Dance salió del cuartel general y se dirigió al Point Lobos Inn para encargarse de que pasaran la factura del hotel al CBI, en lugar de cargarla a la tarjeta de crédito de Winston Kellogg.
A Charles Overby no le hacía ninguna gracia aquel dispendio, claro está, pero no podía permitir que Kellogg corriera con los gastos, aliviando así el presupuesto del mismo cuerpo policial que había ordenado su arresto; había en ello un conflicto de intereses intrínseco. Así pues, había ordenado que el CBI abonara el coste del hotel. Aquel rasgo de generosidad que había tenido al apoyar el encausamiento de Kellogg no se hacía extensivo a otros aspectos de su personalidad. Había puesto el grito en el cielo por la factura. (¿Cabernet Jordan? ¿Quién se ha bebido el Jordan? ¿Y dos botellas, además?)
Kathryn no le había dicho que era ella quien le había ofrecido a Samantha McCoy que se quedara un par de días más.
Mientras conducía iba escuchando a Altan, un grupo de música celta. La canción era «Green Grow the Rushes O», una melodía lúgubre que parecía idónea para la ocasión, dado que iba camino de un lugar en el que habían muerto varias personas.
Estaba pensando en su excursión al sur de California el siguiente fin de semana, con los niños y los perros. Iba a grabar a un grupo de músicos mexicanos cerca de Ojai. Eran seguidores de su página web y habían enviado a Martine algunos temas suyos en mp3. Dance quería grabarlos en vivo. Sus ritmos eran fascinantes. Tenía muchas ganas de hacer la excursión.
Había vuelto el mal tiempo y en aquella zona las carreteras no estaban atestadas de tráfico. En todo el camino sólo vio un coche detrás del suyo, un sedán azul que la seguía a cosa de un kilómetro de distancia.
Tomó un desvió y se dirigió al Point Lobos Inn. Miró su teléfono. Vio con preocupación que seguía sin tener mensajes de O’Neil. Podía llamarlo poniendo un caso como pretexto y él le devolvería la llamada inmediatamente. Pero no podía hacer eso. Además, seguramente era preferible mantener un poco las distancias. La línea era muy fina cuando se era amiga de un hombre casado.
Enfiló el camino de entrada al hotel, detuvo el coche y se quedó escuchando el final de la melancólica canción. Se acordó del funeral de su marido. Era lógico que, teniendo su casa, a su esposa y a sus dos hijos en Pacific Grove, Bill tuviera allí su sepultura. Su madre, sin embargo, se había empeñado en que fuera enterrado en San Francisco, una ciudad de la que había huido a los dieciocho años y a la que sólo había vuelto ocasionalmente, en vacaciones. La señora Swenson, no obstante, se había mostrado intratable a la hora de discutir el lugar del descanso eterno de su hijo.
Dance había acabado por imponer su criterio, aunque se sintiera mal al ver llorar a su suegra, que la había hecho pagar por su victoria de mil pequeñas maneras durante el año siguiente. Bill descansaba ahora en una colina desde la que se divisaban multitud de árboles, una franja del océano Pacífico y una esquina del hoyo nueve de Pebble Beach: una tumba por la que miles de golfistas habrían pagado una fortuna. Dance recordó que, aunque ni su marido ni ella jugaban al golf, tenían pensado aprender en algún momento.
—Cuando nos jubilemos, quizá —decía él.
—Jubilarse. ¿Qué es eso?
La agente aparcó, entró en la oficina del Point Lobos Inn y comenzó a ocuparse del papeleo.
—Ya hemos recibido varias llamadas —comentó el recepcionista—. Periodistas que querían sacar fotos de la cabaña. También hay uno que está pensando en hacer visitas guiadas por la zona donde mataron a Pell. Qué asco.
Sí, en efecto. Morton Nagle lo habría desaprobado; quizás el promotor de aquella iniciativa tan falta de tacto acabara apareciendo en La muñeca dormida, en una nota a pie de página.
Mientras regresaba a su coche vio que había una mujer allí cerca, mirando hacia el mar, entre la neblina, la chaqueta ondeando al viento. Cuando pasó de largo, la mujer apartó la vista del paisaje y echó a andar tras ella a su mismo paso.
Dance notó también que había un coche azul aparcado allí cerca. El coche le resultaba familiar. ¿Era el mismo que había visto detrás del suyo durante el trayecto? Advirtió entonces que era un Ford Focus, y recordó que el vehículo robado en Moss Landing no había aparecido aún. También era azul. ¿Había otros cabos sueltos que…?
La mujer se acercó a ella rápidamente y la llamó, alzando su voz áspera por encima del viento:
—¿Es usted Kathryn Dance?
La agente se detuvo, sorprendida, y se volvió.
—Sí. ¿Nos conocemos?
La desconocida siguió avanzando hasta que estuvo a unos pasos de ella.
Entonces se quitó las gafas de sol, dejando al descubierto una cara que Kathryn conocía aunque no lograra situarla.
—No nos hemos visto nunca, pero en cierto modo nos conocemos. Soy la novia de Daniel Pell.
Dance sofocó una exclamación de sorpresa.
—¿Usted es…?
—Jennie Marston.
La agente bajó la mano hacia su pistola.
