. Sin embargo, el premio…, vale todo un año de mi vida.
—Por definición —comentó Bink, hosco—. Una Pregunta Respondida por el Buen Mago Humfrey…, gratis. No obstante, todo el mundo compite por ella; ganará algún otro.
—¡No si movemos los cascos! —replicó Chester—. ¡Vamos a desenmascarar al zombi antes de que se aleje!
—Sí —aceptó Bink, avergonzado por su primera reacción.
Pasaron al lado de la espada, que aún se hallaba atrapada en el árbol.
—¡Por todos los guardianes! —exclamó Chester con felicidad, mientras depositaba la mano sobre la empuñadura.
—Es un corteza de pegamento; no la soltará.
Pero el centauro ya había aferrado la espada, y tiró de ella. Tan grande era su fuerza que del tronco cayó una lluvia de corteza y madera. No obstante, la espada no se liberó.
—Hum —musitó Chester—. Mira, árbol…, en el Poblado Centauro tenemos un corteza de pegamento. Durante la sequía, yo lo regué cada día, de modo que consiguió sobrevivir. Lo único que te pido a cambio ahora es esa espada, que tú no necesitas.
La espada se soltó. Chester la guardó en su carcaj de flechas, asegurándola con un lazo del rollo de cuerda que también llevaba. O eso es lo que creyó Bink al contemplar las contorsiones del cacto. Bink había llevado una mano a su propia espada, temiendo a medias la reanudación de las hostilidades; sin embargo, el otro acero permaneció inmóvil. Fuera lo que fuese lo que lo animara antes, se había marchado.
Chester notó la mirada de Bink.
—Tienes que comprender a los árboles —repuso, mientras reanudaban la marcha—. Lo que he dicho es verdad; un centauro jamás miente. Yo regué aquel árbol. Era más cómodo que el lavabo.
De modo que este corteza de pegamento había cedido su premio. Bueno, ¿por qué no? Los centauros, por lo general, eran amables con los árboles, aunque Chester no sentía ningún amor hacia los cactos de agujas. Razón por la que, sin lugar a dudas, la Reina, caprichosamente, le había impuesto este disfraz.
Llegaron al lugar donde Bink se había topado con el zombi; sin embargo, la cosa desagradable ya no estaba allí. Lo único que quedaba de su paso era una mancha de limo en el sendero. Chester lo removió con una pata delantera.
—¿Porquería real… de un zombi falso? —inquirió, desconcertado—. Las ilusiones de la Reina están mejorando.
Bink asintió. Era un toque perturbador. Estaba claro que la Reina había extendido en gran medida sus ilusiones…; no obstante, ¿por qué se molestaría? Su magia era fuerte, mucho más avanzada que los talentos de la gente corriente, ya que era uno de los tres ciudadanos existentes en Xanth con categoría de Mago. Sin embargo, debía ser una gran tensión, incluso para su poder, mantener cada detalle de cada traje de todas las personas invitadas a la mascarada. Los disfraces de Bink y Chester eran únicamente visuales, porque, de lo contrario, les habría resultado difícil conversar entre ellos.
—Aquí hay una pila de tierra fresca —comentó Chester—. Tierra de verdad, no de zombi. —La tanteó con una pata de cacto que, de todas formas, dejó la huella de un casco—. ¿Crees que la cosa habrá vuelto a la tierra en este lugar?
Con curiosidad, Bink dispersó el montón con su propio pie. En su interior no había nada, salvo más tierra. Ninguna señal de un zombi.
—Bueno, lo hemos perdido —murmuró Bink, inquieto por alguna razón que todavía no podía dilucidar. ¡El zombi había parecido tan real!—. Vayamos en busca de la entrada a palacio, en vez de quedarnos como unos tontos aquí.
Chester asintió, y su cabeza de cacto se agitó de un modo ridículo.
—De todas formas, no se me estaba dando muy bien eso de adivinar la identidad de la gente —admitió—. Además, la única pregunta que le podría formular al Buen Mago no tiene respuesta.
—¿Qué no tiene respuesta? —preguntó Bink cuando se adentraban por otro canal.
—Desde que Cherie tuvo al potrillo (es un pequeño centauro precioso, con una tupida cola), es como si ya no dispusiera de mucho tiempo para mí. Soy como un quinto casco en el establo. ¿Qué puedo…?
—¡Tú también! —exclamó Bink, que reconoció la raíz de su propio problema—. Camaleón aún no ha tenido al nuestro, pero… —Se encogió de hombros.
—No te preocupes…, no parirá un potrillo.
Bink se atragantó, aunque no era un comentario realmente gracioso.
—Las yeguas… No puedes correr con ellas, no puedes correr sin ellas —continuó Chester, apesadumbrado.
De pronto, apareció una arpía por una esquina. Hubo otro caos para evitar la colisión.
—¿Tienes el pico ciego? —exigió Chester—. Aletea de aquí, cerebro de pájaro.
—¿Tienes una cabeza de vegetal? —replicó la arpía con un tono de voz aflautado—. Apártate de mi camino antes de que te cosa con tus propias agujas romas en una apestosa bola.
—¡Agujas romas! —Chester, que aun en su mejor humor se mostraba siempre un tanto beligerante, se hinchó de forma visible ante esa ofensa. Si hubiera sido un cacto de verdad, habría disparado de inmediato una andanada de agujas…; además, ninguna de ellas tenía el aspecto romo—. ¿Quieres que te meta esas pegajosas alas por tu presumido pico?
