Estaban en la sala tres, una de las salas de interrogatorio de las oficinas del CBI en Monterrey, la preferida de Dance. Era un poco más grande que la otra (que era la uno; no había sala dos) y el falso espejo estaba: un poco más lustroso. Tenía, además, una pequeña ventana y, si se corrían las cortinas, se veía un árbol fuera. A veces, durante sus interrogatorios, Kathryn utilizaba aquel panorama para distraer o animar a sus interlocutores. Ese día las cortinas estaban echadas.
Dance estaba a solas con Kellogg. Detrás del espejo reluciente, la cámara de vídeo estaba montada y en funcionamiento. TJ y Charles Overby estaban allí, invisibles, aunque el espejo sugería, naturalmente, la presencia de observadores.
Winston Kellogg había renunciado a la asistencia de un abogado y estaba dispuesto a hablar, cosa que hacía con voz extrañamente serena. Una voz, se dijo la agente con desasosiego, que recordaba mucho a la de Daniel Pell el día del interrogatorio.
—Kathryn, vamos a dar un poco marcha atrás, ¿de acuerdo? ¿Te parece bien? No sé qué crees que está pasando, pero este no es modo de manejar la situación. Créeme.
El subtexto de aquellas palabras era arrogancia. Su corolario, traición. Dance intentó sacudirse la tristeza mientras contestaba con sencillez:
—Vamos a empezar.
Se puso las gafas de montura negra, sus gafas de depredadora.
—Puede que te hayan informado mal. ¿Por qué no me dices cuál crees que es el problema y vemos qué está pasando de verdad?
Como si estuviera hablando con una niña.
La agente le miró atentamente. Es un interrogatorio como otro cualquiera, se decía. Pero no lo era. Tenía delante de sí a un hombre por el que había sentido un interés erótico y que le había mentido. La había utilizado, como había utilizado a Daniel Pell y a… En fin, a todo el mundo.
Se obligó a hacer a un lado sus emociones, por difícil que fuera, y a concentrarse en la tarea que tenía ante sí. Se había propuesto hacer perder su aplomo a Kellogg. Nada podría detenerla.
Porque ahora ya le conocía bien, y la estrategia de análisis se desplegaba rápidamente dentro de su cabeza.
Primero, ¿cómo se denominaría a Kellogg en un contexto penal? Como sospechoso de homicidio.
Segundo, ¿tenía motivos para mentir? Sí.
Tercero, ¿qué tipo de personalidad era el suyo? Extrovertido, racional, calificador. Así pues, podía ser tan dura con él como hiciera falta.
Cuarto, ¿qué clase de mentiroso era? Un altomaquiavélico. Era inteligente, tenía buena memoria, manejaba con soltura las técnicas de engaño y estaba dispuesto a utilizar todos esos recursos para inventar mentiras que le beneficiaran. Dejaría de mentir si le descubrían, y usaría otras armas, culparía a otros, proferiría amenazas o se pondría violento. La humillaría y se mostraría condescendiente, intentando alterarla y aprovecharse de sus reacciones espontáneas, como un reflejo inverso de su misión como interrogadora. Intentaría sonsacarle información para utilizarla más tarde contra ella.
Con los altomaquiavélicos había que tener mucho cuidado.
El siguiente paso en su análisis sería determinar en qué estado de respuesta al estrés se situaba Kellogg cuando mentía (ira, negación, depresión o negociación) e indagar en sus mentiras, cuando reconociera alguna.
Pero ahí estaba el problema. Dance era una de las mejores expertas en kinesia del país, y sin embargo no había visto las mentiras que Kellogg le había servido en bandeja, teniéndolas delante de sus narices. En general, no tendía a la mentira directa, sino a la evasiva. Y la forma de engaño más difícil de detectar era la ocultación de datos. Aun así, ella era lo bastante hábil como para percibir esas maniobras de evasión. Y lo que era más importante, pensó, Kellogg era uno de esos raros individuos prácticamente inmunes al análisis kinésico y al polígrafo: sujetos excluidos, como los enfermos mentales y los asesinos en serie.
Una categoría en la que también tenían cabida los fanáticos.
Y eso precisamente creía Kathryn que era Winston Kellogg. No el líder de una secta, sino alguien igual de fanatizado y peligroso: un hombre convencido de su superioridad moral.
