Quizá fuera una tarde de sábado espectacularmente soleada cincuenta o cien metros más arriba, pero allá abajo la densa niebla había descolorido los jardines del Hospital de la Bahía de Monterrey hasta dejarlos de un color ceniciento.
La niebla llevaba consigo un olor a pinos, a eucaliptos y flores. A gardenias, pensó Kathryn Dance, aunque no estaba segura. Le gustaban las plantas, pero, como en el caso de la comida, prefería comprárselas en todo su esplendor a un profesional, en lugar de arriesgarse a ensayar su habilidad con ellas y hacer un estropicio.
Parada junto a un lecho de flores, observaba cómo Linda Whitfield salía del hospital en una silla de ruedas empujada por su hermano. Roger era un hombre delgado, de aspecto austero y edad indefinida: podía tener treinta y cinco años, o cincuenta y cinco. Encajaba a la perfección en la idea que Kathryn se había hecho de él antes de conocerle: era taciturno y conservador, llevaba vaqueros con la raya marcada, camisa de vestir almidonada y bien planchada y corbata a rayas, sostenida por un alfiler adornado con una cruz. La había saludado con un firme apretón de manos, sin siquiera esbozar una sonrisa.
—Voy por la camioneta. Disculpe, por favor.
—¿Está lista para el viaje? —preguntó Dance a Linda después de que se marchara.
—Ya veremos. Tenemos unos conocidos en Mendocino que antes iban a nuestra iglesia. Roger les ha llamado. Puede que paremos allí a pasar la noche.
Tenía los ojos desenfocados y había estado riéndose atolondradamente, sin ningún motivo. El calmante que se estaba tomando tenía que ser buenísimo, dedujo la agente.
—Yo optaría por parar. Tómeselo con calma. Deje que la mimen.
—Que me mimen. —Linda se rio—. ¿Cómo está Rebecca? No he preguntado por ella.
—Sigue en Cuidados Intensivos. —Señaló hacia el hospital con una inclinación de cabeza—. Seguramente no muy lejos de donde estaba usted.
—¿Va a recuperarse?
—Creen que sí.
—Rezaré por ella. —Otra risa. A Kathryn le recordó la de Morton Nagle.
Se agachó junto a la silla de ruedas.
—No sabe cuánto le agradezco lo que ha hecho. Sé que ha sido duro. Y lamento muchísimo que esté herida. Pero no podríamos haber parado a Pell sin ustedes.
—Dios hace Su obra, la vida continúa. Todo es para bien.
Dance no la seguía. Sus conclusiones erróneas le recordaron las de Overby.
Linda pestañeó.
—¿Dónde van a enterrar a Daniel?
—Llamamos a su tía, a Bakersfield, pero ni siquiera se acuerda de su propio nombre. Y su hermano… ¿Richard? No quiere saber nada. Le enterrarán aquí después de la autopsia. En el condado de Monterrey, cuando el fallecido es un indigente, el cadáver se incinera. Hay un cementerio público.
—¿Está consagrado?
—No lo sé. Imagino que sí.
—Si no, ¿podría buscarle un sitio? ¿Un lugar de descanso como es debido? Yo correré con los gastos.
¿Por el hombre que había intentado matarla?
—Me aseguraré de ello.
—Gracias.
Un Acura azul oscuro apareció de pronto por la calle de entrada al hospital y se detuvo bruscamente a su lado. Su llegada fue tan abrupta que Dance se agachó, alarmada, y echó mano de la pistola, pero se relajó inmediatamente al ver que era Samantha McCoy quien salía del coche y se acercaba a ellas.
—¿Cómo estás? —preguntó a la paciente.
—Me han dado calmantes, pero creo que mañana estaré bastante dolorida. Bueno, mañana y un mes entero, seguramente.
—Ibas a marcharte sin despedirte.
—Madre mía, ¿por qué piensas eso? Iba a llamarte.
Kathryn advirtió con total claridad que estaba mintiendo. Y seguramente Samantha también.
—Tienes buen aspecto.
