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En un hotel barato de los alrededores de la avenida Del Monte, no muy lejos de la carretera uno, una mujer yacía en la cama con los ojos llenos de lágrimas. Miraba fijamente el techo mientras escuchaba el siseo del tráfico.

Deseaba dejar de llorar.

Pero no podía.

Porque él había muerto.

Su Daniel se había ido para siempre.

Jennie Marston se tocó la cabeza por debajo del vendaje. Le picaba horriblemente. Seguía reviviendo las últimas horas que habían pasado juntos, el jueves. Se veía de pie en la playa, al sur de Carmel, mientras él sostenía en la mano aquella piedra que se parecía a Jasmine, la gata a la que su madre nunca hacía daño.

Y recordaba a su Daniel, agarrando la piedra y volteándola una y otra vez.

—Eso es justamente lo que estaba pensando, preciosa. Que parece un gato. —Después, sujetándola con fuerza, había susurrado—: He estado viendo las noticias.

—Ah, ¿en el motel?

—Sí. Preciosa, la policía te ha identificado.

—¿Me ha…?

—Saben tu nombre. Saben quién eres.

—¿Sí? —había murmurado, horrorizada.

—Sí.

—Ay, no… Daniel, cariño, lo siento… —Había empezado a temblar.

—Te dejaste algo en la habitación, ¿verdad?

Entonces se acordó. El correo electrónico. Estaba en sus vaqueros.

—Era el primero en el que me decías que me querías —había dicho con voz débil—. No podía tirarlo. Me dijiste que lo hiciera, pero no pude. Lo siento muchísimo. Yo…

—No pasa nada, preciosa. Pero ahora tenemos que hablar.

—Claro, cariño —había contestado, resignada a lo peor. Se acarició el bulto de la nariz. De nada le iba a servir recitar «cantos de ángeles, cantos de ángeles».

Daniel iba a abandonarla. Iba a obligarla a marcharse.

Pero las cosas no eran tan fáciles. Al parecer, una de las mujeres de la Familia era su cómplice. Rebecca. Iban a montar otra Familia y a irse a su montaña, a vivir solos.

—Tú no ibas a participar, preciosa, pero cuando empecé a conocerte cambié de idea. Comprendí que no podía vivir sin ti. Hablaré con Rebecca. Habrá que dejar pasar un tiempo. Tiene un carácter complicado. Pero al final hará lo que le diga. Os haréis amigas.

—No sé.

—Tú y yo formaremos un equipo, preciosa. Con Rebecca nunca he tenido esa conexión. Con ella era otra cosa.

Si quería decir que sólo era sexo, a Jennie no le importaba. De eso no tenía celos, al menos no muchos. De lo que tenía celos era de que quisiera a otra, de que compartiera con ella risas y anécdotas, de que otra fuera su «preciosa».

—Ahora debemos tener cuidado —había continuado él—. La policía te conoce y puede encontrarte fácilmente. Así que tienes que desaparecer.

—¿Desaparecer?

—Una temporada. Un mes o dos. A mí tampoco me apetece. Voy a echarte de menos.

Jennie sabía que era cierto.

—No te preocupes. Todo saldrá bien. No voy a dejarte sola.

—¿De verdad?

—Vamos a fingir que te he matado. La policía dejará de buscarte. Voy a tener que hacerte algún corte. Mancharemos de sangre la piedra y tu bolso. Pensarán que te he golpeado con la piedra y que te he arrojado al mar. Va a dolerte.

—Si así podemos estar juntos… —Aunque había pensado: ¡Mi pelo otra vez no! ¿Qué aspecto tendría ahora?

—Preferiría cortarme yo, preciosa. Pero no queda otro remedio.

—No importa.

—Ven aquí. Siéntate. Agárrate a mi pierna. Apriétamela con fuerza. Así te dolerá menos.

El dolor había sido horrible. Pero Jennie se había mordido la manga y había apretado con fuerza la pierna de Daniel, y así había logrado no gritar cuando la cortó con el cuchillo y brotó la sangre.

El bolso manchado de sangre, la figura de Jasmine ensangrentada…

Habían vuelto en coche al lugar donde aún estaba escondido el Ford Focus azul robado en Moss Landing, y él le había dado las llaves. Después de decirse adiós, ella había alquilado una habitación en aquel hotel barato. Pero nada más entrar en la habitación y encender la tele, mientras tumbada en la cama se abrazaba la cabeza dolorida, había visto en las noticias que Daniel había sido abatido a tiros en Point Lobos.