Aun así, tenía que conseguir que se desmoronara. Necesitaba llegar al fondo de aquel asunto y para ello debía identificar síntomas de estrés. De ese modo sabría dónde indagar.
Así pues, tomó la ofensiva. Rápidamente, con contundencia.
Sacó del bolso una grabadora digital y la colocó sobre la mesa, entre los dos. La puso en marcha.
Se oyó el pitido de una línea telefónica. Y luego:
—Recursos Tecnológicos, le atiende Rick Adams.
—Soy Kellogg, de la central. MVCC.
—Muy bien, agente Kellogg, ¿en qué puedo ayudarle?
—Estoy en esta zona y tengo un problema con mi ordenador. Tengo un archivo protegido y el tipo que me lo ha mandado no se acuerda de la contraseña. El sistema operativo es Windows XP.
—Claro, eso es pan comido. Puedo ocuparme yo mismo.
—Prefiero no recurrir al departamento para un asunto personal. En la central se están poniendo muy serios con esas cosas.
—Bueno, en Cupertino hay un sitio al que solemos enviar material. Pero no son baratos.
—¿Son rápidos?
—¿Para eso? Sí, claro.
—Estupendo. Deme su número.
Dance apagó la grabadora.
—Me mentiste. Dijiste que el archivo lo habían descifrado los técnicos del FBI. Pero no fue así. Winston, Pell no escribió nada sobre Nimue, ni sobre ningún suicidio. Ese archivo lo creé yo anoche.
Kellogg se limitó a mirarla fijamente.
—Nimue era un señuelo —prosiguió ella—. En el ordenador de Jennie no había nada hasta que yo lo puse allí. TJ encontró una referencia a Nimue, pero era un artículo de prensa sobre una mujer llamada Alison Sharpe, una entrevista en un diario local de Montana. «Mi mes con Daniel Pell», o algo por el estilo. Se conocieron en San Francisco hará doce años, cuando ella vivía con un grupo parecido a la Familia y se hacía llamar Nimue. El cabecilla del grupo bautizaba a sus seguidores con nombres de personajes artúricos. Pell y ella estuvieron recorriendo el estado, haciendo autostop, pero ella le dejó cuando le detuvieron en Redding por ese caso de asesinato. Es probable que Pell no supiera cómo se apellidaba. Por eso, cuando quiso encontrarla, la buscó por los dos únicos nombres por los que la conocía, Alison y Nimue. Quería matarla porque ella sabía dónde estaba su montaña.
—Así que creaste ese archivo falso y me pediste que te ayudara a descifrarlo. ¿Y se puede saber cuál es el motivo de tanta farsa, Kathryn?
—Te lo diré. El lenguaje corporal no es privativo de los vivos, ¿sabes? También pueden deducirse muchas cosas de la postura de un cadáver. Anoche TJ me trajo toda la documentación del caso para redactar el informe final. Estaba mirando las fotografías del lugar donde murió Pell, en Point Lobos, y había algo que no encajaba. Pell no estaba escondido detrás de las rocas. Estaba al descubierto, tendido de espaldas. Tenía las piernas flexionadas y las rodillas mojadas y manchadas de arena. Las dos rodillas, no sólo una. Eso me llamó la atención. La gente se agacha para luchar, o mantiene al menos un pie plantado en el suelo. Vi exactamente esa misma postura en el cadáver de un hombre asesinado por la mafia. Le obligaron a ponerse de rodillas para que les suplicara y luego le dispararon. ¿Qué sentido tenía que Pell saliera de su escondite y se arrodillara para dispararte?
—No sé de qué me estás hablando. —Ni un asomo de emoción.
—El forense sostiene en su informe que, dado el ángulo descendente de las balas al atravesar el cuerpo de Pell, tenías que estar completamente erguido cuando le disparaste, no agachado. Si hubiera sido de verdad un tiroteo, te habrías colocado en postura defensiva, agachándote. Me acordé, además, de la secuencia sonora. Oí el estallido de la granada de aturdimiento y luego los disparos después de una pausa. No, creo que viste dónde estaba Pell, que lanzaste la granada, que te acercaste rápidamente y que lo desarmaste. Y que luego hiciste que se arrodillara y le tiraste las esposas al suelo para que se las pusiera. Y que le disparaste cuando se disponía a cogerlas.