Linda respondió con otra risa floja.
Silencio. Un profundo silencio. La niebla se tragaba cualquier sonido ambiente.
Samantha miraba a su excompañera con los brazos en jarras.
—Han sido unos días muy extraños, ¿verdad?
Linda respondió con una risa al mismo tiempo embotada y cautelosa.
—Quiero llamarte, Linda. Podríamos vernos.
—¿Para qué? ¿Para que me psicoanalices? ¿Para salvarme de las garras de la Iglesia? —Sus palabras rezumaban amargura.
—Sólo quiero verte. No tiene que ser para nada más.
—Sam —respondió Linda con cierto esfuerzo—, tú y yo éramos muy distintas hace ocho o nueve años. Y ahora lo somos todavía más. No tenemos nada en común.
—¿Nada en común? Bueno, eso no es verdad. Pasamos por un infierno juntas.
—Sí. Y Dios nos ayudó a salir adelante y luego nos mandó por caminos distintos.
Samantha se agachó y la agarró con cuidado del brazo, atenta a la herida. Acababa de invadir su zona proxémica personal.
—Escúchame. ¿Me estás escuchando?
—¿Qué? —preguntó Linda con impaciencia.
—Hubo una vez un hombre…
—¿Qué hombre?
—Escucha. Ese hombre estaba en su casa y hubo una inundación espantosa. La crecida del río inundó la planta baja de su casa y una barca fue a rescatarle, pero él dijo: «No, seguid, Dios me salvará». Corrió a la planta de arriba, pero el agua llegó hasta allí también. Pasó otra barca de rescate, pero el hombre dijo: «No, seguid, Dios me salvará». El río siguió creciendo y el hombre se subió al tejado. Pasó un helicóptero, pero él dijo: «No, seguid, Dios me salvará». Y el helicóptero se marchó.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Linda con voz pastosa.
Sam continuó, impertérrita:
—Luego el agua barrió el tejado y el hombre se ahogó. Cuando llegó al cielo y vio a Dios, le preguntó: «¿Por qué no me has salvado?». Y Dios sacudió la cabeza y le dijo: «Es muy extraño, no entiendo qué ha pasado. Te mandé dos barcas y un helicóptero».
Dance se echó a reír. Linda pestañeó, y a la agente le pareció que quería sonreír y que sin embargo se reprimía.
—Vamos, Linda. Tú y yo somos ese helicóptero la una para la otra.
La otra mujer no dijo nada.
Sam le puso una tarjeta en la mano.
—Aquí está mi número.
Linda se quedó callada un momento mientras miraba la tarjeta.
—¿Sarah Starkey? ¿Ese es tu nombre?
Samantha sonrió.
—Ahora ya no puedo cambiármelo. Pero voy a contárselo a mi marido. Todo. Viene para acá con nuestro hijo. Vamos a pasar unos días en esta zona. Eso espero. Aunque puede que cuando se lo cuente se meta en el coche y vuelva a casa.
Linda no respondió. Tocó el borde de la tarjeta con el pulgar, la guardó en su bolso y levantó la mirada cuando una vieja camioneta gris metalizada enfiló la calle. La camioneta se detuvo y Roger Whitfield salió de ella.
Samantha se presentó usando su verdadero nombre. Roger la saludó con una ceja levantada y otro ceremonioso apretón de manos. Luego Dance y él ayudaron a Linda a subir a la camioneta y la agente cerró la puerta.
Samantha se encaramó al estribo.
—Acuérdate, Linda: helicópteros.
—Adiós, Sam —contestó ella—. Rezaré por ti.
Sin decir nada más ni hacer ningún otro gesto, los Whitfield se alejaron. Samantha y Kathryn los vieron bajar por la carretera sinuosa. Sus faros, órbitas brillantes en medio de la niebla, fueron haciéndose más y más débiles. Cuando por fin desaparecieron, la agente preguntó:
—¿Cuándo llega su marido?
—Salió de San José hace una hora. Muy pronto, imagino. —Sam señaló con la cabeza hacia el lugar por donde se había marchado la camioneta—. ¿Cree que me llamará?