Fue el turno de la arpía de inflarse. La mayor parte de la especie estaba compuesto por hembras, pero esta era un macho: una muestra adicional del humor más bien incisivo de la Reina.
—Claro —repuso cantarinamente el hombre pájaro—, después de que a ti te expriman la savia de la pulpa, rostro verde.
—Oh, ¿de veras? —demandó Chester, olvidando que los centauros no eran pendencieros corrientes.
La arpía y el cacto se enfrentaron. Era evidente que la arpía era una criatura de un tamaño considerablemente mayor de lo habitual, una que podía no tolerar ninguna provocación de extraños. Ese extraño y semimusical tono de voz…
—¡Mantícora! —exclamó Bink.
La arpía se detuvo.
—Un punto para ti, centauro. Tu voz me resulta familiar, pero…
Sorprendido, Bink se recordó que seguía con el disfraz de centauro en ese momento, de modo que la criatura se dirigía a él, no a Chester.
—Soy Bink. Nos conocimos cuando visité al Buen Mago, en la época en que…
—Oh, sí. Tú rompiste su espejo mágico. Afortunadamente, tenía otro. ¿Qué fue de ti?
—Entré en tiempos difíciles. Me casé.
La mantícora se rió musicalmente.
—Espero que no lo hicieras con este cacto.
—Escucha, cosa… —empezó a decir Chester, amenazadoramente.
—En realidad se trata de mi amigo Chester Centauro —intervino con rapidez Bink—. Es el sobrino de Herman el Ermitaño, el que salvó a Xanth de…
—¡Conocí a Herman! —exclamó la mantícora—. El más grande centauro que jamás existió, incluso antes de dar su vida por su patria. El único al que conocí que no estaba avergonzado de su talento mágico. Uno de sus fuegos fatuos me ayudó una vez a encontrar la salida de la madriguera de un dragón. Cuando me enteré de su muerte, me sentí tan apenado que, en un arranque de pesar, aguijoneé a un árbol ahorcador y lo maté. Estaba tan por encima de esos cabezas equinas de la manada común que lo exiliaron… —Se interrumpió—. Mi intención no es ofenderte, cacto, ya que eres su sobrino y todo eso. Quizá tenga pendiente algún aguijonazo contigo, pero nunca mancillaré el recuerdo de ese notable ermitaño.
No existía una ruta más segura hacia los favores de Chester que la alabanza de su tío-héroe, como quizá conociera la mantícora.
—¡No hay ofensa! —exclamó de inmediato el centauro—. ¡Todo lo que has dicho es verdad! Mi pueblo exilió a Herman porque creía que la magia en un centauro era algo obsceno. La mayoría lo sigue pensando aún. Incluso mi propia yegua, a pesar de ser la más bonita pieza de carne equina que… —Sacudió su cabeza de cacto, dándose cuenta de lo inapropiado del comentario—. Son cabezas equinas.
—Los tiempos están cambiando —comentó la mantícora—. Algún día todos los centauros alardearán de sus talentos en vez de vilipendiarlos. —Hizo un gesto con sus alas de arpía—. Bueno, he de seguir identificando a más gente…; no es que me haga falta el premio; se trata, simplemente, del desafío.
Prosiguió su marcha. Bink se maravilló otra vez del humor de la Reina, que disfrazaba de arpía a una criatura tan formidable como la mantícora, que poseía la cabeza de un hombre con mandíbulas triples, cuerpo de león, alas de dragón y el aguijón de un escorpión monstruoso. Ciertamente, era una de las criaturas más mortíferas de la Tierra de Xanth…, con un aspecto de lo más desagradable. No obstante, la mantícora lo llevaba con gracia, prestándose al juego de las charadas y los disfraces. Con toda probabilidad se sentía segura en el conocimiento de que poseía un alma y, así, poco le importaban las apariencias.
—Me pregunto si tendré un talento mágico —musitó Chester, con un ligero deje de culpabilidad en la voz. ¡La transición de la obscenidad al orgullo era realmente difícil!
—Si ganas el premio, lo podrás averiguar —le indicó Bink.
El cacto resplandeció.
—¡Por supuesto! —Evidentemente, esta era la pregunta que Chester tenía en mente y no había expresado. Luego, el cacto se apagó de nuevo—. Pero Cherie nunca me dejará tener un talento, ni siquiera uno pequeño. Es tremendamente recatada en eso.
Bink recordó la actitud remilgada de la yegua y asintió. Cherie Centauro tenía una preciosa figura de yegua, y era muy capaz de manejar la magia general de Xanth; sin embargo, no la toleraba en ningún centauro. Le recordó a Bink la actitud que mostraba su madre sobre el sexo en los jóvenes. En lo referente a los animales, no había problemas, pero cuando entraban en juego las ninfas de la avena silvestre…; Chester tenía un problema.
Doblaron otra esquina —las esquinas proliferaban en este laberinto infernal—, y allí estaba el portal de palacio, que brillaba más allá del puente levadizo que había encima del foso.
—¡Apresurémonos antes de que el laberinto cambie! —exclamó Bink.
Corrieron hacia la entrada…, pero, mientras lo hacían, el esquema del seto osciló y se nubló. Lo más peculiar de este laberinto era su inestabilidad; a intervalos irregulares cambiaba a nuevas configuraciones, de forma que resultaba imposible tratar de resolverlo de manera metódica. Iba a ser demasiado tarde para que pudieran salir de él.