—Eso es ridículo.
Dance continuó hablando, impasible:
—¿Y la granada de aturdimiento? Se suponía que tenías que devolver toda la munición después del asalto al motel. Es el protocolo habitual. ¿Por qué te la quedaste? Porque esperabas una oportunidad de acercarte a Pell y matarle. Comprobé, además, la hora exacta a la que llamaste pidiendo refuerzos. No avisaste desde el hotel, sólo lo fingiste. Llamaste después, para tener ocasión de quedarte a solas con Pell. —Levantó una mano para acallar otra protesta—. Fuera o no ridícula mi teoría, la muerte de Pell planteaba interrogantes. Así que pensé que debía hacer averiguaciones. Quería saber más sobre ti. Conseguí tu expediente gracias a un amigo de mi marido que trabaja en la central de Washington. Y descubrí algunos datos interesantes. Como que habías estado involucrado en la muerte a tiros de varios presuntos líderes de sectas en el transcurso de operaciones policiales cuyo fin era su detención. O que otros dos presuntos líderes sectarios se suicidaron en circunstancias sospechosas mientras tú actuabas como asesor para las autoridades locales que estaban investigando a sus grupos.
»El suicidio de Los Ángeles era el más preocupante. Una mujer que dirigía una secta se quitó la vida arrojándose desde la ventana de un sexto piso dos días después de que tú llegaras para prestar apoyo al Departamento de Policía de Los Ángeles. Lo curioso del caso es que nadie la había oído nunca hablar de suicidio. No dejó ninguna nota y, sí, la estaban investigando, pero sólo por fraude fiscal. Extraña razón para matarse.
»Así que tenía que ponerte a prueba, Winston. Por eso escribí el documento de ese archivo.
Era un falso correo electrónico que daba a entender que una chica llamada Nimue, integrante de la secta de la presunta suicida de Los Ángeles, tenía información acerca de la sospechosa muerte de su líder.
—Conseguí una orden judicial para pinchar tu teléfono, le puse al archivo una sencilla contraseña de Windows y te di el ordenador para ver qué hacías. Si me hubieras dicho que habías leído el archivo y lo que contenía, habría dado carpetazo al asunto y en este momento tú y yo iríamos camino de Big Sur.
»Pero no. Llamaste al técnico, hiciste que esa empresa privada descifrara la contraseña y leíste el archivo. No había ninguna bomba de borrado. Ninguna papilla. Lo destruiste tú. Tenías que destruirlo, claro. Temías que llegáramos a la conclusión de que desde hace seis años te dedicas a viajar por todo el país asesinando a gente como Daniel Pell.
Kellogg soltó una risotada. Una leve desviación kinésica: el tono había cambiado. Un sujeto excluido, sí, pero que aun así acusaba el estrés. Dance había dado en el clavo.
—Por favor, Kathryn… ¿Por qué diablos iba a hacer eso?
—Por tu hija —respondió ella no sin cierta compasión.
El hecho de que no respondiera, sino que se limitara a sostenerle la mirada como si sufriera un intenso dolor era una señal, aunque débil, de que Dance se estaba acercando a la verdad.
—Cuesta mucho engañarme, Winston. Y tú lo has hecho muy, muy bien. En todo este tiempo sólo he notado una desviación respecto a tu línea base de conducta, y ha sido en lo tocante a los hijos y la familia. Pero no le di mucha importancia. Al principio supuse que era por la atracción que había entre nosotros, y porque no te sentías cómodo con los niños y te costaba hacerte a la idea de que pudieran formar parte de tu vida algún día.
»Luego creo que te diste cuenta de que tenía curiosidad, o de que empezaba a sospechar algo, y me confesaste que habías mentido, que habías tenido una hija. Por eso me hablaste de su muerte. Es un truco muy común, claro: confesar una mentira para tapar otra relacionada con ella. ¿Y cuál era esa mentira? Tu hija murió, en efecto, en un accidente de tráfico. Pero no fue exactamente como me lo contaste. Al parecer hiciste desaparecer el atestado policial, porque en Seattle nadie ha podido encontrarlo, pero TJ y yo hicimos algunas llamadas y conseguimos montar el rompecabezas.