Ni toda la habilidad de Kathryn Dance como investigadora, ni todo su talento para la interpretación del lenguaje corporal podían contestar a esa pregunta. Sólo pudo responder:
—No ha tirado su tarjeta, ¿no?
—Todavía no —repuso Samantha, y le dedicó una sonrisa tenue antes de alejarse hacia su coche.
*****
El cielo de la tarde estaba despejado, la niebla se habría entretenido en otra parte.
Kathryn estaba sola en la Cubierta, aunque Patsy y Dylan andaban por allí, recorriendo el jardín entretenidos en intrigas caninas. Había dado por terminados los preparativos para la gran fiesta de cumpleaños que celebrarían la noche siguiente en honor de su padre y estaba tomando una cerveza alemana mientras escuchaba el programa de radio de Garrison Keillor, del que era fan desde hacía años. Cuando apagó la radio al acabar el programa, oyó a lo lejos, como una banda sonora, las escalas de Maggie y el bajo suave del estéreo de Wes.
Mientras escuchaba la música de su hijo (Coldplay, le parecía que era), reflexionó un momento. Luego, llevada por un impulso, sacó su móvil Samsung, buscó un número en la agenda y marcó.
—Vaya, hola —contestó Brian Gunderson.
La identificación de llamadas había creado una nueva forma de responder al teléfono, se dijo Dance. Brian había tenido tres largos segundos para establecer un plan de conversación hecho a la medida de su interlocutora.
—Hola —respondió ella—. Perdona que no te haya contestado hasta ahora. Sé que me has llamado un par de veces.
Brian soltó una risa y Kathryn se acordó de los ratos que habían pasado juntos, de las cenas, de los paseos por la playa. Tenía una risa bonita. Y besaba bien.
—Yo diría que si alguien tiene una buena excusa, esa eres tú. He visto las noticias. ¿Quién es ese tal Overby?
—Mi jefe.
—Ah, ¿ese chiflado del que me hablaste?
—Sí. —Dance se preguntó hasta qué punto había sido indiscreta.
—He visto una rueda de prensa en la que te mencionaba. Decía que habías actuado como su ayudante en la captura de Pell.
Ella se rio. Si TJ había visto aquella rueda de presa, sólo era cuestión de tiempo que recibiera un mensaje a nombre de «la ayudante Dance».
—Así que le atrapaste.
—Así es.
Y más que eso.
—¿Qué tal te va? —preguntó ella.
—Bien. He estado un par de días en San Francisco, sacando dinero a gente que a su vez se lo saca a otra. Yo me gané el sueldo y todos quedamos contentos. —Añadió que había tenido un pinchazo en la 101 en el viaje de regreso a casa. Un cuarteto de cantantes a capela que volvía de un concierto había parado para ayudarle, y sus integrantes habían dirigido el tráfico y le habían cambiado la rueda.
—¿Cantaron mientras la cambiaban?
—No, por desgracia. Pero voy a ir a una actuación suya en Burlingame.
¿Era aquello una invitación?, se preguntó Dance.
—¿Qué tal los niños? —preguntó Brian.
—Bien. Como niños. —Hizo una pausa. Se preguntaba si debía invitarle a tomar una copa primero, o a cenar directamente. Decidió que no corría ningún riesgo invitándole a cenar, puesto que ya tenían una historia a sus espaldas.
—Bueno, gracias por llamar —dijo Brian.
—De nada.
—De todos modos ya da igual.
¿Da igual?
—Por lo que te llamé. Esta semana voy a bajar a La Jolla con una amiga.
Una amiga. Qué palabra tan maravillosamente ambigua.
—Qué bien. ¿Vais a bucear? Dijiste que te apetecía, si no recuerdo mal.
En La Jolla había una enorme reserva natural marina. Brian y ella habían hablado de ir.
—Sí. Lo tenemos planeado. Sólo te llamé para ver si podía pasarme a recoger ese libro que te presté, el de las rutas de senderismo por los alrededores de San Diego.