—¡No pienso detenerme! —gritó Chester. El ruido de galope del cacto se hizo más audible—. ¡Salta a mi espalda!
Bink no lo discutió. Dio un salto hacia la parte más espinosa del cacto y, sin pensarlo, hizo una mueca, casi esperando clavarse un puñado de agujas. Aterrizó limpiamente sobre el lomo de Chester, que tenía un tacto bastante equino. ¡Fuuu!
Cuando notó el impacto, Chester aceleró. Bink ya había cabalgado antes sobre un centauro, cuando Cherie, amablemente, le había llevado un trecho de su viaje…; ¡pero jamás sobre una central eléctrica como esta! Chester era fornido incluso para los cánones de los centauros y, además, ahora tenía prisa. Los enormes músculos palpitaban por todo su cuerpo, haciendo que avanzara con tal ferocidad que Bink temió ser lanzado por los aires tan pronto como aterrizara. Pero se aferró a dos manojos de crin y aguantó, en la confianza de que su talento le protegería también contra esta eventualidad.
Pocos residentes de Xanth conocían el talento de Bink; y él mismo lo había ignorado los primeros veinticinco años de su vida. Ello se debió a la forma en que el propio talento se ocultaba, evitando la publicidad. Le impedía ser herido por la magia…; sin embargo, cualquiera que estuviera al tanto de ello le podía herir por medios mundanos. De forma que el talento de Bink se ocultaba debajo de una aureola de aparente coincidencia. Sólo el Rey Trent, aparte del mismo Bink, sabía la verdad. Quizás el Buen Mago Humfrey la sospechara también, y Camaleón debía tener una idea.
Un nuevo seto se formó entre ellos y el portal. Probablemente se tratara de una ilusión, ya que acababan de ver la puerta. Chester se lanzó a su través…, y desperdigó ramas por los aires. No era ninguna ilusión; esta vez la ilusión debió ser la puerta. La Reina Hechicera podía hacer que las cosas desaparecieran creando la ilusión de un espacio abierto; tendría que haberlo recordado antes.
¡Qué potencia poseía esta criatura! Un follaje invisible azotó a Bink como el viento de una tempestad, pero se sujetó con fuerza. Apareció otra barrera; Chester giró para seguir otro canal que iba en la dirección por la que él marchaba, y luego atravesó otro seto cruzado. ¡Una vez que este centauro entraba en movimiento, había que sentir pena por el hombre, la bestia o la planta que se interpusiera en su camino!
De repente, se encontraron fuera del laberinto y al lado del foso. No obstante, el giro realizado por Chester les había traído a veinte metros de distancia del puente levadizo, y ya no disponían de espacio suficiente para corregir su rumbo.
—¡Agárrate! —gritó Chester, y saltó.
Esta vez el impulso fue tan fuerte que Bink arrancó un puñado doble de la crin del centauro y se deslizó hacia atrás. Cayó dando media vuelta y se hundió en el foso.
Los monstruos que habitaban el foso convergieron de inmediato hacia él, con las fauces abiertas en anticipación. Siempre estaban al acecho; de otro modo, les hubieran despedido. Una enorme serpiente descendió desenroscándose, cada uno de sus resplandecientes dientes tan largo como los dedos de Bink. Desde el otro lado, un croc de color púrpura desenroscó su nudosa probóscide, mostrando unos dientes más grandes aún. Y, justo debajo de Bink, ascendiendo de las remolineantes aguas fangosas del fondo, venía un behemoth, cuyo lomo era tan ancho que parecía llenar todo el foso.
Bink braceó frenéticamente en el agua, tratando de nadar hacia la seguridad, ya que sabía que ningún hombre podía salir vivo de un enfrentamiento con ninguno de estos monstruos, y menos con los tres juntos. El behemoth salió a la superficie, alzando la mitad de su cuerpo fuera del agua; el croc se acercó por un extremo, moviendo cavernosamente las fauces; la serpiente atacó con relampagueante velocidad desde arriba.
Y… el croc y la serpiente chocaron entre sí, y el impacto de sus dientes lanzó chispas en la colisión. Los dos monstruos fueron echados a un lado por la masa emergente del behemoth…, y Bink se deslizó por esa creciente pendiente como si se tratara de un patín bien engrasado, lejos de los dientes y hacia la seguridad del muro interior de piedra del foso. Una sorprendente coincidencia…
Ja. Ese era su talento en acción, que una vez más le salvaba de su propia estupidez. Tratar de galopar sobre un centauro con aspecto de cacto…; debería haber descubierto su camino en el laberinto del mismo modo que lo estaban haciendo los demás. Tuvo la suerte de que tanto el centauro como los monstruos del foso fueran seres mágicos, de forma que su talento podía ser operativo.
Chester había aterrizado a salvo al otro lado, y le echó una mano para salir del foso. Con una sola alzó el centauro a Bink, como si no realizara ningún esfuerzo. Sin embargo, la voz le temblaba.
—Creí…, cuando caíste entre todos esos monstruos…; nunca vi nada parecido…
—No tenían hambre de verdad —comentó Bink, que prefería restarle importancia al acontecimiento—. Se pusieron a jugar con su comida, y se pasaron. Entremos. Ya deben estar sirviendo los refrescos.