»Tu hija huyó de casa a los dieciséis años porque tu mujer y tú os estabais divorciando. Acabó con un grupo de Seattle muy semejante a la Familia. Estuvo con ellos unos seis meses. Luego ella y otros tres miembros de la secta hicieron un pacto y se suicidaron porque su gurú les dijo que se marcharan. Que no habían sido suficientemente leales. Se arrojaron con el coche al estuario de Puget.
Hay algo aterrador en la idea de que te echen a patadas de tu familia…
—Después ingresaste en la MVCC y consagraste tu vida a detener a gente como esa. Sólo que a veces la ley era un estorbo y tenías que tomar cartas en el asunto. He llamado a un amigo de la policía de Chicago. Estuviste allí la semana pasada, asesorándoles como experto en sectas. Según su informe, alegaste que el sospechoso te disparó y que tuviste que «neutralizar la amenaza». No creo que el sospechoso llegara a disparar. Creo que le mataste y que esa herida te la hiciste tú mismo. —Se tocó el cuello para indicar el vendaje de Kellogg—. Lo cual convierte esa muerte en un asesinato, como en el caso de Pell.
Dance sentía ira. Una ira súbita, como un fogonazo de sol caliente mientras pasaba una nube.
Contrólate, se dijo. Aprende de Daniel Pell.
Aprende de Winston Kellogg.
—La familia del fallecido presentó una denuncia. Alegaron que su muerte había sido un montaje. El fallecido tenía un largo historial delictivo, sí. Igual que Pell. Pero jamás tocaba un arma. No quería que pudieran acusarle de asalto con arma letal.
—Tocó una el tiempo suficiente para dispararme.
Un movimiento muy ligero del pie. Era casi imperceptible, pero denotaba estrés. De modo que Kellogg no era del todo inmune a su interrogatorio.
Su respuesta era falsa.
—Sabremos más cuando hayamos revisado los expedientes. También me he puesto en contacto con otras jurisdicciones, Winston. Al parecer, insistías en prestar tu ayuda a las autoridades locales cada vez que había un delito relacionado con una secta en cualquier parte del país.
Charles Overby había dado a entender que había sido idea suya traer a un agente federal especializado en sectas. La noche anterior, sin embargo, Dance había empezado a sospechar que seguramente no era así como habían sucedido las cosas y había preguntado a su jefe sin rodeos cómo había llegado el agente del FBI a ocuparse del caso Pell. Overby intentó salirse por la tangente, pero por fin reconoció que Kellogg le había dicho a Amy Grabe, de la delegación del FBI en San Francisco, que iba a venir a la península a prestar su ayuda como asesor en la busca y captura de Pell. La cuestión no admitía discusión. Kellogg había llegado en cuanto estuvo resuelto el papeleo en Chicago.
—Estuve recordando el caso. Michael O’Neil se enfadó porque quisieras asaltar el Sea View en lugar de montar un dispositivo de vigilancia. Y a mí me extrañó que quisieras ser el primero en entrar en la habitación. La respuesta es que de ese modo podrías disparar a Pell sin estorbos. Ayer, en la playa de Point Lobos, le hiciste arrodillarse. Y luego le mataste.
—¿Esa es la única prueba que tienes de que le maté? ¿Su postura? Vamos, Kathryn…
—El equipo de inspección forense de la Oficina del Sheriff de Monterrey ha encontrado el casquillo de la bala que me disparaste en las rocas.
Kellogg guardó silencio.
—No tiraste a dar, claro, eso lo sé. Sólo querías que me quedara donde estaba, con Samantha y Linda, para que no me entrometiera y te impidiera matar a Pell.
—Fue un disparo accidental —contestó él con naturalidad—. Un descuido. Debería habértelo dicho, pero me daba vergüenza. Menudo profesional estoy hecho.
Mentira…
Bajo la mirada de Dance, sus hombros se hundieron ligeramente. Sus labios se tensaron. Ella sabía que no habría confesión (ni siquiera lo pretendía), pero aun así Kellogg había entrado en otra fase de respuesta al estrés. Al parecer, no era por completo un autómata carente de emociones. Kathryn había golpeado duro, y había hecho daño.