—Ah, lo siento.
—No pasa nada. Me he comprado otro. Quédatelo. Seguro que algún día irás por allí.
Dance se rio al estilo de Morton Nagle.
—Claro.
—Lo demás, ¿todo bien?
—Muy bien, sí.
—Te llamo a la vuelta.
Kathryn Dance, especialista en kinesia e interrogadora experta, sabía que la gente mentía a menudo con la convicción (con la esperanza, incluso) de que su interlocutor captara el engaño. Normalmente, en contextos como aquel.
—Sería estupendo, Brian.
Sospechaba que no volverían a cruzar una sola palabra.
Cerró el teléfono y entró en su dormitorio. Tuvo que apartar un montón de zapatos para encontrar su vieja guitarra Martin 00-18 con la tapa de color caramelo fabricada en madera de abeto envejecida y los lados y la parte de atrás de caoba.
La llevó a la Cubierta, se sentó y, con los dedos entumecidos por el frío (y por la falta de práctica) la afinó y empezó a tocar. Primero, algunas escalas y arpegios; luego, «Tomorrow is a long time», el tema de Bob Dylan.
Sus pensamientos discurrían sin rumbo fijo, de Brian Gunderson al asiento delantero del Taurus del CBI y Winston Kellogg.
Notaba un sabor a menta, olía a piel y a loción de afeitar.
Mientras tocaba, advirtió movimiento dentro de la casa. Vio que su hijo se acercaba con decisión a la nevera y se llevaba una galleta y un vaso de leche a su cuarto. La incursión duró treinta segundos en total.
Se descubrió pensando que desde el principio había afrontado la actitud de Wes como una aberración, como un defecto a corregir.
Los padres tienden a sentir que las objeciones que sus hijos ponen a sus posibles padrastros o incluso a las relaciones pasajeras de sus padres son válidas. Pero es un error pensar así.
Ahora ya no estaba tan segura. Quizás a veces los hijos ponían reparos con toda razón. Quizá debíamos escucharlos con tanta atención y con la mente tan abierta como si entrevistásemos a un testigo en el curso de una investigación criminal. Quizás había dado muchas cosas por sentadas respecto a su hijo. Wes era su hijo, claro, no su pareja, pero aun así debía poder opinar.
Heme aquí, se dijo, una experta en kinesia, en establecer líneas base y buscar desviaciones como síntomas de que algo no va bien.
Con Winston Kellogg, ¿me estaba desviando de mi línea base?
Tal vez la reacción de su hijo fuera un indicio de que así había sido.
Era una idea que debía tener en cuenta.
Estaba tocando un tema de Paul Simón, tarareando la melodía, no muy segura de la letra, cuando oyó el chirrido de la verja de abajo.
Dejó de tocar cuando, al mirar, vio a Michael O’Neil subiendo las escaleras. Llevaba el jersey gris y marrón que ella le había comprado un par de años antes, cuando fue a esquiar a Colorado.
—Hola —dijo el detective—. ¿Molesto?
—Tú nunca molestas.
—Anne tiene una inauguración dentro de una hora, pero se me ha ocurrido pasarme por aquí antes, para saludar.
—Me alegro de que hayas venido.
O’Neil sacó una cerveza de la nevera y, al ver que Dance asentía, sacó otra para ella. Se sentó a su lado. Las Beck se abrieron con un fuerte chasquido. Dieron ambos un largo trago.
Ella se puso a tocar una trascripción para guitarra de una vieja melodía celta de Turlough O’Carolan, el arpista irlandés ciego y vagabundo.
O’Neil no dijo nada, se limitó a beber de su cerveza y a menear la cabeza al ritmo de la música. Tenía los ojos, notó Kathryn, vueltos hacia el océano, a pesar de que no podía verlo: los frondosos pinos lo ocultaban a la vista. Recordó que una vez, después de ver la vieja película con Spencer Tracy acerca del obsesivo pescador de Hemingway, Wes había llamado a O’Neil «el Viejo del Mar». La ocurrencia les había hecho reír a ambos.