—¡Hey, sí! —acordó Chester. Como todas las criaturas poderosas, tenía un apetito crónico.
—Heno, sí —musitó Bink. Pero no fue una buena ironía; los centauros no comían heno, a pesar de lo que pudieran insinuar sus detractores.
Se dirigieron hacia el castillo…, y todas las ilusiones se desvanecieron. El hechizo acababa aquí; volvieron a ser ellos mismos, hombre y centauro.
—¿Sabes?, nunca supe lo fea que era mi cara hasta que la vi en ti —comentó Chester en voz baja.
—Sin embargo, tienes una parte trasera extremadamente atractiva —indicó Bink.
—Cierto, cierto —admitió el centauro, apaciguado—. Siempre dije que Cherie no se unió a mí por mi rostro.
Bink iba a reírse, pero se dio cuenta de que su amigo hablaba en serio. Además, ya estaban en la entrada, y había gente que les podía oír.
El guardián de la puerta de palacio frunció el ceño.
—¿Cuántas identidades adivinaste, Bink? —inquirió, con un cuadernillo de notas en la mano, dispuesto a apuntarlo.
—Una, Crombie —respondió Bink, señalando a Chester. Entonces recordó a la mantícora—. No, dos.
—En ese caso, estás fuera de la competición —repuso Crombie—. De momento, el que va en cabeza tiene doce. —Miró a Chester—. ¿Y tú?
—Yo no deseaba el premio —contestó Chester, hosco.
—No lo habéis intentado en serio —se quejó Crombie—. Si yo estuviera ahí fuera, en vez de hacerle los recados a la Reina…
—Pensé que te gustaba este trabajo en palacio —comentó Bink. Había conocido a Crombie cuando el hombre se hallaba en una misión encomendada por el Rey anterior.
—Me gusta…, pero prefiero la aventura. Con el Rey no hay problemas; sin embargo… —Crombie hizo una mueca—. Bueno, ya conocéis a la Reina.
—Todas las yeguas son difíciles —interpuso Chester—. Es su forma de ser; no pueden evitarlo, aunque lo desearan.
—¡Tienes toda la razón! —estuvo de acuerdo con vehemencia Crombie. Era el misógino original—. Y las que poseen la magia más poderosa…, ¿qué otra habría pensado en esta estupidez de mascarada? Lo único que desea es exhibir su hechicería.
—No dispone de mucho más que mostrar —dijo Chester—. El Rey no le presta atención.
—¡El Rey es un Mago inteligente! —afirmó Crombie—. Cuando ella no se dedica a malicias de esta clase, este puesto de guardia es más aburrido que el infierno. Me gustaría estar enfrascado en una misión de hombres, como cuando Bink y yo…
Bink sonrió con reminiscencias.
—¿Recuerdas aquella tormenta de granizo multicolor? Acampamos debajo del adormecido árbol ahorcador…
—Y la chica salió corriendo —concluyó Crombie—. ¡Esos sí que fueron buenos tiempos!
Sorprendido, Bink se encontró dándole la razón. En aquella época la aventura no le había parecido divertida; pero, viéndola desde la perspectiva actual, tenía un cierto tinte dorado.
—Me dijiste que ella era una amenaza para mí.
—Y lo fue —insistió Crombie—. Se casó contigo, ¿no?
Bink se rió, aunque un poco forzado.
—Será mejor que entremos antes de que se acaben los refrescos. —Dio media vuelta…, y casi tropezó con otro pequeño montón de barro—. ¿Tenéis topos alrededor del palacio? —inquirió, con cierta sospecha.
Crombie escrutó el barro.
—Hace un momento no estaba ahí. Quizás un topo mágico se sintió atraído por la fiesta. Cuando acabe mi turno se lo notificaré al encargado de limpieza.
Bink y Chester entraron. Naturalmente, el salón de baile había sido decorado por la Reina Iris. Se trataba de un paisaje submarino, con hileras de algas que se elevaban desde las rocosas profundidades, peces de brillantes colores que nadaban y percebes en las paredes. Aquí y allá había playas subacuáticas de fina arena blanca, que cambiaban de emplazamiento por medios mágicos, de modo que, si una persona se mantenía inmóvil, el escenario, tarde o temprano, llegaría hasta su lado. Un enorme y serpentino monstruo marino se enroscaba alrededor de toda la zona; sus palpitantes aros aparecían en algunos sitios en lugar de las paredes.
Chester miró a su alrededor.
—Es una perra y una exhibicionista, pero he de reconocer que su magia es impresionante. Pero me preocupa la cantidad de comida; si no hubiera suficiente…
Descubrieron que no habría problema con los suministros. La cantidad era montañosa, y se hallaba bajo la supervisión directa de la Reina Iris. Sujetaba a un gato adobador por el extremo de una pequeña correa: cada vez que alguien tenía la temeridad de querer coger uno de los manjares, el gato adobador ponía al infractor en salmuera.
—Nadie comerá hasta que se otorgue el gran premio —anunció Iris, mirando a su alrededor con ojos llameantes.
Como se había investido con el aspecto de una reina sirena guerrera, completa con corona de puntas, tridente y una poderosa cola, y las puntas del tridente brillaban con una capa de limo que, con toda seguridad, también era ilusión, aunque existía la posibilidad de que se tratara de veneno auténtico, era una barrera lo suficientemente efectiva incluso sin la presencia del gato adobador.