Había llorado contra la almohada y golpeado el colchón con sus manos huesudas, y finalmente se había dormido sollozando, sumida en un sueño angustioso. Al despertar se había quedado tendida en la cama, moviendo los ojos de un lado a otro, la vista fija en el techo. Interminablemente. Un mirar compulsivo.

Aquello le recordaba a cuando estaba casada, a las horas infinitas que pasaba tumbada en el dormitorio con la cabeza echada hacia atrás, esperando a que parara de sangrarle la nariz y se disipara el dolor.

Y en la habitación de Tim.

Y en muchas otras.

Tumbada de espaldas, esperando, esperando, esperando…

Sabía que tenía que levantarse y ponerse en marcha. La policía la estaría buscando. Había visto en la tele su foto del permiso de conducir, seria y con la nariz enorme. Le ardía la cara de vergüenza cada vez que se acordaba.

Así que levanta el culo…

Pese a todo, durante esas pocas horas, mientras estaba tumbada en la cama barata y hundida, bajo cuya escuálida colcha sobresalían los muelles del colchón, había sentido algo curioso.

Un cambio, como la primera helada del otoño. Se había preguntado qué era aquella sensación. Y luego se había dado cuenta.

Era ira.

Una emoción rara en ella. Se le daba bien sentirse mal, asustarse, escabullirse, esperar a que se disipara el dolor.

O esperar a que diera comienzo.

De pronto, en cambio, estaba rabiosa. Le temblaban las manos y respiraba agitadamente. Más tarde, a pesar de que la furia persistía, se había descubierto completamente en calma. Era igual que hacer caramelo: se cocía el azúcar mucho tiempo, hasta que alcanzaba el punto de ebullición y empezaba a borbotear y se volvía peligroso (se te pegaba a la piel como pegamento caliente). Y entonces se vertía sobre una pieza de mármol y al enfriarse se convertía en una lámina quebradiza.

Eso era lo que sentía. Una rabia fría dentro del corazón.

Una rabia dura.

Apretando los dientes, con el corazón acelerado, entró en el cuarto de baño y se dio una ducha. Se sentó a la mesa endeble, delante de un espejo, y se maquilló. Invirtió en ello casi media hora; después se miró en el espejo. Y le gustó lo que vio.

Cantos de ángeles…

Pensó otra vez en el jueves anterior, mientras estaban junto al Ford Focus: ella, llorando; Daniel, abrazándola.

—Voy a echarte muchísimo de menos, cariño —había dicho ella.

Entonces él había bajado la voz.

—Bueno, preciosa, ahora tengo que ocuparme de un asunto, asegurarme de que nuestra montaña está a salvo. Pero hay una cosa que tienes que hacer.

—¿Cuál, Daniel?

—¿Te acuerdas de esa noche en la playa, cuando necesité que me ayudaras con la mujer del maletero?

Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—¿Quieres… quieres que te ayude otra vez a hacer algo así?

Sus ojos azules se habían clavado en los suyos.

—No quiero que me ayudes. Necesito que lo hagas tú sola.

—¿Yo?

Él se había inclinado sin desviar la mirada.

—Sí. Si no lo haces, nunca tendremos paz, nunca estaremos juntos.

Ella había asentido lentamente. Después Daniel le había dado la pistola que le había quitado al policía en casa de James Reynolds. Le había enseñado cómo usarla. A Jennie le había sorprendido lo fácil que era.

Ahora, mientras sentía resquebrajarse la ira dentro de sí como caramelo duro, se acercó a la cama del hotel barato y vació la bolsita de la compra que había estaba usando como bolso: la pistola, la mitad del dinero que le quedaba, algunos efectos personales y la otra cosa que le había dado Daniel, una hojita de papel. Desdobló la nota y se quedó mirando lo que estaba escrito en ella: los nombres de Kathryn Dance y Stuart y Edie Dance y un par de direcciones.

Oía aún la voz de su amante al meter la pistola en la bolsa y dársela:

—Ten paciencia, preciosa. Tómate tu tiempo. ¿Qué es lo más importante que te he enseñado?

—A tener siempre el control —había recitado ella.

—Aprobada con sobresaliente, preciosa.

Y entonces le había dado el que resultó ser su último beso.