Cuando acabó de tocar, el detective comentó:
—Hay un problema con el asunto de Juan. ¿Te has enterado?
—¿De Juan Millar? No, ¿cuál?
—Ha llegado el informe de la autopsia. La División Forense ha encontrado causas secundarias de la muerte que califica de sospechosas. La Oficina del Sheriff ha abierto una investigación.
—¿De qué se trata?
—Juan no murió como consecuencia del shock ni de una infección, como suele ocurrir con los grandes quemados. Lo que le mató fue una mezcla de morfina y difenhidramina, un anhistamínico. El gotero de la morfina estaba más abierto de lo que debía y ningún médico le había prescrito anhistamínicos. Es peligroso mezclarlos con morfina.
—¿Fue intencional?
—Es lo más probable. Sólo quería ponerte sobre aviso.
Kathryn oyó a su madre susurrándole lo que había dicho Millar.
Máteme…
—¿Pudo hacerlo él mismo?
—No. Eso se ha descartado.
Dance se preguntó quién podía estar detrás de aquella muerte, en caso de que hubiera sido un suicidio asistido. Los homicidios por compasión eran de los más difíciles de investigar, y de los más conmovedores.
Sacudió la cabeza.
—Y después de todo lo que ha pasado su familia. Avísame si podemos hacer algo.
Se quedaron callados un momento. La agente sintió un olor a humo de leña… y otra ráfaga de la loción de afeitar de O’Neil. Le gustaba aquella mezcla. Empezó de nuevo a tocar. La versión a punteo que Elizabeth Cotten hizo de «Freight train», una de las melodías más pegadizas de todos los tiempos. Aquella música circularía por su cabeza durante días.
—Me he enterado de lo de Winston Kellogg —dijo O’Neil—. Jamás lo habría pensado.
Las noticias volaban.
—Sí.
—TJ me lo contó todo con pelos y señales. —Sacudió la cabeza e hizo una seña a Dylan y a Patsy. Los perros se acercaron brincando. O’Neil sacó unas galletas para perros de un frasco que había junto a una botella de dudoso tequila. Cogieron las golosinas y se alejaron a la carrera—. Parece que va a ser un caso difícil —comentó el detective—. Imagino que habrá presiones desde Washington para echar tierra sobre el asunto.
—Ya lo creo. Y de muy arriba.
—Si te interesa, quizá convendría hacer algunas llamadas.
—¿A Chicago, a Miami y Los Ángeles?
O’Neil pestañeó. Luego se echó a reír.
—Tú también lo has estado pensando, ¿eh? ¿Cuál es el más sólido de los tres?
—Yo me decantaría por el suicidio sospechoso de Los Ángeles —respondió Dance—. Está en este mismo estado, así que el CBI tiene jurisdicción, y Kellogg no puede alegar que el cabecilla de la secta murió durante una redada. Además, es el expediente que destruyó. ¿Por qué iba a destruirlo si no fuera culpable?
Había decidido que, si Kellogg salía impune del asesinato de Pell, y era posible que así fuese, no dejaría correr el asunto. Seguiría intentando que otras instancias lo procesaran.
Y al parecer no iba a tener que hacerlo sola.
—Muy bien —dijo O’Neil—. Podemos reunimos mañana para echar un vistazo a las pruebas.
Kathryn asintió con un gesto.
El detective apuró su cerveza y fue a buscar otra.
—Supongo que Overby no estará dispuesto a sufragarnos un viaje a Los Ángeles.
—Lo creas o no, puede que sí.
—¿En serio?
—Si volamos en turista.
—Y de pie —añadió O’Neil.
Se rieron.
—¿Alguna petición? —Dance dio unas palmadas a su vieja Martin, que resonó tan vigorosamente como un tambor.
—No. —O’Neil se echó hacia atrás y estiró las piernas, deslizando por el suelo los zapatos arañados—. Lo que te apetezca.
Kathryn Dance se quedó pensando un momento y luego empezó a tocar.