Pero antes de que tocara la empuñadura, Jennie añadió:
—Quiero entregarme. —Y le tendió las muñecas como para que le pusiera las esposas.
Un gesto muy considerado que Kathryn no había visto nunca, en todos sus años de carrera policial.
*****
—Se suponía que tenía que matarla.
La noticia no la alarmó tanto como cabría esperar; a fin de cuentas, Pell estaba muerto y Jennie esposada, y tras registrarla a ella y registrar su coche no había encontrado ningún arma.
—Me dio una pistola, pero está en el motel. De verdad, yo nunca le haría daño.
Era cierto: no parecía capaz.
—Daniel decía que ningún policía se había metido nunca en su mente como usted. Le tenía miedo.
Las amenazas hay que eliminarlas…
—Entonces, ¿simuló su muerte?
—Me hizo unos cuantos cortes. —Jennie le enseñó un vendaje en la parte de atrás de la cabeza—. Un poco de piel y de pelo, y sangre. La cabeza sangra un montón. Luego me dio su dirección y la de sus padres. Tenía que matarla. Daniel sabía que usted no le dejaría escapar.
—¿Le dijo usted que sí?
—En realidad no le dije nada, ni en un sentido ni en otro. —Sacudió la cabeza—. Era tan difícil decirle que no… Dio por sentado que lo haría, sin más. Porque siempre había hecho lo que él quería. Quería que la matara, y que luego me fuera a vivir con Rebecca y con él al monte, no sé dónde. Íbamos a fundar una nueva Familia.
—¿Usted sabía lo de Rebecca?
—Me lo dijo él. —Y añadió con un hilo de voz—: ¿Fue ella quien me escribió los correos electrónicos, haciéndose pasar por él?
—Sí.
Jennie apretó los labios con fuerza.
—No se parecían, él no hablaba así. Tenía la impresión de que los había escrito otra persona. Pero no quise preguntar. A veces una no quiere saber la verdad.
Amén, pensó Kathryn Dance.
—¿Cómo ha llegado aquí? ¿Me ha seguido?
—Sí. Quería hablar con usted en persona. Pensé que, si me entregaba sin más, me llevarían directamente a la cárcel. Pero quería preguntarle… ¿Estaba usted allí cuando le dispararon? ¿Dijo algo?
—No, lo siento.
—Ah. Era una duda que tenía. —Tensó los labios, un indicio kinésico de mala conciencia. Luego le lanzó una mirada—. No era mi intención asustarla.
—Me han dado sustos peores últimamente —repuso la agente—. Pero ¿por qué no ha huido? Quizá dentro de un par de semanas, al ver que el mar no devolvía su cuerpo, habríamos empezado a dudar. Pero para cuando hubiéramos empezado a buscarla ya podría haber estado en México o en Canadá.
—Supongo que he escapado a su hechizo, simplemente. Pensaba que con Daniel las cosas serían distintas. Primero nos conocimos bien, ya sabe, no sólo sexualmente, y entre nosotros surgió un vínculo de verdad. O eso pensaba yo. Pero luego me di cuenta de que todo era mentira. Seguramente Rebecca le contó un montón de cosas sobre mí para que picara el anzuelo, ya sabe. Igual que mi marido y que mis novios, que ligaron conmigo en un bar o en el trabajo. Daniel hizo lo mismo, sólo que fue mucho más listo.
»Toda mi vida he pensado que necesitaba un hombre. Me figuraba que era una especie de linterna y que los hombres eran las pilas. No podía brillar si no tenía uno. Pero luego, después de que mataran a Daniel, estaba en la habitación del motel y de repente me sentí distinta. Me enfadé. Fue muy extraño. Estaba tan enfadada que notaba en la boca el sabor de la rabia. Eso no me había pasado nunca. Así que comprendí que tenía que hacer algo al respecto. Pero no lamentarme por Daniel, ni salir en busca de otro hombre, que era lo que hacía antes. No, quería hacer algo por mí. ¿Y qué fue lo mejor que se me ocurrió? Entregarme. —Soltó una risa—. Parece una tontería, pero he sido yo quien lo ha decidido. Nadie más que yo.
—En mi opinión ha hecho usted bien.
—Ya veremos. En fin, supongo que eso es todo.
Pues sí, pensó Dance.
Acompañó a Jennie hasta el Taurus. Mientras iban hacia Salinas, fue haciendo recuento de los cargos. Incendio provocado, asesinato con premeditación, conspiración, colaboración con un fugitivo y varios delitos más.
Con todo, Jennie se había entregado voluntariamente y parecía muy arrepentida. Kathryn la interrogaría más adelante si ella accedía, y si era tan sincera como parecía, intentaría interceder por ella ante Sandoval.
Al llegar a los calabozos de los juzgados, cumplimentó los trámites para entregarla a la maquinaria judicial.
—¿Quiere que llame a alguien? —preguntó.
Jennie estuvo a punto de decir algo, pero se detuvo y soltó una risa suave.
—No. Creo que es mejor, ya sabe, empezar de cero. Estoy bien así.
—Le conseguirán un abogado, y quizá después podamos pasar un rato más hablando.
—Claro.
Se la llevaron por el mismo pasillo por el que había escapado su amante casi una semana antes.