Bink y Chester se separaron, mezclándose con los demás invitados. Se hallaban presentes casi todas las criaturas de Xanth de importancia, salvo la yegua de Chester, Cherie, que sin duda aún cuidaba del potrillo que acababa de tener, y la Camaleón de Bink, que todavía se hallaba sumergida en su miseria. Y el Buen Mago Humfrey, que nunca asistía a eventos sociales por voluntad propia.
Bink descubrió a su padre, Roland, que había venido desde el Poblado del Norte. Roland tuvo cuidado en no avergonzarle con una excesiva muestra de afecto. Se estrecharon las manos.
—Llevas unos zapatos muy bonitos, hijo.
Sin embargo, después de la escena con Camaleón, esa fue una entrada equivocada.
—Recién salidos del árbol —repuso Bink con cierta tensión.
—¿Qué has estado haciendo estos últimos meses?
Mientras hablaba, de la boca de Roland salían burbujas, que oscilaban en su redondez a medida que buscaban la superficie del océano. Cuando la Reina Iris establecía una ilusión, ¡vaya perfección! A los ciudadanos corrientes, con sus abigarrados talentos mágicos, sólo les quedaba el remedio de contemplar las obras de la Hechicera y desesperarse. Razón por la que, por supuesto, la Reina estaba montando este espectáculo.
—Oh, practicando con la espada, cuidando del jardín…, ese tipo de cosas —contestó Bink.
—Tengo entendido que Camaleón dará a luz de un momento a otro.
—Sí, también —admitió Bink, sintiendo de nuevo la frustración de su situación.
—Un hijo ayudará a que la casa esté más llena.
Siempre que fuera un hijo normal, con un talento. Bink cambió de tema.
—Tenemos una planta que está creciendo, muy delicada, de sandalias de mujer; creo que pronto florecerán sus primeras zapatillas.
—Las damas estarán encantadas —repuso Roland con gravedad, como si se tratara de noticias importantes.
De pronto, Bink se dio cuenta de que no disponía de grandes cosas que narrar acerca de su último año. ¿Qué había conseguido? Prácticamente, nada. ¡No era extraño que se sintiera incómodo!
La iluminación disminuyó. Era como si cayera el crepúsculo, haciendo que, al mismo tiempo, el mar se oscureciera. No obstante, la difusa luz diurna fue reemplazada por una fluorescencia nocturna. Los sacos de flotación de las algas marinas brillaron como si fueran pequeñas lámparas, y los contornos del coral de neón resplandecieron con diversos colores. Incluso las blandas esponjas emitieron pálidos haces de luz. La vida animal adquirió una luz más intensa, con anguilas eléctricas irradiando rayos de búsqueda, y diversas clases de peces brillaron de forma translúcida. El efecto global fue de una belleza extraordinaria.
—Si tan sólo su personalidad fuera tan excelente como su gusto —murmuró Roland, refiriéndose a la Reina.
—Ahora otorgaremos el premio —anunció la Reina Iris.
Ella era la que más refulgía: corrientes de luz emanaban de las puntas de su corona y tridente, y su hermoso torso desnudo de sirena se veía perfilado con claridad. Era la señora de la ilusión; podía elegir convertirse en alguien tan adorable como deseara, y elegía bien.
—Tengo entendido que fue un matrimonio de conveniencia —prosiguió Roland. Aunque él no era un Mago, Roland desempeñaba el cargo de regente del Rey al norte del Desfiladero; no le intimidaba la realeza—. Seguro que a veces es sumamente conveniente.
Bink asintió, ligeramente avergonzado por la evidente apreciación de su padre de los bien expuestos, aunque ilusorios, encantos de la Reina. ¡Si ya debía rondar por los cincuenta años! No obstante, seguro que era cierto. El Rey no le profesaba ningún amor a la Reina, y controlaba a esa mujer temperamental con una sutil mano de hierro, que tenía sorprendidos a todos aquellos que habían conocido a Iris antes del matrimonio. Sin embargo, palpitaba bajo esa disciplina. Los que conocían bien al Rey comprendían que no sólo era un Mago superior a ella, sino que también era una persona más fuerte. De hecho, parecía como si la mágica Tierra de Xanth tuviera ahora a su Rey más efectivo desde el reinado de Roogna en la Cuarta Oleada, el constructor de este castillo-palacio. Ya se estaban produciendo cambios formidables; el escudo mágico, que había protegido a Xanth de toda intrusión, se había desactivado, y las criaturas mundanas tenían permiso para atravesar la frontera. Los primeros en hacerlo habían sido los miembros del anterior ejército mundano del Rey; se establecieron en zonas del yermo, y se estaban convirtiendo en productivos ciudadanos de Xanth. Se había abolido el requisito de que cada ciudadano tuviera que demostrar un talento mágico…, y, ante la perplejidad de algunos conservadores, no había estallado el caos. La gente empezaba ahora a ser conocida y respetada por sus cualidades completas, no por el simple accidente de su magia. Grupos de gente elegida exploraban las zonas más próximas de Mundania, donde no existía la magia, estableciendo puestos de guardia lejanos para evitar el riesgo de una invasión por sorpresa. El Rey no había destruido la piedra-escudo; si alguna vez fuera necesario, reactivaría el escudo.
