Vestida con traje negro y jersey burdeos, Kathryn Dance estaba sentada en la terraza del restaurante Bay View, cerca de Fisherman’s Wharf, en Monterrey.
El lugar hacía honor a su nombre[6]: normalmente ofrecía una estampa de postal de la línea costera hasta Santa Cruz. Una estampa invisible, sin embargo, en ese momento. La mañana era un ejemplo perfecto de lo plomizo que podía ser el mes de junio en la península. El muelle estaba envuelto en una niebla semejante al humo de una fogata mojada y la temperatura era de trece grados.
La noche anterior, Dance se había sentido eufórica. Habían logrado detener a Daniel Pell, Linda Whitfield iba a recuperarse de sus heridas; Nagle y su familia habían sobrevivido, y Winston Kellogg y ella habían hecho planes para «después».
Hoy, en cambio, las cosas eran distintas. Sobre ella pesaba una especie de penumbra que no lograba sacudirse de encima, y no por el mal tiempo. Había muchas cosas que contribuían a que se encontrara en aquel estado de ánimo; una de las principales, los preparativos para los funerales y el acto de homenaje a Juan Millar, a los guardias muertos en el juzgado y a los ayudantes del sheriff fallecidos la víspera en el hotel de Point Lobos.
Kathryn bebió un sorbo de café. Parpadeó, sorprendida, cuando un colibrí apareció de repente y hundió el pico en el comedero que colgaba a un lado del restaurante, cerca de una mata de gardenias. Llegó otro colibrí y ahuyentó al primero. Eran criaturas muy hermosas, auténticas joyas, pero podían ser tan feroces como perros de vertedero.
Luego oyó decir:
—Hola.
Winston Kellogg apareció por detrás de ella, pasó los brazos alrededor de sus hombros y la besó en la mejilla. Ni muy cerca de la boca, ni muy lejos. Ella sonrió y le dio un abrazo.
Él se sentó.
Dance hizo una seña a la camarera, que volvió a llenarle la taza y sirvió otra a Kellogg.
—He estado informándome un poco sobre esta zona —comentó él—. Se me ha ocurrido que esta noche podíamos ir a Big Sur. A un sitio llamado Ventana.
—Es precioso. Hace años que no voy. El restaurante es una maravilla. Pero el trayecto es un poco largo.
—Por mí no hay problema. Es por la uno, ¿no?
Tendrían que pasar por Point Lobos. Kathryn recordó los disparos, la sangre, a Daniel Pell tendido boca arriba, los ojos azules y mates mirando, ciegos, un cielo azul oscuro.
—Gracias por levantarte tan temprano —dijo.
—Desayuno y cena contigo. El placer es mío.
Ella le lanzó otra sonrisa.
—El caso es que TJ ha encontrado por fin la respuesta a «Nimue», creo.
Kellogg asintió con un gesto.
—Lo que estaba buscando Pell en Capitola.
—Al principio pensé que era un mote, y luego que tenía que ver con un juego de ordenador muy famoso: Nimue, con una equis.
El agente sacudió la cabeza.
—Por lo visto tiene muchos seguidores. Debería haber consultado con los expertos, o sea, con mis hijos. El caso es que estaba barajando la idea de que Pell y Jimmy fueran a casa de Croyton a robar algún programa valioso y me acordé de que Reynolds me había dicho que Croyton legó todas sus investigaciones informáticas y su software a la Universidad de California en Monterrey. Se me ocurrió que tal vez hubiera algo en los archivos de la universidad que Pell pensaba robar. Pero no. Resulta que Nimue es otra cosa.
—¿Qué?
—No lo sabemos exactamente. Por eso necesito tu ayuda. TJ encontró una carpeta en el ordenador de Jennie Marston. Se llamaba… —Buscó una hojita de papel y leyó—: Cito: «Nimue. Suicidio ritual en Los Ángeles».
—¿Qué había dentro?
—Ese es el problema. TJ ha intentado abrir el archivo, pero está protegido con una contraseña. Tendremos que mandarlo al cuartel general del CBI en Sacramento para que lo descodifiquen, pero, francamente, eso llevará semanas. Puede que no sea importante, pero quiero averiguar de qué se trata. He pensado que tal vez tú conozcas a alguien del FBI que pueda descifrarlo antes.
Kellogg le dijo que conocía a un genio de la informática en la delegación del FBI en San José, en el corazón de Silicon Valley.
—Si alguien puede descifrarlo, son esos chicos. Se lo llevaré hoy mismo.
Dance le dio las gracias y le pasó el portátil Dell dentro de una bolsa de plástico y con una tarjeta de cadena de custodia. Kellogg firmó la tarjeta y dejó la bolsa a su lado.
Kathryn hizo otra seña a la camarera. Esa mañana sólo se sentía capaz de comer una tostada, pero Kellogg pidió un desayuno completo.
—Ahora háblame de Big Sur —dijo—. Dicen que es muy bonito.
—Espectacular —contestó ella—. Uno de los sitios más románticos que verás jamás.
*****
Estaba en su despacho cuando, a las cinco y media, Winston Kellogg fue a recogerla para su cita, vestido de manera informal, pero elegante. Dance y él iban casi conjuntados: chaqueta marrón, camisa clara y vaqueros. Los de él, azules; los de ella, negros. Ventana era un hotel de lujo con restaurante y bodega, pero a fin de cuentas estaban en California: allí, el traje y la corbata sólo eran preceptivos en San Francisco, Los Ángeles y Sacramento.
Y en los funerales, claro, pensó Kathryn sin poder evitarlo.
—Primero vamos a quitarnos de encima el trabajo. —Kellogg abrió su maletín y le pasó la bolsa de plástico que contenía el ordenador hallado en el Butterfly Inn.
—Ah, ¿ya lo tienes? —preguntó ella—. El misterio de Nimue está a punto de resolverse.
Kellogg hizo una mueca.
—Lo siento, me temo que no.
—¿Nada? —preguntó ella.
—El informático de la oficina dice que el archivo era un galimatías escrito así a propósito, o que llevaba dentro una bomba borradora.
—¿Una qué?
—Una especie de bomba trampa digital. Cuando TJ intentó abrirlo, se hizo papilla. Eso dijo el informático, por lo menos.
—Papilla.
—Sólo hay caracteres escritos al azar.
—¿No hay modo de reconstruirlo?
—No. Y te aseguro que son los mejores en su campo.
—Supongo que no importa mucho —comentó Dance, encogiéndose de hombros—. No era más que un cabo suelto.
Kellogg sonrió.
—Lo mismo me pasa a mí. Odio que queden jirones. Así los llamo yo.
—Jirones. Me gusta.
—Bueno, ¿nos vamos?
—Espera un segundo. —Se levantó y se acercó a la puerta.
Albert Stemple y TJ estaban en el pasillo.
Kathryn los miró, suspiró e hizo un gesto afirmativo con la cabeza. El corpulento agente de cabeza afeitada entró en el despacho seguido por TJ. Sacaron sus armas (Dance no tuvo valor para sacar la suya). Unos segundos después, Winston Kellogg estaba desarmado y esposado.
—¿Qué coño estáis haciendo? —preguntó, enfurecido.
Dance fue la encargada de responder, y le sorprendió lo serena que sonó su voz cuando dijo:
—Winston Kellogg, queda detenido por el asesinato de Daniel Pell.