—No hablo de mi pasado ni de lo que pasó con mi hija. Quizá debería haberte contado algo más, pero me he fijado en que tú tampoco hablas mucho de tu marido. —Se quedó callado un momento—. Mira a nuestro alrededor, Kathryn. Echa un vistazo al mundo. Estamos tan desestructurados, tan hechos añicos… La familia es una especie en peligro de extinción y sin embargo anhelamos sentirnos arropados por ella. Lo ansiamos con todas nuestras fuerzas. ¿Y qué ocurre? Que aparece gente como Daniel Pell. Gente que se aprovecha de las personas necesitadas de atención, de los más vulnerables. Las mujeres de la Familia de Pell, Samantha y Linda… Eran buenas chicas, nunca habían hecho nada grave, pero se dejaron seducir por un asesino. ¿Por qué? Porque él les ofreció lo único que no tenían: una familia.
»Era sólo cuestión de tiempo que ellas, o Jennie Marston, u otra persona que hubiera caído bajo su hechizo, empezara a matar. O a secuestrar niños y abusar de ellos. Pell tenía seguidores incluso en prisión. ¿Cuántos de ellos habrán seguido sus pasos después de ser puestos en libertad? Hay que parar los pies a esa gente. Yo soy agresivo al respecto. Consigo resultados. Pero no me paso de la raya.
—De la raya que tú marcas, Winston. Pero no es tu criterio el que tienes que aplicar. No es así como funciona el sistema. Daniel Pell tampoco pensaba que estuviera haciendo nada malo.
Él la obsequió con una sonrisa y se encogió de hombros, un gesto emblemático que Dance interpretó como: «Tú lo ves a tu modo y yo al mío. Nunca llegaremos a un acuerdo».
Para ella, era como decir: «Soy culpable».
Luego la sonrisa de Kellogg se disipó igual que la víspera, en la playa.
—Una cosa. Lo nuestro… Eso era real. Pienses lo que pienses sobre mí, era verdad.
Kathryn Dance se acordó del comentario melancólico acerca de la Familia que Kellogg había hecho mientras iban por el pasillo del CBI, un comentario que dejaba entrever sus vacíos vitales: su soledad, su dedicación al trabajo como sustituto de un matrimonio fracasado, la muerte espantosa, inexpresable, de su hija. No le cabía ninguna duda de que, pese a haberla engañado respecto a su misión, aquel hombre solitario había intentado sinceramente trabar un vínculo con ella.
Y como experta en kinesia se daba cuenta de que su comentario («Eso era real») era absolutamente sincero. Pero también era irrelevante para el interrogatorio y no valía la pena malgastar saliva respondiendo.
Entonces una ligera uve se formó entre las cejas de Kellogg y su falsa sonrisa hizo de nuevo acto de aparición.
—En serio, Kathryn. Esto no es buena idea. Llevar un caso así será una pesadilla. Para el CBI y también para ti, en concreto.
—¿Para mí?
Kellogg frunció los labios un momento.
—Creo recordar que surgieron ciertas dudas respecto a tu actuación en el interrogatorio, en los juzgados de Salinas. Puede que dijeras o hicieras algo que ayudara a Pell a escapar. Desconozco los detalles. Quizá no fue nada. Pero oí decir que Amy Grabe había tomado nota de ello. —Se encogió de hombros, levantando las manos. Las esposas tintinearon.
El comentario que había hecho Overby para cubrirse las espaldas delante del FBI volvía para atormentarla como un espectro. Aquella amenaza velada la encolerizó, pero no dio muestras de ello. Su forma de encogerse de hombros resultó aún más desdeñosa que la de Kellogg.
—Si surge ese tema, supongo que habrá que revisar los hechos.
—Supongo que sí. Sólo espero que no afecte a tu carrera a largo plazo.
Dance se quitó las gafas y se inclinó hacia él para situarse en una zona proxémica más personal.
—Winston, tengo curiosidad. Dime, ¿qué te dijo Daniel antes de que le mataras? Había soltado la pistola, se había puesto de rodillas y se disponía a recoger las esposas. Entonces levantó la vista. Y se dio cuenta, ¿verdad? No era tonto. Supo que iba a morir. ¿Dijo algo?
Kellogg hizo un gesto de reconocimiento involuntario, pero no contestó.
La pregunta había sido una salida de tono, naturalmente, y Kathryn sabía que marcaba el final del interrogatorio. Pero poco importaba ya. Tenía sus respuestas, había conseguido la verdad, o al menos una aproximación. Lo que, según la esquiva ciencia del análisis kinésico y el interrogatorio, solía ser suficiente.