De cualquier forma, Bink estaba seguro de que el Rey Trent tenía un buen ojo para todas las cosas buenas y útiles, incluyendo la carne de las mujeres hermosas, y la Reina estaba a sus órdenes. Ella podía y sería cualquier persona que deseara el Rey, y él no sería humano si no dispusiera de esa ventaja, al menos en alguna ocasión. La pregunta era: ¿qué deseaba? Era una especulación extendida, y la opinión que prevalecía era que el Rey quería variedad. En muy contadas ocasiones la Reina aparecía dos veces con el mismo aspecto.
—Guardia de Palacio, tu informe —pidió la Reina, con autoridad.
El soldado Crombie avanzó despacio. Resplandecía en su uniforme de palacio, cada centímetro de su cuerpo era el soldado de un reino que apenas los necesitaba. Podía luchar bien, ya fuera con la espada o las manos, y de manera feroz, y le desagradaba desempeñar el papel de lacayo de una mujer…, y no lo ocultaba. Razón por la que ella disfrutaba ordenándole tareas ínfimas. Sin embargo, no podía abusar mucho de él, ya que su lealtad estaba con el Rey, y el Rey le había concedido su favor.
—El ganador… —comenzó Crombie, hojeando sus notas.
—¡No, de esa forma, no, idiota! —exclamó ella, ocultándolo en una nube de tintura. Se trataba de otra ilusión, por supuesto, pero bastante efectiva—. Primero has de mencionar al finalista, luego al ganador. Por una vez, haz algo bien.
La despectiva cara de Crombie emergió de la nube que empezaba a disiparse.
—¡Mujeres! —musitó, con un tono cáustico de voz. La Reina sonrió, gozando con la ira de él—. El finalista, con nueve identificaciones correctas, es… —Hizo otra mueca—. Una mujer. Bianca, del Poblado del Norte.
—¡Madre! —suspiró Bink, sorprendido.
—Siempre le gustaron las adivinanzas —comentó Roland con orgullo—. Creo que tu inteligencia, al igual que tu aspecto, provienen de ella.
—Y mi valor y mi fuerza de ti —dijo Bink, apreciando el cumplido.
Bianca se dirigió con paso tranquilo hasta la zona del estrado. Era una mujer atractiva, que en su juventud había sido hermosa y, a diferencia de la Reina, era genuina. Su talento era la repetición, no la ilusión.
—De modo que la rueca se prueba a sí misma de nuevo —comentó la Reina, que miró con ojos divertidos a Crombie, el misógino—. El premio es… —se detuvo—. Portero, trae el segundo premio. Ya deberías tenerlo preparado.
La mueca de Crombie se hizo realmente ominosa; sin embargo, se dirigió hacia una vitrina que estaba oculta por un alga y trajo una caja tapada.
—El premio es… —repitió la Reina, y con un movimiento veloz descubrió el recipiente— ¡una planta cabeza de dragón!
Las damas presentes emitieron un murmullo de envidia cuando varias de las cabezas se movieron en sus tallos y lanzaron viciosos bocados. Las cabezas de dragón eran muy útiles para eliminar los insectos y las plagas animales, además de ser unos guardianes muy apreciados para las casas. ¡Pobre del intruso que tropezara o se acercara a esta planta! Sin embargo, resultaba difícil su florecimiento en macetas, razón por la que hacía falta un hechizo especial y bastante difícil para confinarlas. Por ello, las cabezas de dragón silvestre eran muy corrientes, pero las trasplantadas a macetas muy raras y valoradas.
Bianca, mientras aceptaba la planta, mostró su satisfacción, y apartó la cabeza con una sonrisa en el rostro cuando una pequeña cabeza de dragón le lanzó un mordisco a la nariz. Parte del proceso del trasplante a una maceta involucraba un hechizo que volvía a la planta inofensiva para su dueño, aunque les llevaba cierto tiempo llegar a reconocerlo.
—Es hermosa —comentó—. Gracias, Reina Iris. —Luego, de forma diplomática, añadió—: Vos también sois hermosa…, de un modo distinto.
La Reina castañeteó los dientes, imitando al cabeza de dragón, y luego sonrió con gracia. Ansiaba el reconocimiento y las alabanzas de ciudadanos tan respetados y conocidos como Bianca, ya que Iris había vivido en un semiexilio antes de portar la corona.
—Ahora el máximo ganador, sirviente —le comunicó a Crombie—. Esta vez anúncialo con cierta elegancia, si es que posees alguna.
—El vencedor, con trece identidades correctas —largó Crombie sin elegancia—, es Millie, la fantasma.
Se encogió de hombros, como si quisiera expresar su confusión ante otra vencedora femenina. Él había realizado la cuenta, de modo que sabía que el concurso no estaba amañado. Sin embargo, se reconocía que los hombres no lo habían intentado con mucha intensidad.
La hermosa y aparentemente joven fantasma se materializó. A su manera, era la más joven y la más vieja de los habitantes del Castillo Roogna. Era una adolescente cuando murió, ochocientos años antes. La primera vez que Bink la vio, había sido una amorfa masa de vapor; pero, desde que el castillo fuera ocupado por mortales, ella le había ido dando forma a su silueta, hasta que su contorno se volvió tan firme y visible como el de cualquier mujer viva. Era una fantasma muy dulce, que le caía bien a todo el mundo; se oyó un nutrido aplauso por su victoria.
—Y el gran premio es… —la Reina extendió las manos de forma dramática— ¡este certificado para obtener una respuesta gratis del Buen Mago Humfrey!
Cuando le entregó el papel a la fantasma se escuchó una fanfarria, acentuada por los aplausos aumentados por medios mágicos.
Millie vaciló. Como no poseía ninguna sustancia física, se veía imposibilitada de coger el certificado.
—No pasa nada —dijo la Reina—. Yo escribiré tu nombre en el papel, y el Mago Humfrey sabrá que es tuyo. De hecho, con toda seguridad ahora nos estará contemplando a través de su espejo mágico. ¿Por qué no formulas tu pregunta en este momento?
La réplica de Millie fue inaudible, porque apenas podía hablar por encima de un susurro fantasmal.
—No te preocupes; estoy segura de que todo el mundo deseará ayudar —comentó la Reina—. Aquí…, lo escribiremos en la pizarra mágica, y el Mago Humfrey podrá contestar de la misma forma. —Le hizo una señal a Crombie—. ¡Lacayo, la pizarra!
Crombie permaneció inmóvil unos instantes, pero su curiosidad hizo que se prestara al juego. Trajo la pizarra. La Reina reclutó al centauro más próximo, que dio la casualidad que era Chester (que había estado intentando sin ningún éxito robar una pasta de la mesa de los refrescos sin que lo pusieran en salmuera), para que transcribiera las inaudibles palabras de la fantasma. Los centauros eran instruidos; muchos eran maestros, razón por la que la escritura les resultaba algo natural.
A Chester no le gustaba mucho más que a Crombie la actitud de la Reina, pero él también siguió el papel que le había sido adjudicado. ¿Qué clase de pregunta podría formularle un fantasma a un Mago? Escribió, en floridas mayúsculas: ¿CÓMO PUEDE MILLIE VIVIR DE NUEVO?
Se oyeron más aplausos. A los invitados les gustó esa Pregunta. Era provocadora…, y la Respuesta pública quizá les proporcionara algunas pistas a todos los presentes. Usualmente, las Respuestas del Mago Humfrey le costaban al que la formulaba un año de servicio, y sólo se le daban a aquel que la realizaba. ¡La fiesta se estaba volviendo interesante!
Las palabras desaparecieron como si hubieran sido borradas por una esponja invisible, y al cabo de un momento apareció la Respuesta del Mago: LOS REQUISITOS SON TRES. 1º: HAS DE TENER EL DESEO VERDADERO DE CONVERTIRTE EN UNA MORTAL.
Era evidente que Millie lo tenía. Con gesto implorante le pidió a la pizarra que continuara, para que pudiera descubrir si los otros dos requisitos eran igual de fáciles…, o imposibles. Técnicamente, como decía el refrán popular, nada era imposible con la magia; pero, en la práctica, algunos hechizos eran prohibitivamente difíciles. Bink se contagió de la ansiedad de la muchacha fantasma: él mismo, una vez, había deseado con el mismo ardor un talento mágico, del cual dependía entonces su ciudadanía, su bienestar y su autoestima. Para alguien que había muerto prematuramente, y que no había expirado, ¡qué esperanza tremenda podía ser la mortalidad! Claro que, si Millie vivía, en su momento también moriría. Sin embargo, podría completar de verdad la vida que había iniciado hacía tantos siglos. Como fantasma, se hallaba en medio de una pausa, incapaz de afectar su destino de forma material, incapaz de amar, de temer, de sentir.
Bueno, no, se corrigió Bink. Estaba claro que ella sentía…, aunque no del mismo modo en que lo hacía la gente física. No podía experimentar el placer o el dolor corporal.
La pizarra continuó: 2º, HAS DE CONSEGUIR QUE UN DOCTOR EN HECHIZOS RESTAURE TU TALENTO A LA POTENCIA ÓPTIMA.
—¿Hay algún doctor en hechizos en la casa? —inquirió la Reina, mirando a su alrededor, con las puntas de la corona y el tridente emitiendo destellos—. ¿No? Muy bien; recadero…, señala al doctor en hechizos más próximo.
Crombie estuvo a punto de lanzar un rugido, pero de nuevo se sintió dominado por la curiosidad. Cerró los ojos, giró, y alargó su brazo derecho. Señaló hacia el noreste.
—Esa es la dirección en la que se encuentra el Poblado del Desfiladero —dijo la Reina. Existía un hechizo sobre el Desfiladero que hacía que esa gigantesca grieta que dividía Xanth en dos partes, norte y sur, no pudiera recordarse; sin embargo, se había aplicado un contrahechizo al Castillo, de forma que todos sus habitantes y los que lo visitaban pudieran recordar esas cosas. El Rey habría tenido problemas para gobernar adecuadamente si no pudiera recordar una característica tan crítica del paisaje como era el Desfiladero—. ¿Dónde se halla nuestro transportador?
—Ya voy, Alteza —contestó un hombre.
Miró en la dirección que señalaba Crombie, se concentró…, y, de repente, ante ellos apareció una mujer mayor. Miró a su alrededor, desconcertada por la gente y el agua, ya que aún se hallaban en la ilusión submarina.
—¿Eres un doctor en hechizos? —exigió la Reina.
—Sí —reconoció la vieja—. Pero yo no realizo ningún hechizo para gente frívola hundida en el mar. En especial cuando se me transporta de mi colada sin un…
—Este es el Baile de la Celebración del Primer Aniversario de la Coronación del Rey Trent —cortó la Reina con arrogancia—. Ahora bien, tienes dos opciones, vieja bruja: Prepáranos un hechizo, y te podrás quedar en la fiesta, y dispondrás de toda la comida y diversión que desees, con un disfraz así… —La vieja se vio de pronto ataviada como una matrona de honor, por cortesía de la magia ilusoria de la Reina—, o no nos prepares un hechizo, y esta criatura te pondrá en salmuera. —Alzó al gato adobador, que siseó con ansia.
La anciana, igual que Crombie y Chester, pareció a punto de rebelarse; sin embargo, eligió el camino más fácil.
—¿Qué hechizo?
—El hechizo de Millie —contestó la Reina, señalando a la fantasma.
La doctora en hechizos estudió a Millie.
—Está hecho —cacareó al cabo de un momento con una amplia sonrisa, mostrando generosamente los cuatro dientes que le quedaban.
—Me pregunto qué resulta tan gracioso —murmuró Roland—. ¿Sabes cuál es el talento de Millie?
—Los fantasmas no poseen talentos —replicó Bink.
—Su talento en vida. Debe tratarse de uno especial.
—Quizá. Creo que pronto lo averiguaremos, siempre que pueda cumplir el tercer requisito.
La pizarra prosiguió. 3º: SUMERGE TU ESQUELETO EN UN ELIXIR CURATIVO.
—Disponemos de mucho —comentó la Reina—. Lacayo…
El soldado ya estaba de camino. En un instante, regresó con un cubo lleno de elixir.
—Y, ahora…, ¿dónde se encuentra tu esqueleto? —exigió la Reina.
Sin embargo, en ese punto, Millie se detuvo. Parecía como si tratara de hablar, pero no podía.
—¡Un hechizo de silencio! —exclamó la Reina—. ¡No se te permite comunicar dónde está! ¡Esa es la razón por la que ha permanecido oculto tantos siglos!
Millie asintió con tristeza.
—¡Esto incluso es mejor! —dijo la Reina—. ¡Dispondremos de una búsqueda del tesoro! ¿En qué armario se halla el esqueleto de Millie? ¡Un premio especial para aquel que lo encuentre primero! —Meditó durante un brevísimo instante—. Me he quedado sin premios… ¡Ya lo sé! ¡La primera cita con Millie la mortal!
—¿Qué ocurrirá si lo descubre una mujer? —preguntó alguien.
—Haré que mi esposo, el Rey, la transforme para la ocasión en un hombre —repuso la Reina.
Se escuchó una incómoda risa. ¿Bromeaba…, o hablaba en serio? Hasta donde sabía Bink, el Rey podía transformar cualquier cosa viva en cualquier otra cosa… del mismo sexo. Pero él nunca usaba su talento de forma caprichosa. Debía tratarse de una broma.
—¿Y qué pasa con la comida? —inquirió Chester.
—¡Eso es! —decidió ella—. Las mujeres ya han demostrado su superioridad, de modo que no podrán participar en la búsqueda del tesoro. Comenzarán con los refrescos mientras los hombres van en busca… —Vio que Chester enrojecía, y se dio cuenta de que estaba yendo demasiado lejos—. Oh, de acuerdo, los hombres también pueden comer, incluso los que tienen el apetito de un caballo. Pero que nadie toque el pastel de Aniversario. El Rey lo cortará… cuando finalice la búsqueda del tesoro. —Se quedó momentáneamente pensativa, lo cual, para ella, era inusual; ¿estaba segura de que el Rey haría acto de presencia?
La tarta era magnífica: piso sobre piso de llamativa alcorza, rematados con un enorme número 1 coronado con un busto de aspecto mágicamente vivo del Rey Trent. La Reina siempre publicitaba la gloria del Rey, debido a que la suya propia era un reflejo. ¡Algún chef desgraciado había realizado muchos esfuerzos para organizar la magia de este adornado pastel!
—Adobador, vigila el pastel, y pon en salmuera a cualquiera que se atreva a tocarlo —ordenó la Reina, atando el extremo de la correa del gato a la pata de la mesa en la que se hallaba la tarta—. Y ahora, hombres…, ¡que comience la búsqueda del tesoro!
Roland sacudió la cabeza.
—Es mejor que no se perturbe a los esqueletos guardados en los armarios —comentó—. Creo que iré a felicitar a tu madre. —Miró a Bink—. Tendrás que representar a tu familia en la búsqueda del tesoro. No estás obligado a buscar con mucho celo.
Se despidió con un breve gesto de la mano y atravesó las brillantes corrientes del mar.
Bink no se movió durante un momento y se puso a reflexionar. No había duda de que su padre sabía que algo iba mal, aunque no lo había señalado directamente.
¿Qué era lo que no encajaba? Bink sabía que ahora llevaba una buena vida, con una hermosa, aunque cambiante, esposa y disfrutaba del favor del Rey. ¿Por qué soñaba con aventuras en lugares lejanos, en emplear la espada cuyo arte había aprendido, en el peligro e incluso la muerte, a pesar de que sabía que su talento le protegería de las amenazas reales? ¿Qué le ocurría? De algún modo, le pareció que había sido más feliz cuando su futuro se mostraba incierto…, lo cual era ridículo.
¿Por qué no estaba Camaleón aquí? Pronto daría a luz, pero podría haber venido al baile si lo hubiera deseado. El palacio disponía de una comadrona mágica.
Se decidió. ¡Adelante con la búsqueda del tesoro! ¡Se probaría a sí mismo localizando el esqueleto en el armario!